sábado, 24 de octubre de 2015

El cuerpo recuerda lo que más ignoramos.

Rabí, para que este hombre haya nacido ciego, ¿quién pecó, él o sus padres?
Jn 9,2.

El 20 de diciembre de 2011 moría Robert Ader. Había creado un término exitoso, “psiconeuroinmunología”, a partir de sus investigaciones. En colaboración con Nicholas Cohen, hizo un experimento interesante. 

Desde Pavlov se sabe del valor de los reflejos condicionados en animales, como herramienta experimental. Pues bien, Ader y Cohen indujeron en ratas una aversión al agua con sacarina, asociando su ingesta a la presencia de ciclofosfamida, que les provocaba trastornos gastrointestinales. Tras este aprendizaje, las ratas sólo bebían agua cuando la sed las vencía. Además de provocar alteraciones digestivas, la ciclofosfamida es un agente inmunosupresor. En comparación con controles, se vio que las ratas que habían “aprendido” a asociar la ingesta de agua dulce con efectos perniciosos, mostraban una inmunosupresión frente a la inyección de un antígeno en el momento de beber, aunque entonces no hubiera ciclofosfamida en el agua azucarada. Es decir, un animal podía “aprender” a deprimir su respuesta inmune. Algo ocurría entre su cerebro y sus linfocitos.

La vieja idea de que el estado anímico se relaciona con la enfermedad somática, se reforzó con experimentos de este tipo y otros muchos hallazgos como la existencia de una comunicación molecular bidireccional entre neuronas y linfocitos.

La interacción psicosomática es bien conocida y, por eso, todo ensayo clínico riguroso contrasta los efectos del medicamento que se pretende probar con lo que se llama un placebo, algo que se le asemeje lo más posible, pero sin contener fármaco activo alguno. Para evitar incluso la posible influencia de quien administra el fármaco o el placebo, los ensayos suelen hacerse en el modo conocido como doble ciego (ni el paciente ni quien administra el tratamiento saben si se trata de un placebo o de un principio activo).

Precisamente ese efecto placebo daría cuenta del valor que tuvo una medicina que fue mágica antes de ser mejorada por el avance científico. Un ejemplo de su importancia lo proporciona un meta-análisis publicado en PLOS Medicine, que puso en tela de juicio la eficacia clínica de los antidepresivos

Hay una enfermedad especialmente aterradora en nuestra época, el cáncer. No es algo que haya aparecido ahora; ya hay constancia escrita de ella en el papiro de Ebers, pero sigue induciendo una mortalidad que no ha disminuido mucho desde entonces (globalmente; hay formas especificas en las que sí se han logrado grandes avances terapéuticos).

El efecto placebo sugiere que la fe puede curar con independencia del objeto de esa fe. Y, si es así, ¿Por qué no cabría esperar que la fe religiosa o la confianza en la propia fuerza activen recursos inmunes que venzan el cáncer? Tal fe puede inducir un viaje a Lourdes o a México (allí fue Steve McQueen en busca del laetril). Hay quien confía en ser inundado benéficamente por “energías positivas” de amigos, en la fortaleza conferida por técnicas de meditación y visualización, o en dietas alcalinas pretendidamente basadas en los descubrimientos de Warburg.

Lo cierto es que, a veces, sólo con una frecuencia de uno entre cien mil casos, se da una regresión espontánea del cáncer, entendiendo por tal su desaparición completa o parcial, temporal o permanente, en ausencia de tratamiento específico. Hay casos descritos en este mismo año relativos a regresión de cáncer de pulmón y de hígado. Se ignora por qué ocurre algo así, asumiéndose en general que hay una relación con una respuesta inmune asociada a infecciones agudas, pero no es asumible que ningún tipo de fe tenga nada que ver en algo tan curioso.

No parece en absoluto que alguien pueda influir con su actitud o voluntad en la evolución de un cáncer, sino sólo en cómo afrontar un proceso así. Recientemente “El País” recogía una afirmación muy clara al respecto realizada por Patricia Brasinello: "no existe ninguna evidencia científica de que una buena actitud influya en el proceso. Las células no lo notan”. Además de sentido común, hay base empírica para tal afirmación. Por ejemplo, en un estudio de 2001 recogido en el New England Journal of Medicine, se mostraba que la supervivencia en el cáncer de mama metastático no tenía relación con el apoyo psicológico, aunque se reconocía la importancia de éste para afrontar la enfermedad, incluyendo la percepción del dolor. 

Ni siquiera en Lourdes creen propiamente en milagros. La asociación “Lourdes cancer espérance”, realza más bien como milagroso el enriquecimiento espiritual de quienes allí peregrinan esperanzados; no de la posibilidad de su curación.  

No esperemos en milagros más allá del milagro mismo de la vida, que implica la muerte. Si nuestra mente influye en el cuerpo, no sabemos ni cómo ni cuándo en términos mecanicistas. Ante una enfermedad tan cruel como muchas formas de cáncer, sólo cabe el mejor tratamiento médico posible (tan limitado como duro tantas veces) y todo lo que ayude a una persona a afrontar algo así. Por eso, es despreciable oír algo tan estúpido como que alguien tiene que luchar contra su enfermedad o que esa guerra la va a ganar (se decía estos días que un célebre futbolista le ganaría el partido a su cáncer de pulmón). Es cruel porque parece que, si alguien sucumbe, lo hace por no luchar, por no ser optimista, asertivo, etc., etc. Tanta palabrería de la llamada “psicología positiva” es profundamente negativa y negativamente ha calado en un mundo presuntamente ateo pero más religioso que nunca. 

Renace el pecado, no como transgresión moral, sino higiénica. Si alguien enferma, él, por su mala vida (fumar, beber, ser sedentario, etc.) o sus padres, por transmitirle malos genes, serán culpables. Y esa culpa sólo es perdonable con un cambio de vida: "disfrutando" las "cosas pequeñas" de la vida, sintiendo el cariño de los otros, teniendo confianza en uno mismo, etc.

Lucha, sé fuerte… ¿cómo se hace eso? Sólo desde la perspectiva absurda de conferirle ser a la carencia, de ontologizar la enfermedad, se puede proclamar como mandato higiénico o pretendidamente terapéutico, la mayor insensatez de que una mente luche contra lo que su propio cuerpo alberga. El cuerpo ya tiene sus mecanismos, recursos y recuerdos. No lo vamos a cambiar cuando está enfermo por pensar en él o por ver amaneceres y flores, aunque tengamos, eso sí, la opción de sobrellevar las cosas del mejor modo posible.

Se da algo fuertemente paradójico, aunque sólo lo sea en apariencia. Por un lado, se reduce lo biográfico a lo biológico de tal modo que uno es lo que dictan sus genes, y ama o sufre según esté su balance de neurotransmisores. Pero, por otro lado, se pretende que, cuando ocurre lo peor, se dé una transformación biográfica que controle lo biológico. Tal ilusión es facilitada por iluminaciones que acontecen en situaciones límite, propiciando a veces la producción de libros tan patéticos como el escrito por Eugen O’Kelly.

