viernes, 9 de diciembre de 2016

MEDICINA. El ars moriendi posible. Psilocibina.


"If the doors of perception were cleansed everything would appear to man as it is, infinite.” William Blake. 

Hubo un tiempo en que la muerte era más tenida en cuenta. Para un cristiano, saber que era llegada su hora (como se dice en tantos textos) suponía un momento crítico, el de la última posibilidad de salvarse. Las grandes tentaciones (soberbia, apego, desesperación…), estaban servidas y caer en ellas podría suponer la condenación eterna. La agonía no hacía fácil el tránsito, demasiado rápido a veces como en el calamitoso siglo XIV con la peste negra. En el siglo XV se difundió una guía en varias versiones para ayudar al enfermo en esos difíciles y peligrosos momentos para su alma. Se trataba del Ars Moriendi.

Parece que, mucho antes, los participantes en los cultos mistéricos perdían en gran medida el miedo a la muerte. En su libro “El camino a Eleusis”, Wasson, Hoffman y Ruck aventuran la hipótesis de la relación de los misterios eleusinos con el uso de sustancias alucinógenas existentes en hongos. Robert Gordon Wasson inició con su esposa Valentina el estudio de hongos utilizados por aborígenes mejicanos en sus prácticas religiosas. En otra expedición fueron acompañados por un micólogo francés que estudió y cultivo el hongo Psylocibe y le proporcionó muestras a Albert Hoffman, químico de los laboratorios Sandoz, quien consiguió aislar el principio activo psilocibina en 1958. Se trata de un agonista del receptor de la serotonina. Veinte años antes, Hoffman había alcanzado notoriedad por su descubrimiento del LSD. 

Se dice que tanto la psilocibina como el LSD son alucinógenos. Sin embargo, ha ido calando desde hace tiempo otro término para estas sustancias, “enteógeno”, para referirse a algo divino interior y que daría cuenta de experiencias extáticas por parte de chamanes e iniciados. Timothy Leary pareció empeñado con poco éxito en hacer del LSD el sacramento de una nueva religión. En 1966, el LSD se ilegalizó. Unos años antes, Aldous Huxley había publicado “Las puertas de la percepción”, en donde daba cuenta de sus experiencias personales con la mescalina.

La distinción entre droga y fármaco no siempre es fácil. Lo que se cree que es un buen fármaco acaba convirtiéndose en droga ilegal. Así ocurrió con la heroína, concebida como sustituto de la morfina porque se pensaba que no era adictiva, algo que se reveló claramente erróneo. Pero también puede ocurrir al revés. La talidomida es tristemente célebre por sus efectos teratogénicos. Sin embargo, en 1965 Sheskin, un médico israelí, observó que pacientes tratados con ella con finalidad sedante mejoraban de sus lesiones por lepra; la FDA acabó aprobando su uso para este fin.

El veneno de la serpiente recogido en la copa de Hygeia es símbolo de curación. Lo peor puede ser bueno.

Los estados alterados de la conciencia como los que tal vez se dieran en los misterios pueden inducirse por drogas pero también por métodos más “naturales” como el ayuno y diversas prácticas ascéticas. ¿Por qué no probar la potencial bondad de drogas enteógenas en situaciones límite? Y una clara situación límite es la que perciben muchos pacientes con un cáncer avanzado, sabiendo que la muerte acaecerá pronto, siendo frecuentes en tales casos la ansiedad y la depresión. Pues bien, hoy mismo se publicaron en el Journal of Psychopharmacology  los resultados de un ensayo clínico, cuya conclusión fue clara: En pacientes con cáncer potencialmente mortal, una sola dosis de psilocibina disminuyó de modo sustancial y duradero (seis meses) la depresión y ansiedad frente a la muerte mejorando la calidad de vida. 

Este mismo año ya se había publicado en Lancet Psychiatry un artículo que apoyaba la seguridad y eficacia de la psilocibina en casos de depresión resistente al tratamiento convencional. Los estudios son escasos pero no novedosos. En 2011 ya se hizo un estudio piloto de la psilocibina en pacientes con cáncer avanzado, con resultados prometedores sobre su estado anímico.

Se abre así una puerta potencial a facilitar las cosas en el peor de los momentos, cuando alguien es consciente de que se va a morir y no puede soportarlo. Hasta ahora, las medidas basadas en antidepresivos, ansiolíticos y opiáceos distan mucho de ser adecuadamente paliativas. Por el contrario, en el estudio publicado hoy parece que los pacientes tratados con psilocibina pueden encarar mucho mejor la muerte e incluso saber aprovechar lo que les queda de vida sin la carga de un sufrimiento añadido al que el propio cáncer plantea.

Pero sólo se abre la puerta. Se necesitarán más estudios para poder obtener conclusiones firmes a efectos de aplicación en la última fase de la vida. En caso de verificarse la bondad anunciada de la psilocibina, podríamos hablar de eutanasia en un sentido diferente al que se plantea en la actualidad. No se trata ya de facilitar o no activa o pasivamente la muerte, sino el tránsito a ella. Se trataría de hacer llevadero el saber que se es moribundo e incluso aprovechar ese tiempo que quede hasta que sobrevenga la muerte. De un modo digno, sin sufrimientos evitables.

