lunes, 26 de noviembre de 2018

Sentido y significado




La propia existencia nos interroga constantemente, si lo permitimos aunque angustie. No es raro que el síntoma psíquico palíe o llegue a asfixiar esa angustia propiamente humana. Y la terapia del síntoma puede oscilar entre un necesario y amortiguador tratamiento farmacológico (no siempre existente) y el “furor sanandi” que sólo mira lo más sintomático, lo más superficial.

Y parece que estamos condenados a una cierta apertura a la pregunta esencial que encierra todos los demás interrogantes, qué somos. Lo que hagamos, a quiénes amemos de verdad, también los odios, que pueden llegar a extinguirse, la aceptación vocacional o su rechazo, los síntomas que nos atormentan el alma… Todo tiene que ver con lo que somos, cada uno, de uno en uno, algo de lo que sabemos realmente poco, cuando la pregunta por lo que somos se convierte en la cuestión sobre lo que soy.

La Ciencia nos dice mucho sobre lo que somos, sobre nuestro cuerpo en sus aspectos mecánicos, bioquímicos, sobre lo que nos sitúa como miembros de una especie, de una cultura, a la que pertenecemos como un “quién”, pero nos dice mucho menos o más bien casi nada sobre nuestra singularidad, de la que brota esa pregunta que fácilmente se formularía como ¿qué hago aquí?, ¿para qué he nacido?, nuevamente… ¿qué soy? Y, a partir de ahí, ¿qué quiero?

Bueno, ha de reconocérsele a la Ciencia no sólo el saber que proporciona, sino sus aplicaciones pragmáticas, como los medicamentos. Cada vez se sabe más, aunque sea muy poco, de todas las moléculas y estructuras neuronales que son requeridas para el funcionamiento del alma e implicadas en sus sufrimientos.

La Filosofía nos abre al interrogante ampliado, modificado, retorcido, más que a posibles respuestas. Un interrogante necesario, pero que no colmará en general las grandes inquietudes. Ni enseñará propiamente nada más que a preguntarse uno mismo a la luz de las cuestiones de otros. Quizá por eso los filósofos, aunque puedan contagiar la necesidad de saber, sean malos educadores (o tengan muy malos alumnos); Las diferencias entre Séneca y su discípulo Nerón han sido notorias, pero también las existentes entre Platón y Dionisio de Siracusa o entre Aristóteles y Alejandro. Un gran filósofo como Heidegger puede estarle reconocido o no a un maestro como Husserl según el cambiante contexto político; lo pragmático se impone demasiadas veces.

La vida pasa, hemos hecho cosas, hemos respondido a algo, pues responsables somos siempre, y eso conlleva en mayor o menor grado satisfacciones y culpas.

Viktor Frankl no lo pasó bien. Sobrevivió al horror nazi que mató a sus seres queridos, incluyendo su propia estancia en campos de concentración, y subrayó tanto la necesidad de lograr un sentido, que llamó logoterapia al método utilizado con sus pacientes. En uno de sus libros se nos dice que “ser persona es poder ser siempre de otra manera”. Y siempre significa siempre, incluso al final, en la antesala de la muerte. Siempre habría esa posibilidad. Y eso nos supone buscadores, no tanto como filósofos, sino de un modo más profundo, yendo a esa pregunta formulada al principio.

Jaspers no sucumbió al pragmatismo de Heidegger y nos legó una bellísima, humana, obra. De modo similar, Freud se mantuvo coherente, mientras Jung se dejaba querer por los viejos dioses del norte.

En nuestros tiempos, Yalom, estando próximo por edad a su muerte, reconoce la gran importancia que ésta tiene para todos (no se puede mirar directamente ni a la muerte ni al sol) y la hace elemento nuclear en su psicoterapia.

Necesitamos saber qué hacer más allá de sobrevivir, de durar. Necesitamos saber-nos. Y ahí el psicoanálisis cobra un valor excepcional porque realza precisamente lo que no nos desvelan la Ciencia ni la Filosofía y que es extrañamente oculto y, a la vez, familiar. En un encuentro singular, uno llega a saber de sí, de sus elecciones, de su libertad y determinantes, siempre de su responsabilidad, que no le será paliada.

El sentido puede ser creído o reconocido. Con razón, el gran François Cheng se refería a sí mismo como "adherente" más que como creyente. Quizá eso sea así porque, si hablamos de sentido real, no derivará de la creencia, aunque así le llamemos, sino de aceptación de lo que vemos, de una cosmovisión que puede incluir la aparente falta de sentido alguno. En realidad, la fe no es creer lo que no vemos, sino más bien esperanza sostenida desde lo que nos resulta evidente. Al ser un concepto deteriorado, no extraña que, en creyentes, el psicoanálisis pueda acabarse bruscamente o acabar con la creencia, como si no hubiera otra posibilidad.

