viernes, 24 de febrero de 2017

TDAH. Ciencia hiperactiva y poco atenta.


Hace pocos días (el 15 de febrero), la revista médica “Lancet Psychiatry” publicó los resultados de la investigación desarrollada por el Grupo de Trabajo “Enigma ADHD , en un artículo firmado por 82 autores, comparando las imágenes de resonancia magnética cerebral entre 1.713 pacientes con TDAH y 1.529 controles, con edades comprendidas entre los 4 y los 63 años. 

Los resultados muestran diferencias de tamaño de estructuras subcorticales entre ambos grupos, que fueron más claras en el caso de menores de quince años. Teniendo en cuenta el tamaño muestral estudiado, así como los efectos observados, en línea con descubrimientos previos, parece natural que los autores del artículo concluyan algo tan impactante como que el TDAH es un desorden del cerebro, lo que puede ayudar a reducir el estigma de atribuirlo a una mala educación (“just a label for difficult children and caused by incompetent parenting”), proporcionando un modelo que concibe el trastorno como un retraso en la maduración cerebral. En este contexto, es importante que el mayor efecto se haya constatado en la amígdala, dada su implicación en la regulación de las emociones. No se hallaron diferencias con respecto al tratamiento ni con relación a la gravedad de la situación clínica; sólo con la presencia o ausencia del diagnóstico.

Al margen de que estos resultados tengan un interés morfológico observacional y que puedan abrir la vía a una investigación más enfocada a la realidad fisiopatológica, conviene considerar críticamente sus aspectos metodológicos. 

Nos hallamos ante una heterogeneidad potencial en la asignación diagnóstica por parte de los distintos grupos participantes (países muy diversos), así como en la evaluación de imágenes, aunque se intente paliarla con métodos de armonización. Se trata de un diseño caso – control no aleatorizado, algo claramente distinto a un proyecto longitudinal randomizado. No se tiene en cuenta la gravedad del cuadro sino sólo el diagnóstico. Con respecto a los estudios de neuroimagen, se excluyeron como “outliers” los situados por encima o debajo de una vez y media el rango intercuartílico. Finalmente, la significación estadística se acompañó de una diferencia morfológica más bien pequeña, teniendo en cuenta que el caso que señalan como más claro, la amígdala, se asoció a una “d” de Cohen de -0.19.

La metodología y la discusión del artículo apuntan a algo que va más allá de la ciencia que en él pueda existir y que parece, a pesar del número de casos estudiados por neuroimagen, bastante pobre. Estamos ante más de lo mismo. Desde hace años se viene insistiendo en diferencias en la maduración cerebral establecidas por métodos morfológicos macroscópicos, que son muy groseros si tenemos en cuenta la complejidad del cerebro. 

La información obtenida no dice propiamente nada a escala individual, teniendo en cuenta que no parece influir en la imagen la gravedad del cuadro ni su tratamiento. Por otra parte, ha de recordarse que el criterio diagnóstico carece de métricas y marcadores y es susceptible de sesgos subjetivos. No se trata de negar que el TDAH exista pero parece aconsejable tener en cuenta que se da un probable exceso diagnóstico que puede fácilmente inducir a medicalizar comportamientos que simplemente se separan de la norma sin ser propiamente trastornos psíquicos. Parece probable que, de haber vivido su infancia en la actualidad, Einstein, Feynman y muchos más célebres científicos e inventores fueran tratados con metilfenidato.

¿A qué obedece la publicación de un trabajo así que no parece aportar nada sustantivo ni en el orden fundamental ni mucho menos en el aplicado, y que supone una metodología criticable? La respuesta parece residir en la pretensión neopositivista de sustentar la tesis de que el TDAH (y cualquier comportamiento TDAH – like) es un trastorno de desarrollo cerebral, eliminando así cualquier atisbo de responsabilidad parental o personal en que alguien lo padezca.

Sorprende la insistencia de adoptar con nuevos métodos el viejo enfoque frenológico de equiparar una imagen (obtenida por resonancia magnética ahora) a un comportamiento. En la entrada anterior publicada en este blog hice referencia al valor conferido en un artículo de Nature a la imagen cerebral en el caso del autismo. 