Vivimos un tiempo en que los éxitos de la Medicina se presentan en términos de esperanzas de vida media, de curaciones sorprendentes, en retrasar la muerte y en facilitar una vida sana. El propio envejecimiento es calificado por algunos como enfermedad a combatir. Los transhumanistas sueñan con una inmortalidad alcanzable a corto plazo.

Pero sabemos que moriremos y que incluso sabremos, gracias a la Medicina, de que ese momento puede ser cercano tras un diagnóstico “precoz”. Con los nuevos mitos de la juventud eterna con que nos inundan en medios televisivos y calles, eso se hace todavía más difícil de soportar ahora que en la Edad Media. 

La creencia religiosa no necesariamente facilita las cosas. Jesús sudó sangre y gritó su abandono por Dios en la cruz. No es fácil morir. El sufrimiento físico y psíquico no nos hace mejores. Como en los tiempos del Ars moriendi, puede destruirnos como sujetos antes que como cuerpos. Por eso, si la Medicina consolida la eficacia de la psilocibina o de cualquier otro fármaco o grupo de ellos para hacerlo más llevadero, más digno, estaremos ante un gran avance, poco espectacular, pero extraordinariamente humano. Podremos hablar entonces de una eutanasia auténtica, la que se dirige al tránsito más que al propio momento de decidir la muerte.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Atomismos. Lo individual o el olvido del sujeto


Quién le iba a decir a Demócrito que sus ideas iban a tener tanta importancia en una visión generalizada del cosmos. Los átomos surgen de la vieja filosofía (Demócrito, Epicuro, Lucrecio…) y a ella vuelven, pasando por la ciencia (Dalton, Rutherford, Bohr…). Pero no vuelven en general del mejor modo.

En el ámbito de la materia la perspectiva atomística es incuestionable. Poco importa que el átomo mismo sea divisible, pues al final lo que supone tal concepción es que hay unidades de materia, sean leptones, quarks o supercuerdas. No sólo la materia, también las transiciones energéticas son discretas (los “quanta”). Y hay quien postula, como Lee Smolin, que el espacio y el tiempo pueden ser discretos y no continuos como los percibimos. 

La perspectiva atomística triunfó también en el mundo de la vida, cuando se reconoció a la célula como unidad viviente.  Las células aisladas, nuestro cuerpo o el de otros, son entidades discretas. Estamos siempre ante seres vivos individuales aun cuando esa individualidad no sea siempre fácil de discernir, como ocurre en el caso del pando (populus tremuloides).

Ese ser individual lo vivimos literalmente en el caso de la enfermedad, concebible a veces como la lucha entre individuos. Las enfermedades infecciosas son un ejemplo muy claro, pero también el cáncer puede verse desde esa perspectiva, como si en el seno de un individuo surgiera otro, caótico, con características celulares diferentes. La respuesta inmune muestra de la mejor manera ese valor del reconocimiento individualizado, pues cada uno percibe lo extraño a él por su sistema HLA en cuyo contexto será presentado lo ajeno a los mecanismos de defensa propios. Somos un individuo inmunológico, neuronal, dermatológico… 

Hasta el mal puede asumirse mejor si se le individualiza como demonio. ¿Cuántos psicóticos habrán sido exorcizados? 

La individuación de nuestra vida puede ser, no obstante, muy artificiosa. Es cierto que tenemos un cuerpo concebible como un sumatorio de órganos y tejidos pluricelulares en el que es posible la emergencia de algo novedoso como la consciencia; es cierto que, en buena medida, dicho cuerpo ha sido informado en su construcción y mantenimiento por los genes. Pero somos entes dinámicos; nuestras células cambian, se reproducen, mueren.  A la vez, nuestro cuerpo no es sólo humano; también alberga una gran cantidad de bacterias (microbioma), que pueden adoptar grados diversos de individualidad y un conjunto de ellas puede, en un momento dado, emerger como ente supraorganísmico, como otro individuo; es lo que ocurre en el llamado “quorum sensing” en el que la densidad de bacterias en un volumen dado puede ser determinante para que en conjunto se expresen de un modo distinto a como lo harían aisladamente (un fenómeno parcialmente relacionado con algo tan desagradable como la placa bacteriana que estropea los dientes). 

Lo supraorganísmico es claro en múltiples ejemplos de la naturaleza, desde insectos sociales hasta bancos de peces. ¿A qué se le puede llamar propiamente individuo? Sólo cabría definirlo en sentido operativo pero, si los criterios son claros ante morfologías aisladas (una bacteria, un pez), no lo son tanto ante agrupaciones. Hay una gradación un tanto difusa de la individualidad. Y esa dificultad se da también en grupos humanos. En el ejército se habla de división o brigada, para referirse a agrupaciones de soldados. Una opción política o un juego pueden definir también individualidades de las que se habla en singular (el ala republicana, el sector demócrata, la selección nacional de fútbol…). Incluso grandes números de individuos pasan a ser llamados “audiencia” o “electorado”. Siempre en singular. Las estadísticas sociales, incluyendo la epidemiología, realzan la teoría atómica haciendo a cada individuo átomo de un colectivo a estudiar.