Sin duda, somos en un cuerpo. Y, por un lado, el cuerpo tiene sus limitaciones, una de las cuales es el hecho de ser mortal. Pero, además, la influencia que nuestra mente pueda tener en el cuerpo del que emana y que la alberga no depende de ningún presente que podamos controlar sino de un pasado que sólo algo tan laborioso como el psicoanálisis puede desvelar. En cualquier caso, en lejana analogía con Lourdes, el milagro del psicoanálisis no reside en el objetivo concreto, sintomático, que pueda suscitarlo, ni siquiera el temor a la muerte. Los taoístas buscaron sin éxito la inmortalidad pero en ese camino encontraron una forma de sabiduría compatible con la mortalidad misma. Lo importante es buscar… ignorando propiamente la finalidad real de la búsqueda. Si lo logramos, ya lo sabremos. Incluso en ciencia.

Los lacitos rosa y las carreras contra el cáncer o la frenética recogida de tapones no lo frenarán. Sólo lo hará la investigación científica y, para que ésta tenga éxito, no basta con dinero ni precisa planes ni memorias. Requerirá de todo aquello de lo que ha sido desprovista por la insensatez cientificista reinante que es el peor enemigo de la ciencia misma. Necesitará calma, juego y pasión


lunes, 19 de octubre de 2015

Perdonar es olvidar

"Como el náufrago metódico que contase las olas 
que faltan para morir, 
y las contase, y las volviese a contar, para evitar 
errores, hasta la última, 
hasta aquella que tiene la estatura de un niño 
y le besa y le cubre la frente, 
así he vivido yo con una vaga prudencia de 
caballo de cartón en el baño, 
sabiendo que jamás me he equivocado en nada, 
sino en las cosas que yo más quería."
(Luis Rosales) 

A veces se oye decir a alguien que perdona pero no olvida. 
Quien diga eso no sabe qué es perdonar, porque no hay perdón si no hay a la vez olvido.

El recuerdo del mal implica el odio. No cabe otra alternativa que el olvido o el odio. El perdón exige el olvido. No puede darse sin él.

El bautismo cristiano fue inmersión y de ella conserva el recuerdo de la ablución. Y esa agua es, como símbolo, aunque sea tomada del grifo o del río Jordán, la del Leteo, la del olvido. En este caso, es Dios mismo quien se olvida, no bebiendo él el agua sino dándola. Esa es la belleza del perdón divino, del demasiado humano. Se perdona no sólo olvidando sino haciendo que quien es perdonado olvide que mereció serlo.

En un discurso tan memorable como olvidado, en plena guerra civil, en pleno odio entre los más cercanos, Manuel Azaña finalizaba con tres palabras, que no fueron oídas, que siguen sin serlo: “paz, piedad, perdón”. No basta con la paz, aunque es imprescindible. La piedad supone el reconocimiento de que somos capaces de lo peor y por eso esas tres palabras han de ir en ese orden. La paz es precisa para la piedad que hace posible el perdón que deseaba Azaña para los culpables, quizá incluyéndose a sí mismo.

El olvido que implica el perdón es la gran desmemoria que nos hace humanos y que no afecta al recuerdo amoroso de la pérdida, el que exige la memoria histórica, el que supone la dignidad.

Nada más acaramelado que el sentimentalismo con el que se alude a veces a las palabras de Jesús cuando pedía perdón divino para quienes no sabían lo que hacían al crucificarle. Pero no había exceso sentimental en ellas, ni mucho menos afán masoquista de martirio, sino una mera asunción del hecho de la fragilidad del otro, de quien, por ignorancia, no era culpable del crimen. Olvidar eso ha supuesto muchos horrores por parte del cristianismo.

Buda habló de la compasión, en el sentido auténtico de esa palabra, tan alejado del que con frecuencia se le da. Uno es humano en la medida en que compadece, en que comparte la pasión del otro, en que se da cuenta de la unidad en la limitación, padeciendo con. Y ese darse cuenta alcanza todo lo existente, que se hace merecedor de la misma compasión que quien compadece. Desde un insecto hasta la persona que creemos más buena…Todos somos capaces de llegar a compadecer y de ser objetos de compasión, porque todos somos determinados, como los insectos, o culpables por ser libres, porque la libertad es también condena, como nos recordó Sartre. Una condena merecedora de compasión, como todas las condenas.

Y, si no sabemos perdonar olvidando, será mejor que sepamos que estamos odiando. No es malo reconocernos en el odio. Será el momento de lucidez de partida para vernos cómo somos, como seres frágiles, a quienes sostiene el odio por ser aun impermeables al amor.

Y es que, como dice Luis Rosales, a fin de cuentas, no nos equivocamos en nada; sólo en lo que más queremos.

lunes, 12 de octubre de 2015

El premio Nobel de Medicina de 2015 nos recuerda el siglo IV d.C.


"Por medio de este hacer creativo, por medio del trabajo en vistas a una realización, el hombre da un sentido a su vida. Tal es su vocación, aquello a lo que ha sido llamado"
François Cheng.


En su testamento, Alfred Nobel expresaba su deseo de que el premio que lleva su nombre se otorgara a aquellos que, "durante el año anterior, hubieran conferido el mayor beneficio a la humanidad", por contribuciones al avance científico (se centró en la física, química, fisiología y medicina) y a la economía, o creando buena literatura y trabajando por la paz.


Es muy difícil cumplir literalmente esa voluntad. El comité encargado de conceder un premio Nobel considera que el “año anterior” no se refiere a contribuciones realizadas en él, sino más bien a que es en dicho año cuando son reconocidas. Se entiende así que se premien investigaciones que tardan mucho en ser valoradas, como ocurrió en el caso de Barbara McClintock, premiada en 1983 por un descubrimiento realizado en 1944. Hay quien, por morirse, no llega a ser reconocido.

Es muy importante que el comité Nobel entienda que la solución de nuestros problemas médicos por parte de la ciencia no es milagrosa sino que es precisa mucha investigación básica original y, por ello, es natural que premie a personas que han contribuido poderosamente en ese sentido, elucidando los mecanismos moleculares de nuestra fisiología y desarrollando métodos novedosos para ello. En una época en que tristemente se afianza el “publish or perish” en tantas carreras científicas, es bueno recordar que tan preciado galardón se ha otorgado también por avances metodológicos más que propiamente epistémicos. Así ocurrió con el marcado isotópico o con la proteína flurescente verde; también se premió la amplificación del ADN por la reacción en cadena de la polimerasa (PCR). De hecho, uno de los pocos que recibieron dos veces el premio Nobel en Química fue Frederick Sanger por sendos descubrimientos metodológicos relativos a desentrañar la secuencia de aminoácidos en una proteína y la de bases en el ADN.

A pesar del gran reconocimiento que supone el “Nobel”, muy pocos de quienes lo reciben son “populares” más allá de ámbitos relativamente restringidos a los que han contribuido poderosamente.Tal vez, en nuestro país, los más conocidos sean Cajal y Ochoa, por ser españoles, y también… Flemming, cuya popularidad deriva de haber descubierto la penicilina; estando preparada su mente, supo ver algo bueno en lo aparentemente malo, la contaminación de uno de sus cultivos bacterianos por un hongo. Y es que, si algo se le pide ingenuamente a un premio Nobel es que dé una respuesta a un problema cuantitativamente importante, sean las infecciones o el cáncer. Ya antes de Flemming, en 1939, Gerhard Domagk, que demostró la eficacia de las sulfamidas, no pudo recibir el premio porque no le dejó Hitler, en protesta porque el de la paz se le hubiera concedido a Carl von Ossietzky, internado en un campo de concentración nazi. Y pocos se acuerdan de los avatares del descubrimiento y uso de la insulina, incluyendo el olvido de Best por el comité Nobel en 1923.

