viernes, 24 de agosto de 2018

MEDICINA. Acompañar en el hospital.





Hay términos que no parecen precisar definición. El Diccionario de la RAE recoge ocho acepciones, nada menos, para "acompañar". Y hay dos que parecen relevantes: "Estar o ir en compañía de una u otras personas" y Participar en los sentimientos de alguien”.


Si buscamos el término “compañía”, acabamos en una circularidad. No está claro (en realidad, no puede estarlo) qué significa acompañar cuando nos referimos a la enfermedad. En tal caso, la compañía no es propiamente activa; sólo hay pasividad, un pathos que se asocia al sufrimiento de otro y que supone una expresión de un hacer lo que se pueda, aunque no se pueda hacer nada más que estar ahí, cerca, incluso callado.


En el acompañamiento, ser se identifica con estar. No se trata de ser, sino de estar, aunque esto dependa de cómo uno es. Se trata de estar próximo, al lado, como intermediario, de “cuerpo presente” podría decirse, de un cuerpo vivo que atiende a las señales de otro cuerpo debilitado por su situación clínica.


Un hospital es un lugar en el que se da una extraña mezcla de compañías que, curiosamente, comparten algo, la mirada al cuerpo de otro. El médico responsable del paciente mira un cuerpo sometido a un tiempo distinto, el de la enfermedad, modificable muchas veces por un tratamiento farmacológico o quirúrgico. Atiende a su semiología manifiesta y también a la oculta (imágenes, analíticas...). En eso se confía. El personal de enfermería detalla las “constantes”, término curioso para aludir a variables medibles, y proporciona esas analgesias tan importantes como tantos otros cuidados. El término “auxiliar” designa a personas cuya función (ayuda al aseo, limpieza de habitaciones, atención a llamadas, etc.) es mucho más importante de lo que parece dar a entender. 


Y, en medio de esas compañías profesionales y en el contexto de un horario extraño de comidas y medidas, es factible la compañía de la persona por familiares y amigos. Se le preguntará cómo está, qué dicen los médicos, se le ayudará a animarse… Y a veces, uno de esos acompañantes es médico y tendrá una disociación de mirada, una caída en un dualismo por el que, por un lado, atiende al alma del paciente intentando apoyarla, “animarla” (¿cómo animar el anima, el alma?), y por otro observa el cuerpo como seno de una semiología rica en alarmas, que pueden producirse en cualquier momento, del peor modo. 


Cuando el médico se hace acompañante, no puede ser médico, pero tampoco dejar de serlo, entrando en una situación complicada, extraña. La deseable tendencia a “descansar” en la adecuada atención clínica de otros no excluirá esa pasión impaciente por saber lo que se desea, por asegurarse de que las cosas irán bien, de que el cuerpo enfermo dejará de serlo, de que lo que se imagina improbable y terrible acabará cediendo a lo probable y llevadero. El pensamiento mágico temeroso ignora al reverendo Bayes.


La vida lo irá determinando en cada caso, pero todo médico joven debiera saber de las bondades y maldades de la necesaria compañía. Todo médico joven debiera saber lo que supone acabar siendo reducido, aunque sea por poco tiempo, a cuerpo enfermo. Es más, quizá fuera conveniente una estancia hospitalaria para quien, por sus buenas notas, cree tener vocación por la Medicina. Muchos serían disuadidos de iniciar sus estudios. En la película “The Doctor”, se jugaba con esta inversión de papeles. Es discutible que sirva en realidad para poco más que para percibir las cosas de otro modo y con una inmunidad lúdica.


Nunca se acompaña sólo a un paciente. Se está, porque acompañar es estar, con otros, el compañero de habitación, pacientes que acuden a espacios comunes (cada vez más raros), espacios que pueden tener una vista magnífica y, a la vez, carcelaria, con ventanas bloqueadas para evitar suicidios, algo que siempre puede ocurrir en un hospital. Y se está así en presencia de otras realidades que se suponían, pero no se sabían; la insuficiencia funcional de alguien, la soledad de otro, tristezas, tragedias, esperas desesperadas y esperas resignadas que quizá sean peores. A veces, algunas notas de humor.