Y con ello tenemos un problema que va más allá de criterios metodológicos de estudios o de necesidades organizativas de empresas y estados. Vivimos un tiempo en que la atomización se aplica a cada uno de nosotros, que pasamos a ser concebidos como elementos, átomos, de uno o de muchos conjuntos. Y esa atomización, dada por la preeminencia del conjunto, puede implicar merma en lo que propiamente nos hace humanos, en nuestro ser como sujetos únicos e irrepetibles. Desde la atomización, uno puede llegar a identificarse a sí mismo con el conjunto mismo y sólo con eso (blancos o negros, hombres o mujeres, creyentes o infieles, etc.), de tal modo que la identificación es a su vez un conjunto de propiedades de conjuntos, el resultado de una intersección de muchos o pocos de ellos. Se da así la tendencia a creer entenderse desde la pertenencia a un conjunto intersección. El “quién” pasa a ser resuelto por propiedades compartidas con otros "quienes", exceptuando algunas marcas como el nombre.

La Medicina no ha sido ajena a esa atomización que prioriza al individuo frente al sujeto. Las radiografías y analíticas encasillarán a un paciente como elemento de un conjunto intersección y como tal será tratado, con protocolos que lo son del conjunto, no de cada uno de sus elementos. El problema reside en que no haya conjunto, en cuyo caso habrá que definirlo aunque sea sin fundamento, algo que el DSM ha sabido hacer con triste éxito al permitir catalogarnos a todos como trastornados mentales (¿quién no se ve reflejado en alguna de sus páginas?). 

Somos con otros, somos sociales, pero cada uno es un doble interrogante para sí mismo (quién y qué soy). Ser humano supone algo más que ser individuo, que tener un cuerpo reconocible por un observador, que ser un quién; supone un qué, una subjetividad que no es reducible a un pensamiento atomístico clasificador, pues no hay conjuntos de sujetos, sólo de individuos. Al margen de bondades operativas, individualizarnos puede suponer menos el reconocimiento de una autonomía que el potencial atentado ético de la cosificación, algo subyacente con demasiada frecuencia a lo que parece más bondadoso, la medicina o la educación.

Al final, como al principio, cada cual acaba viviendo con una filosofía “ambiental” que le viene dada (los libros de autoayuda son un patético ejemplo) o puede tratar de construírsela, lo que no es sino hacerse las viejas preguntas y, a ser posible, con la ayuda de otros, muchos de los que ya nos han precedido como vivientes. Y nuestro ambiente es el de un atomismo que, si bien se aproxima de modo excelente a lo real a que aspira la Ciencia, es muy pobre cuando trata de aplicarse a la comprensión del fenómeno humano. Siempre fue necesaria la filosofía pero hoy en día, con tantas respuestas dadas y sobre todo prometidas por la Ciencia, parece más crucial que nunca. 

viernes, 25 de noviembre de 2016

Cientificismo delirante. Las nuevas momias.


En general no queremos morirnos y también creemos no quererlo, que no es lo mismo, como ya nos enseñó Freud. Querer seguir viviendo no equivale necesariamente a un deseo de inmortalidad.

La muerte puede presentarse como balsámica ante situaciones de incapacidad y dolor, pero las cosas son muy distintas cuando muestra su rostro ante quien se percibe lleno de vida o como tal es percibido por sus padres. 

Aparece una forma de cáncer incurable en un niño y todo se derrumba. El rechazo más fuerte no se da frente al hecho cierto de que nosotros y nuestros seres queridos moriremos sino ante que esa muerte acontezca de forma prematura.

Y, en esta época de internet, un niño puede intuir, saber, lo que le ocurrirá si tiene un cáncer incurable. Y también “gracias” a internet puede entender que quizá la solución esté en parar su propio tiempo mientras transcurre el de la investigación necesaria para su cura. Eso ocurrió recientemente. Una niña inglesa supo de su próxima mortalidad y pidió ser criogenizada, expresando su deseo en una carta (“I want to have this chance. This is my wish”).  Un juez amparó ese deseo a través de su madre. Cuando la niña murió, una organización sin ánimo de lucro, Cryonics, facilitó el proceso de enfriamiento de su cadáver para su traslado a EEUU donde será conservado en las instalaciones de la Alcor Life Extension Foundation  . El coste de todo ello se estima en torno a los 40.000 euros. 

Sería una osadía juzgar decisiones tomadas por otras personas en una situación de catástrofe emocional y especialmente el deseo de la niña, perfectamente comprensible. Parece sensato, en cambio, analizar el contexto en que se hace posible algo así, con juez incluido, algo que parece ciencia ficción pero que ni es ciencia ni es ficción

No es ciencia porque no hay base teórica o empírica alguna para creer que un cadáver criogenizado podrá volver a la vida en el futuro. La criopreservación es factible en el caso de cepas bacterianas, líneas celulares, espermatozoides, óvulos, tejidos y embriones en fase muy inicial de desarrollo, pero de todo ello no puede hacerse una extrapolación gratuita y sostener que un cuerpo entero o su cerebro, como sucedió en otro caso previo,  puedan volver algún día a la vida. Un profesor de neurociencia del King’s College no se priva y califica de ridícula tal pretensión de conservación para una cura futura. 

