martes, 24 de mayo de 2016

La exageración de Klimt.

"No permitas que la sed de ganancias o que la ambición de renombre y admiración echen a perder mi trabajo, pues son enemigas de la verdad y del amor a la humanidad y pueden desviarme del noble deber de atender al bienestar de Tus criaturas."(Fragmento de la Oración de Maimónides).

Todos estamos atravesados por algo propio y ajeno, por eso que configura la subjetividad, esa extraña amalgama de libertad y determinismo biográfico. Ni siquiera el científico más puro está libre de la contaminación subjetiva. 

Un determinado lenguaje, un modo de mostrar lo evidente pueden dar lugar a la objetivación intersubjetiva que permite la Ciencia. Eso no ocurre en el Arte, en donde lo propio muestra lo suyo, su cosmovisión, su modo de percibir lo que se suele llamar la realidad y que nadie sabe qué es.

Klimt dejó obras maravillosas. Una de ellas parece marcada por el sufrimiento personal, que sabemos padeció en seres queridos. Se trata de “Medicina”. La imponente figura poderosa, sabia, de la hija de Asclepio, está de espaldas al flujo de la vida. Su conocimiento parece importante en sí, para sí, y eso lo hace aparentemente más inhumano.
Hygieia se satisface a sí misma. Podría auxiliar pero sólo le interesa el afán epistémico.

Muchas veces, esa pintura de Klimt es fácilmente asociable a la frialdad de la Medicina moderna. Muchos han padecido esa indiferencia de quienes son conferidos con el supuesto saber de sanar, porque lo que prefieren es simplemente saber. Sanar a otros es mero efecto colateral de un saber narcisista que no mira nunca a alguien sino a algo, que trata de objetivar lo subjetivo. Se trata del médico técnico que, desde el saber objetivante, proporcionado por la observación instrumental, diagnostica y pronostica en una dinámica que toma la fábrica como modelo.

La célebre serie “House” jugó con un dilema, la elección entre un médico humanista pero bastante ignorante y la del encarnado por “House”, un técnico frío pero resolutivo cuando hay solución. Que a uno le sonrían cuando se está muriendo pero no hagan nada por curarlo es mucho peor que ser tratado fríamente pero curado. Pero es un falso dilema porque no necesariamente un saber va desprovisto de humanidad. De hecho, suele ocurrir lo contrario; quien sabe Medicina suele saber además ser médico, que parece lo mismo, pero no lo es.

La visión de Klimt fue magnífica por ser oracular. Previó los excesos de la medicina moderna, de la medicina cientificista para la que el ser humano pierde su condición de sujeto para ser individuo muestral. Previó, sin mostrarlo, el exceso estadístico. El flujo de la vida es el que es. El enfoque “Big Data”  nos dirá más cosas de él o simplemente nos dará más ruido, el reduccionismo geneticista facilitará un falso entendimiento de lo que pasa, pero en ese río vital nadie importa realmente nada a la encarnación de la Medicina.
Afortunadamente, sin embargo, Klimt exageró y, por hacerlo, erró aunque fuera poco, muy poco, todo hay que decirlo. Klimt se equivocó porque la mirada de la Medicina no es única sino la de cada médico, tomado de uno en uno, aquí y ahora.

Hay médicos con una determinada visión de la Medicina. Eso la hace siempre local, algo que se muestra en la singularidad de cada relación clínica. Y esos médicos, buenos por su saber y por su forma de ejercerlo, existen. No son cosa del pasado. Aunque no la hayan leído nunca, practican la oración de Maimónides en su vida cotidiana. Saben Medicina y, por ello, saben de sus límites sin contagiar incertidumbres sino confianzas. Saben Medicina y, por ello, otorgan lo mejor, la salud, como algo por lo que no pretenden reconocimiento alguno. Saben y son sencillos precisamente por ese saber.

Los tenemos con nosotros. No siempre tenemos la fortuna de encontrarlos, pero cuando eso sucede, el desvalimiento se desvanece en la esperanza. Una relación transferencial se instala junto a la confianza en un supuesto saber. Una relación que se hace curativa en sí misma al descansar en la omnipotencia conferida al otro. 

No se harán ricos, en general no destacarán en los medios de comunicación ni serán ponentes brillantes en congresos. Pero sabrán y sabrán transmitir lo que saben, lo que realmente importa, a quien esté dispuesto a recibir ese conocimiento tan especial. Y así, casi sin querer, siempre sin notarse, harán que la vida de muchos sea, si no más feliz, más llevadera. Y así incluso podrán acompañar cuando la vida se acabe, ayudando a dotarla de sentido cuando nadie lo vea, quizá tampoco el moribundo. 

Son esos médicos quienes hacen que otros que lo somos de un modo mucho más burdo nos demos cuenta del valor de la Medicina, quienes nos enseñan. Son ellos quienes realmente pueden salvar aun cuando no haya salvación posible. 