Podría decirse que el comité Nobel encargado de nombrar a los premiados en Fisiología y Medicina, pero también en Química, ha mirado en general al gran problema médico del primer mundo: el cáncer. Se sabe que no estamos ante algo simple, que se requiere un profundo conocimiento de los intrincados mecanismos celulares y es ese avance epistémico, más lento de lo que todos quisiéramos, el que va aportando excelentes resultados por parte de tantos merecedores del premio, aunque no todos lo reciban. Pero, en realidad, el cáncer no es tan importante; no, al menos, si uno es justo en su mirada a un mundo en donde mucha gente se muere por enfermedades aparentemente mucho más simples de abordar que el cáncer. Las parasitosis son un amplio grupo de ellas, abarcando al paludismo y las filariasis.

Precisamente por eso, el premio Nobel de este año ha sido distinto, especial. Ha premiado a tres investigadores que dedicaron sus esfuerzos a encontrar medicamentos contra estas enfermedades que, por lejanas geográficamente, tendemos a ignorar. La comunicación del comité siempre es escueta; también lo ha sido ahora: “The Nobel Prize in Physiology or Medicine 2015 was awarded with one half jointly to William C. Campbell and Satoshi Ōmura for their discoveries concerning a novel therapy against infections caused by roundworm parasites and the other half to Youyou Tu for her discoveries concerning a novel therapy against Malaria”.

La ceguera de los ríos es una una enfermedad parasitaria crónica causada por el nematodo Onchocerca volvulus y llegó a ser la segunda causa más importante de ceguera en el mundo. Para su tratamiento, el japonés Satoshi Ōmura miró al suelo y de él aisló un nuevo microorganismo llamado Streptomyces avermitilis con una fuerte actividad antiparasitaria. El principio activo responsable, la avermectina, fue identificado y caracterizado por William C. Campbell, trabajando en la empresa Merck & Co., Inc. Hoy en día se usa un derivado llamado ivermectina en el tratamiento de la ‘ceguera de los ríos’ y de la elefantiasis. En 1987 Merck decidió donarlo a los países donde la oncocercosis es endémica. En colaboración con la OMS se han tratado más de 200 millones de personas.

Youyou Tu describe de un modo muy hermoso en Nature Medicine su trayectoria como investigadora. Estudió medicina tradicional china entre 1959 y 1962, siendo impresionada por la belleza del pensamiento filosófico subyacente a una visión holística del ser humano y del universo. En 1967, se incorporó a un proyecto maoísta secreto que impulsó la investigación contra la malaria. Tras investigar más de 2400 preparaciones de hierbas medicinales, encontró un extracto de la Artemisia annua L. que inhibía el crecimiento del parásito. Buscó bibliografía y la encontró…en un libro de Ge Hong (283 - 343) en el que se decía algo aparentemente anodino, pero que resultó crucial. Recomendaba para las fiebres intermitentes un puñado de quinghao (nombre que se le daba a la planta) en dos litros de agua, escurrir el jugo y beberlo. Esa simple frase inspiró la forma de realizar el extracto de lo que era un principio activo termosensible. Finalmente, en 1971 se obtuvo un extracto neutro eficaz al 100% en ratones y monos infectados con el parásito Plasmodium berghei y Plasmodium cynomolgi respectivamente. Después, se comprobó la eficacia en personas tratadas, en comparación con las que lo habían sido con cloroquina. A partir de ahi, se procedió a analizar químicamente el componente activo, a sintetizarlo y a producir derivados más eficaces, como la dihidroartemisina.

Parece que las artemisinas podrían ser también interesantes en tratamientos oncológicos y ya han aparecido publicaciones en ese sentido.


El premio Nobel de este año, como tantas otras cosas más cotidianas, menos relevantes, nos sugiere una reflexión importante. Somos con otros y en el tiempo. Eso significa que nada humano nos puede ser ajeno, que el sufrimiento propio o próximo no puede ocultar el de tantos que no han tenido la suerte de nacer en el primer mundo. Ser en el tiempo, ser en la Historia, nos da sentido a nosotros mismos. 

Un hombre prácticamente desconocido, preocupado por alcanzar alquímicamente la inmortalidad y por sintetizar el taoísmo y el confucianismo, escribió sobre su cosmovisión hace muchos siglos. Fracasó y se murió, pero algo de lo que escribió sirvió para que muchos a quienes él no conocería pudieran sobrevivir al paludismo y sirvió también para que alguien que lo leyó muchos años después pudiera ganar el premio Nobel de Medicina.

domingo, 4 de octubre de 2015

De Olimpia a Samantha

"Dijo luego Yahveh Dios: No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada".
Gen. 2, 18.

El libro de Vesalio aparecido en 1543 con el título “De humani corporis fabrica” marcó un hito en la concepción del cuerpo humano. Atrás quedaban las especulaciones galénicas; el cuerpo era mostrado, descrito en sus componentes, destacando en él lo estructural.

La visión anatómica del cuerpo sugiere la función de sus componentes. Lo estructural y lo funcional van íntimamente asociados en términos finalistas, aunque la finalidad no quepa en ciencia: decimos, aunque no sea científicamente correcto y sólo heurístico, que un órgano lo es para una función. Cómo podríamos decirlo de otro modo?

Y así, desde la visión estructural, ¿Por qué no copiar lo humano? El concepto “hombre - máquina” de Julian Offray de la Mettrie sigue impregnando la concepción mecanicista en Medicina. 

Si Vaucanson asombraba con sus autómatas, Mary Shelley lo hacía con su inquietante relato, “Frankenstein o el moderno Prometeo”, sobre un cuerpo construido a partir de componentes y dotado de vida gracias a la nueva fuerza de entonces, la eléctrica; un cuerpo inquietante por la posibilidad de ser incontrolable, como acabó ocurriendo.

A fin de cuentas, un autómata orgánico o inorgánico es concebible. Una estructura soportando funciones. Si se refina, ¿quién lo distinguiría de un ser humano? 

Un ser humano trabaja, piensa, siente, ama, odia… ¿Para qué un autómata? Tal vez sólo para trabajar. Así lo imaginó Karel Čapek, creador del término “robot” asociado a trabajo o, más bien, trabajo esclavo. Así se siguen imaginando ya muchos “robots”, a la vez que otros, menos parecidos al ser humano, son ya una realidad, siendo la industria automovilística, robotizada, un buen ejemplo al respecto.

Deep Blue le ganó al ajedrez a Kasparov. Un sistema de GPS nos guía al volante, un buscador de internet nos resuelve casi cualquier duda no metafísica al instante, o nos confunde en el empeño, pero casi parece un ser inteligente.
El trabajo y la inteligencia parecen ser ya no sólo humanos. Hay un célebre test para significar esa semejanza, el de Alan Turing. Básicamente, un sistema artificial lo pasaría si un observador no puede distinguirlo de un ser humano en una entrevista. Ya en 1966 se dijo que un programa llamado ELIZA, creado por Weizenbaum, lo superaba. ELIZA simulaba un psicoterapeuta inspirado en la terapia de Rogers. Mucho más recientemente, en junio de 2014, se anunció que un programa conversacional, Goostman, había superado el test. En ninguno de ambos casos hubo aceptación generalizada, pero se sigue en el intento. Difícil de resolver precisamente porque requiere la observación de alguien, una subjetividad.

Es asumible que un programa pueda sostener una conversación. También lo es que una estructura robótica pueda parecerse a un ser humano. Unámoslos y... ¿Qué tendremos? Una cosa; complicada, divertida, interesante, útil, pero una cosa. Y eso es lo que parece olvidarse si se ignora la existencia de límites entre sujeto y objeto.