Tampoco es ficción. El sufrimiento es real, las maniobras de enfriamiento del cadáver son reales, la conservación, si así puede llamarse, es real, la decisión judicial también y real es finalmente el coste de todo ello. Don DeLillo organizó su reciente novela “Cero K” en torno a la  criogenización, pero fijándose más bien en su impacto psicológico que en la discusión de su posibilidad misma. Ahora bien, incluso en esta novela se plantea tal medida como suspensión vital, como si de una hibernación se tratara (aunque sea muy distinto), no como conservación de un cadáver. 

La costosa fantasía que pretende actualmente la criogenización (ya son unos cuantos los cadáveres así conservados) va más allá de la novela de DeLillo, pues de resurrección se trata, porque no se permite criogenizar en vida, algo que entroncaría con la gran esperanza del transhumanismo, la de mantener el cuerpo hasta que se pueda evitar su muerte o lograr la transferencia de la mente, concebida como software, a un soporte físico distinto, sea biológico o sintético. 

Ni es ciencia ni es ficción. Estamos sencillamente ante las consecuencias de un contexto que contempla a la ciencia como religión salvífica. Hay quien ve ya el envejecimiento como enfermedad y quien cree, porque de creencia se trata, que la muerte también se eliminará por la ciencia. Es cientificismo en estado puro.

A la vez, en una época en la que se instaura el mito del progreso científico imparable y bondadoso, se vivifica el recuerdo de lo menos científico. Si la imagen cerebral funcional remite demasiadas veces a la vieja frenología, ahora la criogenización parece un retorno clarísimo, incluso en su ritual, a la momificación egipcia.

Del polvo de esas ideas delirantes que florecen en internet vienen estos lodos que sólo pueden calificarse de trágicos.

El cientificismo en su modo más idiota, por radical, lo contamina todo y se acaba fundiendo con la pseudociencia. Hasta los jueces están impregnados por él, dándose aquí un ejemplo hasta ahora insólito: lo que no podría conseguir legalmente una niña sobre su vida por no ser adulta, lo logra sobre su muerte por ser moribunda. Lo consigue a través de su madre, pero es su carta la que influye en la decisión judicial, que se contextualiza en un supuesto conocimiento científico. 

Pero hagamos ficción por un momento. Supongamos que la criopreservación de los cuerpos y mentes pudiera lograrse y que su popularización abaratase los costes inherentes a ella. En tal caso veríamos, no ya un envejecimiento de la población como el que se está dando en el primer mundo, sino una congelación generacional por la que quienes un día fueron ricos pueden coexistir con sus tataranietos, en caso de que a éstos se les hubiera dado la posibilidad de nacer. Parece que la meta final sería la congelación de la propia Historia. ¿Para qué más niños si nos hacemos inmortales?

Moriremos. Afortunadamente, ya que, sin la muerte, la vida no sería vida. Sin la muerte, no habría habido ni evolución ni historia. No seremos con ella pero también ha de decirse que no seríamos sin ella. Queda la creencia de cada cual y el cristianismo es muy claro al respecto, pero eso ya es otra cosa, no ciencia. 

Felizmente, el delirio transhumanista es sólo fantasía. Desgraciadamente, es también una fantasía inhumana que ahonda en la pretensión de desigualdad de este mundo de locos en el que vivimos. Si en Egipto había diferentes posibilidades de prepararse para después de la muerte según el nivel de poder y fortuna personales, la fantasía transhumanista también las establecería en función de los mismos criterios.

Asumir la vida, disfrutarla, supone saber aceptar la muerte, algo difícil, quién sabe hasta qué punto en su propio caso, pero que quizá pueda hacerse incluso desde una óptica de amor y gratitud por la vida que se nos ha concedido. Parece que el célebre teólogo Karl Rahner se refería a tal posibilidad con una sencilla expresión, “Platz machen”, “hacer sitio”. Y es que muchos otros tienen derecho a ese sitio, a nacer y sumergirse en ese flujo misterioso y potencialmente gozoso que llamamos vida. 

sábado, 19 de noviembre de 2016

Good Bye, Nietzsche. Tenemos “influencers”.


Se acabó la tontería de la filosofía. Es más, se acabó la necesidad de hablar en alemán, ya no digamos en algo tan extraño como el griego. Ni siquiera es necesario hacerlo en inglés aunque quede mejor que en castellano, idioma viejo y casi muerto como el latín. Basta con mostrarse y con decir tres o cuatro cosas. A fin de cuentas, si uno es “influencer” ya influye, como su nombre indica, en un montón de gente.