Nuestro sistema público tiene innumerables defectos, muchos de ellos propiciados por decisiones políticas estúpidas fervorosamente aplicadas por gestores mediocres y sus mandos intermedios. Pero no son esos médicos serviles de las cadenas de mando los que cuentan por mucho daño que hagan. Afortunadamente, en ese sistema, con todos los ataques de que es objeto, incluso “por su bien” en modo de certificaciones, algoritmos, vigilancias… , aun quedan médicos de verdad, de los que saben lo que se llevan entre manos.

No seré redundante con posts previos. Dedico éste, esta vez sin repetir nombres, a todos esos compañeros que me han enseñado, sin pretenderlo siquiera, lo que significa ser médico y la fortuna que acompaña a quien, desde el otro lado, da con uno de ellos.

miércoles, 18 de mayo de 2016

El triunfo de la cirugía


En 1964 sonaba una canción  interpretada por Charles Aznavour en las radios que ya se empezaban a llamar “transistores”, sin que nadie supiera realmente que era eso de un transistor. Sonaba “La mamma”. Una canción triste en la que Aznavour aludía a la próxima muerte de la madre, una despedida resignada. 

No era una canción agradable de oír cuando uno creía que su madre se moriría a consecuencia de unas quemaduras.
Es en momentos así cuando la figura de un médico se hace grande, omnipotente, porque con su saber desplaza la resignación y sostiene la esperanza hasta que la curación es definitiva en sus manos. La mirada infantil sólo amplifica lo que ya es real, la imagen juvenil, segura y apasionada de un médico por lo que lleva entre manos, la restauración de la salud y por un futuro prometedor como cirujano vascular.

Y uno aprende de paso, de oídas, que hay nuevos componentes en el organismo además de los conocidos por cualquier niño. Que hay estructuras parecidas pero distintas a las venas, con un nombre curioso, extraordinario. Se llaman arterias.

Poco tiempo más tarde esas arterias son visualizadas en su interior por el fotógrafo Nilsson. La atracción estética de la Medicina está servida, como ámbito de estudio de la vida. 
Pero la Medicina tiene poco de estético. No lo es un trozo de cadáver formolizado ni lo es presenciar la muerte de un niño por leucemia. Tampoco reconocer las insuficiencias actuales: ictus, Alzheimer, cáncer, enfermedades degenerativas…De hecho, hasta hay una perversión terminológica por la que nada peor para uno que ser considerado un caso “bonito” o interesante; sus perspectivas vitales se acortan considerablemente.

Pero, a pesar de los pesares, la Medicina siempre alberga la esperanza. Mala Medicina es si no lo hace. Hubo un tiempo en que fue mágica antes que científica y aun conserva algo de esa magia aunque ahora se le llame placebo. Y es que, de ciencia, tiene más bien poco por mucho meta-análisis y mucha estadística que la adorne. Se entendió que el avance en Biología Molecular facilitaría las cosas y, en cierto modo, lo ha hecho, pero a una escala muy limitada. Se depositaron muchas esperanzas en cada nuevo gran avance básico: los anticuerpos monoclonales, la terapia génica, las células madre, la lectura del Genoma, los microarrays… pero fueron todas, salvo algunas excepciones concretas, frustradas. Los tratamientos médicos siguen siendo más empíricos que científicos y la esperanza de vida incrementada lo ha sido por medidas de higiene, incluyendo el agua en las casas, el alcantarillado, las vacunas y los antibióticos.

No parece que sea en la Medicina “médica” en donde vayan a darse los grandes cambios resolutivos, sino en la Medicina quirúrgica. 

Hace bastantes años se publicó un libro cuyo título era “El triunfo de la cirugía”, un tanto osado entonces, pero prometedor, pues parece en efecto que los triunfos van por ese lado, por el quirúrgico más que por el médico. 

Ocurre que es la cirugía la que polariza ya todo lo bueno de la técnica, de la ingeniería, aplicado a la restauración de la salud. Y la técnica va muy por delante del conocimiento (en todos los órdenes). No sólo el acto quirúrgico se ha perfeccionado y simplificado. Hay robots, como el Da Vinci, que facilitan las cosas. Los exoesqueletos comienzan a hacerse una posibilidad real en vías de popularizarse y progresivas mejoras en sistemas de transducción de señal permiten que un deseo motor sea reconocible y transferido a un brazo robótico.

Retinas artificiales, reconstrucciones por impresión 3D, marcadores basados en la nanotecnología… el campo quirúrgico ya no será sólo el anatómico convencional.

En 1967, el Dr. Favaloro hizo la primera operación de By Pass. Es difícil augurar lo que ocurrirá cien años después, en 2067, pero no es descartable que para entonces los ciegos vean, los sordos oigan y los paralíticos anden… gracias a la cirugía con sus nuevos materiales y métodos.

Hubo un tiempo en que el orgullo cientificista hacía ver en la cirugía el fracaso de la Medicina. Eso fue y sigue siendo un gran error. La Medicina sigue esperando milagros mientras que la Cirugía empieza a realizarlos.

Hay, curiosamente, algo que potenciará ese avance quirúrgico, la singularidad de cada cirujano. Frente a tanto protocolo y algoritmo médico, el cirujano seguirá teniendo que actuar él con todo su ser y saber en un acto presente, aquí y ahora. Tener más posibilidades técnicas no lo eliminará sino que realzará el papel vital que su acción comporta. 