Es obvio que los trastornos mentales implican al cerebro pero es mucho menos evidente que uno nazca predeterminado a estar deprimido o a sufrir TDAH. La existencia de una relación, anatómica en este caso, no implica en absoluto a priori que lo sea de causalidad, y suponerla es anticientífico y sólo sostiene la idea preconcebida de que el trastorno mental es siempre patología neurológica. 

Por otra parte, la estigmatización del trastorno mental en general no se anulará por hacerlo neurológico, sino por una correcta visión del problema, algo que implica una adecuada atención clínica, educativa y social a los pacientes, caso por caso, incluyendo los “outliers” y evitando reduccionismos homogenizadores neomecanicistas.

viernes, 17 de febrero de 2017

CIENCIA AUTISTA



La prestigiosa revista Nature acaba de acoger un artículo en el que los autores concluyen que, a partir de imágenes cerebrales (RMN) obtenidas de bebés de 6 a 12 meses, hermanos de autistas, pueden pronosticar si serán también autistas. Lo han conseguido mediante análisis morfológico con redes neuronales artificiales. Su algoritmo predijo correctamente 30 de 37 diagnósticos de autismo (se supone que el “gold standard” es el que es, clínico con criterio DSM).

Al margen de discusiones potenciales de orden metodológico, estamos ante una doble repetición, la buena y la mala. No se entiende bien que se publiquen con tal rapidez resultados que debieran replicarse y extenderse, como los propios autores afirman, ya que no suponen ningún cambio en el orden preventivo o terapéutico. Parece haber una expectativa de reproducibilidad que haría aconsejable obtener previamente a la publicación. Por otro lado, se da lo que podría definirse como mala repetición en el sentido de insistir en un cierto “revival" frenológico. Por decirlo de un modo simplista, lo que se ve es que, si el cerebro se agranda aceleradamente, hay riesgo de autismo, algo que recuerda hallazgos relativos al trastorno de déficit de atención con hiperactividad (TDAH), un trastorno tan general que, de vivir ahora, tal vez los niños Einstein o Feynman fueran "adecuadamente tratados" con metilfenidato o algo parecido.

Un pronóstico que acierta en un 84% de casos es bueno, ciertamente, pero no lo parece tanto si ocurre en el ámbito de una población de riesgo. En este caso, parece procedente recordar al reverendo Bayes, quien resaltó la importancia de la probabilidad como grado de confianza y, por ello, el valor que puede tener, a la hora de hacer cálculos, la probabilidad a priori, que sería modificada por pruebas posteriores, según su tan celebre como poco usado teorema.

Pero hay algo preocupante en este tipo de aproximaciones, al margen del interés que, sin duda, ofrezcan. Se trata de la obsesión pronóstica frente al afán propiamente científico de explicar las cosas. Estamos ante una escala cuantitativamente muy reducida de un enfoque Big Data. De hecho, se anuncia tal propósito de acumular datos y más datos similares en el mismo sentido (algo que, por otra parte viene haciéndose desde hace años). Y la aproximación Big Data puede resultar provechosa en pronósticos sin explicar absolutamente nada. En el mejor de los casos, tómense muchos datos relacionados y tendremos una predicción (por ejemplo, qué tipo de productos se comprará en una cadena de supermercados, a partir de datos estadísticos previos). En la peor de las situaciones, introduzcamos un montón de datos basura y tendremos un resultado basura. 

Es bueno poder pronosticar o diagnosticar situaciones aun cuando no se sepa por qué se producen. Por ejemplo, fue bueno poder diagnosticar el SIDA aun cuando no estuviera elucidado el mecanismo etiopatogénico y aunque no se dispusiera de un tratamiento adecuado. Al menos, podrían evitarse contagios. Pero la obsesión por obtener marcadores bioquímicos o de imagen y, a poder ser, genéticos, se hace delirante en el caso de los trastornos mentales. 

Se parte de algo considerado axioma: todo está en los genes y en lo que producen, el cerebro. Si el cerebro crece de más, ya tenemos un marcador. Si los estudios “genome wide" muestran loci genéticos asociados, aunque sean muchos y de efecto débil o dudoso, ya todo estará dicho. 

Si hay algo complejo, parece que es el cerebro. Relacionar su tamaño en un momento dado de la infancia con el autismo posterior parece una estimación tan grosera que hace evocar a Cesare Lombroso y su antropología criminal.