El "influencer" influye estando, ni siquiera siendo porque en realidad no hace falta ser. El mínimo ontológico necesario reside en el reconocimiento por otros de eso, de que se ha alcanzado el status de“influencia”.

Modelos que desfilan por la pasarela con esa seriedad que oculta un durísimo trabajo previo, futbolistas que trabajan también duro, arriesgando incluso ligamentos cruzados y tibias, cantantes que, en un notable esfuerzo dramático, hacen llorar a adolescentes, jóvenes que sufren el peso de la fama que les otorga haber nacido en casa rica, noble o famosa. Hasta hay algún “inluencer” que ha logrado serlo por su creatividad al exponerla en un programa televisivo valioso de alto impacto, como “Gran Hermano”. 

En una serie antigua, “Fama”, introducían todos los capítulos con una frase que decía algo así como que “la fama cuesta y aquí vais a empezar a pagar”. Sin duda, era una fama discreta la alcanzable, sólo para pobres, no la inherente a los “infuencers”, quienes, de hecho, nunca pagan sino que sólo cobran por eso, por “influencers”.

No es fácil. Desde una fortísima vocación, uno puede llegar a ser sacerdote, médico, torero o trapecista, a pesar de que tenga elementos en contra. Pero jamás bastará con vocación, inteligencia, esfuerzo o las tres cosas juntas para ser “influencer”. Es algo más. Se precisa el aplauso de muchos. Que esos muchos sean radicalmente idiotas o que atraviesen múltiples estados de estupidez no importa. Se trata del valor ontológico otorgado por el aplauso cuantitativo. 

¿A quién le influyen Nietzsche, Heidegger (que dicen que era nazi y todo, aunque ya no haya necesidad de saberlo como no la hay de conocer que el muro de Berlín estaba en Alemania) o incluso el chino alemán ese que está de moda en algunos círculos de elitistas arcaicos y tiene un nombre rarísimo? A nadie. ¿Quién de todos ellos conseguiría un “engagement level” calificado como “very high”? Ninguno. En cambio, sí lo logra Elsa Punset , clara “influencer” donde las haya. Más incluso que otros porque su carácter de “influencer” influencia muchas mentes que los envidiosos calificarán de pobres, pero que serán muchas, que es lo que cuenta; porque se trata de eso, de contar el número de seguidores, algo parecido a cómo hacen los pánfilos con los "me gusta" de Facebook.

Bastante tarea tienen los “influencers” para influir sobre el hambre en el mundo, yendo a visitar a niños pobres y sedientos, bastante tienen con hacer accesible su alto nivel intelectual redactando libros de autoayuda también para pobres de mente.

Pero también son, aunque no lo parezca, humanos. También precisan comunicarse. No por cartas, que no se van a poner a escribir a estas alturas, ni por Facebook que es cosa de seguidores pobres y no de “influencers”. Y eso supone un gran problema porque… ¿qué haríamos si los “influencers” se retirasen a la comodidad de sus casas, aunque no sean todo lo lujosas que merecen? Estaríamos abandonados a nuestra suerte, sin la influencia que nos permite empoderarnos, con lo importante que nos han dicho (los “influencers” de nuevo) que es eso. Seríamos pasto de las circunstancias adversas sin saber aceptar el poder del ahora, con lo importante que es el ahora si a uno lo despiden o lo echan de su casa mañana, con lo importante que sigue siendo aunque uno esté hundido en un cuadro de depresión. 

Caeríamos en la tentación de leer libros viejos (afortunadamente tenemos el programa de Milá en que nos dice lo que ya sabíamos, que los tostones son tostones y no libros dignos de lectura, como sí lo parecen los que nos enseñan a almacenar camisetas), podríamos incluso dedicarnos a jugar al tute y a beber como cosacos. Necesitamos a los “influencers” como las abejas precisan las flores.

Y por eso es muy de agradecer, es vital hacerlo, que haya una red social específica para ellos, esotérica pues sólo los iniciados podrán compartir altas preocupaciones con otros “influencers”. Pues bien, existe tal red para sosiego del mundo. Y se llama Vippter  y, para orgullo de quienes somos gallegos, resulta que tiene su sede (lo del cableado o lo que sea) aquí, en Galicia. Nada menos. 

Y hasta es accesible a gente de a pie. Cualquier admirador de un “influencer” puede pasar a mostrar el orgullo de tal fascinación ahí, en esa red, aunque, lógicamente, no pueda intervenir por su cortedad en conversaciones del alto nivel que mantendrán entre sí los “influencers”.

Y pensar que hasta ahora no conocía ese término. Tal vez por eso lo he repetido tanto. Lo escribiré una vez más, hasta que cale en mis entrañas: “influencer”. Tal vez así consiga empezar a empoderarme, que no sé qué es pero seguro que se trata de algo importantísimo. Hasta lo saben los gestores de la sanidad pública, aspirantes ellos mismos a "influencers".

