jueves, 18 de enero de 2024

MATERIALISMO HUMANISTA. Sobre el libro “La escala de las cosas. Humanismo y cultura material” de Fernando Broncano.

 



    He tenido el privilegio de recibir un hermoso regalo, el último libro del Prof. Fernando Broncano, “La escala de las cosas. Humanismo y cultura material”. Los Reyes Magos hicieron un viaje especial para traérmelo a finales de diciembre, recién salido de imprenta.


    Es esencialmente un texto hermoso en el que abundan los argumentos que apoyan la tesis de que “lo material constituye el cuerpo y la mente, es un dominio donde aparecen los sentidos que ordenan lo real de forma paralela a las palabras y los conceptos”.  Eso, lo material, “adquiere sentido en tanto que se refiera a la agencia y la experiencia”, entendiendo la agencia como “la capacidad personal y colectiva de actuar y transformar algo en el entorno de forma consciente e irreversible”.


    El autor insiste en su posición materialista, argumentando “la ineludible acción de lo material”, defendiendo que “el humanismo fue y es una reivindicación de la agencia humana en un mundo de causas físicas y sociales”. Y desarrolla ampliamente el curso del humanismo y sus matices, cultural y cívico, tocando el momento maquiavélico, que dio nombre al extenso texto de J.G.A. Pocock.


    Es excelente el análisis que Fernando hace, en la segunda parte de su libro, de “La escala de la piel”. Su mirada al cuerpo y especialmente a sus sentidos son de una gran originalidad y belleza. Estamos en mayor o menor grado acostumbrados al valor del lenguaje, al “giro lingüístico”, a tal punto que es habitual la referencia de los psicoanalistas al “ser hablante”, ante lo cual destaca la defensa de “analizar la música como el más poderoso instrumento de creación de la subjetividad”


    La tercera parte de la obra, que lleva el mismo título que ésta, “La escala de las cosas”, se centra en la Filosofía de la Técnica, concibiéndose a ésta como una dimensión humana que contiene una epistemología propia basada en un saber práctico situado entre la praxis y la poiesis, así como una ontología también propia, la de los artefactos”.


    Todo el libro está sostenido en el argumento impecable, que tiene en cuenta a un nutrido elenco de filósofos, pero a pesar de ello trasciende al ámbito académico porque, uniendo al rigor la amenidad, su lectura es apropiada para el lector con ansia de saber sobre la evolución del pensamiento filosófico en la línea materialista. El autor despliega, para sostener su tesis, un amplio saber que abarca un gran conocimiento científico e histórico. Su mirada es, a la vez, amplia y de detalle. Ese detenimiento en lo cotidiano me evoca la obra de Ariès (que es citado) y Duby, “Historia de la vida privada”. 


    Estamos ante un libro materialista, humanista y que contradice, si leí bien, la expresión heideggeriana de que “sólo un dios puede salvarnos” de una condición irredenta. Sería, pues, una defensa honesta del ateísmo. Eso, para mí, como creyente en Dios, supone el valor de permitirme ver con claridad la perspectiva atea defendida por una mente muy brillante y de hacerlo no sólo con respeto, sino con admiración ante la coherencia que el autor del libro que comento muestra. Y en este ámbito, el religioso, que apenas se toca, tengo la sensación de que ese texto, que completa a otros previos (según manifiesta el autor), será seguido de otro en el que el Prof. Broncano incida en lo mítico y, sobre todo, en lo religioso. Lo percibo en la ausencia en esta obra de la referencia a dos autores prestigiosos en tal orden, Joseph Campbell y Mircea Eliade.


    En suma, creo que se trata de un libro altamente recomendable más allá del ámbito académico en el que, sin duda alguna, tendrá el reconocimiento que merece.

               

viernes, 5 de enero de 2024

Noche de Reyes. Renacer.

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons

 “... el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Jn. 3,3. 

 

 

    Seguimos celebrando la fiesta de Reyes, que va precedida de días y, sobre todo, de una noche de ilusión, de la plena confianza que tantos niños tienen de que esos seres mágicos les dejen en su propia casa los regalos deseados, algo que no podrían hacer sus padres. 

 

    Que tengamos cerca el horror, en la mismísima Tierra Santa, no impide esa celebración; al contrario, puede darse incluso en las peores circunstancias en que un niño puede no ya vivir, sino sobrevivir a la guerra o a la enfermedad. La visita de los Reyes Magos a los hospitales es imprescindible. Tampoco debiera inhibir un sueño precioso el exceso de realismo prematuro o el regalo frecuente que sofoca la singularidad de un día del año.