Este post es dedicado a mi amigo el Dr. Norberto Galindo Planas, un gran cirujano, sabio humanista y bella persona.

martes, 10 de mayo de 2016

El médico enfermo. El recuerdo de la fragilidad y la necesidad de confianza



En cierto modo, ser médico es olvidar. Se trata de un olvido necesario, el de la propia fragilidad, la de cada ser humano. Parece paradójico porque trabajar como médico implica ver esa fragilidad todos los días aunque sea de modo indirecto, pero es algo que acontece a otros, a los pacientes. Mal médico sería el que se contagiara emocionalmente de todas las pérdidas con las que trata, como también lo sería aquél que fuera insensible al dolor ajeno.

Los pacientes son siempre los otros hasta que pasa a serlo uno mismo. En ese caso, el médico pasa al otro lado y precisa recurrir a un compañero, término en triste decadencia. ¿A quién? La respuesta parece fácil: a un buen profesional. Pero no es tan fácil porque la medicina defensiva ha calado en muchos profesionales que, curiosamente, se tratarán de “defender” de alguien que sabe más de Medicina que un paciente no médico.

Es normal que la defensa impregne la actividad médica porque hay pacientes, o familiares de ellos, en quiebra de confianza, y que, “asesorados” por Google tanto en sus dolencias como en las leyes que con ellas se puedan relacionar, no acuden al médico más que para confirmar oficialmente lo que pretenden saber o como trámite mediático para otros fines. También los movimientos asociativos pueden propiciar la querulancia. Y no es menos cierto que, cuando un médico llega a una situación de defensa real, jurídica, se invoque el cumplimiento de protocolos avalados por las llamadas sociedades científicas o la mismísima OMS para ser reconocido como no culpable.

La posición defensiva, lógica en el contexto actual en el que, más que nunca, de medicina todo el mundo opina, afecta también a la relación clínica cuando el paciente es médico. Y, desde esa postura defensiva, garantista, todo lo descartable ha de quedar descartado, evitándose riesgos para uno mismo desde la falsa idea de evitarlos al compañero con quien muchas veces se entabla un diálogo de sordos por supuesto saber, o de frialdad probabilística. “Vamos a curarnos en salud” se dice a veces aunque esa salud se haya ido por el momento. Y así vendrán pruebas y más pruebas con sus falsos positivos y marcas.

No es alguien así quien se precisa, no es un médico-técnico, sino un médico-clínico, con la valentía de sostener la incertidumbre del acto médico, y eso implica investir a quien se elige de un supuesto saber, basado en lo que de él mismo se supone por haberlo conocido, aunque sea superficialmente. Eso implica una relación transferencial, de abandono necesario en el otro. Sin confianza, no hay medicina posible; el efecto placebo es sólo un ejemplo de esa necesidad.

Sólo desde la humildad que acoge la confianza plena se puede hacer la mejor elección. Aun así, la mejor elección puede ser, simplemente, la menos mala pero, en ocasiones, uno tiene la fortuna de ser bien guiado por su instinto y encontrarse un buen médico, de quien se desearía que fuera especialista en todo y, a la vez, generalista, para tenerlo siempre a mano, dotándole de esa inmortalidad e invulnerabilidad con que se veía al médico en la infancia, al omnipotente pediatra. 

Es reconfortante saber que en estos tiempos de una medicina industrializada, con sus certificaciones y parafernalias algorítmicas, hay médicos de verdad, y no sólo en lugares en los que se juegan la vida y la pierden como le ocurrió al pediatra de Alepo.También en nuestros hospitales, en nuestros centros de salud, los hay. Quien da con uno de ellos es afortunado, no sólo en el potencial restablecimiento de su salud, pues obviamente se precisa que el médico sepa y mucho de Medicina, sino en algo fundamental y tan olvidado como es el proceso implícito, mediante el acompañamiento, la escucha atenta, la decisión oportuna y la transmisión de sosiego, inherentes a la buena clínica.

Cuando todo eso se recibe, no sólo hay el sentimiento de haber “acertado” en la elección; se afianza además la valoración de la Medicina misma porque ocurre que, a pesar de la distorsión cientificista, la Medicina es una extraña mezcla de saber científico, de experiencia, de intuición, de reconocimiento de ignorancias, que siempre implica relaciones singulares. Ningún estudio multicéntrico, ningún meta-análisis, ningún sistema experto sustituirá jamás al médico, si éste lo es de verdad. 

Probablemente ninguno de estos médicos auténticos sentirá la tentación de mostrar su vocación a las cámaras en la pintoresca campaña actual de Roche.  Ni falta que le hace. Su vocación, en la que no pensará, es puesta en acto, volcada cada día en sus pacientes. Con eso le basta.

Recordar la fragilidad propia es importante y saber que no se está solo en ella también. 

Se dice con frecuencia que mientras hay vida hay esperanza, pero quizá sea más apropiado enunciarlo al revés: hay vida en tanto hay esperanza. Ser médico supone sostener esa esperanza, porque no es concebible una vida sin ella. 

