jueves, 16 de abril de 2015

Angustia, recuerdo y esperanza.

“Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor”
Jorge Luis Borges

Algunas personas, en unos casos antes, en otros después, muchas veces con ayuda, acaban contemplando el vacío, percibiéndolo como angustia a atravesar. Tal vez eso, que no es miedo ni ansiedad, sea la angustia a la que se refirió Heidegger. O no. Quizá desde ese vacío sea posible la comunicación entre existencias dispares y, de ser así, parece entendible la aparentemente extraña afirmación de Borges.

Desde el vacío la poesía sería adecuadamente atendida y concebida como “poiesis”, pudiendo así lo más  auténticamente humano ser construido y dicho. Heidegger no paró de hablar, tan pesado como era, de eso, y lo hizo tomando como caso ejemplar un poema de Hölderlin, aquel en el que están contenidos unos versos: 
“Voll Verdienst, doch dichterisch, 
wohnet der Mensch auf dieser Erde” 

(que tal vez podría traducirse por: “Lleno de méritos, sin embargo, poéticamente habita el hombre en esta tierra”). “Habitar poéticamente” suena bien, más sabiendo que quien lo dijo se trastornó después, quizá por amor a una Diotima inalcanzable. Y resulta acogedor y estimulante en un mundo que no es precisamente poético sino burdamente mercantil.

En su recomendable libro “La edad de la nada”, Peter Watson nos recuerda que, tras habérsele diagnosticado a Richard Rorty un cáncer de páncreas, un hijo suyo y un primo que era pastor protestante le preguntaron, respectivamente, sobre qué le había sido de utilidad en la filosofía y si su pensamiento había tornado a lo religioso. Se limitó a contestar que la poesía le había servido de mucho (era un pragmatista y las cosas servían o no, simplemente). Se refirió a dos poemas; uno de ellos, “El jardín de Proserpina” de Algernon C. Swinburne, del que resaltó estos versos:

“Por eso agradecemos a los dioses
Sean quienes sean
Que la vida no dure eternamente, 
Que nada perturbe el sueño de los muertos, 
Que hasta el río menos impetuoso
Haya siempre de retornar al mar.”

En cierto modo es la afirmación de Jorge Manrique convertida en deseo.
Por su parte, Harold Bloom refería que “a las puertas de la muerte me he recitado poemas, pero no he buscado un interlocutor para entablar una conversación dialéctica”. ¿Para qué discusiones metafísicas cuando uno se va a morir? Quizá todo esté ya dicho y baste con recordar sólo lo que valga la pena para afrontar lo que los viejos llamaban el tránsito (es curioso que en el idioma gallego permanezca una noción desaparecida en otras lenguas y aun hablemos aquí de “o pasamento" de alguien. En Galicia la muerte es la muerte, no una banalidad).

Una gran película tiene como título unas palabras tomadas de William Wordsworth, “esplendor en la hierba”. La belleza y tragedia de Natalie Wood subrayan aun más hoy que entonces, la fuerza de este fragmento que leía: 

“Though nothing can bring back the hour
 Of splendour in the grass,
 of glory in the flower,
 We will grieve not, rather find
 Strength in what remains behind”.

(“Aunque nada pueda hacer volver la hora
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos, pues encontraremos
fuerza en el recuerdo”).

¿Fuerza en el recuerdo? Tal vez consuelo o nostalgia, cierta alegría incluso, pero la fuerza, aunque pueda apoyarse en el pasado, surge de un presente que mira al futuro como posibilidad abierta. 
Se dice, generalmente, cínicamente también, ante la enfermedad mortal de alguien, de otro, no de uno mismo, que mientras hay vida hay esperanza. Y resulta que no; que es más bien al revés, que sólo hay vida mientras existe esperanza. ¿En qué? No en nada, no en todo. Sólo en lo más cercano y misterioso a la vez,  como la rosa que contemplaba Freud al ser entrevistado al final. 
Wittgenstein aludía a la conveniencia de callar cuando no se puede hablar. Santa Teresa insistía en la paradoja de hablar de lo inefable "tenido" recomendando que nada nos turbe, que nada nos espante pues "quien a Dios tiene nada le falta: Sólo Dios basta.”