Se dice a veces que el amor es ciego para referirse a un enamorado, por parte de alguien que no está en tal estado y que cree juzgar objetivamente el objeto de amor del otro. También se habla de amor a primera vista, de flechazo. Y esto tiene que ver con la mirada dirigida al cuerpo de alguien o a una parte de él. También hay quien sucumbe a palabras de amor. Erótica de la mirada y erótica de la palabra. Pero es un cuerpo a quien se mira y al que se escucha; un sujeto por quien uno también es mirado y oído; nunca una cosa. De hecho, cosificar a alguien, como ocurre en la prostitución, implica negar el amor.

Se suele hacer una pregunta, ¿Puede pensar una máquina? pero cabe otra relacionada, aunque claramente distinta, ¿Puede amar una máquina? En cierto modo, el amor sería el test más adecuado para ensayar la subjetividad porque uno cobra conciencia de sí por el amor a otros o a sí mismo, porque también uno es reconocido, nombrado, desde el amor. No es tan importante ni mucho menos la capacidad de resolver un problema intelectual. 

E.T.A. Hoffmann nos mostró el horror de la gran confusión amorosa con su cuento “El hombre de arena”. Quiso revelar lo siniestro tecnológico, encarnado en una autómata, Olimpia, de la que se enamora el protagonista y, a la vez, mostró lo realmente siniestro, lo biográfico de éste, que Freud se encargó de mostrar en su ensayo “Das Unheimliche”. Dos aspectos de lo siniestro surgen; el del protagonista, descrito por Freud y el de la máquina, pretendido por Hoffmann.

Enamorarse. Algo extraño. Tal vez sea más acertada la expresión inglesa para algo así: “falling in love”, porque contiene los dos términos de esa extrañeza, amor y caída. 

El núcleo del cuento de Hoffmann reside en ese enamoramiento - caída hacia un cuerpo bello que se mueve, que baila, que es acogedor aunque no habla, que parece escuchar sin responder nunca. El horror le es mostrado al protagonista en modo súbito (siempre va asociado lo que más horroriza a la brusquedad de su aparición), y en su mayor crudeza, cuando se enfrenta a la naturaleza del autómata que suscitó su amor.

No basta un cuerpo. Es preciso que el sujeto se muestre hablando, aunque sea sin voz. ¿Qué ocurre si no se muestra, si no se ve, si no se puede tocar? La radio ha jugado con ese enigma; ¿a quién corresponderá una voz atractiva? Pero la radio habla a muchos, no a alguien concreto.

ELIZA ya mostró que un proceso algorítmico puede emular una tosca y falsa comprensión. Es concebible que un desarrollo de la inteligencia artificial, aunque no supere en controles estrictos el test de Turing, pueda evocar la mayor de las aparentes y deseables comprensiones, la de un alma enamorada. Eso es lo que muestra la película “Her”, en la que un sistema operativo habla con una voz femenina que se muestra cálida, amorosa, celosa incluso, al hombre solitario que sucumbe a ese embrujo. Una soledad que, curiosamente, no es aislada; son varios, probabemente muchos, los que están en su situación, enamorados, como el protagonista reconoce, de un sistema operativo, de un “OS”, pero … ¿qué más da, si se trata de amor?. A Samantha sólo la puede oír; ni siquiera la intermediación de un cuerpo puede ir más allá. No caben triángulos en el que uno es un cuerpo cosificado para servir a otra cosa. 

Basta con la voz… hasta que se acaba, porque todo evoluciona en el mercado, incluyendo los sistemas operativos.

Se habla habitualmente de objeto de amor, pero es una forma de hablar. Sólo una persona concreta puede ser sujeto del que pueda otro enamorarse y sólo el sujeto puede llegar a amar.

Pero algo tan viejo y tan sencillo llega a olvidarse y no sólo por la fantasía; también por un cientificismo que nos reduce a un conjunto de neurotransmisores y que nos equipara a una conducta programable. No es extraño que surjan películas como Her, que anuncian la cruel soledad que acecha y que una Eva electrónica no resolverá. 

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Autoayuda y psiquiatría por entregas

La proliferación de libros de autoayuda es un hecho tan obvio como interesante. Algunos de ellos han sido “best-seller”, lo que apunta a una necesidad, porque es difícil encontrar placer o, en general, algo, en tales lecturas. 

Es indudable que muchos libros ayudan a uno. Hay obras de teatro, novelas que muestran las profundidades del ser humano, ensayos como los de Montaigne, que orientan desde el saber de quien los escribió, escritos filosóficos, etc. Pero la finalidad específica de toda esa literatura, como la de la poesía, tiene que ver más con la necesidad de expresión del autor que con su deseo de ser “útil” para alguien, aunque haya habido excepciones como el Enchiridion de Epicteto o las cartas de Séneca a Lucilio.

El texto de Dale Carnegie, “Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida”, publicado en 1948, aun decía algo sensato, precediendo en unos cuantos años al boom actual de la autoayuda, un ámbito literario más bien pobre y que no incluye, aunque recoja frases de ellos, libros sapienciales propios de la tradición judeocristiana o procedentes de Oriente. En las librerías hay anaqueles llenos de libros de autoayuda, en los que se nos indica cómo cada uno de nosotros puede solucionar sus propios problemas. Es cierto que algunos o muchos de ellos acaban siendo una colección más o menos afortunada de citas clásicas tomadas de filósofos, psicólogos y maestros espirituales, pero el objetivo es ayudar a autoayudarse, lo que es en sí mismo una contradicción.

Podría pensarse que esos recetarios son análogos a libros de divulgación, pero no es así. La divulgación favorece la disposición autodidacta en lo epistémico, que es previa a lo que se vaya a leer, en tanto que la autoayuda sugiere la respuesta a una necesidad que se da generalmente en el ámbito emocional. Los libros de autoayuda nos enseñarán así cómo ayudarnos a nosotros mismos a ser triunfadores, seductores, sosegados, autoestimados, asertivos y, sobre todo, felices. La felicidad es la gran cuestión y la respuesta puede estar en uno o muchos de los más de seis mil libros que pueden localizarse en Amazon bajo ese término, “felicidad”, o de los casi noventa mil que proporciona esa casa para lectores en inglés, buscando “happiness”.

El problema de la autoayuda es que es imposible. Y lo es porque afecta al síntoma que surge de lo que uno mismo no conoce de sí. Uno puede sufrir por su síntoma, por sus efectos en su vida cotidiana, sea como fracaso reiterado en relaciones de pareja, sea como constante tristeza sin causa aparente, sea en forma de ansiedad que no cesa, como obsesión que se impone, sea del modo que sea. Pero ningún texto dará la clave más allá de dibujar mejor el síntoma mismo. Y es que la clave reside en partir de que, cuando se necesita ayuda de verdad, no hay autoayuda que valga. Sí pueden ser interesantes consejos sobre el modo de estudiar, de preparar un examen o cómo responder a una situación de protocolo social, pero tal interés es similar en importancia al proporcionado por textos de gastronomía o de bricolaje. 

Ninguno de esos libros resolverá problemas reales, porque éstos siempre necesitan del otro terapéutico, que no es un libro sino una persona. 