¿Quién es médico en un hospital? En general, alguien que lleva una bata y que, con frecuencia, la adorna con un fonendoscopio muchas veces inútil. Desde ese rol aparente puede acoger y quizá sostener esperanzas de otros que hasta hace poco fueron desconocidos, de otros que no son ni serán sus pacientes pero que también están ahí. El rol permanece, aunque la posición sea otra.


Se ve al otro en su indefensión. Un otro callado, quizá temeroso, a veces querulante. Todo lo bueno y lo malo de cada cual aflora en la enfermedad. Habrá quien vea como una bendición del cielo ser atendido por otros, a la vez que persistirán casos de familias de visión onfalocéntrica que creen que su paciente es el único importante para todo el mundo hospitalario, para todo el mundo en general, y que para eso le pagan a todo ese mundo, para atender hasta los últimos caprichos de un imbécil, porque se puede estar enfermo y seguir siendo imbécil.


Acompañar excita, atemoriza y agota, pero es tan necesario como la medicación. Ya hay felices intentos de facilitar el acompañamiento en lugares como las UCIs. Sigue habiendo serias carencias de apoyar a cuidadores en el caso de enfermedades crónicas, de esas en las que se asume tan falsamente que el paciente donde mejor está es en su casa, aun cuando en ella esté en realidad mucho peor en las necesidades asistenciales básicas, algunas tan esenciales como apaciguar la sed cuando se han olvidado hasta los reflejos que permiten beber.


La compañía supone asumir el temor ante la pérdida de quien se acompaña y, a la vez, aunque en mucho menor grado, ante la pérdida de sí, de uno mismo. La muerte se muestra también en bellos paisajes visibles desde una habitación o una sala de hospital. Se percibe como el gran contrapunto de la vida. Universal, siempre al acecho.


No se saldrá del hospital más reforzado, sólo un poco más sabio porque se saldrá más humilde. Y, sobre todo, más agradecido a tantos que todos los días dedican su trabajo a una tarea que, por profesionalizada, se llega a hacer ingrata, considerándose erróneamente obligación lo que no podría acontecer sin una mínima dosis de amor.


En nuestro país somos afortunados por disponer de un sistema público sanitario en el que abunda gente excelente, cuidadosa, amorosa. Bien podría decirse que no sabemos lo que tenemos, por más deficiencias que el sistema pueda sufrir por parte de gestores iluminados o vaivenes políticos.




viernes, 17 de agosto de 2018

El santo abandono





"Y hallaréis descanso para vuestras almas" Mt.11,29.



“Oculto en el corazón de las cosas, Tú haces nacer los brotes de las semillas, las flores de las yemas, y los frutos maduros de las flores”. Tagore



“Mon Père, Je m'abandonne à toi, fais de moi ce qu'il te plaira”. Charles de Foucauld.



El Gran Misterio atrae la mirada y suscita el deseo inefable. 

Subyacente al hermano sol, a la hermana luna, a la madre tierra, lo Innombrable puede mostrarse en la belleza y en el desamparo.


La dignidad de la posición atea, la repetición hesicasta, el silencio budista, el animismo inicial, la pluralidad hinduista, la admiración perenne, la cristalización mítica en sus variedades y sabiduría, la aspiración mística, todo esfuerzo humano por saber-se, por saber ser, remiten a lo esencial, al Ser en que nos nutrimos, movemos y existimos.


La Historia ha recorrido todas las miradas posibles, todas las ignorancias y alabanzas a lo misterioso constituyente, todo el amor y toda la maldad que son inherentes a un amplio abanico de creencias.


Un axis mundi parece orientarnos indicándonos que lo único que podemos saber remite a la distancia, a la carencia, a la falta, al gran estupor que nos inunda. El saber revela paradójicamente su ausencia. A medida que avanzamos, más ignorancia vamos contemplando, mayor se hace la sombra. Lo Real se aleja cuando nos aproximamos a la pretensión de comprenderlo. 


