En general no queremos morirnos y también creemos no quererlo, que no es lo mismo, como ya nos enseñó Freud. Querer seguir viviendo no equivale necesariamente a un deseo de inmortalidad.
La muerte puede presentarse como balsámica ante situaciones de incapacidad y dolor, pero las cosas son muy distintas cuando muestra su rostro ante quien se percibe lleno de vida o como tal es percibido por sus padres.
Aparece una forma de cáncer incurable en un niño y todo se derrumba. El rechazo más fuerte no se da frente al hecho cierto de que nosotros y nuestros seres queridos moriremos sino ante que esa muerte acontezca de forma prematura.
Y, en esta época de internet, un niño puede intuir, saber, lo que le ocurrirá si tiene un cáncer incurable. Y también “gracias” a internet puede entender que quizá la solución esté en parar su propio tiempo mientras transcurre el de la investigación necesaria para su cura. Eso ocurrió recientemente. Una niña inglesa supo de su próxima mortalidad y pidió ser criogenizada, expresando su deseo en una carta (“I want to have this chance. This is my wish”). Un juez amparó ese deseo a través de su madre. Cuando la niña murió, una organización sin ánimo de lucro, Cryonics, facilitó el proceso de enfriamiento de su cadáver para su traslado a EEUU donde será conservado en las instalaciones de la Alcor Life Extension Foundation . El coste de todo ello se estima en torno a los 40.000 euros.
Sería una osadía juzgar decisiones tomadas por otras personas en una situación de catástrofe emocional y especialmente el deseo de la niña, perfectamente comprensible. Parece sensato, en cambio, analizar el contexto en que se hace posible algo así, con juez incluido, algo que parece ciencia ficción pero que ni es ciencia ni es ficción.
No es ciencia porque no hay base teórica o empírica alguna para creer que un cadáver criogenizado podrá volver a la vida en el futuro. La criopreservación es factible en el caso de cepas bacterianas, líneas celulares, espermatozoides, óvulos, tejidos y embriones en fase muy inicial de desarrollo, pero de todo ello no puede hacerse una extrapolación gratuita y sostener que un cuerpo entero o su cerebro, como sucedió en otro caso previo, puedan volver algún día a la vida. Un profesor de neurociencia del King’s College no se priva y califica de ridícula tal pretensión de conservación para una cura futura.
Tampoco es ficción. El sufrimiento es real, las maniobras de enfriamiento del cadáver son reales, la conservación, si así puede llamarse, es real, la decisión judicial también y real es finalmente el coste de todo ello. Don DeLillo organizó su reciente novela “Cero K” en torno a la criogenización, pero fijándose más bien en su impacto psicológico que en la discusión de su posibilidad misma. Ahora bien, incluso en esta novela se plantea tal medida como suspensión vital, como si de una hibernación se tratara (aunque sea muy distinto), no como conservación de un cadáver.
La costosa fantasía que pretende actualmente la criogenización (ya son unos cuantos los cadáveres así conservados) va más allá de la novela de DeLillo, pues de resurrección se trata, porque no se permite criogenizar en vida, algo que entroncaría con la gran esperanza del transhumanismo, la de mantener el cuerpo hasta que se pueda evitar su muerte o lograr la transferencia de la mente, concebida como software, a un soporte físico distinto, sea biológico o sintético.
Ni es ciencia ni es ficción. Estamos sencillamente ante las consecuencias de un contexto que contempla a la ciencia como religión salvífica. Hay quien ve ya el envejecimiento como enfermedad y quien cree, porque de creencia se trata, que la muerte también se eliminará por la ciencia. Es cientificismo en estado puro.
A la vez, en una época en la que se instaura el mito del progreso científico imparable y bondadoso, se vivifica el recuerdo de lo menos científico. Si la imagen cerebral funcional remite demasiadas veces a la vieja frenología, ahora la criogenización parece un retorno clarísimo, incluso en su ritual, a la momificación egipcia.
Del polvo de esas ideas delirantes que florecen en internet vienen estos lodos que sólo pueden calificarse de trágicos.
El cientificismo en su modo más idiota, por radical, lo contamina todo y se acaba fundiendo con la pseudociencia. Hasta los jueces están impregnados por él, dándose aquí un ejemplo hasta ahora insólito: lo que no podría conseguir legalmente una niña sobre su vida por no ser adulta, lo logra sobre su muerte por ser moribunda. Lo consigue a través de su madre, pero es su carta la que influye en la decisión judicial, que se contextualiza en un supuesto conocimiento científico.
Pero hagamos ficción por un momento. Supongamos que la criopreservación de los cuerpos y mentes pudiera lograrse y que su popularización abaratase los costes inherentes a ella. En tal caso veríamos, no ya un envejecimiento de la población como el que se está dando en el primer mundo, sino una congelación generacional por la que quienes un día fueron ricos pueden coexistir con sus tataranietos, en caso de que a éstos se les hubiera dado la posibilidad de nacer. Parece que la meta final sería la congelación de la propia Historia. ¿Para qué más niños si nos hacemos inmortales?