Parece que, por parte de muchos investigadores, obsesionados con publicar y conseguirlo nada menos que en Nature, se pasa de un legítimo estudio natural del autismo a hacer ciencia autista, una ciencia encerrada en un discurso que no ve más allá de genes que no se encuentran y de imágenes cerebrales burdas, y que asume como un hecho cierto y próximo la posibilidad de completitud. 

Lamentablemente será desde estas publicaciones que se sustentará una presión social hacia determinadas terapias para el autismo, el TDAH, la depresión o lo que sea, carentes de fundamento, pero con una supuesta base científica, tan científica de hecho que hasta Nature la recoge. 

sábado, 11 de febrero de 2017

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Seres hablantes, cuerpos legibles.


La etología animal es interesante. Muchos animales se comunican en mayor o menor grado. Alertan de amenazas, establecen pautas de cortejo o dominancia… Pero no hablan. Parece que lo que nos hace humanos es principalmente eso que ellos no tienen, el lenguaje. ¿Cómo ocurrió? Tal vez bastaran pocos cambios en algunos genes, quizá uno solo como el FoxP2 , pero aun es un enigma.

El lenguaje, en sentido amplio, abarca todo lo que somos y podemos llegar a ser. No sabemos cómo se comunicaban en el Paleolítico pero las pinturas rupestres apuntan hacia una capacidad muy notable de entender de algún modo el mundo, expresar la relación con él y hacerlo además de un modo que apunta a la conservación de algo esencial durante milenios, la posibilidad de cierto habitar poético y el valor del símbolo. 

Fue en una época relativamente tardía en nuestra evolución que el lenguaje pudo no sólo hablarse sino escribirse, lo que supuso el nacimiento de la Historia misma. Si la Historia es siempre colectiva a pesar de singularidades importantísimas, la biografía es personal y, en general, simplemente vivida y no narrada, salvando diarios y autobiografías. En ese sentido, aunque contribuyamos todos en mayor o menor medida a la Historia en la que nos insertamos, no hay propiamente una historia personal, con una excepción curiosa, la que confieren las enfermedades, en cuyo caso se habla de “historia clínica”.

La historia clínica apunta, como todas las historias, a una narración que, sin embargo, cada vez cede más terreno a una métrica soportada por el registro instrumental en forma de analíticas, imágenes, medidas antropométricas y físicas y últimamente, hasta secuencias genéticas. Todo eso conforma un conjunto de datos que pueden registrarse electrónicamente, como secuencia de bits. Aunque propiamente haya enfermos y no enfermedades, éstas tienen elementos comunes que permiten establecer una nosología incluso de los trastornos del alma. Y la nosología cobra cada día más importancia, ontologizando lo que es más bien falta, carencia.

En nuestro tiempo un paciente acaba siendo dicho más por lo que muestra su cuerpo que por lo que transmite su lenguaje. Y esto ocurre en un contexto, el metafórico. La metáfora informativa de la vida se mantiene en pleno vigor, llegando al extremo de que se tiende a ver a cada persona como un conjunto de datos, como una secuencia de bits. En ese contexto, se enferma porque, en mayor o menor grado, se está predestinado para ello por la información genética. 

Son los genes lo que heredamos de nuestros padres biológicos pero a la vez lo que nos sitúa como emparentados con otros que pueden vivir o haber vivido muy alejados de nosotros, como perfectos desconocidos. Busquemos y encontraremos. Cada día es más barato obtener información genética personal y rastrear en nuestros orígenes, en la construcción de un buen árbol genealógico. ¿Por qué no contribuir a constituir grandes bases de datos para bien de la Medicina? A fin de cuentas, esos datos genéticos propios son "hackeables".

Seamos humanos, compartamos información genética que, a fin de cuentas, es algo más cómodo que donar sangre o un riñón. En DNA.Land acogerán encantados nuestras secuencias genéticas si las tenemos y aunque sean incompletas. Quieren disponer de millones de genomas y sólo van por unos cuarenta mil.

La obsesión por hallar el oráculo genético es bien conocida y no vale la pena ser reiterativo. Pero tal afán simplificador (a pesar de la extraordinaria complejidad que reside en la expresión genética) abarca también a lo que parecía menos reducible, al propio lenguaje, que pasa a ser valorado no ya como contenido sino como vehículo.