El galope de los caballos canta a la vida como lo hacen la elegancia del cisne, la carrera del guepardo, la lentitud de un caracol o la majestuosa presencia del roble. Plantas que albergan el rocío, humildes lagartos de paisajes desérticos… Todas las criaturas remiten al franciscano “laudato si”. Sin hablar, sólo viviendo. Todas. Todo el tiempo. Antes, ahora y después. Bacterias, trilobites, anfibios, avispas y enredaderas, hermosas flores y virus letales. En su aparente integración en el agua de mar, veloces, los delfines parecen mostrar una sonrisa, la de la vida, una sonrisa infantil, inocente, que nos evoca el juego alegre, esencial, del río vital que precisa la muerte. Con su pintura, Franz Marc evocó en su breve vida esa inocencia animal, inmortalizándola.


El rugido del león nos estremece como la agridulce música del violín. Una gaviota planea, un gorrión roba una miga de pan, una flor dura un día y, a la vez, permanece así un instante eterno, desde siempre y para siempre. No hay tiempos para lo eterno. 


El mar sugiere el viaje cuyo destino se hace irrelevante. Nos lo recordó Kavafis en un bello poema en el que Ítaca es sólo una referencia que nos atrae, pero, al final, no será eso lo importante; sólo el viaje y el modo en que recibamos sus contingencias.


Los fotones solares excitan electrones en los cloroplastos y las reducciones de síntesis molecular prosiguen a esa carrera. También sucederá, de otro modo, con los electrones que fluyen en las mitocondrias. En construcción incesante y mediante la destrucción de parciales complejidades surge el bello orden que respeta necesariamente la segunda ley y sostiene la vida. Flujos electrónicos nos mueven y conmueven y apuntan a la pregunta esencial ¿Somos eso?, ¿Todo eso? ¿Sólo eso? Y ocurre que sí y mucho más, porque podemos darnos cuenta del mundo y de nosotros. Tanta belleza no es en vano. El caos y el cosmos se entrelazan amorosamente. Como sugería François Cheng, podemos hacer que el mundo sea dicho por nosotros. Nada menos. Podemos hablar, ser vehículo de la palabra del Universo. 


Más fuerte que la muerte es el amor. Más fuerte que la muerte es la vida. Desde tal asunción cabe la posibilidad del abandono en el Ser, el duro, difícilísimo y santo abandono, cuando la fragilidad se muestra, cuando el cansancio nos inunda. Somos como los gorriones y las flores campestres. A veces no nos lo creemos, pero, sin un cuidado esencial, amoroso, misterioso, del Ser, no existiríamos. 


El abandono, la buena rendición a lo Real cuando no hay otra posibilidad, apacigua el alma.




martes, 24 de julio de 2018

MEDICINA. La incesante obsesión geneticista.


 
En dos entradas anteriores, critiqué una deriva cientificista basada en el uso de métodos de “fuerza bruta” y apoyada por la publicación de sus pobres resultados en revistas de alto impacto. 

Me pareció pueril la pretendida relación supuestamente observada del acervo genético con determinantes de fenotipos muy cuestionables, tanto los concernientes al sufrimiento psíquico como los relacionados con una situación de aislamiento o un comportamiento solitario.

Ya se sabe que no hay un gen de la homosexualidad ni un gen del TDAH o del comportamiento criminal. Bueno, no pasa nada. Habrá muchos, tiene que haberlos, eso es un postulado, uno de los nuevos dogmas, como lo fue en su día el fracasado de la relación “un gen – una enzima”. Y para eso, para ver todos los determinantes del genoma habidos y por haber, que decidirán lo que cada uno sea y haga en su vida, siguen y siguen imparables los estudios “Genome Wide”. 

En abril de este año se publicó en Molecular Psychiatry un trabajo sobre la supuesta base genética de la agresividad.
Hoy mismo, había ecos de otro avance en el que se daba cuenta de la relación de más de mil (1.271, para ser exactos) variantes en polimorfismos de nucleótido único (SNPs) que influyen en el “éxito educativo”.  