Lamentablemente, el auge de las terapias conductistas, coachings y demás inventos, muestra que muchas de esas personas son, en realidad, libros de autoayuda parlantes. Pero cuando alguien tiene la fortuna de encontrar a un clínico adecuado, sí puede ser ayudado, no propiamente con consejos, sino con el propio encuentro de sí mismo en esa relación clínica, que permite aflorar lo determinante biográfico, algo imposible de ser revelado por la mera reflexión y que precisa de otro. Eso diferencia la filosofía de la psicología, aunque haya la figura del “filósofo asesor”, que recuerda la del “personal shopper”. Sobra decir, por otra parte, que tal diferencia no reduce en absoluto la necesidad de la filosofía.

Vivimos en tiempos de modernidad tecnológica y no sólo hay libros. También videos, podcasts, en los que incluso especialistas en psiquiatría venden (literalmente) autoayuda, olvidando así lo más propio de su profesión, que implica el encuentro personal, de relación clínica, claramente distinto a la imagen próxima al telepredicador proporcionada en un video. 

Esas corrientes de lo que podríamos llamar psiquiatría por entregas se anuncian en formato de video (en Amazon también hay amplia oferta). Así, por un módico precio, un paciente podrá comprender su esquizofrenia o por qué no para de lavarse las manos. Parece que la psiquiatría, medicina del alma, a veces se vuelve loca ella misma en manos de algunos de quienes la practican y que optan por vender también autoayuda, por vender humo. 

Se critica muchas veces y con razón el exceso farmacológico en el ámbito psiquiátrico, siendo abundantes los estudios que cuestionan la eficacia de muchos de esos medicamentos. Pero, si eso es peligroso como tal exceso, si es inquietante el afán de lucro de tantas compañías farmacéuticas (y diagnósticas), parece todavía más peligroso banalizar la enfermedad mental dando a entender que uno puede superarla autoayudándose leyendo un libro o viendo a un psiquiatra en un video. Una banalización cuyo extremo más dañino alcanza la negación de la enfermedad mental.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Apps. Enfermos por seguridad

Hay profesiones que aún se muestran mediante la vestidura de quienes la ejercen. Viéndolos en su ambiente de trabajo, podemos reconocer a un albañil, a un bombero, a un militar, a un sacerdote católico… También a un médico. 

En un hospital o en una consulta particular un médico lleva una bata blanca, algo que tiene sus explicaciones históricas y simbólicas. Hay batas cortas, largas, abrochadas por delante o por detrás. Algunas incluso pueden llevar dibujos infantiles en un vano intento de proximidad a pacientes pediátricos. Pero, en los hospitales, además de batas, hay uniformes también blancos. Y la bata no es siempre exclusiva del médico; también la lleva personal de enfermería o administrativo e incluso capellanes. Hay una cierta confusión con tanta bata. Una confusión que desaparece con algo llamado “fonendo”. El fonendoscopio ha servido y sirve para oír el ruido de los órganos, diferenciando en él las señales llamativas, la semiología sonora que hace reconocer la probable neumonía o un defecto valvular en el corazón de un paciente que se reconoce como tal. Pero ahora tenemos radiografías, electrocardiogramas, “ecocardios"… El fonendo ya no es lo que era. Es otra cosa, una mera insignia. Llevado al cuello (casi nunca en un bolsillo de la bata) indica que quien lo porta sí que es médico de verdad.

El fonendo fue instrumento de mediación más allá de su valor en el diagnóstico. Uno se sentía visto, tocado y… auscultado. El arco metálico de su membrana imprimía una ligera frialdad en la piel, pero se acompañaba del calor humano de la esperanza en el saber médico. De su atenta escucha vendría el diagnóstico y la probable curación. 
Pero ese acto de la auscultación prácticamente pasó al olvido. ¿Qué hay ahora en muchas consultas? Un médico con su fonendo al cuello, como etiqueta más que instrumento, un paciente y, en el medio, un ordenador. Ese tercer elemento convierte a la relación clínica, inicialmente amorosa, transferencial, en una mala relación triangular. Es ese artefacto informático el que transmitirá a “la nube” nuestra historia clínica, incluyendo si bebemos, si fumamos, si nos drogamos, si somos psicóticos o VIH positivos, obesos o hipertensos.

¿Qué pasará en breve plazo? Pues que en esa relación triangular, alguien lleva las de ganar y no serán ni el médico ni el paciente, sino el ordenador y ya no con la imagen actual, de pantalla grande y teclado, separadora, sino de otro modo, muy próximo, que ya ha mostrado su poder: como móvil nuestro lleno de “Apps” diagnósticas y, en su día, también supuestamente terapéuticas. 

En tiempos se acudía a los templos de Asclepio. Más tarde se buscaban curaciones cambiando de aires. Hoy mucha gente viaja al MD Anderson en Houston, buscando la salvación. Pero la salvación no estará ya, según los grandes gurús informáticos, en los hospitales de Houston ni de ninguna otra parte, sino en el Sillicon Valley. Y es que nada como la prevención. Se acabó el viejo concepto de la salud concebida como el silencio de los órganos, pues éstos siempre hablan: el corazón tiene su ritmo, audible con fonendo, pero mejor registrable eléctricamente con una App. ¿Por qué conformarse con un electrocardiograma ocasional cuando lo podemos hacer en todo momento con el móvil? Desde ese cotidiano y cómodo artefacto podemos enviarlo a “la nube” para que nos diagnostique (la nube misma; no ningún médico) y nos sugiera un tratamiento o una visita a un hospital “algoritmizado” e “ISOficado", en donde un robot nos coloque un stent; no hoy, pero tal vez dentro de pocos años. ¿Acaso no parece ya mejor el robot Da Vinci que el más experto urólogo a la hora de resolver un problema prostático? 

¿Quién no se pone auriculares conectados al móvil para oír música mientras anda o corre? Pero… ¿corre bien o se excede? ¿Cómo están su tensión arterial, su glucosa o su potasio mientras lo hace? ¿Basta esa música para relajar su mente? Con los mismos auriculares algo modificados, su electroencefalograma será monitorizado por la nube y desde ella se le darán pautas de meditación o se le leerán versos de sosiego. Quizá estemos estresados sin saberlo, pero múltiples registros podrán revelar los nocivos efectos de los malos neurotransmisores en el cuerpo y también la nube nos alertará y nos enseñará a relajarnos o a ingerir el fármaco adecuado. 

Nuestro móvil, lleno de Apps médicas, estará constantemente atento a la semiología oculta. Se acabó el pensar en si estamos enfermos, pues siempre lo estaremos. ¿Acaso no? Siempre habrá alertas del hígado, del riñón, de la mente misma. 

Pero, ¿qué ocurriría si perdiéramos el móvil? Pasaríamos un intervalo, quizá incluso de días, sin chequeo permanente. ¿Y si nuestro hígado se altera en ese tiempo? ¿Y si hay riesgo inminente de infarto? 
Ante tales peligros es imprescindible tener siempre a mano la conexión a la hermana nube. Tenemos que tocarla propiamente, o más bien sentirla, relacionándonos con ella a través de la propia piel, mediante los adecuados sensores en el antebrazo. No es sorprendente que algo tan imprescindible suscite profundas investigaciones nada menos que en el Instituto Max Planck, en donde un grupo está embarcado en el apasionante reto de “bionizar” nuestra piel llenándola de sensores que nos conecten con la nube salvífica. Le llaman “iSkin”. Si tenemos un iPad y un iPod, ¿Por qué no una iSkin?