Es cierto que al hablar uno aporta más que palabras. Las emociones acompañan a esas palabras, con lágrimas, con expresiones faciales, con emisiones entrecortadas, con silencios… El valor del psicoanálisis reside precisamente en esa atención a la palabra, a la que se dice cuando menos se espera, a la que apunta a lo que uno no conoce de sí mismo y va siendo revelado. Pero vivimos un tiempo en que cada vez se escucha menos, incluso en la consulta clínica, y, a la vez, se pretende oír todo. Es la época del “Big Data” y ya no importa lo que diga uno de su vida sino pronosticar su vida misma como consumidor o como enfermo potencial, y para eso la propia voz acaba resultando importante en manos de los nuevos gurús, esos que diseñan algoritmos pronósticos

Una organización, Canary Speech, ha relacionado millones de breves conversaciones telefónicas recogidas por una compañía aseguradora con datos clínicos y demográficos proporcionados por esa misma compañía. Los algoritmos dirán con más claridad que la pitonisa de Delfos que alguien acabará padeciendo Alzheimer o Parkinson. Y por su bien se le amargará prematuramente la vida en forma de diagnóstico precoz inútil, a la vez que quizá se le excluirá de un servicio de seguros o de la posibilidad de conducir.

El Big Data supone, en cierto modo, el fin de la ciencia, ya que su objetivo no es explicar, comprender, sino sencillamente predecir, sea este pronóstico aplicado a la extensión de una epidemia, a la aceptación de un nuevo refresco o a señalar directamente a alguien que será “costoso” por su futura enfermedad o incluso un posible criminal. 

El deterioro del encuentro clínico es sólo la punta de un gran iceberg. Por mucho "whatsapp", por muchas redes sociales que haya, el caso es que nos estamos olvidando de hablar. Estamos pasando de ser sujetos atravesados por la palabra a organismos legibles en los genes, en una imagen funcional  o en la voz, entendida como resultado de un proceso neurológico alejado del alma.

Hay científicos e inventores, en Google, en el MIT, en tantos sitios, que protestan ahora contra Trump. Como si los científicos fueran puros y no tuvieran ninguna repercusión en la sociedad que lo ha elegido ni una enorme culpa en la gran distopía cientificista que se avecina, que se está implantando ya, alienándonos. Una pureza que también se pretendió en Alemania hace años. 

Si los científicos sólo se preocupan por la Ciencia, por más que hablen del cambio climático, descuidando la responsabilidad ética que toda investigación supone, estaremos abocados a mucho sufrimiento; eso sí, será científico y por nuestro bien.


sábado, 4 de febrero de 2017

MEDICINA. Médicos "top ten".


Internet nos facilita la vida en muchos aspectos. Es una fabulosa herramienta de búsqueda de cualquier tipo de información, sea académica o de ocio. 

Hay enlaces que nos ayudan a encontrar y reservar hotel en la ciudad que pensamos visitar, así como restaurantes y museos, y es entendible que cualquier negocio que se precie trate de ser recogido por los buscadores más utilizados. El criterio de bondad es claramente cuantitativo; se basa en números de votos positivos de otros “internautas”.

También podemos buscar casa o pareja y parece lógico que, si estamos enfermos y nos lo podemos permitir económicamente, busquemos al mejor médico. Uno no se opera del pulmón todos los días y parece sensato acudir al mejor cirujano posible. Y ya no digamos si se trata de una lesión cerebral o de hacerse un arreglo estético de los buenos.

Pues bien, así como ocurre con las estrellas Michelin, también tenemos la fortuna de saber cuáles son los mejores médicos del mundo o, a una escala más modesta, de nuestra ciudad. También en este caso el criterio de selección es cuantitativo y se basa en las opiniones de pacientes y de otros médicos, lo que le confiere un valor añadido.

Es legítimo que un internista o un cirujano que trabajan en el ámbito privado se busquen su clientela y para ello han de “saber venderse” como se suele decir, por más que sea ésta una expresión a dulcificar por sus obvias connotaciones reificadoras. Por eso, no basta ya con que un médico sepa de Medicina, como no basta con que un restaurante tenga un cocinero magnífico, sino que ha de dedicarse a mostrar su saber y calidad profesional. Ha de ser lo que se da en llamar un “médico 2.0” para tratar de ser recogido en enlaces como “Top Doctors”  , una web que cobra cada día más fuerza. Cosas de la modernidad, o post-modernidad si se prefiere. 