Los cuatro trabajos mencionados son grandes ejemplos de una permanencia estática, neurótica, en sacarle partido, en obtener rendimiento supuestamente científico de lo que los métodos modernos de estudio genético ofrecen. Se trata de publicar por publicar, porque tales resultados sencillamente no conducen a ningún sitio. El impacto de las revistas que acogen estas publicaciones deteriora su prestigio en vez de que tal prestigio avale la bondad de semejantes conclusiones simplistas. 

Los fenotipos no pueden estar peor definidos, no pueden ser más vagos y no merece la pena ya pararse a contemplar el paupérrimo diseño observacional usado, que reside más en un enfoque “Big Data” que en ciencia real. 

No estamos ante una búsqueda científica que trate de abordar los secretos de una enfermedad y buscar su curación. Mucho menos nos hallamos ante serias investigaciones antropológicas o etológicas. Nos encontramos ante la inútil, insensata y vieja pretensión de refuerzo de un postulado tan vulgar, tan simplista, que asusta por sus evocaciones eugenésicas: todo lo que somos y hacemos se debe a nuestros genes. Una pretensión de completitud (pasados ya los tiempos de los “criminales XYY”) unida a un reduccionismo que equipara al ser humano a una máquina. No extraña que tanta gente se maraville con las proezas de los sistemas de inteligencia artificial, que son artificiales pero nada inteligentes. Y es que la inteligencia de muchos supuestos científicos parece brillar por su ausencia.

En cierto modo, retornamos a una versión cientificista laica del calvinismo; ya todo está dicho, estamos predestinados a la salvación entendida como éxito, “normalidad”, salud, o a la condenación, a ser víctimas de nuestra torpeza intelectual, de nuestros impulsos agresivos. No lo dice la Biblia, pero sí el genoma, el nuevo libro sagrado a interpretar por los sacerdotes algoritmizados embobados por las aproximaciones pseudo-enciclopedistas de tipo Big Data.

Asistimos a un declive de la Ciencia por más que se diga que nunca hubo tantos científicos vivos. Es mentira, ya que ser científico supone una concepción filosófica básica, la que sustenta el propio método científico, el rigor de su mirada ante los múltiples interrogantes de la Naturaleza. 

De una “verdad” científica falsable, modificable a la luz de los hechos (como lo han sido los postulados de Koch), pasamos al consabido condicional de nuestro patético tiempo. Todos los días se nos muestran las bondades de la ciencia en condicional; "podría" curarse una forma de cáncer tras un nuevo hallazgo genético o tras descubrir cómo engañar a las células malas (suponiéndoles, de paso, intencionalidad), "podríamos" profundizar en el conocimiento del origen del universo gracias a un nuevo satélite o a las ondas gravitacionales, "podríamos", "podríamos"… bla, bla, bla. 

Pero ocurre que el condicional no dice sencillamente nada, pues lo que podría ser (que la esperanza de vida superase los 120 años, por ejemplo) podría también no ser (y que nos muriésemos todos antes de los setenta). Cuando Koch mostró sus descubrimientos sobre el carbunco, no hubo lugar a condicionales; nadie dijo que el microbio mostrado "podría" ser el causante de la enfermedad. Lo era. Los experimentos no ofrecían lugar a duda. Cuando el 24 de marzo de 1882 reveló, tras mucho trabajo de repetición, que un bacilo aislado en cultivo y mostrado al microscopio era el causante de la tuberculosis, sobró cualquier condicional, cualquier “podría”; el agente etiológico estaba ahí y podía pasar de un ser vivo a otro incluso a través de medios de cultivo. Eso era ciencia, la que asumía la buena repetición, la reproducibilidad y la claridad de planteamientos, y no este coleccionismo de SNPs con el que se pretende dar cuenta de la mismísima alma humana.  

sábado, 14 de julio de 2018

Un pajarito gallego desvela lo eterno.