¿Habrá así algún día sin síntomas ni signos? Parece imposible. Gracias a la técnica quizá podamos curarnos antes y mejor de algunas cosas. Pero hay algo seguro. Todos seremos enfermos, paradójicos enfermos de seguridad, pero enfermos al fin y al cabo en una hipocondrización generalizada que no llegó a imaginar el aprensivo más feroz.

La tecno-ciencia es, como Jano, bifaz. Y una de sus caras es terriblemente siniestra. 

Hay un hermoso ensayo de Freud, “Das Unheimliche”, en el que recoge ese término, “siniestro”, tomado de Schelling (qué época tan distinta a ésta): “Lo siniestro es lo que, estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, se manifiesta”. Gracias a la perversión técnica, lo que nos hace vivir, lo oculto del cuerpo, se manifestará como síntoma cotidiano, de tal modo que el propio cuerpo, concebido como organismo medible y comparable, pasará a ser algo absolutamente siniestro, recordándonos siempre que, por estar vivos, estamos en riesgo permanente de morirnos. Y así, cenando tranquilamente, ya no tendremos que estar atentos sólo a sonidos intrascendentes de llamadas o mensajes. El propio móvil se encargará de llamarnos a una ambulancia, dando nuestra posición por GPS, si detecta algo preocupante en nuestro interior.

Y mientras pasen esas cosas en este mundo tan civilizado, muchos se seguirán muriendo de algo tan supuestamente fácil de prevenir como es el hambre o la sed. Aunque tengan móviles y cobertura, no les servirá. Y ese contraste hace que el término "siniestro" se muestre aun de un modo más brutal, cuando lo oculto de la injusticia se revele.


sábado, 5 de septiembre de 2015

El olvidado "Mare Nostrum"

“Nada, sino la conciencia de tu propia debilidad, puede hacerte indulgente y compasivo para la de los demás”.
Fénelon

“Era forastero y me acogisteis”
Mt. 25, 35.

Durante mucho tiempo, el Mediterráneo fue, en la práctica, un lago romano, ámbito de comunicación, de intercambio.
Sabemos que los romanos le llamaban “Mare Nostrum”. Era suyo, aunque esa pertenencia se ligara a la ciudadanía real. Y así ocurrió hasta el desmantelamiento de esa extraordinaria unidad política que fue Roma. Genserico, al frente de sus vándalos, ya anunció con su brutalidad lo que vendría después. Las salvajadas no han cesado de producirse en las aguas mediterráneas.  

El Mediterráneo dejó de ser nuestro, dejó de ser de nadie porque todos lo querían y acabó siendo parcelado. En un informe del Parlamento Europeo de 2010 se indica que “Las interacciones entre Estados adyacentes y opuestos en el Mediterráneo y mar Negro dan lugar a 36 contactos fronterizos” (1). No es poca la división. Hasta la insignificante superficie que supone el mar que baña a Gibraltar sigue siendo fuente de fricción cada año entre dos estados supuestamente civilizados como el nuestro y el Reino Unido.

Las fronteras dibujadas en mapas pueden reflejar barreras físicas reales en tierra, sean de tipo geográfico, como las que tanto tiempo supusieron el Rin y el Danubio, sean construcción humana en forma de muros o alambradas.  Pero tales límites no pueden organizarse en el mar mismo, excepto en forma de vigilancia. Y así, el mar sigue siendo lugar preferente de huída de lo peor. 

Según un informe de la Agencia de la ONU para refugiados (2), en el primer semestre de este año 137.000 refugiados (de ellos, 43.900 sirios) han cruzado el Mediterráneo en condiciones terribles. Muchos otros lo intentaron y perecieron. 

La tragedia de Lampedusa en octubre de 2014 impulsó una operación, llamada precisamente “Mare Nostrum”, que recordó que ese mar soportó la vida, la de todos, en tiempos lejanos. A partir de esa iniciativa, se redujeron las muertes de refugiados que atravesaban el Mediterráneo.

Pero no basta con llegar a las costas europeas. A esos seres humanos, a esas familias enteras, les quedan durísimas travesías terrestres a través de fronteras y más fronteras, cruzando alambradas, pasando hambre y sed y recibiendo todo tipo de humillaciones. Lo vemos todos los días en los telediarios y periódicos, en medio de noticias que abarcan desde el pueril discurso político hasta los avatares amorosos de modelos y futbolistas.

Donald J Goldhagen escribió un libro de título significativo, “Peor que la guerra”, centrado en el “eliminacionismo”. Lo construyó antes de esta tragedia, que muy bien podría ser acogida en su estudio. Escribió otro antes, “Los verdugos voluntarios de Hitler”, en el que rechazaba la ignorancia de la mayoría de los alemanes acerca de lo que estaba ocurriendo bajo el régimen nazi. También ahora hay mucha ignorancia, en forma de pasividad. Las aguas del Leteo siguen bebiéndose, la Historia sigue olvidándose. 

Quien busca refugio siempre es el otro para alguien. Lo es para quien causa su expulsión. También para quien dice estar dispuesto a acogerlo. Sin embargo, esa alteridad se muestra ahora de un modo especialmente diferente al de otras épocas de la Historia. Se ve como ausencia de diferencia. No sólo los vemos en los telediarios. También los oímos… hablar en inglés. Llamativo sólo hasta que sabemos que un 40% de los sirios son universitarios. Es gente que sabe hablar una “lingua franca” que es desconocida incluso por dirigentes como Rajoy. Hablan con europeos como podríamos, si supiéramos, hablar nosotros, en un idioma común que, si en tiempos fue el latín, ahora es el inglés, no precisamente continental. En esa lengua piden comida para sus hijos, se muestran como lo que son, personas “normales”, como uno de los nuestros, como uno de nosotros, aunque los consideremos extranjeros.

Tienen derecho a ser asilados, aceptados por un sistema político que, junto a EEUU, ha favorecido las condiciones del conflicto que les afecta. ¿Qué piensan al respecto ahora Bush, Aznar y Blair? Los tres hablaban de las armas de destrucción masiva para justificar la guerra de Irak. Pues bien, acabaron teniendo razón; ellos las hicieron aflorar, pero no como esperaban, sino así, como ahora vemos, en forma de guerra perenne, fanática, técnica y cruel. 

No cabe esperar mucho de las reuniones de trabajo de quienes dirigen lo que llaman cínicamente Unión Europea. Por eso, tiene mucho valor y sostiene la esperanza la actitud de corporaciones municipales, de entidades humanitarias, de colectivos generosos, de personas dispuestas a ceder habitación en su piso o a ayudar del modo que sea a quien viene con lo puesto.

Frente a la inoperancia del Estado, la ciudad recupera su valor primigenio, el de ciudad - estado, de polis.

Jesús se refirió al “ochavo de la viuda”, más grato a los ojos de Dios que la abundante dádiva farisaica. La posición ética individual es la que, a fin de cuentas, tiene valor. Mucho más que decisiones de alto nivel sobre cuotas y "reasentamientos”, palabra ésta que hace estremecer a uno si recuerda que precedió a la conferencia de Wannsee. 

Hay una hermosísima expresión del Talmud que muchos que no somos judíos hemos conocido gracias a la película sobre Oskar Schindler: "Wer auch nur ein einziges Leben rettet, rettet die ganze Welt" ("Quien salva sólo una vida salva al mundo entero”). Esa expresión apunta al valor esencial de lo cualitativo, de lo singular. Basta con poco para salvar al mundo entero, pero hay que hacerlo, porque salvar el mundo supone también la propia salvación. 