Hablar de sentido sugiere un ir a algún lado y aceptarlo, elegir nuestro destino, aunque esto parezca contradictorio, asumir el deseo que confiere el auténtico significado, el de cada uno. Y eso, aunque no implique lo que suele llamarse felicidad, aunque no permita el sosiego que prometen tantas técnicas, aunque desasosiegue y angustie, permite al menos encontrarnos con los otros y con el mundo en algo esencial, en el conocimiento de la ignorancia que tan bellamente expresó Angelus Silesius, cuando dijo que “la rosa es sin porqué; florece porque florece”.

Al final de sus días, en su entrevista a Viereck, Freud también resaltó la importancia de lo más próximo y, por ello, más enigmático: Estoy mucho más interesado en este capullo de lo que me pueda acontecer después de estar muerto”. Tal vez no haya gran diferencia entre el sentido de la flor y el de cada uno de nosotros. Los mismos átomos nos constituyen; no es descartable que una unidad sutil en seres tan aparentemente distintos confiera el significado buscado, el entronque en ese sentido cósmico capaz de hacernos trabajar y amar, algo en lo que Russell cifraba la verdadera felicidad, tan distinta a lo que suele entenderse bajo ese término.

  

miércoles, 14 de noviembre de 2018

MEDICINA. Soportar la incertidumbre.




Ocurre hasta en experimentos con partículas elementales. Heisenberg mostró el reino de la incertidumbre (entre variables conjugadas, como el momento y la posición) en ese ámbito. Y eso generó una hermenéutica que prosigue, aunque haya quien la descarte por inútil, viendo en ese extraño mundo cuántico sólo lo que “sirve”, lo que importa, una herramienta matemática que predice muy bien lo fenoménico, lo observable. Quedémonos con los hechos y no miremos más allá, viene a decir una de las interpretaciones o, más bien, una ausencia de interpretación.

En el ámbito clásico, en el que podemos prescindir de esa extrañeza cuántica, aunque esté en sus raíces, también topamos con la incertidumbre, aunque sea diferente. Incluso en sistemas simples, si su evolución es muy sensible a condiciones iniciales, el comportamiento puede mostrarse como caótico, impredecible. Aunque dependan de pocas variables, las dinámicas de poblaciones, los cambios meteorológicos, pueden mostrarse como si fueran fruto del azar. Se habla de un caos clásico. La aparente belleza de los atractores extraños parece perversa porque alude a lo que, aun siendo simple, se muestra como impredecible.

Y, si la cantidad de variables que subyace a algo crece, la cosa se complica. Cada uno de nosotros es realmente complicado y carece de sentido tratar de mostrar esa evidencia. Lo somos incluso en el aspecto más mecánico de los órganos. Alguien está bien y, de repente, cae fulminado, muerto. Otro, llevando una vida sana, haciendo ejercicio, comiendo productos ecológicos, ajeno al alcohol y tabaco, es afectado por un cáncer que acabará pronto con su vida. Los buenos consejos tienen resultado estadístico, pero no pronostican lo individual.

Alguien ingresa en una UCI. Es un lugar de proximidad a la muerte y, a la vez, de posibilidad de “revivir”, entiéndase esto como se entienda. Es ahí en donde los algoritmos basados en métodos de análisis multivariante, como la regresión logística, pueden “afinar” más a la hora de establecer un pronóstico individual.

La Medicina establece sus diagnósticos no sólo para instaurar un tratamiento, también para establecer un pronóstico, por tosco que sea. De hecho, el interés hipocrático parece haber sido esencialmente predictivo. Pero ese pronóstico, casi siempre intuido por el médico, a veces solicitado por el paciente o sus familiares, está siempre sometido a una gran incertidumbre. No suele ocurrir, pero, a veces, muy raramente, se dan inexplicables regresiones espontáneas de tumores metastásicos. Por el contrario, en otras ocasiones, alguien que había remontado lo peor fallece por una complicación que se creía banal. Un niño sano desarrolla en pocos días una diabetes tipo 1 y otro una leucemia, a la vez que un viejo decrépito “descompensado”, con todas sus “constantes” alteradas, sigue viviendo años después de que sus familiares preparasen su entierro.

A medida que el avance tecno-científico es mayor, mayor se hace también paradójicamente la dificultad de aceptar la incertidumbre en Medicina. Concebida como ciencia de causas y efectos, parece inconcebible que tantas veces fracase. Pero el problema reside precisamente ahí, en que no hay relaciones causales claras. Incluso cuando se suponen, no siempre se evidencian. Un paciente con un cuadro infeccioso bacteriano responde a los antibióticos; antes de instaurar el tratamiento se le han tomado muestras de sangre y de exudados de órganos afectados para sembrar cultivos microbianos, pero el germen patógeno no crece; la causa, que está ahí, no se ve. Un infarto, un ictus, enfermedades degenerativas… ¿Por qué? Sí. Hay una etiopatogenia o, más bien, una patogenia a secas. No hay propiamente causas sino factores de riesgo; el elemento causal individual no es reconocible, por más que se muestre en grandes grupos estadísticos. Fumar y beber es malo, pero no lo parece si sólo nos fijamos en Churchill. Correr es bueno, pero sabemos que hay quien, al hacerlo, se mata por evitar morirse.