Se acabó la importancia exclusiva que en tiempos pretéritos tenían los curricula y el saber real, y entramos en la dinámica de los “me gusta”, como en FacebookClaro que incluso entre los “top doctors” hay escalas (mundial, nacional, regional) y siempre habrá “top doctors” que sean más “top” que otros, como pasa con otros rankings, pues no es lo mismo ser Miss Universo que Miss Albacete. Y así, Doctoralia mostró los 17 mejores médicos de 2016 en España. Gran problema para los premiados el tener que asumir el reto de mantenerse en la lista pues sabido es que también las estrellas Michelin pueden perderse.

No es difícil entrar en un listado “Top Doctors” si uno asume la dinámica 2.0 y no es un gran torpe social. Personalmente conozco a algún cirujano que figura ahí y en quien confiaría de un modo absoluto si precisara que me cambiaran el hígado o me operasen de una hernia. También sabemos de empeños institucionales en pregonar a los cuatro vientos que un médico "en alza" está en esa honorable lista. Pero la confianza, al final, tiene poco que ver con internet y más con lo que uno sabe de otro. Muchos somos afortunados por conocer a médicos excelentes sin importarnos nada si están o dejan de estar en una lista de estrellas, lo que no obsta para que los nuevos recursos electrónicos brinden una ayuda al paciente aparentemente mucho más seria que la que suponen las webs dedicadas a pseudomedicinas.

En el contexto mercantil en que nos hallamos, podría también asumirse que los mejores médicos son los que más dinero ganan ejerciendo su profesión y podremos buscarlos por esa característica, por su riqueza. Hay un enlace que nos proporciona un listado así y al verlo no  sorprende que una de las elecciones predilectas de los primeros números en la oposición MIR sea la cirugía plástica.

Sin dudar de la eficacia que páginas como “Top Doctors” o “Meetic” puedan tener a la hora de encontrar médico o pareja, el valor de esas webs parece mucho más cuestionable que el que pueda darse al buscar un hotel, porque tanto una relación clínica como una amorosa son algo singular, poco susceptibles de una métrica basada en el número de “me gusta” o estrellitas asignadas por otros.

La pregunta “¿quién es un buen médico?” probablemente no tenga respuesta. El libro del neurocirujano Henry Marsh es muy ilustrativo al respecto porque muestra los avatares de su propia vida para sostener el interrogante. No hay respuesta, porque se es médico en cada relación clínica, de una en una, y quien parecía gris acaba siendo brillante para quien es curado por él, del mismo modo que quien se juzgaba excelente puede cometer una torpeza letal propia de principiantes.

En mi ciudad se erigió una estatua a un médico que, de vivir ahora, es muy dudoso que fuera incluido en el listado de “top doctors”;ese reconocimiento escultórico se lo dio gente corriente, enfermos a los que atendía como podía y sabía, cobrándoles o no según pudieran o no pagarle. Yo diría, sin haberlo conocido, sólo desde la contemplación de su estatua, que debió de ser un gran médico. Hay en este ejemplo, como en otros, algo más que contrasta con los tiempos actuales: los reconocimientos colectivos ocurrían post-mortem, de modo digno, y no en lo que parece un concurso de famosos.

Y ya puestos en esta tesitura de rankings, si tuviera que elegir personalmente un número uno, el top de los “top doctors", no podría, ya que hay muchos y totalmente desconocidos para mí porque trabajan en países miserables, en los que falta internet pero también agua y comida, a la vez que hay abundancia de riesgos de todo tipo, incluyendo los derivados de contextos bélicos. Son lugares en donde el problema no es rejuvenecer un rostro sino curar una infección sin antibióticos ni agua potable.

Pero sí que sé el nombre de uno de tantos magníficos y que ya está muerto. Sé su nombre porque salió en los medios de comunicación, en lo que fue su minuto de gloria como dirían algunos estupendos insensatos instalados en una fama perenne. Se llamaba Mohamed Maaz, era pediatra y murió trabajando cuando su hospital en Alepo fue bombardeado. No creo que figurase en “Top Doctors” ni mucho menos que le interesara lo más mínimo pero yo lo situaría en el primer lugar, a compartir con muchos otros, de una lista imposible de médicos ejemplares.


viernes, 27 de enero de 2017

CIENCIA. Amor y repetición.