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Ciencia y creencia. El dogma geneticista


Gracias a los esfuerzos de la divulgación científica, no siempre brillantes, todo el mundo puede saber que la Genética no sólo tiene que ver con la herencia de rasgos de sus padres. Es algo que afecta a cada célula, cuyo núcleo expresa sólo lo que dicha célula precisa (lo que se conoce como diferenciación, que hace que una célula intestinal y otra hepática sean distintas). Pero ese núcleo retiene toda la información genética y, si se trasplanta a un óvulo enucleado, puede generar un embrión que será un clon del individuo de quien procede tal núcleo.  

La clonación se planteó como fantasía en la película “Los niños de Brasil”, una fantasía que se sustentaba en un hecho experimental, la clonación realizada exitosamente en anfibios. Después supimos de la oveja Dolly. ¿Habrá ya clones humanos? Quién sabe.

Desde hace ya mucho tiempo se sabe que el ADN es portador de una información esencial, la genética y que variantes de determinadas secuencias pueden dar origen a distintas enfermedades. 

La Genética tuvo un gran desarrollo inicial en modelos biológicos relativamente simples en comparación con nosotros. Fueron célebres los trabajos con virus bacteriófagos y con bacterias E. Coli. Pero fue un gran descubrimiento el que permitió el desarrollo de la Genética Humana. En general, los genes se estudiaban mediante marcadores asociados (fenotipo). Podía ser el color de los ojos o las características de alguna proteína. La revolución surgió del descubrimiento de que el ADN, lo que soporta el genotipo, podía ser también un buen marcador fenotípico. Bastaba con cortarlo con unas enzimas (restrictasas) y analizar el patrón electroforético de los fragmentos resultantes. Se descubrieron así los polimorfismos también conocidos como RFLP. James F. Gusella tuvo una mezcla de genialidad y suerte (ya sabemos que ésta acompaña a mentes preparadas) y encontró un marcador asociado a la enfermedad de Huntington. Aun sin saber qué pasaba con los genes implicados, había algo en el ADN que podía asociarse a ella. Aunque no se supiera qué, el ADN de los pacientes tenía en algún lugar una secuencia distinta a la de sujetos sanos.

La variedad de restrictasas, la riqueza de polimorfismos obtenibles con ellas, abría así un campo apasionante: podría diagnosticarse, incluso con antelación, si una persona padecería una determinada enfermedad genética.

Y, si la enfermedad de Huntington era de origen genético, ¿cuántas más habría? Se empezó la gran caza, que aun prosigue, de genes de cada trastorno físico o psíquico, desde la homosexualidad (juzgada hasta hace no mucho tiempo como enfermedad) hasta la psicosis maníaco-depresiva (dulcificada ahora con el término “bipolar”), pasando por todo el abanico nosológico.

Y tal caza tuvo éxito en numerosos casos, en aquellos en los que un gen concreto daba cuenta de todo. Sucedió en la fibrosis quística, por ejemplo. Pero fracasó estrepitosamente en situaciones poligénicas, en las que, aunque hubiera determinismo genético, éste se debía a la interacción de numerosos genes, cada uno de los cuales tenía un peso específico muy escaso. 

Llegó la época del estudio a lo grande, de secuenciaciones, de análisis “genome wide”… Pero no se halló el gen del autismo ni de la esquizofrenia ni de la homosexualidad. Tampoco el de la diabetes, el de la depresión o el del Alzheimer. Sí se vieron asociaciones con algunos lugares (loci, se dice) pero débiles y múltiples en la mayoría de los casos, especialmente en enfermedades frecuentes.

Parecía que el proyecto Genoma mostraría el oráculo personal, pero no ha sido así. 

Sin embargo, los estudios genéticos persisten en lo que parece una idea trasnochada. Se trata del enfoque de la medicina personalizada, que incluye la farmacogenómica (como si hubiera tanta variedad de fármacos entre los que optar para una dolencia dada) y se insiste en la persecución del gen definitivo que aclare el autismo o el TDAH.

No es mala la insistencia, pero… ¿es ciencia? O, mejor, ¿qué investigaciones proceden? Porque, si se parte del dogma de que todo está en los genes, parece que no hay otra opción pero… ¿y si no fuera así? Estamos ante postulados, ante creencias que mueven la investigación científica, más que ante la ciencia propiamente dicha. Y lo estamos en un contexto en que difícilmente cabe hablar de completitud próxima del saber científico, con los costes inherentes a la investigación.

No es tan antiguo lo que se reconoció bajo el mismísimo nombre de “dogma”: el postulado “un gen - una enzima”. Se admitía esa colinealidad hasta que se descubrieron más cosas; había regiones genéticas no codificadoras, los intrones, mezclados de un modo extraño con las que sí codificaban, los exones. Y  más compliaciones, pero no importó. El dogma sólo cambió a la hora de expresarlo. 

¿Cuál es hoy el dogma? Procede preguntarlo porque parece que lo hay y que sería algo así como “todo está en los genes”. Si alguien es obeso, habrá que buscar los genes responsables, aunque sean muchos. Si alguien es esquizofrénico, habrá que hacer lo mismo. Si alguien es autista o diagnosticado de TDAH, también. El dogma se afianza cada día pase lo que pase: “todo está en los genes”, desde el Alzheimer hasta la fidelidad de pareja (no es lejana la tesis de la asociación con el gen del receptor de la vasopresina, como en los topillos de pradera). La genética aspira así a la completitud en el discurso sobre el ser humano.