En su larga conversación con Bill Moyers, Joseph Campbell[1] decía que “la eternidad no se sitúa después. Ni siquiera tiene duración. No tiene nada que ver con el tiempo. La eternidad es esta dimensión aquí y ahora que todo pensamiento temporal destruye”.

A veces es factible esa vivencia y, desde ella, puede intuirse una permanencia gozosa fuera del tiempo.

Leandro Carré Alvarellos[2] recopiló en un libro “Las leyendas tradicionales gallegas”.Una de ellas se refiere al abad del monasterio de Armenteira, San Ero, y es recogida en las Cantigas a Santa María de Alfonso X el Sabio (la 103). Se nos dice que, en una ocasión, reposando junto a una fuente de agua clara y a la sombra de un árbol, el monje le preguntó a la Virgen María si podría ver el Paraíso. Y ocurrió entonces que en ese árbol empezó a cantar un pajarito. Y tan bien cantó que el monje lo escuchó extasiado durante un breve período de tiempo. Cuando volvió al monasterio, lo encontró cambiado y no conocía a nadie. Supo entonces que había sido un “momento” de trescientos años el tiempo que estuvo escuchando al pájaro.

No es una leyenda exclusiva de Galicia, como se indica en el libro de Vitor Vaqueiro[3], “Guía da Galiza Máxica”, que alude a narraciones similares en Portugal o Alemania.

Toda narración mítica esconde una verdad o un interrogante; sugiere el misterio que nos constituye y que nos orienta.
No es éste uno de los grandes mitos o leyendas. Su brevedad es llamativa y su contenido bien simple; lo que para alguien es muy poco tiempo, para otros es mucho, incluso más que la duración de la vida humana más longeva.
Pero alude a algo profundo, como lo es todo lo que tiene que ver con eso que llamamos tiempo. La leyenda no evoca, no podría hacerlo por su contexto histórico, lo que hoy sabemos sobe la relatividad del espacio-tiempo. Tampoco tiene que ver con la afirmación de algunos físicos teóricos de que el tiempo sencillamente no existe en sentido estricto, sino que es un nombre dado a correlaciones fenoménicas. 

Encuadrada en la tradición milagrera atribuida a la Virgen María, no parece una leyenda especialmente edificante. Sin embargo, de un modo muy sencillo, hace contrastar lo inmortal y lo eterno, algo bien distinto. En este caso, el monje no se hace inmortal pero sí ha vivido un instante eterno. En general, en la creencia cristiana suele identificarse erróneamente la eternidad con la inmortalidad, a pesar de que la eternidad esperada desde la fe requiere del paso por la muerte. 

La narración de Borges sobre el Inmortal sería el gran contrapunto de este sencillo relato. El monje ha vivido en la eternidad sin ser inmortal y percibe algo terrible: su tiempo ha quedado atrás, sin compañeros, en un monasterio que le es desconocido; es el precio de haber percibido lo eterno. En cierto modo, es el mismo precio que se paga por la experiencia mística: la inefabilidad implica soledad. Pero saber de lo eterno es, a la vez, saber de la muerte. Por el contrario, el inmortal borgiano no tiene idea de lo eterno, sólo sabe de un perenne aburrimiento y ansía y busca la muerte como liberación de una vida inacabable e indigna de ser vivida.

Mirar al cielo espiritual (en tiempos identificado con el firmamento) ha supuesto siempre un ejercicio de imaginación que, a lo largo de la Historia, ha tenido un resultado cada vez más débil (es más fácil imaginar infiernos y muchos ya los hay aquí mismo). La perspectiva de un nuevo cielo y de una nueva tierra fue asumida por el profeta Isaías (65,17), pero no deja de ser una idealización de lo ya conocido (“morir joven será morir a los cien años”). Una idealización que asumen los testigos de Jehová y quizá de un modo muy parecido los mismísimos transhumanistas. Pero eso bien poco tiene que ver con la eternidad, la que sólo podemos intuir por instantes atemporales en vida.