 

    Dejar de ser niño suele verse como pérdida necesaria para una ganancia. Se gana realismo y, aunque no siempre, madurez, y se pierde inocencia e ilusión desbordada. Es algo necesario para vivir como seres sociales, pero, a la vez, puede suponer la inmersión en el absurdo de la ausencia de sentido. Demasiada seriedad en la vida nos va alejando, si lo permitimos, de la mirada auténtica a ella misma.

 

    Sería insensato sugerir cuál es esa perspectiva necesaria. Pero el relato evangélico da una pista en la sugerencia de Jesús a Nicodemo. Se trata de nacer de nuevo. Y ese nacimiento implica cuestionarse si se dan las condiciones para tal posibilidad o nos las cerramos cada vez más. Una pregunta que corresponde a cada cual en sus personales circunstancias.

 

    Podemos tomar un ejemplo desde la actividad que parece más seria y útil, la científica. Eso que se llama investigación científica se ha profesionalizado, es decir, ha ganado en seriedad. Se acabó en general el investigar lo que uno desea por afán de saber. Se trata de ganar un sueldo haciéndolo y eso supone someterse al criterio que ya no es propiamente científico sino gerencial, empresarial, en el que primará el curriculum sometido a la métrica de los índices de impacto. Alguien será mejor y podrá asentarse como investigador cada vez más cualificado y mejor pagado en función de ese curriculum. Es decir, no se persigue en general disminuir la ignorancia, sino conseguir resultados publicables en las buenas revistas (la métrica es bibliométrica). Podría parecer lo mismo, pero nada más diferente. Los tiempos de la importancia de saber por saber han pasado, cediendo el lugar a las llamadas líneas “productivas”.  

 

    La ciencia ha perdido en buena medida algo que le fue sustancial en épocas pretéritas, su capacidad de asombro y de juego. Las excepciones, como Feynman o Gell-Mann, son eso, excepciones. Urge ese renacimiento menos preocupado por publicar y mucho más por contemplar el mundo. Urge la ética de poner siempre el objetivo científico, cuando es potencialmente transformador, al servicio del ser humano y, en general, de la vida.

 

    También abundan los ejemplos en la práctica médica. Haciéndose científica y no pudiendo serlo, la Medicina ha sido embobada por los criterios bibliométricos y de mercado. El contraste entre los grandes avances en el diagnóstico y en el tratamiento quirúrgico (el farmacológico va algo más lento) contrasta con la parsimonia en adoptar una mirada generalista más ingenua, más amplia, pero más eficaz por contemplar a la persona y no sólo un campo operatorio o un problema localizado en su cuerpo. Una población envejecida carece de geriatras a la vez que se investigan apasionadamente los telómeros. Los pacientes crónicos son poco interesantes en comparación con la cirugía brillante de raras malformaciones. La recuperación de sonrisas y juegos, de la escucha a dementes, deprimidos y locos, como personas, no se ve trascendente, pero puede tener una eficacia terapéutica inalcanzable con el mero uso de fármacos. 

 

    Al final, uno va renaciendo si retoma el tiempo no cronométrico, recuperando el juego que, en el caso de adultos, se reduce al que mantienen viejos desocupados con sus nietos, o los ludópatas.

 

    Renacer implica preguntarse si seguimos siendo capaces de soñar lo imposible y lo impensable, si hemos vivido realmente o sólo nos hemos integrado en una vida normal, curricular en el caso de la Academia y los Hospitales, si somos capaces de jugar como juega la propia Naturaleza, creando belleza. 

 

    Renacer supone asumir la capacidad creativa de cada cual y hacerlo como tarea amorosa, sin apetecer los frutos de la acción, como se nos dice en el Bhagavad Gita.

 

    Renacer supone asumir que siempre hay tiempo para hacerlo antes de morir, que siempre es factible esa metanoia que no sabe de relojes ni calendarios. 


    Nacer de nuevo es hacerlo a una vida nueva, aunque en apariencia hagamos lo mismo. Y, para creyentes, lograrlo supondría acercarse a “ver el reino de Dios”. 

 

jueves, 21 de diciembre de 2023

Navidad 2023

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons



“¿Y Cristo? Kafka inclinó la cabeza. Cristo es un abismo lleno de luz. Hay que cerrar los ojos para no precipitarse en él”

(G. Janouch. Gespräche mit Kafka. Aufzeichnungen und Erinnerungen. Frankfurt).

 

“Si a mí alguien me probase que Cristo se encuentra fuera de la verdad, y si la verdad realmente estuviese fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo y no con la verdad”.