¿Esperanza en qué? Muchas veces, simplemente en una pronta curación. Otras, o quizá siempre, en la propia vida, en saber que tiene sentido y que vale la pena abandonarse a sus fuerzas hasta que la dejemos, algo que ocurrirá tarde o temprano; en que vivir es un breve relámpago misterioso en comparación con el tiempo del mundo, pero suficiente para alumbrarlo todo. Si no renunciamos a esa mirada, ya todo quedará dicho, incluso con el silencio, y el mismísimo Universo será enriquecido.


Este post es dedicado a mi amigo el Dr. Alfonso Solar, buen médico y buena persona. 

lunes, 2 de mayo de 2016

Cuando la calidad significa mediocridad y tiranía.



Llevamos ya años inmersos en una obsesión certificadora.

El afán de ofrecer algo de calidad es bondadoso cuando afecta a cosas, sean éstas zapatos, aviones, alimentos envasados o fármacos. Pero, de algo que, en tiempos, era un saber artesanal, industrial y estadístico, se ha hecho un lucrativo oficio y proliferan las agencias de certificación y acreditación que lo mismo certifican neumáticos que botes de refrescos. No es del todo malo, aunque sabemos que todo ese empeño de calidad de poco vale si es tan ingenuo como en la actualidad. El “engaño” de Volkswagen es un buen ejemplo. Certificación magnífica, objetivos a cumplir, motores que mienten. La puerta del avión que estrelló hace poco más de un año un perturbado ha de “explicarse” por la perturbación misma y habrá que asegurarse de prevenirla en el futuro, con un mayor empeño métrico sobre variables no medibles e ignorando a la vez que fue el exceso de prevención en seguridad (la puerta que sólo se abre desde el interior) lo que acabó matando a tantos.

Que se controle la calidad de un producto parece bueno. Es, en cambio, perverso, que se intente aplicar ese control a personas. 

No es lo mismo producir refrescos que “producir” buenos alumnos o clientes sanos. Ni la educación ni la medicina “producen” propiamente nada, por una razón tan evidente que parece mentira que haya de expresarse. Es tarea del profesor enseñar y educar, como lo es del médico diagnosticar y curar o paliar.

El modelo de la industria automovilística japonesa ha sido tomado desde hace años como referencia industrial aplicable a la Medicina y a la Educación. Así nos va, con gestores iluminados que creen poder cuantificar la bondad de alguien como médico o profesor en función de una métrica tan idiota como costosa. 

El cambio terminológico asociado a esta obsesión ya expresa su carácter inhumano. No se habla de pacientes o alumnos sino de “clientes”, del mismo modo que se habla de “no conformidades” con “la norma” que no es sino la exageración burocrática sacralizada. Ya no es buen médico el que sabe curar, sino el que lo hace según el algoritmo de turno y el que registra todo lo registrable para que su acción profesional sea “certificable”. Tampoco será buen profesor aquel que haya tenido la desgracia de vérselas con chicos de un barrio marginal y no logra una tasa de aprobados tan alta como exige “la norma”. 

En plena era informática, los hospitales y colegios se llenan de papeles y más papeles, que abarcan desde registros de bobadas hasta encuestas de satisfacción del “cliente”. Esa obsesión por la norma se ha hecho ya ella misma normal, especialmente en los ámbitos en que más fácil es la aplicación del modelo industrial (laboratorios, radiología…). 

Te van a operar de algo a vida o muerte y te dan antes un consentimiento informado para que lo firmes. Eso es calidad, exigida por la norma, y no cómo te operen. Es lo que se lleva. Y siempre habrá, en ese trabajo malamente llamado “en equipo” el elemento “proactivo”, asertivo, que haya sido buen discípulo en algún curso de “coaching” y diga alguna insensatez original para añadir a los múltiples formularios. 

Ya no se habla despectivamente del “trepa” sino que es admirado como el junco que se dobla sin romperse y que sabe, como en la evolución biológica, adaptarse a lo que exige este darwinismo social.

Ahora bien, ¿Qué es “la norma” que persiguen con denuedo en laboratorios clínicos, quirófanos y colegios? Pues precisamente lo normal, lo correcto. Y esa normalidad suele ser estadística, gaussiana.  Y, si en el auténtico control de calidad de cosas, se atiende a desviaciones de la media como señal de que algo puede ir mal, también en los colegios y hospitales esas desviaciones serán consideradas malas. En ambos sentidos, como en un control de calidad estadístico: malo es no dar el nivel pero también será malo pasarse de listo en medio de los demás alumnos. El joven Einstein lo tendría muy crudo en nuestro tiempo. Malo será que un cirujano opere mal por hacerlo con demasiada rapidez, pero también será malo el que, no precisándolo, lo hace, además de bien, con celeridad: no se ajusta a tiempos, no se adecua a la norma. Parece absurdo, tanto como normal.

¿Qué supone esto? Una tiranía de los mediocres. De hecho, muchos gestores de nuestros hospitales y acomodados mandos intermedios no parecen brillar por su excepcional inteligencia (exceptuando quizá la que llaman “emocional” para no llamarle a las cosas por su nombre). 