Y es que todo es demasiado complejo, demasiado amoroso, para ser turbados por lo superfluo. A pesar de la angustia o quizá precisamente por ella. Pero sabemos ya por muchos que en la poesía tenemos algo que nos acerca a lo auténtico y eterno.

domingo, 5 de abril de 2015

No nos olvidemos de hablar.


“Bajo el reinado del joven que recibió la soberanía de su padre, Señor de las Insignias reales, cubierto de gloria, el instaurador del orden en Egipto, piadoso hacia los dioses…”
Texto escrito en 196 a.C. en la piedra de Rosetta

“Civilization now happens digitally.
And it has no memory
This is no way to run a civilization.”
Danny Hillis

Sabemos de la importancia de que uno de tantos decretos se inscribiera en una estela de granodiorita en jeroglífico, demótico y griego antiguo. No se debe al texto en sí sino a la circunstancia de que éste fuera escrito en tres lenguas en un soporte que resistió el paso de siglos. Champollion pudo descifrar así los jeroglíficos egipcios mostrando el resultado de su trabajo en 1822.

¿Podría ocurrirle al inglés o al español lo que pasó con los jeroglíficos, de tal modo que nadie pudiera descifrar textos en estos idiomas al cabo de muchos años? No lo sabemos, pero sí es muy probable que lenguas minoritarias hoy en día desaparezcan sin dejar rastro en poco tiempo. 

En la actualidad se conoce la existencia de 7102 lenguas en el mundo, muchas de ellas habladas por muy poca gente. 

¿Por qué no salvar lo posible haciendo una piedra de Rosetta moderna? Con esa perspectiva se ha acometido un proyecto que intenta guardar como archivo digital (Internet Archive) unas cien mil páginas de documentos y registros en audio de unas 2500 lenguas.  Además de información relativa a aspectos gramaticales, se recogen en cada una de esas lenguas textos tan conocidos como el inicio del Génesis o la Declaración de Derechos Humanos. 

Si la piedra Rosetta sirvió para saber del pasado, fue por su estabilidad; por ello, se ha pensado también en un soporte que no sea digital sino físico, duradero y múltiple, lo que dio lugar en 2008 al Disco Rosetta, un disco de níquel de 7,62 cm de diámetro que contiene más de 13.000 páginas de información sobre unos 1.500 lenguajes humanos. No se precisa ordenador alguno para leerlo; sólo un sistema óptico que proporcione más de 600 aumentos, un microscopio relativamente simple.

Hay algo llamativo en este intento de conservar información lingüística. Retoma lo más clásico, tanto en “hardware” como en “software”, usando como soporte la consistencia sólida del níquel y sustituyendo el habitual lenguaje binario por los signos reales utilizados en cada lengua, mediante una grabación analógica. Un número de copias elevado facilitará sin duda la permanencia de, al menos, algún disco por muchos siglos.

El proyecto persigue conservar lo que presumiblemente se perderá rápidamente y es a la vez una llamada de atención al mantenimiento de la diversidad lingüística. 

En un tiempo en que parece que no podemos vivir sin informática, no es malo recordar la corta vida de los materiales que la sostienen, incluyendo los soportes de memoria física. Nadie puede hacer nada con un disco flexible de 8”. ¿Servirá para algo un “pendrive” dentro de diez años? ¿y un DVD? Pero también la propia forma de entenderse con los ordenadores es olvidadiza. No son lejanos los años en que se impartían cursos de Fortran IV o en los que se anunciaban academias prestas a enseñar el “lenguaje del futuro”, el Basic. Lo más novedoso y aparentemente universal, el lenguaje de ordenador, y las aplicaciones que permite, parecen lo lo más efímero. 