Tratar de hablar de vida eterna y de la esperanza en ella que para muchos comporta su fe equivaldría a hablar del Innombrable, de Dios. Y así, el teólogo Hans Küng[4] destaca que “la consumación del hombre y del mundo es una nueva vida en las dimensiones inaccesibles de Dios, más allá de nuestro tiempo y de nuestro espacio. Y, por tanto, al final está también ese misterio inefable, ese gran mysterium que es Dios mismo”.

En síntesis, ese pajarito de Armenteira cantó lo eterno, sugiriendo su preciosa leyenda que quizá sólo desde la asunción de la ignorancia atenta podemos alcanzar a percibir, a intuir, lo Real.









[1] Campbell J. (1991) Puissance du Mythe. Paris. France. Ed. J’ai lu. (Obra original, Power of Myth, publicada en 1988.

[2] Carré Alvarellos L. (1999) Las leyendas tradicionales gallegas. Madrid. España. Ed. Espasa Calpe S.A. (Obra original publicada en 1977).

[3] Vaqueiro V (2003) Guía da Galiza Máxica, Mítica e Lendaria. Vigo. España. Ed. Galaxia S.A. (Obra original publicada en 1998).

[4] Küng H. (2007) Credo. Madrid. España. Ed. Trotta S.A. (Obra original publicada en 1992)

viernes, 6 de julio de 2018

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Genes y soledades.



En algunos ámbitos, la ciencia ya no es lo que era, al menos en algunas de sus finalidades y en derivas metodológicas que hacen preguntarse si es ciencia algo que parece un mero servilismo al enfoque “Big Data”, esa magnífica herramienta que iba a ayudarle a Alemania a ganar el mundial de Rusia.

El método científico trata de mostrar evidencias o probabilidades con las que pueda construirse, verificarse o rechazar una teoría, es decir, un modo de entender algo del mundo y de la vida. Para ello recurre a observaciones y experimentos reproducibles; su mirada es mimética, tratando de reproducir y, a veces, predecir, lo que la Naturaleza muestra. Ha habido experimentos y observaciones simples y que, sin embargo, han proporcionado grandes avances. El estudio de la radiación del cuerpo negro dio lugar, en la perspectiva de Planck, al nacimiento de la mecánica cuántica. La Historia de la Física ofrece otros muchos ejemplos y su propio avance ha revelado la importancia de la reducción en el método científico. Esa reducción permite aclararse en un mundo complejo y, por ello, la aplicación de métodos reductivos en manos de científicos procedentes de la Física y de la Química, como fueron Schrödinger, Delbrück o Crick, facilitaron la revolución producida en Biología en el siglo XX y cuyo punto clave temporal podemos situar en 1953 con el modelo teórico del ADN.

La reducción es esencial al método científico: se trata de analizar pocas variables para poder establecer correlaciones entre ellas y, a veces, poder obtener relaciones causales. Es así como se ha logrado descubrir el origen microbiano o genético de algunas enfermedades, llegando a saber qué región de un gen está alterada. A veces, aunque no se den relaciones causales claras, las correlaciones permiten establecer marcadores bioquímicos o de imagen útiles para el diagnóstico y el pronóstico médicos.

Ahora bien, si la reducción metodológica es esencial, el reduccionismo generalizado como planteamiento ante lo complejo supone con frecuencia una perversión de la mirada de la ciencia. Los grandes reduccionismos suelen ser simplistas y darse en oleadas de moda. Un ejemplo sería asumir que, al nacer, nuestra mente es como una “tabula rasa” y que el papel del entorno es determinante casi al cien por cien. El ejemplo contrario reside en ver que todo lo que somos es genético. Un término medio asumiría que es una interacción entre los genes y el entorno la que configurará nuestra biología y nuestra biografía. La pretendida solución al supuesto problema “nature versus nurture” sigue siendo excesivamente generalizada, optando distintos científicos por favorecer como postulado una de sus opciones que, en cualquier caso, será determinista. Queda poco espacio para la libertad en la mente de muchos. 