1) Aguas jurisdiccionales en el Mediterráneo y el Mar Negro. Dirección General de Políticas Interiores. Parlamento Europeo. 2010.

2) The sea route to Europe: The Mediterranean passage in the age of refugees. UNHCR. The UN Refugee Agency. 1 July 2015.



viernes, 28 de agosto de 2015

Resucitar al padre

"Se os abrirán los ojos y seréis como dioses"
Gen.3,5.

Woody Allen expresó su deseo de ser inmortal, no por sus obras, sino por no morirse. 

Raymond Kurzweil es un hombre que también quiere ser inmortal de ese modo, no muriéndose, pues no lo pretende como creyente religioso sino desde la fe tecno-científica. Opina que la expansión exponencial del desarrollo tecnológico, que ya había enunciado Moore en su célebre ley hace algún tiempo, no sólo se está verificando sino que es previsible que, en pocos años (hacia 2045), se alcanzará un punto de no retorno en el que habrá una cierta explosión de inteligencia, que supone híbrida, humana - máquina. Habla metafóricamente de “singularidad”, tomando este término del nada intuitivo de la física y de las matemáticas. 
Alcanzada la singularidad tecnológica, nuestras mentes podrán ser replicadas, la consciencia humana será propiamente híbrida con la de máquinas y probablemente el cuerpo mismo sea indefinidamente reparable o ya no necesario.

Kurzweil percibe que es posible que su cuerpo actual no tenga la estabilidad suficiente para alcanzar ese año, y por ello ingiere unas doscientas píldoras al día para “reprogramar” su bioquímica y tratar de mantenerlo hasta entonces. Las acompaña con vino tinto en un aislado ejercicio de sensatez.

Podría pensarse que estamos ante un iluminado más, similar a los que esperan la llegada de alienígenas o de un inminente Armaggedon, pero Kurzweil no parece sólo un fantasioso. Es un superdotado que ha contribuido poderosamente a mejorar la vida de mucha gente gracias a notables aplicaciones tecnológicas, lo que le ha valido reconocimiento internacional y múltiples premios. Parece que sabe de lo que habla cuando habla de ciencia. Colin Powell no se reunía con cualquiera para charlar sobre defensa.

La creencia de Kurzweil, sostenida por predicciones suyas previas que se han cumplido, es compartida, aunque sea con matices, por otros científicos conocidos como transhumanistas.

Hay cierta base para esa esperanza, suministrada por los espectaculares logros tecnológicos habidos en muy pocas décadas en varios ámbitos: neurobiología, nanotecnología, informática y genética molecular, principalmente. ¿Por qué no pensar en la posibilidad de una tecnología auto-mejorada constantemente que evolucione sin cesar, exponencialmente, hacia la emergencia de la consciencia, en fusión con nuestras mentes o sin ella? El gran von Neumann ya imaginó algo así.

En realidad, no sabemos qué pasará en el 2.045 ni en el 3.002; mucho menos en el 25.459. En realidad, no sabemos qué ocurrirá mañana o la próxima semana. Hacer previsiones sobre capacidades técnicas futuras es interesante sólo como ciencia-ficción, aun cuando puedan inspirar aplicaciones poco bondadosas de carácter militar.
Lo interesante de Kurzweil no es imaginar si acertará, cosa que parece muy poco probable y menos importante aun. Lo interesante en realidad es su planteamiento mismo, algo que ofrece en su libro, “The Singularity is Near”, y en el documental “The Transcendent Man”.

El documental es especialmente interesante porque es el propio Kurzweil quien habla, quien defiende la posibilidad de que lo escrito en el libro del Génesis se haga realidad, que el conocimiento nos haga como dioses.

Pero hay algo que llama especialmente la atención porque se muestra casi sin querer, y es la alusión de Kurzweil a su padre, muerto con 58 años. Vemos en el documental a Kurzweil derramando una lágrima ante la tumba de su padre, a la vez que dice que es probable que no vuelva a verlo. Probable, no seguro, porque Kurzweil no quiere salvarse solo, sino resucitar a su propio padre. Habla de exhumar su cadáver para obtener el DNA y tratar de generar un clon con esa información genética, pero también sabe que nadie es sólo biología y para ello tiene previsto echar mano del recuerdo de su padre y de los recuerdos que el propio padre legó en forma de fotos, videos, facturas incluso. Le servirá el material que tiene recogido en un montón de cajas y con el que espera modelar el cerebro del clon hasta reconstruir, resucitar, a su padre. 

La clonación ya dio de sí en su día para imaginar la reproducción de nuevos Hitler en la película “Los niños de Brasil” basada en la novela de Ira Levin. También en esa narración se considera la necesidad del entorno educativo; no basta con los genes. A Kurzweil lo inspira algo aparentemente más amable que al imaginado Dr. Mengele de la película. No sólo quiere vida eterna para él; también para su padre, aunque éste murió en 1970 y parece poco probable que expresara un deseo en ese sentido. Es igual. Quiere revivirlo, en una posibilidad monstruosa de transformar a su padre en un niño o una máquina hasta que en la artificial madurez, con toda su mente copiada desde el papel a ese engendro, pueda volver a reconocerlo como padre. 

Tal esperanza razonada parece la expresión de un serio problema biográfico. El padre de Kurzweil era músico pero, como compositor, aunque bueno, no parece haber sido alguien especialmente relevante, no al menos para este curioso mundo informativo que es internet, con sus "wikipedias" y demás fuentes. Sin embargo, un joven Raymond de 17 años logró que un ordenador construido por sí mismo “compusiera” música. Más tarde, con el asesoramiento de Steve Wonder,  fundó la compañía Kurzweil Music Systems dedicada a producir instrumentos musicales electrónicos. Hizo muchas más cosas que facilitar la creación musical, pero la música es el nexo inicial y mantenido con el padre. Y en eso aparentemente, de otra forma, lo superó. Por ello… ¿Qué quiere apaciguar resucitándolo?

Esta aparente locura es compartida por quienes conciben la ciencia como posibilidad soteriológica sin límites. Kurzweil no es, ni mucho menos, el único creyente. Y esta nueva creencia cientificista puede conducirnos a la peor distopía. Estamos ante una nueva religión que no quiere creer en Dios sino construirlo literalmente. Algo que parece compartir Tipler y que recuerda remotamente pero del peor modo, justamente al revés, al poético Teilhard de Chardin.

La mayor inteligencia puede ser ciega a lo más oculto y, a la vez, a lo más evidente de uno mismo, a lo que sólo es revelado en la casa del ser que es el lenguaje; en esa casa heideggeriana que precisa al otro para ser dicho.

La vida humana es más que un saber mantenerla. Hölderlin lo expresó desesperadamente en su petición: “Nur Einen Sommer göhnth, ihr Gewaltigen!” Sólo un verano (y un otoño pedía también). Le fue tristemente concedido mucho más pero de otro modo; tuvo una prolongación de vida como locura. No importa la duración de la vida sino el goce pleno de su misterio. ¿Quién quiere vivir para siempre?

miércoles, 19 de agosto de 2015

Famosos

"¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?"
Mc. 8, 36.

"Pura es la austeridad practicada con sincera fe, sin apetencia del fruto de la acción ni esperanza de recompensa"
Bhagavad Gita.

Parece que hay quien es capaz de suicidarse por alcanzar la gloria. Que ésta sea laica o sagrada parece asunto menor ante la importancia de ser alguien relevante, famoso.