Recientemente en Galicia se celebraba la ayuda a un prestigioso equipo científico para elucidar la farmacogenética relacionada con el TDAH.  Se trata de saber qué niños responderán mejor o peor a tal o cual medicamento. 

Seguimos en la línea del dogma: el TDAH es genético y la respuesta al tratamiento debida a genes es. Ahora bien, tenemos un problema. El propio diagnóstico del TDAH carece de marcadores, siendo clínico y varía bastante según quién lo haga y dónde lo haga (de hecho, la prevalencia cambia según la geografía política, no física). Pero, si de las manos de la biblia psiquiátrica conocida como DSM (gracias al cual podemos decir que todos estamos trastornados) se dice que alguien tiene TDAH, todo estará dicho y será un punto de partida tomado como evidente para buscar la evidencia genética.


¿Para qué mostrar aquí enlaces bibliográficos, como hago en otros posts? Carecería de sentido porque no se trata ya de desmontar hipótesis o discutir teorías, pues estamos ante postulados de fe, la fe en que los genes nos dirán todo, incluso de lo subjetivo, la fe en que, en realidad, no hay libertad dado el determinismo genético. No es hora de discutir ya de ciencia sino de la creencia que sostiene lo que es puro cientificismo. Si en tiempos se creía en el oráculo de Delfos, hoy se hace lo mismo pero de un modo más dogmático con el oráculo genético. El de Delfos era, al menos, ambiguo. 

sábado, 12 de noviembre de 2016

Francisco recuerda la utopía realizable.



Sólo fue un gesto. Francisco no acabará con la pobreza en el mundo. Tampoco sería solución la sugerida en la novela de Morris West, llevada al cine, “Las sandalias del pescador”. Y Francisco lo sabe; no es tonto. 

La miseria en el mundo es demasiado grande, terrible, y los pronósticos para los próximos años no son halagüeños. No bastará con un gesto ni con millones de gestos.

Pero Francisco es creyente. Lo es en la utopía asociada al evangelio, algo muy diferente a lo que tradicionalmente ha reinado en el mensaje eclesiástico.

Ocurre que instar a la dignidad supone un gesto distinto al que ha sido habitual en la Iglesia, pues no es lo mismo dignidad que resignación, como no es lo mismo ser pobre que arrastrado. Ese gesto es, en el fondo, de rebeldía frente a la aceptación tradicional del estado de la situación. 

A la vez,supone la utopía de la llamada a cada uno que se considere creyente, pues la creencia cristiana no lo es tanto en un dogma cuanto esencialmente en una referencia ética. San Juan de la Cruz lo expresó muy bien cuando dijo que “en el atardecer se nos juzgará en el amor”. Y no es descartable que, si se diese ese balance final (quién sabe lo que pensará uno cuando vislumbre la otra orilla), nosotros mismos seamos nuestros implacables jueces. ¿Quién podría soportarlo? ¿Quién podrá soportar haber traicionado el deseo, haberse traicionado a sí mismo?

El gesto es importante por otro aspecto, su particularidad. Francisco no contactó con todos los pobres del mundo, ni siquiera con todos los de Roma. Lo hizo con unos cuantos, con poquísimos en comparación a la ingente cantidad de los que viven en la miseria. Pero, a la vez, mostró que la utopía sólo es alcanzable a través de la ética, no sólo de la política, y que la ética supone siempre una relación singular, de uno a uno. Parece que es en el Talmud donde se dice eso que se recogía en una película reciente, “quien salva una vida, salva al mundo”. El cristianismo surge en el contexto de la sabiduría judía. Es conveniente recordarlo.

El símbolo tiene una fuerza extraordinaria. La Iglesia lo lleva sabiendo desde hace dos mil años y podría decirse que subsiste gracias a él. Pero demasiadas veces lo ha mostrado como mero ritual salvífico sólo para los elegidos, para los que pueden hacer caridades farisaicas, no para los inicialmente destinados, los pobres, los oprimidos, los que tienen hambre y sed de justicia y que no tienen por qué esperar resignados a la muerte y al posible cielo.

El símbolo de Francisco es llamativamente franciscano (no es casual que haya elegido ese nombre ni que una encíclica suya sea “Laudato si”). Francisco hace lo que puede, con el contexto que tiene, que ya es difícil. Y puede simbolizar la esperanza que comparte con el recuerdo de un joven judío que nació y vivió pobre, pero con dignidad. 

El cristianismo es incompatible con la resignación. Sólo acoge la rebeldía en tanto el mundo siga siendo inhumano. Y sabe que esa rebeldía no pasa por revoluciones distópicas, cuya ineficacia y salvajismo suelen superar los buenos deseos que las inspiraron, sino por la ética del uno por uno, por un amor espontáneo y no sensiblero o devoto, el amor del que uno sólo es capaz, no por conversión intelectual sino por liberación de sus propios demonios inconscientes.