Si lo que impera es la norma, ¿cómo consentir al diferente? La tentación de segregar en un mundo en el que cada día somos más pretendidamente iguales está servida. ¿Hasta qué punto la “norma” favorece casos de acoso escolar? 

Es curiosa la similitud que tiene el término ISO (International Organization for Standardization) con la raíz griega “isos”. Todos iguales, todos ISOficados y los demás… a tratarse con metilfenidato o a la calle por no ser asertivos.

miércoles, 27 de abril de 2016

Ser médico. Saber escuchar y hablar.


Todos creemos saber qué es un médico, pero cada vez resulta más difícil decirlo. Siendo simplistas, podríamos limitarnos a la acepción del diccionario de la Real Academia: “persona legalmente autorizada para profesar y ejercer la medicina”. Es decir, alguien que, tras haber cursado los estudios pertinentes y pasado las pruebas necesarias, recibe el título de licenciado en Medicina (no sé ahora; antes, esa titulación indicaba que uno también era licenciado en cirugía, para peligro general). Pero no basta con eso. Se requiere una especialización incluso para ejercer la medicina general (medicina de familia). Es entonces cuando observamos la gran heterogeneidad de médicos: internistas, patólogos, dermatólogos, psiquiatras, cirujanos generales, urólogos, etc. 

Los avances técnicos propician que las viejas especialidades (muchas de ellas establecidas desde la concepción anatómica) se vayan transformando. Es probable que, en una década o menos tiempo, algunas de las especialidades actuales hayan desaparecido en muchos hospitales, por extinción general o por centralización. Otras, principalmente las quirúrgicas, se verán transformadas por la robotización y los grandes avances biónicos, que proporcionarán un gran avance en tratamientos quirúrgicos, en contraste con el impasse que vemos en la investigación farmacológica.

En este contexto, la figura del médico es ya muy lejana a la que conocíamos no hace tantos años. Aun podría decirse que es médico realmente sólo el que ve pacientes, pero esa mirada ya no se da como se daba, sino de modo parcelado por la especialización y cada día más sometido a protocolización y “calidad” según el gran referente industrial, la fabricación de automóviles.

El médico sigue siendo necesario en lo fundamental, mostrado en lo que su conocimiento y su humanismo revelan a través de su lenguaje. Uno es propiamente médico cuando sabe hablar y escuchar, algo muy infrecuente por desgracia.

Saber escuchar y saber decir lo adecuado para cada cual no es algo que se aprenda en ninguna facultad ni, mucho menos, en los ridículos cursos de coaching, persuasión y métodos de venta, porque, en Medicina, aunque se viva de ella, el médico no ha de vender propiamente nada o, lo que es equivalente, ha de mostrarse a sí mismo como valioso, fiable y a la vez limitado, a cada paciente.

¿En qué consiste eso? No hay más forma de saberlo que aprender de otros. De cada uno de esos otros. No es algo que pueda generalizarse ni mucho menos “algoritmizarse” porque siempre es un saber de alguien concreto o de muchos “alguien”. Sólo el contagio o la lectura de una narración biográfica pueden permitir intuirlo.

Hay dos médicos que han mostrado recientemente el valor insustituible de la palabra en Medicina. Uno es el ya fallecido Oliver Sacks, neurólogo. Otro, es Henry Marsh, neurocirujano. Es curioso que, en esa recuperación del valor del lenguaje cobren mayor vigencia los médicos que podríamos llamar del cuerpo (que miran u operan tejido nervioso) que los del alma, con tanto psiquiatra obsesionado por "biologizar" algo tan importante como su propia especialidad. 

Sacks recuperó la importancia de la escucha, de dejar hablar al paciente, atento a lo que puede revelar a quien sabe (y Sacks sabía mucho) cuando se le deja hablar.

Marsh nos cuenta en su ya célebre libro “Ante todo, no hagas daño”, la singularidad de ese hablar, de ese encuentro único entre un médico y su paciente. A la vez, deja constancia de los catastróficos efectos de la pretendida modernización organizativa, gerencial, de la Medicina.

Sacks y Marsh se muestran como dos grandes médicos e indican que en Medicina sigue siendo vital, en el sentido auténtico del término, el reconocimiento de que todo cuerpo humano habla, aunque esté callado, y no sólo por sus síntomas y signos, sino fundamentalmente por la palabra misma y por sus silencios.

Por el camino que vamos, es probable que la singularidad de la relación clínica vaya siendo restringida cada vez más a la cirugía, quién lo iba a decir, porque es en ese ámbito donde son más probables las aplicaciones tecnológicas y es ahí en donde la personalidad y saber de un cirujano son especialmente decisivos.

Quién sabe... es probable, así lo espero, que en poco tiempo, tengamos un nuevo libro que añadir a los de Sacks y Marsh, de alguien, cirujano amigo, que tiene mucho que decir de la Medicina entendida como pasión.

miércoles, 20 de abril de 2016

Sin lugar para la angustia. La sal de la tierra.


“Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?” Mt.5,13

A veces hay que pararse. A veces, uno es obligado a hacerlo desde sí mismo. Siempre ocurre cuando la angustia atenaza, cuando no hay nada que hacer, ningún sitio a dónde ir, nada que esperar.

Esa angustia, siendo brutal, se muestra a sí misma, sin embargo, casi como un lujo cuando se puede mirar objetivamente al otro, a tantos. Desde esa perspectiva, puede disiparse.

Nadie se salva por comparación, nadie es feliz por comparación, pero cualquiera puede situarse en la realidad sólo comparando, siendo en el espacio y el tiempo, en la Geografía y en la Historia. El Dasein supone ahora un “Da” demasiado grande, demasiado cruel, para limitarlo a nuestra vida corriente.

No basta con ver los telediarios para saber lo que ocurre a pocas horas de avión. Tragedias de todo tipo, guerras, migraciones masivas, hambre, miseria… Si estamos hundidos, ver eso no consuela ni remueve el alma. Estamos acostumbrados. Y, si no estamos hundidos, menos aún nos impresiona, a no ser que sea algo próximo, de páginas locales del periódico. Si hay un terremoto en otro país, el ministro de turno siempre hará notar si hubo o no muertos españoles; los demás son lejanos, no son de los nuestros.

No es fácil contemplar la tragedia humana. Debemos ser guiados para no negarnos a ver lo que vemos.Y esa guía no la puede ofrecer ni el mejor documental; sólo es factible desde la captación del instante, de  muchos momentos, en toda su crudeza, en blanco y negro. Esa guía sólo la puede proporcionar un fotógrafo que, no por ser objetivo, deja de implicarse en lo que capta; precisamente al contrario, pues puede fotografiar y llorar, tirar la cámara muchas veces para llorar y volver a cogerla para seguir guiándonos, contagiándonos el alma con lo que está ahí, con lo que es casi inmediato en el tiempo y en la geografía, porque Auschwitz, aunque sea de otro modo, sigue existiendo. Esa ha sido la gran tarea de Sebastiao Salgado. "La sal de la tierra" es un documental que nos habla de él y lo hace, en cierto modo, prescindiendo de ese carácter de documental, casi como pura sucesión de fotos y años en los que se hacen.

En su “Oda a una urna griega”, John Keats acaba relacionando verdad y belleza (“Beauty is truth, truth beauty, that is all ye know on earth, and all ye need to know”). Eso es fácil de asumir en el caso de la verdad científica (o lo era, cuando la ciencia se hacía por pasión). De hecho, son muchos los matemáticos y físicos que se han dejado guiar por el sentimiento estético y, a la vez, es difícil no reconocer algo verdadero cuando se contempla una imagen de la belleza existente a todos los niveles de complejidad biológica.

Pero, de un modo misterioso, cabe hablar de verdad y belleza incluso cuando lo que se muestra, siendo verdadero, nos conmueve por el horror que manifiesta. Y eso ocurre con las fotos de Salgado. Son crudísimas y, sin embargo, hermosas, impresionantemente bellas. Podría decirse que pone la estética al servicio de la verdad, que la usa como herramienta para conducirnos al infierno en la tierra, en semejanza con Dante, que usó la belleza del lenguaje para evocarnos el infierno eterno. 

Siempre habrá quien haga las preguntas pragmáticas, ¿para qué? ¿ha salvado a alguien? ¿cuánto ha ganado con eso? Preguntas que sólo pueden surgir de la estupidez egocéntrica. El “para qué” está ya respondido en el “qué”. Con eso basta. 

No hay lugar para la desesperación en “La sal de la tierra”. No lo hay para la angustia, aunque se adivine el miedo previo a una muerte cruel. Por el contrario, todas esas imágenes muestran fe, esperanza y amor o indiferencia resignada en los más harapientos, en los más perdidos, en quienes, a la vez, han perdido todo, incluyendo a sus hijos y que quizá ya hayan muerto también. Y, a la vez, son fotos posibles desde una mirada capaz de sostenerse en la ética y perteneciente a un hombre que supo hacer de su propia biografía no sólo testimonio de observador, sino transformación de su propio mundo, haciendo fértil lo que era yermo. Su legado ecológico, “The Instituto Terra”, apunta a la posible salvación; a que, al lado de tanto horror y absurdo, hay esperanza para esta especie a la que pertenecemos. Apunta a que vale la pena estar inmersos en el río de la vida, a pesar de los pesares. 





viernes, 15 de abril de 2016

RESILIENCIA Y GENES

Hay quien sale fortalecido de un golpe que le da la vida. Hay quien se crece ante la adversidad. A esa capacidad se le llama resiliencia. 