La intensa globalización facilitada por los sistemas de comunicación digitales es lesiva para la diversidad de lenguas, al favorecer la existencia de una lingua franca deteriorada a su vez, con un vocabulario muy restringido y una ortografía cada vez más ignorada. En España hemos asistido incluso a políticas activas en la destrucción de lenguas propias sin que ello lograra el supuesto beneficio de que nuestros jóvenes se expresen mejor en inglés. Más que hacia una lingua franca caminamos hacia una pobre neolengua infantiloide. Sabido es que cuantas mayores posibilidades de comunicación existen, menos comunicación real se da, lo que sugiere que un avance técnico como el que suponen los “smartphones” pudiera ser, en realidad, el peor ataque a lo que nos hace humanos: ser hablantes.

Si la tecnología sostiene un empobrecimiento cultural masivo, las políticas educativas inspiradas por el plan Bolonia parecen facilitarlo, haciendo del lenguaje (incluso del matemático) mera herramienta de servidumbre tecno-científica. Por ello, frente a la deshumanización cientificista se hace preciso recuperar el valor real de la ciencia misma, que sólo puede darse en un contexto humanístico. No es descartable que la buena ciencia (no la mera obsesión febril por publicar en revistas científicas) sólo pueda construirse si se retorna a los clásicos y se prioriza en la enseñanza básica y secundaria el estudio de las llamadas lenguas muertas, que nunca lo han estado propiamente.  


viernes, 27 de marzo de 2015

Lejos de casa

Exceptuando casos de grandes exploradores, nuestra casa es nuestro espacio habitual y referencia de retorno cuando viajamos. Nos vamos sabiendo que volveremos a ella. Tal vez los más caseros sean los nómadas, que la llevan consigo.

Quizá nadie olvide su casa, ni siquiera quienes sufren la enfermedad de Alzheimer, que quieren a veces retornar a ella, a la suya propiamente, a la de su infancia. En las trincheras eran tan frecuentes las llamadas de soldados heridos a su madre como el deseo de regresar a casa; en cierto modo, la madre y la casa son lo mismo. No cabe el olvido de algo esencial. Incluso el viaje heroico tiene la perspectiva del retorno, como canta la Odisea.

Quien se ve forzado a emigrar, algo tristemente habitual en estos tiempos, lo hace con la idea de volver aunque después eso no ocurra y, en cierto sentido, el retorno a casa suponga un cambio geográfico de la casa misma, una adaptación al nuevo medio.

Por eso, algo que puede horrorizar es la imposibilidad de volver, especialmente cuando más próxima está esa casa y cuanto más hermoso es lo que nos separa de ella.

En la película Gravity se muestra la gran soledad de la protagonista en el Universo tan bello como hostil, con la casa, concebida en este caso como la Tierra misma, tan aparentemente cercana. La belleza natural no siempre es acogedora y esos “espacios infinitos” pascalianos pueden suponer el máximo horror si se está solo en ellos para siempre.

Una pintura de Wyeth, “El mundo de Christina”, simboliza lo mismo: la cercanía insalvable. También, como en Gravity, estamos ante la belleza natural que oculta al principio lo terrible. En esta pintura, lo observable a primera vista es una joven tendida en un espacio abierto con unas casas al fondo, una imagen de serenidad, de sosiego. Sólo cuando sabemos de la parálisis de Christina es cuando nos damos cuenta de la fatal situación.
En ambos casos se da una cercanía aparente sólo para el observador. En Gravity hay alejamiento real por un fallo técnico. En la pintura de Wyeth el fallo es neurológico. En ambos casos, la belleza de la que podría surgir un sentimiento extático se convierte, por el contrario, en cruel elemento de separación, de aislamiento en la proximidad.

Los dos ejemplos nos recuerdan la soledad esencial, la que se da en este “ser arrojados” que dijo alguien, algo que puede paliarse si concebimos el ser como siendo para otros, como apuntaba Lévinas.

lunes, 23 de marzo de 2015

El necesario recuerdo de nuestra ignorancia



“Frente a los enigmas del mundo material, el investigador de la naturaleza está habituado desde hace tiempo, con viril renuncia, a pronunciar su ignoramus... donde él ahora no sabe, pero podría acaso saber, o sabrá un día, en ciertas condiciones. Pero frente a los enigmas relativos a qué sean materia y fuerza y cómo ellas puedan ser capaces de pensar debe, una vez por todas, plegarse a un veredicto mucho más duramente renunciatorio: ignorabimus!”  
Emil du Bois-Reymond. “Über die Grenzen des Naturerkennens”.