(F. Dostoievski. Carta dirigida a Natalia Fonvizine en 1854)

 


    Vivimos en una mezcla del tiempo cíclico con el lineal. Nos hacemos mayores, envejecemos y un día moriremos. No podemos vivir sin recuerdo ni olvido. Si en el tiempo lineal construimos una biografía marcada por sucesivos ritos de paso, en el tiempo cíclico el recuerdo, como repetición periódica, nos evoca también algo esencial en nuestra cosmovisión. Esa repetición puede darse en modo de conmemoración social, de ritual mítico o de liturgia religiosa.

            

    La Navidad desencadena los mejores recuerdos de la infancia y las grandes nostalgias en personas ancianas que se van quedando solas. Cuando la celebración alude a su origen por cristiana, lo hace referida a un suceso histórico, no mítico. Sabemos que Jesús nació en el año 4 a.C, o algo antes, en Belén o Nazaret (sujetos a discusión). La celebración remite a la encarnación divina en Jesús, referencia vital en esperanza, en contemplación y en acción para sus seguidores.

            

    La creencia en un Dios estético, surgida ante la belleza y complejidad de lo observable, y que favorecería una tendencia panteísta que se da con frecuencia, precisa, en el cristianismo, a quien le da nombre, Cristo, como camino, verdad y vida, lo que supone y realza el reconocimiento de la Alteridad divina. 


    El Amor divino es mostrado en Jesús. Lo Absoluto se encarna y se hace receptivo a la queja, la petición, la meditación, la contemplación y la alabanza del ser humano. A todo eso que llamamos oración. 

            

    En un mundo que no ha olvidado la guerra ni los agravios humanos, sigue siendo relevante que el anuncio del nacimiento de Jesús a pastores fuera hecho, según el evangelio de San Lucas, por ángeles que decían “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc.2,14). No se necesita más.

  

¡ Feliz Navidad !

sábado, 16 de diciembre de 2023

Depresión. 2. La necesidad de contarlo. 2.2. Andrew Solomon.


Imagen tomada de Wikimedia Commons

“Cuando uno está deprimido, el pasado y el futuro quedan por completo absorbidos por el presente” (A. Solomon. “El demonio de la depresión”).

 

    Llevamos unos cuantos años oyendo hablar o leyendo libros sobre la bondad del momento presente, de centrarnos en él. El mindfulness persigue ese objetivo y, con tal logro, el sosiego. Pero la afirmación que encabeza esta entrada la contraría cuando ese momento presente se da en el contexto de una depresión. Podrá haber nostalgia y culpa referidas al pasado y gran temor al futuro, pero el horror ya lo es en presente, en toda su crudeza de ser la muerte en vida misma o incluso desearla.

 

    Richard Gere protagonizó una película de 1993 (Mr. Jones) en la que encarnaba a un paciente con trastorno bipolar, algo terrible en sus dos polos, dándose en ambos una relevancia de la pulsión letal que, como hundimiento total o como alegría incomprensible, puede acabar del peor modo.


    En esa película se muestra la vida cotidiana (si vida puede llamarse a eso) en un hospital psiquiátrico, al que es ingresado el paciente en una de sus fases depresivas. El recinto que se muestra al espectador, muy probablemente inspirado en alguno real (no habría que salir de España), es ámbito de una infantilización e incluso una reificación del sujeto como no ocurre en prisiones. El final “feliz” de la película no parece muy creíble. 

 

    Y, sin embargo, la hospitalización psiquiátrica puede resultarle más llevadera, deseable incluso, a un paciente, que una vida normal, y mucho más aún si esta vida es más rica que la del común de los mortales. La celebración del éxito, por ejemplo, puede ser una tortura para quien atraviesa una depresión. Así le ocurrió al caso relatado en un post anterior, William Styron. Así le sucedió también a Andrew Solomon.

 

    Solomon tuvo tres crisis de depresión mayor. Como Styron y otros, se vio impulsado tras ellas (no habla de curación) a dar a conocer su caso. Lo hizo en un libro cuyo título es impactante, “El demonio de la depresión”.  En él trata, desde su propia experiencia, que describe en detalle, y la de otros, de explicar lo inexplicable y va más allá de lo fenomenológico, haciendo un excurso bibliográfico por la situación de la neuropsiquiatría y diversos modos de psicoterapia, incluyendo terapias alternativas. Su objetivo es la ayuda a otros pacientes que puedan verse aislados en ese círculo vicioso de soledad – depresión. 

 

    Solomon es consciente de las limitaciones terapéuticas de los psicofármacos (la lista de los que tomó es larga), pero esperanzado, a la vez que un tanto temeroso, en el avance farmacológico futuro.