Si se indaga en un buscador de internet o, más específicamente, en PubMed, veremos que se trata de un concepto en auge. Abundan los consejos para ser más resiliente o los artículos que muestran las características de las personas que han sabido sacar fuerza de flaqueza. También, como es habitual, se han buscado raíces genéticas o epigenéticas que expliquen la resiliencia de cada cual  

Hay quien ha llevado el término al extremo, a la resiliencia de la que no se entera el resiliente por estar afectado de una grave mutación genética y no porque llegue a afrontar psíquicamente la enfermedad resultante, sino porque simplemente no la sufre… a pesar de que la Genética indica que debiera padecerla. El 11 de abril de este año se publicó en Nature Biology un artículo con este título: “Analysis of 589,306 genomes identifies individuals resilient to severe Mendelian childhood diseases”.  En él aparece ese término,“resilient”, una elección curiosa.

En ese estudio se analizaron los datos genéticos de 589,306 individuos llegando a identificar a 13 casos de adultos sanos con mutaciones que deberían haberles provocado enfermedades severas (tal vez la muerte) antes de cumplir los 18 años. Cada uno de esos individuos fue “resiliente genético” a una de ocho enfermedades que requerían la mutación del gen en un cromosoma (autosómicas dominantes) o en los dos cromosomas (autosómicas recesivas). Entre esas ocho se incluía la fibrosis quística y la epidermolisis bullosa.

¿Por qué, aunque sea en muy pocos casos, ocurre algo así? Un diagnóstico genético pre- o post-natal mostraría un futuro cruel a los padres de ese niño. Un futuro que, en estos afortunados, nunca se dio. Dada la condición de anonimato del estudio, no se pudo acceder a las personas concretas que son resilientes genéticos sin saberlo, llevando una vida normal. Pero el interrogante abierto ya hace pensar en ricas informaciones futuras procedentes de proyectos como el “Human Knockout Project”, el “Million Veterans Program”  y el “UK Biobank Project”.

¿Qué nos sugiere este hallazgo? Por un lado, desbarata restos del pensamiento lineal en Genética (y tan vigoroso aun en Biología Fundamental). Ya había sido desterrado el dogma “un gen - una enzima”. Estos casos de una herencia mendeliana de penetrancia completa que no se traduce en la enfermedad que “debiera” indican que incluso en los determinismos biológicos más claros puede haber factores (probablemente también inscritos en el ADN) que perturben ese oráculo genético. Sin tener nada que ver, la rareza de estos casos evoca la rareza de las remisiones espontáneas de tumores. ¿Por qué ocurren? Las preguntas que surgen de rarezas naturales suelen acabar conduciendo a respuestas generales de gran interés.

Nos indica también algo más. Nos rompe el esquema convencional de que todo está escrito indefectiblemente en los genes, de que basta con leer ese nuevo libro sagrado llamado genoma para encontrar las respuestas de todo. Si esto ocurre con enfermedades monogénicas, ¿qué tipo de explicación etiopatogénica cabe esperar en el caso de determinismos poligénicos débiles que pretenden dar cuenta del autismo o de cualquier trastorno mental?

Finalmente, hay algo más. Un descubrimiento es realmente importante no tanto cuando resuelve un problema sino cuando revela una ignorancia novedosa, cuando abre más ignorancias de las que neutraliza, inspirando así la imaginación fértil. En este caso, renace la ignorancia y es de esperar que, desde ese humilde y necesario reconocimiento, la ciencia cobre el buen impulso que tantas veces ha asumido, en vez de permanecer en un crecimiento incremental de resultados mediante líneas de investigación "productivas".

sábado, 9 de abril de 2016

FOTOS. Del recuerdo al vacío.


Podría decirse que lo evidente es, como sugiere su etimología, lo visible. “Lo vi con mis propios ojos”, se dice a veces, aunque sabemos que la percepción visual es engañosa. Una foto, como una demostración matemática, puede sostener la objetividad intersubjetiva.

La pintura, el dibujo, permitían “copiar” algo real (no lo real). Cajal dibujó para mostrar la unidad neuronal. Pero, en la fotografía, era ya la propia luz reflejada por el objeto la que creaba su imagen para siempre tras impresionar una placa fotosensible, y el papel humano se limitaba a manipular las condiciones de iluminación y el proceso químico necesario para que la imagen quedara grabada de modo indefinido.

No sólo la luz que percibimos, ese rango estrecho de banda, sino todo el espectro electromagnético puede ser, de un modo u otro, registrado, detectado, hecho imagen, desde la radiación gamma hasta las ondas de radio. La difracción de rayos X nos permite elucidar estructuras moleculares, y el registro de microondas nos deja vislumbrar la formación del Universo. Todo el espectro electromagnético es, en cierto modo, traducible a un corto segmento suyo, al visible.

Una fotografía puede ser una herramienta o una finalidad. Su utilidad es clara en ámbitos diversos que abarcan desde la investigación científica a la criminalística o histórica. El periodismo parece inconcebible sin la imagen que sustenta lo que transmite. La ciencia precisa la imagen cuya calidad y resolución dependen, a su vez, del desarrollo tecno-científico. La Historia es fotográfica y eso incluye tanto las imágenes contemporáneas como las de restos arqueológicos o las de obras de arte.

La finalidad puede ser la propia foto cuando persigue lo bello, lo más auténtico de lo que se quiere captar. Y no basta para ese fin con tener todos los medios habidos y por haber. Hay que ser un artista para crear arte, también fotográfico. 