Ese reduccionismo se aplica últimamente al propio método científico, en buena medida por la popularidad creciente que cobran las aproximaciones “big data”. ¿Para qué estudiar sólo la posible relación entre un gen concreto o un polimorfismo determinado con una enfermedad bien definida? ¿Para qué investigar en general relaciones de causalidad al viejo estilo? ¿Por qué no estudiar de una vez todo lo que pueda tener relación con los genes, incluyendo en ese “todo” modos de vida y no sólo enfermedades, bajo un prisma de reduccionismo determinista generalizado?

Sabemos que, aunque haya un determinismo genético de muchas situaciones, no siempre se reduce a uno o unos pocos genes, sino que depende de muchos componentes del genoma, muchos de los cuales, si no todos, no son “informativos” (tal sería el caso de polimorfismos de nucleótido único o SNPs). El determinismo hereditario que pueda haber en el caso del TDAH, del autismo, de la obesidad y de muchas otras condiciones, es poligénico, siendo muy débil la contribución de cada elemento.

Antes de los años noventa, si alguien quería investigar la genética de una enfermedad o indagar en marcadores potenciales de la misma, trataba de reunir muestras de casos de pacientes y controles sanos y, a partir de ahí, establecer los estudios moleculares o de imagen pertinentes que pudieran conducir a una respuesta. El problema era delineado sin ambigüedad; había un fenotipo muy claro, la enfermedad o su ausencia, y se buscaba su relación con el material genético. Otro grupo de investigadores podría hacer algo parecido en aras de la reproducibilidad, algo tan necesario como olvidado en nuestro tiempo por quienes confunden en exceso investigar con publicar.

Desde entonces la cosa cambió en dos sentidos:

  • La obtención masiva de muestras biológicas (sangre, células epiteliales, células neoplásicas, biopsias...) e imágenes diagnósticas a partir de multitud de personas que ceden ese material sin ningún problema en aras de la investigación científica. Surgían así los que ahora se llaman “biobancos”, almacenes de un material al que pueden tener acceso muchos investigadores sin pasar por la laboriosidad que supone la recopilación de material adecuado para un estudio concreto.
  • La posibilidad de realizar estudios masivos, “de fuerza bruta” tanto en el análisis biológico (los estudios “Genome Wide” son un buen ejemplo) como en el análisis estadístico (meta-análisis y otras herramientas). Desde los datos informatizados relativos a los donantes (anatómicos, bioquímicos, patológicos o conductuales) podrían establecerse correlaciones entre variables. Podría estudiarse la relación entre genotipos y fenotipos con la potencia permitida por un gran número de datos.

Las ventajas de algo así son incuestionables y han favorecido la proliferación mundial de “biobancos”, algunos de carácter general y otros enfocados a enfermedades concretas como los tipos de cáncer. En todas partes, incluyendo nuestro país (el CNIO tiene uno), hay ya “biobancos” y su número y “reservas” crecen progresivamente.

Pero todo tiene un precio. Una facilidad metodológica puede asociarse a una pérdida de rigor. Tradicionalmente, los fenotipos eran bien definidos y se buscaba el genotipo que pudiera ser responsable de ellos. Tal definición era muy clara en el caso de muchas enfermedades. Desde el fenotipo se buscaba el genotipo responsable. En mi entrada anterior  mostré cómo parece darse una búsqueda opuesta: del genotipo al fenotipo. El problema con el fenotipo lo tenemos especialmente cuando con ese término abarcamos la vida humana en general, los aspectos biográficos de las personas y no sólo sus determinantes biológicos. Esta semana se publicó un estudio en Nature Communications, utilizando muestras analizadas mediante Genome Wide y datos pretendidamente fenotípicos del UK Biobank. En ese estudio los autores concluyen que hay unas cincuenta variantes genéticas claramente asociadas a la soledad y a la interacción social. Al ser un “biobanco” ya establecido, han podido estudiarse nada menos que 487.647 individuos. De las variantes observadas, 15 de los SNPs (polimorfismos de nucleótido único muy utilizados en estudios genéticos) fueron incluso pronósticos en una muestra independiente de 7.556 individuos (p=0,025). No extraña que esos marcadores rodeasen genes que se expresan preferentemente en áreas cerebrales (sorprendería que fueran genes relacionados con el esófago). A la vez, los autores hallaron una relación causal entre el índice de masa corporal y la soledad.