 

    Un libro así enseña más que muchos tratados clínicos. Antes había secciones de revistas médicas relacionadas con los “Case report” (en las españolas conformaban la sección de “A propósito de un caso”); esas secciones fueron siendo marginadas por la triste moda de la “medicina basada en la evidencia”, que sólo tiene ojos para la estadística. El libro de Solomon es, en la práctica, un “case report”, el suyo. Desde su propia experiencia, compara su caso con el de otros amigos y conocidos, a la vez que indaga en la bibliografía médica, construyendo así un libro excelente para ofrecer una imagen viva de lo que supone padecer depresión. A la vez, a pesar del título de su libro, ve algo bueno en eso que muchos consideramos demoníaco; se trataría de una posible y peculiar protección contra la locura (cita a Kristeva al respecto). Pero sorprende que, sufriendo lo que sufrió, sostenga que “aunque parece extraño, tengo más confianza en mí mismo que la que alguna vez imaginé que podía poseer, lo cual hace que la depresión valga la pena”.

 

    Como Styron, como tantos otros, la depresión de cada cual es la suya propia, malamente comunicable, aunque comparta sentimientos y expresiones.

 

    La depresión es muy frecuente y, siendo así, cabe preguntarse, desde una óptica biologicista, ¿por qué la evolución ha favorecido ese cuadro en tantas personas de una tristeza angustiosa y de una inhibición paralizante, lo más común de un fenotipo tan mal definido? ¿Qué pasará cuándo dispongamos de fármacos realmente eficaces al respecto? ¿Sólo algo muy bueno?

 

    Mientras tanto, en el contexto de una gran ignorancia, libros como el de Solomon pueden ser de gran ayuda para contemplar y sostener, también en depresión, lo que parece imposible, la esperanza.

 

domingo, 10 de diciembre de 2023

Depresión. 2. La necesidad de contarlo. 2.1. William Styron.

 


      La depresión se ve en el otro. O no. A veces, uno se acostumbra a verla sin que salten las alarmas cuando quien la padece ha tomado la decisión autolítica. Son tantos y tan heterogéneos los deprimidos que pasan al acto suicida, que parece difícil establecer un criterio de homogeneidad. Personas cultas o analfabetas, fuertes o frágiles, han sucumbido a lo demoníaco encarnado en ellas.


Boltzmann fue un gran científico que contribuyó poderosamente a la consolidación de la teoría atomística de la materia (Einstein acabó de hacerlo con su estudio del movimiento browniano). En septiembre de 1906 fue a pasar unas cortas vacaciones a Duino, un lugar hermoso que inspiró las elegías de Rilke. Antes de finalizar esa estancia, mientras su esposa y su hija menor se bañaban en las aguas del Adriático, se ahorcó y así fue descubierto por su horrorizada hija Elsa, de quince años.

 

Antes de ese paso al acto final, parecía sufrir fuertes depresiones alternando con estados eufóricos; tal vez ahora fuera diagnosticado como bipolar, quién sabe. Él mismo relacionaba su situación, aunque fuera bromeando (¿se bromea sobre esto?), con haber nacido en la frontera que separa el martes de carnaval del miércoles de ceniza. 


Al enterarse, los amigos y conocidos tratarán de explicar ese horror aludiendo a dificultades para ser reconocido en su ámbito por colegas. También ocurrió con Cantor y tantos otros. Turing mordió la manzana envenenada y Gödel se dejó morir de inanición. La película de Walt Disney “Blancanieves” los fascinó del peor modo.

 

El caso de Boltzmann es sólo un ejemplo que ilustra el riesgo letal de la depresión. Sabemos que bastantes personalidades y gente anónima han sucumbido a ese absurdo de no poder más. Y sabemos también que, a veces, los antidepresivos dan fuerza al paciente, antes de ejercer un posible efecto benéfico, para que la inhibición depresiva ceda al paso al acto letal.


El suicida no lo cuenta o, como Virginia Woolf, se limita a “disculparse” en una carta de despedida, cuando ya no hay remedio. Pero hay también quien tiene la necesidad, una vez libre del demonio, de contar cómo ha sido atrapado por él y los efectos que eso tuvo en su vida. No suele describirse en forma de libro cómo uno es afectado por una insuficiencia cardíaca o un cáncer, pero sí se produce esa expresión tras librarse de una depresión grave, porque la depresión es otra cosa. Aunque haya grandes elementos comunes en pacientes deprimidos, siempre es singular y misteriosa en su aparición y curso, y por ello hay personas que, desde su narración personal del infierno vivido, pero habiendo salido de él, pueden ayudar a sus lectores. Kay R Jamison fue seriamente afectada por un trastorno bipolar y salió de él gracias al litio, lo que la indujo a hacerse psiquiatra. También vio algo que no es agradable de ver. Su libro “Touched with Fire” relacionó esa enfermedad con la creatividad artística. Claro que… maldito fuego.