Hay una finalidad distinta, la que no busca la revelación de lo bello, sino de lo verdadero de uno, de lo que ha conformado, determinado, su biografía. Es el caso de la foto ligada a la evocación, al recuerdo. 

¿Quién se resiste a la fascinación de fotografiar? Rommel dirigía sus campañas con una cámara Leica colgando sobre su uniforme. Y así era fotografiado él mismo. ¿Dónde habrán ido a parar sus negativos? Quizá aparezcan algún día, como ocurrió con los hallados en la “maleta mexicana”. Sin tomar parte en la guerra, grandes fotógrafos como Capa la vivieron jugándose la vida como observadores mientras captaban con sus cámaras lo mejor y lo peor del ser humano.  Eran testigos de la implicación biográfica en la Historia. Ahora mismo sabemos del horror presente y próximo gracias a personas que siguen jugándose la vida para fotografiarlo. 

Fueron fotógrafos profesionales, con mejor o peor técnica, los que dieron cuenta de momentos biográficos señalados por su asociación a ritos de paso (bodas, bautizos…) o dignos de ser recordados y comunicados (un curso escolar, la pertenencia a un grupo, la mili, la llegada a un país extranjero, una imagen actual para enviar por correo, etc.). La gente se fotografiaba pocas veces; de hecho, algunos sólo lo eran tras haber muerto y hoy nos impresiona la naturalidad con que se realizaban fotos post-mortem.

A partir de la disponibilidad de emulsiones fotosensibles en película y de máquinas fotográficas personales, la fotografía se fue popularizando y asociando fuertemente a la biografía. Muchos más acontecimientos personales y paisajes eran trasladados al álbum de fotos, un registro que evocaría recuerdos en hijos, nietos… Ahora ya no se necesitan ni películas ni siquiera máquinas fotográficas. Con un “móvil” podemos fotografiar lo que queramos y enviarlo a quien deseemos. Además, los defectos cualitativos de la ignorancia técnica se compensan alguna vez con lo cuantitativo; hagamos muchas fotos y alguna saldrá bien.

Hay una cierta necesidad de registro de lo que vemos y de lo que hacemos, que se satisface haciendo miles y miles de fotos que ocupan muchas “gigas”, aunque nunca las vayamos a ver. Una foto es el mejor elemento para testimoniar nuestra presencia en un país lejano o simultánea a un acontecimiento relevante. Aquí estuve yo, podemos decir, con la imagen que lo demuestra. No basta con indicar que visitamos Pisa; es preciso que se nos vea “aguantar” la torre inclinada.

La foto, facilitada extraordinariamente con el móvil, el mismo instrumento que permite hacer de todo e incluso hablar por teléfono a nostálgicos de la voz, se ha hecho imprescindible en el narcisismo que hace frente patéticamente al desvalimiento del sujeto. No basta con decir “yo estuve ahí”; es necesario que ese “ahí” sea especial, original, inaudito, y que yo me muestre colgando de la torre Eiffel o que se me vea a riesgo de ser atropellado por un tren, cogido por un toro o a punto de despeñarme en el cañón del Colorado. Ya no se necesita un testigo. Uno mismo puede serlo de todas las estupideces imaginables y crece así el número de muertos víctimas de su pasión por los selfies que dan cuenta de esa originalidad letal. 

Podemos hacer una simplificación extrema y hablar de fotos de vida y de muerte. Y no sólo de los otros. Los selfies de quienes se retratan antes de morir sugieren que la pulsión de muerte freudiana se disfraza muchas veces de mera estupidez. Pero, al margen de tales extremos, la obsesión por registrarlo todo, por fotografiarlo todo, apunta a la necesidad de colmar un vacío. Hace pocos años, los videos caseros proscribían la mirada felicitaria a expensas del goce imaginado de flagelar a conocidos y amigos con el registro audiovisual de la boda de un familiar o de unas vacaciones tan soñadas que en el sueño mismo quedaban. Ahora, hasta hacer uno de esos videos cansa y ya no se ven turistas tomándolos desde autobuses o por la calle. Hoy tenemos Facebook y whatsapp y podemos demostrar en todo momento que estamos en una playa o comiendo una pizza mediante el oportuno selfie. Y, ya que podemos, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué no alimentar el narcisismo? Si no podemos ser populares por participar en un reality o haber nacido en casa rica, podemos al menos serlo un día o dos por registrar cómo nos matamos corriendo delante de un toro o a punto de caer al vacío. 


Y es que los selfies registran algo que va más allá de una imagen. Si una foto tradicional nos permite evocar recuerdos, acercarnos a un pasado, encontrarnos con algo que determina en mayor o menor grado el ser, un selfie apunta al gran vacío existencial que ha de ser conjurado afirmando el estar frente al ser, con independencia de que la lengua, como el inglés, no haga distingos entre esos dos verbos. Lo importante en una vida vacía acaba siendo demostrar que se está en ella, aunque no se sea en ella, aunque no se sea nada propiamente, aunque uno se muera en el intento por tratar de ser a través del estar.