Exceptuando la herencia de rasgos ligados a los cromosomas sexuales,
la Genética humana disponía en los años ochenta de muy pocos marcadores
asociados a enfermedades hereditarias. Además de marcadores observables
anatómicamente, los polimorfismos moleculares permitieron ciertos avances, pero
el número de los observables (en proteínas, esencialmente) era reducido.
Sólo
se dio un gran avance cuando el propio ADN, molécula portadora de los genes, se
usó como marcador fenotípico, haciendo uso de polimorfismos que podían
reconocerse al cortarlo con restrictasas y separar los fragmentos obtenidos
mediante electroforesis en gel de agarosa.
Estos polimorfismos, llamados de tamaño (RFLP), fueron usados con éxito por Gusella[1] para encontrar un marcador asociado a una enfermedad genética, la de Huntington. Floreció entonces una nueva perspectiva en la que se hacía posible la búsqueda de genes asociados a enfermedades hereditarias. Y se buscaron los genes de todo, no sólo enfermedades, también de opciones de vida y comportamientos, incluyendo la homosexualidad, la criminalidad, la inteligencia, etc.
En algunos casos, una vez obtenido el marcador, el hallazgo era
seguido de una “caza” genética que podía culminar con la resolución del gen y
de la alteración que subyacía a una enfermedad. Tal fue el caso de la fibrosis
quística o de la enfermedad de Duchenne. Sin embargo, otras enfermedades en las
que se suponía, desde las observaciones clínicas, un componente hereditario,
fueron resistentes a una asociación tan clara. Y así, aunque se buscó, no apareció
el gen de la psicosis maníaco-depresiva, ni de la obesidad o la hipertensión.
Aunque se dieran componentes hereditarios, encontrar los genes responsables
parecía más complicado porque abundan las enfermedades poligénicas, en las que
muchas variantes genéticas contribuyen a su aparición, aunque el efecto de cada
una de esas variantes sea muy escaso.
Por otra parte, especialmente en el
ámbito de los trastornos mentales, el problema de la relación entre herencia y
entorno (“nature – nurture”) se hacía especialmente complicado de resolver.
Los polimorfismos llegaron a hacerse de un solo nucleótido (SNPs),
proporcionando la base para estudios de “fuerza bruta”. Los actuales enfoques “Genome
wide” aspiran a revelar asociaciones entre distintos lugares del genoma (sean o
no propiamente partes de genes) y un fenotipo concreto, como puede ser una
enfermedad que se supone poligénica. Es así que han proliferado análisis para
mostrar los componentes genéticos que pueden ser determinantes en muchas
enfermedades, incluyendo las psiquiátricas. La razón es obvia; si se descubren
genes relevantes, tendríamos no sólo marcadores de laboratorio de una
patología; también la posibilidad de iniciar su comprensión en términos
moleculares y un posible tratamiento farmacológico adecuado.
Estos días, la prensa se hizo eco de un gran estudio, publicado en Science[2] y
conducido por el Brainstorm Consortium, una colaboración entre consorcios de
meta-análisis para 25 trastornos. En total se estudiaron 265,218 casos de
diferentes trastornos cerebrales (psiquiátricos y neurológicos) y 784,643
controles. Se determinó la posible herencia de cada trastorno como la
proporción de variación fenotípica explicable a partir de la suma de efectos de
todos los SNPs comunes ligados.
Los grados de correlación genética fueron elevados entre la
esquizofrenia, la enfermedad bipolar, la depresión mayor y el TDAH, siendo
claramente más limitados entre trastornos neurológicos (Párkinson, Alzheimer y
Esclerosis múltiple). Los trastornos psiquiátricos comparten una porción
considerable de sus variantes comunes de riesgo, a diferencia de lo que se vio
en enfermedades neurológicas.
El alto grado de correlación genética entre trastornos psiquiátricos
proporciona nueva evidencia de que el diagnóstico clínico convencional no
refleja su etiología genética y que los factores de riesgo genéticos no
diferencian fronteras diagnósticas.
¿Qué lecturas podemos hacer de esto?
Hay la convencional, mantenida desde hace años, según la cual todo
trastorno es genético, aunque sea influido por el entorno y, por ello, tanto en
el caso del autismo, del TDAH o de la depresión, por ejemplo, se trataría de
insistir en los estudios genéticos hasta lograr un perfil adecuado explicativo
de cada trastorno. Es legítimo hacerlo, aunque los resultados hasta ahora hayan
sido decepcionantes.