Hace años tuvo un gran éxito la película “La decisión de Sophie”. Su director y guionista, Alan J Pakula, se basó en la novela homónima de William Styron, quien recibió por dicha obra el “National Book Award” en 1980. Seis años más tarde recibiría el “Prix mondial Cino Del Duca”, pero no estaba entonces en las mejores condiciones para el acto de recepción, hasta el punto de que una serie de torpezas sociales, atribuidas a su depresión con un gran componente angustioso, le hicieron disculparse a una de las organizadoras: “Estoy enfermo, dije, un problème psychiatrique”. Se le hacía imperioso ver a un psiquiatra e incluso tenía la necesidad de hospitalización, quejándose de que ésta fuera mucho más habitual en el caso de enfermedades orgánicas que en el de las psiquiátricas. No estaba para disfrutar.


Styron recoge esta sensación interna, con muchas emociones más, en su libro “Esa visible oscuridad”. Indica ahí que “la tortura de la depresión grave es totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido, y en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más”. Sintió el viento al que aludió Baudelaire (“J'ai subi un singulier avertissement, j'ai senti passer sur moi le vent de l'aile de l'imbécillité”). Finalmente, tras un ingreso hospitalario, pudo salir airoso de tan infausto proceso.


    Otros sucumben. En la tradición cristiana se decía que el suicidio es propio de cobardes desesperados, y hace tiempo se les negaba la sepultura en sagrado, “ad sanctos” que diría Philippe Ariès, a quienes así morían. Pero no es tan sencillo, porque hay quien no puede más con una vida que no merece tal nombre.


    No es algo que implique sólo a la aproximación clínica, sino que también atañe a la filosofía. Camus fue categórico al decir que “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”. Y se sigue y se seguirá pensando, como pensó Romain Gary, que el accidente mortal de Camus no fue propiamente mera contingencia. Gary, un hombre distinguido con la Cruz de Guerra, Caballero de la Legión de Honor y Héroe de la Liberación, también acabó suicidándose con una pistola. El valor reconocible no impide que una determinista cobardía moral se imponga al final, anulando la posibilidad de vivir. El equilibrio sutil entre biología y biografía se rompe súbitamente del peor modo, irreversible. Diez años antes se había matado su entonces esposa Jan Seberg por sobredosis. Recuerdo una imagen contenida en un número de “Le Magazine Littéraire” en la que ambos disfrutaban de un paseo en barca por Venecia. Más tarde vendría la impotencia (ahora también dulcificada como “disfunción eréctil”) y Gary llegó a escribir en alusión al declive (“Próxima estación: final de trayecto”).


No hay claras relaciones de causalidad aparentes y generales entre factores biográficos y biológicos con la depresión y el suicidio. Viktor Frankl y Primo Levi sufrieron y sobrevivieron a la terrible experiencia de haber sido internados en un campo de concentración. El primero escribió “El hombre en busca de sentido” y fundó la escuela conocida como “Logoterapia”. Levi escribió varios libros y murió tras arrojarse por el hueco de una escalera en 1987. Se habló de posible muerte accidental porque sus vecinos no pensaron en que fuera poseído por una depresión. Tal dilema no se resolvería con ninguna prueba morfológica o bioquímica post-mortem, carentes de resultados concluyentes de momento.


En el libro mencionado, Styron revela la íntima relación que se da entre la hipocondría y la depresión, lo que parece añadir un plus de absurdo. Se teme la enfermedad, cualquier enfermedad, aunque pueda haber preferencias, a la vez que, en cierto modo, se vive bajo la pulsión de muerte que algunos satisfacen con la muerte misma.


Nadie sabe realmente lo que es una enfermedad hasta que la sufre, y esto es especialmente cierto en el caso de las enfermedades del alma, esas que sustentan el término “psiquiatría”. Por eso, las narraciones de quienes han sufrido lo que, a pesar de su singularidad, se engloba bajo el término “depresión”, pueden servirnos para ver realmente qué tienen de común la pluralidad de cuadros llamados así, para acercarnos a la enormidad de su absurdo aparentemente inviolable ante cualquier confrontación racional. 


Frente a tantos libros de autoayuda, frente al fracaso personal del planteamiento filosófico, uno puede hacerse una idea de lo que es tan prevalente como la depresión sólo a la luz de testimonios de personas que, curándose, supieron describir lo realmente demoníaco que les arrebató una parte de su vida, su única, singular, depresión. 


Otros testimonios seguirán.