No sabemos.

Cualquier persona sensata estará de acuerdo en que ignoramos mucho de nuestro mundo y de nosotros mismos. Pero Du Bois-Reymond fue mucho más allá al declarar que hay cosas sobre las que nunca podremos saber y no se refería a la metafísica sino a la propia física.

Esa ignorancia esencial puede extenderse o no a todos los ámbitos del conocimiento. Pero no parecía que también afectara a las matemáticas. Hilbert decía que “La convicción en la resolubilidad de todo problema matemático es un incentivo para el trabajador. Escuchamos dentro de nosotros el canto imperecedero: he ahí un problema. Busca su solución. La podrás encontrar mediante la razón pura, pues en la matemática no hay ignorabimus”.
Mucho más tarde en su vida, al retirarse, insistió en que “En lugar del necio ignorabimus, nuestra respuesta es la contraria: “Debemos saber, sabremos”. Esa frase, tal como él la pronunció figura como epitafio en su tumba en Göttingen  Y así, en alemán, tiene hasta cierta tonalidad poética: “Wir müssen wissen, wir werden wissen”. Sabemos que Gödel desbarató esa afirmación transformándola en deseo imposible al demostrar que las matemáticas no pueden ser completas y consistentes a la vez.

En Fisica, Heisenberg mostraba límites esenciales al conocimiento posible en el ámbito cuántico haciendo así afirmación tanto del ignoramus como del ignorabimus, en forma de principio de incertidumbre.

Esos límites en el conocimiento físico y matemático lo son, en cierto modo, ahora y para siempre. Nunca tendremos una aritmética completa y consistente a la vez y nunca podremos medir simultáneamente el momento y la posición de una partícula. Ese “nunca” en cierto modo trasciende al tiempo: que lo sepamos ahora supone que siempre ha sido así (aun cuando no hablásemos de partículas) y que siempre será así, aunque hablemos de cuerdas. Pero podemos vivir con ello. A fin de cuentas, las matemáticas siguen avanzando y la indeterminación cuántica no sólo no nos impide hacer predicciones magníficas en ese ámbito sino que ofrece un panorama de ricas posibilidades epistémicas.

El ignorabimus al que nos resistimos se da más bien en el orden más pragmático. ¿Ignoraremos siempre lo necesario para predecir con tiempo suficiente catástrofes geológicas o meteorológicas? ¿Podremos algún día prevenir crisis económicas o guerras? ¿Podremos curar el cáncer y, en general, cualquier enfermedad?  Se trata de un orden práctico y que mira al futuro aunque use el presente y el pasado como “base de datos”.

La utopía cientificista supone asumir como postulado la inexistencia del ignorabimus en el ámbito de lo humano. Pero como toda utopía, o es inalcanzable o se transforma en lo peor, en distopía realizable. Y es que, además del hecho tan cuestionado por muchos científicos del libre albedrío, son tantas las variables que intervienen en el proceso histórico, que la predicción, o prospectiva como prefieren decir algunos estudiosos, se hace inviable a tal punto que, en el mejor de los casos, podemos saber, como dicen que decía Sócrates, que no sabemos nada. Ello es así porque incluso en el caso de fenómenos dependientes de pocas variables asistimos en general a procesos no lineales, a situaciones en las que rigen leyes de potencia en vez de desviaciones de curvas gaussianas y que darán cuenta retrodictivamente, pero no a priori, de sucesos como la desigualdad económica o el éxito social o político, o el desencadenamiento de una guerra, hambrunas o epidemias.

Nada parece programable por mucha potencia de cálculo que haya. De vez en cuando suceden acontecimientos que cambian todo drásticamente. Un disparo en Sarajevo, aviones que chocan con las Torres Gemelas, un suspenso a quien quería ser pintor de Academia… Pero también grandes descubrimientos como la penicilina o la radiación de fondo de microondas. Son los llamados “cisnes negros” por Nassim Nicholas Taleb.