Pero hay otra lectura. La diferencia entre las asociaciones genéticas
con enfermedades neurológicas y las que se dan con las psiquiátricas establece
una clara diferencia entre ambas. Los autores del estudio dicen e incluso
repiten en el artículo de Science que los estudios de correlación genética no
reflejan procesos patogénicos subyacentes distintos entre las patologías
psiquiátricas estudiadas y que sería necesario refinar el diagnóstico
psiquiátrico.
En cierto modo, estamos ante un problema inverso al habitual. En
general, desde un fenotipo bien definido se busca el genotipo asociado (sea
mono o poligénico). Aquí parece que estamos ante la situación inversa: desde un
genotipo (un sumatorio de variantes SNP comunes) se plantea la necesidad de
buscar fenotipos bien caracterizados. Eso es lo que falta: un fenotipo bien
definido o, dicho de otro modo, un diagnóstico adecuado. El diagnóstico
psiquiátrico sigue careciendo de marcadores y eso lo diferencia claramente del
diagnóstico neurológico. Sólo desde la clínica y con la ayuda de tests, que son
en general resultado de un análisis factorial un tanto perverso, se diagnostica
o no a alguien de depresión mayor, de duelo patológico o de lo que sea. Basta
con echar una mirada al DSM para ver cómo se diagnostica un TDAH: desde la
propia subjetividad del clínico cuando no de alguien ajeno a la clínica, como
un profesor.
Se discute si el problema de la consciencia en sentido fuerte, tal
como lo indica David Chalmers, es decir, el problema de los qualia o la
subjetividad, es abordable científicamente o no. No es descartable que la Psiquiatría
nunca pueda alcanzar la categoría de científica a diferencia de lo que ocurre
en las demás especialidades médicas (que, aunque no sean científicas, beben de la Ciencia), incluida la Neurología. De ese modo, la
aspiración biologicista de tantos psiquiatras estaría condenada al fracaso,
algo que lleva ocurriendo desde el hallazgo empírico, casual, de los
psicofármacos. La bioquímica del trastorno mental sigue siendo desconocida y
sólo subsisten con mayor o menor refinamiento hipótesis basadas en efectos
farmacológicos empíricos. Que algo no sea científico no es propiamente una
carencia sino simplemente algo que ha de ser abordado con un método diferente y
que no excluye lo empírico ni lo racional.
No se trata con esta última reflexión de incitar a la rendición y
dejar de estudiar por todos los medios las enfermedades del alma (a ello
responde el término Psiquiatría); no se trata de dejar de buscar mejores perfiles genéticos y nuevos y
mejores tratamientos para la depresión o la ansiedad. Al contrario, todo psicofármaco
eficaz es deseable y, en este sentido, basta recordar la importancia que han
ido teniendo los distintos medicamentos usados en Psiquiatría, empezando por
los neurolépticos. Pero un exceso de fijación cientificista acaba siendo
rechazado desde la propia ciencia; el estudio reseñado es un buen ejemplo.
No es descartable que estemos ante un posible límite real. No sería el
único límite en Ciencia (los hay en el mundo mucho más elemental de las partículas).
Sería el límite de una realidad no susceptible de la reducción científica, de
un real que es singular y que sólo sería abordable desde otra singularidad, la
del encuentro clínico. De momento es así y no parece que se vislumbren cambios
que integren en la ciencia lo que no parece integrable. Tal vez por ello,
convenga pararse a pensar en que quizá la insistencia en el ámbito del
trastorno mental no deba concederse a la contemplación del ADN sino a la de
quien lo porta, de que es hora de afianzar el valor del encuentro clínico en
situaciones en las que la palabra y los silencios han de suplir la ausencia de
marcadores de imagen, bioquímicos o genéticos.
Quizá llegue un día en que las aspiraciones biologicistas conduzcan a
una absorción de la Psiquiatría por la Neurología, con la desaparición de
aquélla. En tanto eso no ocurra, y parece dudoso, a no ser que consideremos al
ser humano como un zombi o un robot susceptible de conocimiento
cognitivo-conductual, tendremos más y más variantes genéticas asociadas a la
estructura y función cerebrales, pero seguiremos sin ver los genes del alma,
quizá porque el alma no los tenga.
[1] Gusella JF, Wesler NS,
Conneally PM et al. A polymorphic DNA marker genetically linked to Huntington’s
disease. Nature, 306 (1983). 234-238
[2] The Brainstorm Consortium. Science.
360, eaap8757 (2018). DOI: 10.1126/science.aap8757