Moriremos. Afortunadamente, ya que, sin la muerte, la vida no sería vida. Sin la muerte, no habría habido ni evolución ni historia. No seremos con ella pero también ha de decirse que no seríamos sin ella. Queda la creencia de cada cual y el cristianismo es muy claro al respecto, pero eso ya es otra cosa, no ciencia.
Felizmente, el delirio transhumanista es sólo fantasía. Desgraciadamente, es también una fantasía inhumana que ahonda en la pretensión de desigualdad de este mundo de locos en el que vivimos. Si en Egipto había diferentes posibilidades de prepararse para después de la muerte según el nivel de poder y fortuna personales, la fantasía transhumanista también las establecería en función de los mismos criterios.
Asumir la vida, disfrutarla, supone saber aceptar la muerte, algo difícil, quién sabe hasta qué punto en su propio caso, pero que quizá pueda hacerse incluso desde una óptica de amor y gratitud por la vida que se nos ha concedido. Parece que el célebre teólogo Karl Rahner se refería a tal posibilidad con una sencilla expresión, “Platz machen”, “hacer sitio”. Y es que muchos otros tienen derecho a ese sitio, a nacer y sumergirse en ese flujo misterioso y potencialmente gozoso que llamamos vida.
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ResponderEliminarComo siempre, querido, tus líneas atacan un frente capital en nuestras deliberaciones. ¿Deliberaciones? En nuestras dudas, si todavía fuéramos humanos. De acuerdo en una primera cuestión: la decisión de la niña, por mediada que podamos pensar que está, es intocable. Otra cosa es el delirio que la rodea a ella, pobre ser sometido a tortura corporal y médica, en un trance liminar para el cual nadie, y menos tal vez un niño, está preparado. En este punto es donde está lo fuerte de tu argumentación. Es aproximadamente fascista, el colmo incluso del totalitarismo -aunque carezca de tal ideología- la pretensión de una inmortalidad al alcance de los elegidos. ¿Elegidos por la ciencia médica, que no sabe curar una gripe o una lesión de rodilla? ¿Elegidos por la macroeconomía mundial, cuya magia blanca no es capaz de arreglar el problema del trabajo en la nación "más poderosa" de la tierra? Tienes razón y hasta eres prudente. El intento de eliminar la muerte es el colmo del totalitarismo. La muerte, que nos llega a todos día a día, no solamente al "final", es lo que nos hace iguales. Y dignos de conmiseración, decían los estoicos. Por debajo de nuestra ridículas pretensiones de trascendencia a distintas velocidades, en esta tierra mortal solo nos queda extraer de la muerte un signo, absolutamente afirmativo de nuestra singularidad. Es completamente indiferente, en el fondo, que el dios Sociedad y su Ciencia no quieran saber nada de esta verdad elemental, que sigue uniendo a pastores de cabras con estrellas de la escena mundial.
ResponderEliminarIgnacio Castro Rey.
Querido Ignacio,
EliminarMuchas gracias por tu comentario. Defines perfectamente la cuestión, la finalidad totalitaria del transhumanismo (y todo lo que lo está ya sosteniendo a día de hoy): “la pretensión de una inmortalidad al alcance de los elegidos”. Ni siquiera la vieja doctrina de la predestinación divina había llegado tan lejos en una idea arbitraria de la salvación.
Efectivamente, la muerte es lo que nos hace iguales y “dignos de conmiseración”. Eso podría, debiera, hermanarnos. Evoco ahora ese episodio de la Primera Guerra Mundial, en Navidad, cuando unos pocos por poco tiempo se hicieron hermanos. Después la locura continuó.
Y subrayo algo que dices que me parece fundamental, que “solo nos queda extraer de la muerte un signo, absolutamente afirmativo de nuestra singularidad”.
El sencillo San Francisco se refirió en su himno maravilloso a los hermanos sol, luna, estrellas, agua, fuego… y a la hermana muerte. No es un himno masoquista por incluir esta hermandad; al contrario, nos sitúa como vivientes: iluminados por el sol, sostenidos por nuestra madre tierra, y vivos por saber de la muerte.
Tagore también se refiere a ella: “La muerte, tu sirvienta, está en mi puerta. Ha cruzado el mar desconocido y ha traído tu llamada hasta mi hogar. La noche está oscura, y mi corazón, temeroso. Pero cogeré la lámpara, abriré la puerta y me inclinaré para darle la bienvenida. Pues quien está en mi puerta es tu mensajera.”
Tu último párrafo es especialmente bello. Y cierto. Los nuevos dioses son pobres en comparación con los viejos. Y pobre es su narración, el nuevo mito del progreso científico. Un progreso que no entiende de justicia y nada de singularidades. A quien tiene un cáncer terminal de poco le servirá saber que esa forma de cáncer es curable en un 80% de casos. Y nada le importará que haya cura dentro de diez años. Nadie le dirá que lo que se le avecina es lo que ya tenemos inscrito en nuestro ser mortal, en su “día a día” como indicas.
Reunión de átomos que pertenecieron a otros, que se disolverán y volverán a constituir ríos, árboles y niños. Saberlo es fuente de sosiego; a veces, de alegría, esa “schöner Götterfunken” a la que se refirió Schiller.
Gracias y un fuerte abrazo.
Javier