La soledad es mostrada como fenotipo. ¿Cómo definirla? Parece fácil; preguntando. Y éstas son las cuestiones encaminadas a establecer un fenotipo tan robusto como el de “soledad”, recogidas en los datos del Biobank: 

“¿Se siente Vd. solo con frecuencia? ¿Con qué frecuencia visita Vd. a sus familiares y amigos o viceversa? ¿En qué grado confía Vd. en alguien próximo? Y una especialmente importante: ¿Dónde acude Vd. una o más veces por semana? ¿al gimnasio, al pub o club social, a un encuentro religioso o a una clase para adultos?” 

Es mirando a ese fenotipo que surgen las conclusiones obtenidas: hay un substrato genético que explica la soledad, aunque sea parcialmente. Y no sólo eso. La variante más fuertemente asociada con la asistencia a pubs tuvo que ver con el gen que codifica la alcohol-deshidrogenasa (relacionada con el metabolismo del alcohol). Y otra señal, la rs9837520 guardaba una poderosa relación con la participación en grupos religiosos. 

Como es obvio, de un trabajo tan relevante se han hecho eco medios divulgativos como “El País”, cuya sección de ciencia (“Materia”) ha sido justamente premiada por "La Asociación Española de Científicos". Se ha usado un método científico y se han obtenido resultados. Bien es cierto que, si perdemos la sensatez a la hora de usar un método aplicable a la ciencia como el estadístico, podríamos concluir que el número de cigüeñas tiene un grado de relación con la natalidad en un pueblo determinado. Existen multitud de correlaciones espurias. 

Estamos ante una clara pérdida del más elemental sentido común, por muchas “p” de significación estadística que arroje este estudio. Un solitario puede ir a un gimnasio y no hablar con nadie (es habitual que la gente acuda con auriculares); del mismo modo, no son pocos los que beben en soledad (por supuesto que una buena alcohol-deshidrogenasa puede facilitarles la bebida). Las visitas a familiares y amigos no siempre son factibles, sea por muertes o distancias entre otras causas. Y, si alguien asiste a un lugar de culto al que va más gente, probablemente sea por su creencia religiosa y no por ser sociable.

Es cierto que hay solitarios, gente que desea la soledad, pero no en general como aislamiento sin más, sino para hacer aquello que la soledad les permite: desde el caso de escritores o pintores hasta el extremo de los hikikomori. El fenotipo estudiado no ha integrado algo tan obvio como la influencia de los móviles en una incomunicación generalizada, por más whatsapps que se tecleen.

Y, desde luego, esa soledad es sólo contemplada por los investigadores como ausencia de un comportamiento pretendidamente normal. Se puede estar bien acompañado sin necesidad de ir al gimnasio o a la iglesia, y se puede tener una pésima compañía en un matrimonio que sea funesto. Por no hablar de las soledades impuestas y tan frecuentes que hacen ya casi noticia cotidiana del hallazgo de muertos en soledad en sus casas, algunos revelados por el olor de su cadáver. Más que los genes, es la propia sociedad la que aísla y lo hace de forma proporcional a su desarrollo tecnológico y a las posibilidades de encuentros que ofrece; si en un barrio tradicional uno podía hacer amigos, eso resulta mucho más complicado en una gran ciudad. Si los trabajos tradicionales facilitaban el encuentro humano, la tendencia a la globalización lo perturba cada día más. 

Ya ni la técnica deja a uno morirse en condiciones. Sólo muy recientemente está cobrando fuerza la importancia de que las UCI dejen paso a familiares de los ingresados en ellas, neutralizando una soledad que no está en los genes de los pacientes sino en su situación.

Nada de lo que es la soledad real se recoge en el “fenotipo” de lo que burdamente llaman “soledad” en un estudio amparado nada menos que por Nature Communications. La relación hallada no dice propiamente nada. Y es que, si eso es ciencia, que venga Newton y lo vea.