En este mes, medios de comunicación como “El País”  se han hecho eco de algo que no es nuevo, las imperfecciones metodológicas de numerosos estudios científicos.

Ya había causado alarma la noticia  que aludía a una publicación en "PNAS" alertando sobre un exceso de falsos positivos en estudios de imagen funcional con resonancia magnética nuclear.

A veces surge un descubrimiento novedoso, impactante. Parecía serlo la “fusión fría” hasta que se demostró que no había algo así. Parecía serlo un avance en diabetes, publicado en “Cell”, pero los autores tuvieron la honestidad de retractarse posteriormente al comprobar que no podían reproducir el hallazgo.

Un grupo liderado por John P. A. Ioannidis redactó un documento publicado en “Nature Human Behaviour”  en el que estimaban que un 85% de la investigación biomédica es prescindible. La revista “Nature" había publicado en mayo del año pasado los resultados de una encuesta en la que un 90% de participantes alertaba de la falta de reproducibilidad.

¿Qué está pasando? Bien podría decirse que la ciencia, en un tiempo en que se la adora, ya no es lo que era en tiempos de Gauss o Cajal. Desde fraudes claros y de gran entidad, como el protagonizado por el coreano Hwang  hasta sesgos interesados de interpretación, como el “p-hacking”, asistimos a una buena dosis de manipulación de datos en aras del prestigio personal que otorga una publicación impactante.

Y si algo impacta, es lo que atañe a la salud. Lo vemos todos los días en expresiones habituales en los telediarios: “Descubierto el gen…”, “tal avance podría…”, etc., mantras que nos reiteran el aspecto pretendidamente salvífico de una nueva religión, el cientificismo, que hace de la ciencia promesa de eterno progreso. No es extraño que sea en el ámbito de las publicaciones biomédicas en donde la frustración que acompaña a la promesa infundada sea más frecuente que en otras ciencias. Demasiada prisa por prometer conduce a eso.

El afán por publicar (el investigador profesional lo es tristemente en función de lo que publica) y las prisas que eso conlleva inducen a prescindir de algo tan básico en ciencia como es la reproducibilidad del resultado. No basta ni siquiera con que el método sea bueno; es preciso repetirlo, volver a realizar el experimento, la observación, hasta confirmar con claridad meridiana que lo que se publicará será tan realista como interesante para otros, que todo el mundo podrá literalmente “verlo”, aunque sea con mirada instrumental, que estamos ante algo intersubjetivamente objetivable.

La reproducibilidad es inherente a la ciencia y, por ello, la buena repetición de lo que pueda ser relevante es esencial. Es obvio que repetir y repetir hasta tener el convencimiento básico supone tiempo, y que tal esfuerzo, cuyos resultados serán menos atractivos que los iniciales o, lo que es peor, que los pueden incluso anular, implicará retrasos en esa carrera profesional en que se ha convertido la investigación científica. 

Ser el primero. De eso se trata. Si lo descubierto no es relevante, no ocurre nada pues a nadie interesará, aunque alimente revistas científicas. Si lo es, aunque el convencimiento se sostenga en el fraude, quien haga la repetición necesaria será sólo un segundón. Tal vez fuera eso lo que esperase Hwang. Si le saliera bien, probablemente ganaría un premio Nobel. Le salió mal. ¿A cuántos les sale bien?

Existe una hiperinflación de publicaciones que contrasta con el olvido de la reproducibilidad. No sorprende que la inmensa mayoría de artículos científicos sean mero ruido.

Y olvidar la necesidad de la reproducción de lo que el método revela, supone el olvido de la propia ciencia, un desprecio del amor mismo, pues es lo amoroso, lo vital, lo erótico, lo que permite que la propia ciencia sea tal. Amor al conocimiento por el conocimiento y amor al ser humano por lo que la aplicación del conocimiento puede suponer. Eros que supone también la vigilancia de Thanatos, de esa pulsión capaz de transformar el conocimiento en algo brutalmente letal, como ocurrió en el proyecto Manhattan.

Asistimos a una repetición perversa, nefasta, quizá paradójica, la de olvidar el valor de la repetición misma, de la buena, de la que supone la reproducibilidad de resultados.


Se ha dado en llamar “metaciencia” al estudio de estos desvaríos que, en realidad, se explican de modo sencillo pues obedecen a una gran carencia, la del amor a la belleza, la verdad y el bien, tres elementos íntimamente unidos.