Sometidos a la inconsciencia, así nos va. Francisco simboliza que puede irnos de otro modo, pero sólo siendo de ese otro modo y siéndolo además espontáneamente, no artificiosamente, no religiosamente.

lunes, 7 de noviembre de 2016

La infantilización conductista. Llega la "gamificación"


Ya lo sabemos desde hace tiempo. Hay que aprender jugando, sea inglés o matemáticas. Nada de memorizar aburridas tablas de multiplicar, poemas o ríos de países lejanos. 

Asistimos felices y esperanzados al surgimiento de novísimas vocaciones en esos interesantes días de “la ciencia en la calle”, en los que tantos padres se reafirmarán en la idea de que sus hijos son genios y no vagos como les pudo decir algún insensible profesor (si acaso, tendrán TDAH). Al final, todos, muchos de ellos fervientes admiradores de Punset, soltarán globos al nuevo cielo de la ciencia que se anuncia. ¿Cómo concebir en el contexto de la modernidad o post-modernidad gamificada, la existencia de los viejos deberes? Será tarea de audaces padres el convocar la primera huelga contra esos arcaicos castigos en nuestro avanzado país. 

Sí. De la esencial gamificación hablamos, del “empleo de mecánicas de juego en entornos y aplicaciones no lúdicas con el fin de potenciar la motivación, la concentración, el esfuerzo, la fidelización y otros valores positivos comunes a todos los juegos. Se trata de una nueva y poderosa estrategia para influir y motivar a grupos de personas”. De empoderar, en definitiva. Tal definición, de autoría desconocida para mí (y que, ya gamificado, no intento conocer), es ampliamente recogida en internet.

¿Qué podemos gamificar? Es obvio. Todo. Pero vayamos a lo más importante, a la educación y la sanidad. Yo pensaba que tal palabra, aun no recogida por los sabios pero anticuados miembros de la Real Academia, reflejaba algo de rabiosa actualidad, pero no. Ya el “Horizon Report” de 2014 anunciaba que "lgamificación será una tendencia metodológica que irá penetrando en las aulas". 

Y si a todas luces la enseñanza gamificada parece esencial para resolver los problemas matemáticos más arduos, hay pioneros que nos revelan los magníficos efectos de la gamificación en nuestra salud . 

La aplicación HealthSeeker, por ejemplo, es fascinante. “Los participantes diabéticos tienden a conseguir hitos que mejoran su calidad de vida para conseguir puntos y luego poder publicarlo en las redes sociales, donde están conectados a los demás participantes, también diabéticos” Y es que en la Diabetes Hands Foundation creen que “ningún diabético ha de sentirse solo porque juntos somos más fuertes y tenemos el poder de generar un cambio positivo en nosotros y en nuestra comunidad. 

Otra aplicación, “Mango”, conseguirá eliminar de una vez los problemas con la adherencia terapéutica, también gracias a los puntos que se ganan gamificando la ingesta farmacológica. 

Pero, si es legítimo motivo de orgullo exhibir en Facebook los puntos alcanzados gamificando un tratamiento, más orgullo y dinero supondrá ganárselo a contrincantes en la carrera por llevar una dieta sana y perder peso. La aplicación "Pact" lo hace posible. 

Nuestro país siempre fue adelantado en materia sanitaria y no puede quedarse atrás en la gamificación. Hoy mismo, el Diario Médico, se hacía eco de una novedosa y eficiente iniciativa basada en ella. ¿Qué mejor para una mujer con cáncer de mama que la gamificación para lograr que respire adecuadamente? "La inmersión en un entorno acuático virtual permite a los oncólogos radioterápicos controlar con precisión el impacto de la radioterapia sobre el órgano diana e irradiar en el momento óptimo". Y lo consiguen gracias a eso, a que la paciente logre saber respirar por gamificación.

Probablemente el viejo Huizinga se revuelva en su tumba al ver en qué quedó su “homo ludens”, pero qué le vamos a hacer. No fue capaz de percibir los grandes avances científicos.

Se avecinan nuevos tiempos si no han llegado ya. Serán esos en los que el médico no se refiera ya al cáncer como una oportunidad para crecer, como dicen los psicólogos positivos, ni el psicólogo vea en el despido laboral las carencias de asertividad del despedido, sino que tanto médicos como psicólogos y profesores mostrarán la extraordinaria posibilidad que una desgracia o un trastorno suponen a la hora de ganar puntos (y dinero a veces) gamificando el problema. La autoestima que puede generar la difusión en Facebook de tales logros será considerable y, sin duda, beneficiosa para la salud, el aprendizaje y el empleo. Mediante la gamificación se alcanzarán altas cotas de asertividad, proactividad y resiliencia.

Hasta hace poco, nuestros grandes gestores, incluyendo los de multinacionales, aspiraban a "isoficarnos". Siguen haciéndolo, pero ahora tienen una gran herramienta para lograrlo. La "gamificación" de todo lo que hacemos y de lo que nos acontece, incluso de lo peor, facilitará nuestra servidumbre voluntaria, confundida con felicidad.