Tradicionalmente se habla de famosos como de aquellos que son reconocidos por muchos en razón de algo. Con frecuencia, ese algo se olvida y, con ello, también el alguien que lo logró. La mayoría de quienes son honrados en nombres de calles son también perfectos olvidados por quienes por ellas transitan.

La fama ya no es lo que era. Y es que, en tiempos lejanos, la fama era la gloria, aunque nadie supiera decir qué significaba eso. Sabemos que Aquiles prefirió la gloria heroica a una vida prolongada pero común, gris. Y heroicas aparecen las figuras de muchos personajes históricos.
La fama gloriosa es apoteósica, pues sólo parece posible tras la muerte del héroe. Ese término, “héroe”, ha sido tomado incluso por la Iglesia católica para honrar con la canonización a quienes, según ella, han vivido las virtudes cristianas en grado heroico, aunque no aclare qué significa eso, exceptuando el caso del martirio por confesión de la fe.
Pero hay quien disfruta (o sufre) de su fama en vida. Como reconocimiento. De hecho, son muy abundantes los artistas y cantantes famosos, en muchos de los cuales tal condición puede acabar siendo letal. 

No todo el mundo puede actuar como Marlon Brando o cantar como María Callas. Es normal que esa peculiar mezcla de don y trabajo sea reconocida, aplaudida, por muchos. Es normal que se les haga famosos y que, desde la impresión de sus manos en el paseo de Hollywood hasta el registro de su opinión sobre cualquier cosa tengan mucho valor para muchos. Y es que la fama implica lo cuantitativo, la exposición de lo único a muchos, supone el espectáculo. Y nada más espectacular que el fútbol o la belleza. No es sorprendente que los mejores futbolistas se emparejen con misses y modelos (término que ya es definitorio de por sí).

También se da la posibilidad de alcanzar la fama por trabajos que no supongan lo espectacular. En ausencia de revelación biográfica alguna, un escritor puede ser famoso a través de su obra. Y lo que ocurre en el campo de la literatura, también se da, de otro modo, en la actividad artística y en la ciencia.

Una persona concreta puede hacerse célebre por su trabajo científico o artístico. Pero se da una gran diferencia entre esas dos actividades, sin las que nuestro mundo actual sería muy diferente. La relación obra - autor, tan clara en arte, lo es mucho menos en ciencia. Tal diferencia se da en dos órdenes, la fama real como reconocimiento y la fama pagada al autor o a otros que no tienen propiamente nada que ver con él. 

El caso de la pintura es sencillamente sintomático. “Les Femmes D’Alger” de Picasso alcanzó en una subasta los 179 millones de dólares. Bueno, es “un picasso” dirán algunos, como si Picasso estuviera aun en el cuadro. Quizá sea más llamativa la venta de una copia privada de “El grito” de Munch por casi 180 millones de dólares. Llamativa porque “el grito” parece reflejar la antítesis de lo que pueda ser su comprador. O quizá no; tal vez lo haya adquirido alguien que, además de rico, está angustiado ante la vida.

Picassos, Modoglianis, Rembrandts… ya son en plural, porque no se trata de cuadros de artista sino del artista mismo pluralizado en sus obras. 

Quien tiene dinero y pretende a su vez la fama a través de él, no quiere hacerse con meras copias fotográficas o pictóricas de un original. Quiere el original mismo, lo que una vez se pintó como acto creativo y en lo que se pretende que ha quedado congelada la creación misma. Hemos llegado a una situación paradójica en la que la pintura se desvaloriza por el acto de comprarla. Aquí sí puede decirse con propiedad que sólo el necio confunde valor y precio, una confusión que, en general, no le fue permitida al pintor, singular, único, que creó “pintores” en forma de cuadros por poner su firma en ellos y que pudo haber muerto en la indigencia.

Eso no ocurre en el caso de los científicos. Los hay que alcanzan su celebridad por algún descubrimiento y eso suele reconocerse dándole su nombre a una ecuación, ley física o teoría. No hay un “darwin”, sino la Teoría de la Evolución de Darwin. Tampoco hay un “maxwell” sino sus ecuaciones obre el electromagnetismo. Es cierto que, a veces puede hablarse de un voltio o de un amperio, pero no es algo que se venda. Ni siquiera los vatios o kilovatios se venden; sólo cuando se multiplican por horas, lo que desvirtúa el valor de la persona que se llamó Watt. 

Hay algo que puede explicar una diferencia tan palpable entre dos mundos que son, aunque distintos, creativos. Quizá la mejor explicación resida en que la ciencia es tarea de muchos y, en cierto modo (sólo en cierto modo, no como se desea desde utopías cuasi-religiosas),  progresiva y acumulativa. Aunque no hubieran nacido Planck o Einstein, es probable que ahora o más tarde tuviéramos una mecánica cuántica y otra relativista.

Sólo algunos casos son especiales por su “modo” de hacer ciencia, pero son más bien personalidades históricas algo lejanas, como Newton, de quien se dijo que se reconocía al león por sus garras cuando, de modo anónimo, resolvió el problema de la braquistócrona, abriendo el paso al cálculo variacional.

Es cierto que hay científicos cuya celebridad se reconoce. El caso más claro se produce en la ceremonia anual de los premios Nobel. Pero … ¿quién recuerda a los premios Nobel de hace dos o tres años? Y ¿quién sabe realmente por qué se dan los del año en curso? 
Los científicos actuales reconocidos no lo son tanto por su trabajo cuanto por su biografía. Tal vez el caso más conocido sea el de Hawking. Sus contribuciones han sido muy importantes, pero quizá menos que las de Edward Witten a quien sólo conocen en su casa (en su casa de físicos, se entiende). Richard Dawkins se ha hecho más famoso por su proselitismo ateo cientificista que por sus contribuciones reales a la Biología.

Un científico se hace célebre por la adversidad que rodea su trabajo, como Hawking, por la genialidad incuestionable, como Einstein, o, como suele ocurrir últimamente, por su paso a la divulgación científica y a la inmersión sacerdotal en la cosmovisión cientificista, como ocurre con Dawkins.
Claro que también los científicos han despertado de su ingenuidad, viendo que sus descubrimientos pueden patentarse. Desde esa perspectiva, ya no tienen que esperar a que sus obras, descubrimientos en este caso, sean vendidas post-mortem; pueden enriquecerse ya. Podríamos decir que, también en ese sentido pragmático, la ciencia ya no es lo que era.

En todos los ejemplos anteriores, la fama es algo que sucede como efecto colateral. Einstein no investigó en Física para hacerse famoso. Menos aún el aparentemente gris Planck. Tampoco parece que Modigliani pensara en el precio que adquirirían su obras una vez que él hubiera muerto. 

Pero hay quien hace de la fama objetivo. En una ya vieja serie televisiva (“Fama”), la maestra de danza les decía a sus alumnos “Buscáis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar”. En ese caso, la fama ya era objetivo prioritario, pero a alcanzar mediante un saber artístico que implicaba esfuerzo.

Actualmente proliferan quienes buscan la fama por la fama, ofreciendo sólo lo que tienen, un cuerpo y su vagancia en los tristemente célebres “realities”. Y la logran, aunque sea efímera y vaya ligada al grado de estupidez propio y de quienes siguen sus tristes peripecias. Y es que, si uno hace de sus carencias espectáculo, tendrá muchos espectadores también carenciales que lo verán ejemplar o, al menos, un paliativo de sus propias miserias.