La Historia no es precisamente algo meramente incremental, ni siquiera revolucionario; también contempla catástrofes. Según Cicerón, “Historia magistra vitae est et testis temporum”. Ese magisterio no nos dirá propiamente nada de lo que pueda ocurrir, aunque lo consideremos con instrumentos científicos. Ahora bien, nos servirá para estar advertidos ante acontecimientos sorprendentes para bien y, demasiadas veces, para mal, pero sucesos de los que, en mayor o menor grado, seremos responsables. La advertencia de nuestra ignorancia parece la mejor de las formas con que mirar hacia el futuro, incluso el más inmediato.

viernes, 13 de marzo de 2015

¿Qué recuerdan los que más olvidan?


 “Can dementia’s frozen walls be broken so that hearthside warmth of home again is known?”
Daniel C. Potts.

¿Qué siente una persona que padece la enfermedad de Alzheimer?
La pregunta suele enunciarse así, preguntando por el sentir, por un sentir básico, primordial, ya que se supone que el saber ha desaparecido o va desapareciendo. ¿Y si no fuera así? ¿Y si el paciente supiera lo esencial? Porque… ¿Qué es saber lo esencial?

Lo peor de quien padece Alzheimer no es que olvide, sino que es olvidado por quienes están o creen estar a su lado, por quienes hemos estado aparentemente a su lado.

La historia natural de esta demencia es bien conocida. Una vez diagnosticada, es predecible lo que ocurrirá. Pero es una enfermedad neurológica o psíquica (los psiquiatras biologicistas aspiran en el fondo a ser neurólogos) y no es comparable, por ello, a una enfermedad del aparato digestivo o del riñón. Lo que ocurrirá será sólo marca exterior, visible, del deterioro interno, profundo.

Somos seres hablantes y la afasia, no poder decir al principio lo que se desea o hacerlo dando largos rodeos, la dificultad posterior de nombrar incluso a quien se quiere, apunta a la mortalidad en vida del demente, que está vivo sin vivir, sin hablar después de haber tenido durante meses un discurso tan estereotipado como absurdo.

Desde ese estado es factible, sin embargo, poder gritar… con pinceles. Ese fue el caso de William Utermohlen, a quien se le diagnosticó Alzheimer a los sesenta y un años. Pintaba antes y siguió haciéndolo. Se pintó a sí mismo, y la evolución de sus autorretratos mostró la tragedia oculta. En pinturas sucesivas Utermohlen era dicho por sí mismo, por lo que quedase de él. Lienzos distintos evocan la única pintura que se transforma terriblemente, evocando injustamente a Dorian Gray.

¿Qué quiso mostrar Utermohlen? Quizá todo, tal vez nada. A veces la diferencia entre todo y nada es sutil, incluso cuando nos referimos a Dios, según sermoneaba el Maestro Eckhart.

Hay quien quizá prefiera, al pintar demente, ignorarse a sí mismo, fascinándose por una imagen, como le sucedió a Carolus Horn con el puente Rialto de Venecia.

Quien pinta sigue pintando y, ya diagnosticado de demencia, Willem de Kooning siguió haciéndolo para delicia de críticos (o mercaderes) de arte e inspiración de un grupo musical

¿Será bueno pintar cuando no se puede hablar? Eso es lo que propone el Dr. Potts al comprobar que a su padre demente, Lester, parecía satisfacerle tal actividad.

Hay cierta obsesión en ligar la enfermedad psíquica, principalmente la psicosis, ahora la demencia, a brotes de creatividad. Kay R Jamison, psicótica y psiquiatra, escribió un libro al respecto, “Touched with Fire”, pero… maldito sea ese fuego.

Me quedo con Utermohlen, que me evoca a Munch, porque gritó no sólo a los suyos. A todos nos hizo llegar una vez más la trágica diferencia para el ser que sufre entre la burda aproximación cientificista, esencialista, a la enfermedad, frente al cuidado existencial al enfermo.