Cualquier causa clara no lo es tanto si hacemos como los niños y entramos en una secuencia inacabable de preguntas sobre lo que la antecede, sobre lo que causa a la causa. Esa ignorancia facilita que nos movamos siempre en el terreno probabilístico a la hora del encuentro clínico, un encuentro siempre singular, de caso por caso. Y, si lo que perturba al organismo es su mente, la ignorancia se hace mucho mayor. 

En la Medicina actual, tan científica, tan algorítmica, tan moderna que uno se puede hacer secuenciar su genoma por un precio cada día más bajo, reinan los factores de riesgo, el enfoque probabilístico, la incertidumbre a fin de cuentas.
El viejo paternalismo médico, que debe ceder y cede con frecuencia a la autonomía del paciente, ha ido de la mano lamentablemente en muchos casos de la negación de la relación transferencial, esa que supone la autoridad médica en el buen sentido y el respeto a la necesidad real del paciente, caso por caso. Por el contrario, se fortalece cada día más el carácter defensivo de una medicina de protocolos y consentimientos informados, que muy poco informan en realidad.

La relación transferencial requiere una sabia combinación de distancia que objetive, y de acogida compasiva, de un pathos compartido. Supone la carga de aceptar y llevar lo mejor que se pueda lo que pertenece al médico, la incertidumbre.

Somos afortunados los que hemos encontrado, cuando lo precisábamos como pacientes, a médicos así, a los que pueden soportar el no saber que caracteriza a la Medicina, sin trasladar el enfermo una angustia añadida.

martes, 6 de noviembre de 2018

La evaluación que no cesa.




Parece haber una curiosa coincidencia entre líderes políticos, sean de derechas, de izquierdas o de centro, sean moderados o radicales, universitarios o iletrados. Todos parecen de acuerdo en la necesidad de evaluar a los ya evaluados.

Es sabido que, para iniciar estudios de Medicina, no se precisa más que una buena “nota de corte”. Después vendrán los exámenes de la carrera, los MIR, las OPE… Habrá quien hable de la vocación, pero… ¿qué viene siendo eso en tiempos de algoritmos, big data y cirugías robóticas?

Para ser profesor de secundaria o para ser maestro también se requieren (en el sector público, claro, no en el privado concertado o sin concertar) unas duras oposiciones. 

Pues bien, nada de eso garantiza la bondad de médicos y profesores, que sólo se confirmará en el caso de que se sometan a una evaluación permanente. Suena bien; nos da garantías. ¿Por parte de quiénes se hará? Pues está claro, por expertos, sean vocales de colegios médicos, sean asesores de ministerios de educación. 

Evaluación voluntaria, dicen, pero ya se sabe lo que implicaría no ser voluntario en este campo y no es preciso mencionarlo siquiera. Evoca lo que implicaba ser o no voluntario en la “mili”.

Hoy nos ha recordado esa necesidad de evaluación permanente la ministra de Educación, Isabel Celáa, que no parece haber tenido ninguna necesidad de ser evaluada para ejercer de ministra y que, al parecer, ha sostenido tal afirmación asesorada por expertos, alguno de los cuales ha escrito algún libro aparentemente pueril para quienes somos cortos de miras, pero que parece de esencial inclusión en cualquier biblioteca de autoayuda que se precie.

Estamos ante los expertos. Todos los días, en los telediarios, nos hablan de su existencia. Como de los ángeles, sabemos que existen, aunque no los veamos. Los expertos hablan del cambio climático, del metamizol, de los riesgos del tabaco, de los motores diésel, de la alergia primaveral, de lo que sea. Hoy, los atentos hemos gozado de una visión cuasi-beatífica al contemplar a alguno de ellos, real. Pudimos ver a alguien que debe estar especialmente capacitado para evaluar a otros y, desde esa posición, asesorará sobre inteligencias emocionales o de otro tipo a la Sra. Ministra o a quien la suceda en el cargo que ocupa.

¿De qué va esto? ¿Qué se pretende? Todo indica que nos dirigimos hacia lo de siempre, hacia la calidad de los “calidólogos”, esa ISOficación que hemos sufrido médicos y pacientes resentidos en el sistema sanitario público y que ahora pretenden sabiamente imponer en las aulas.

Ya hubo un tiempo en que se hablaba de “formación de formadores”, expresión que a los limitados nos parece vacía donde las haya. Ahora, descansaremos todos en la garantía que proporcione a enfermos y alumnos la existencia de expertos que asesoren a ministerios del ramo sobre qué es eso de la educación, algo que ha de ser ajeno a los "avatares de la vida", propiamente emocional (Goleman dixit) y que incluye la asertividad, la proactividad, la gamificación, el empoderamiento, y demás conceptos igual de interesantes Serán ellos quienes nos garanticen (vaya responsabilidad la suya, eso sí que es vocación) que quien enseñe o cure lo haga desde la inteligencia emocional aprendida en sesudos seminarios o en un contexto de empatía proporcionada en cursos acreditados de persuasión.

El neurocirujano Henry Marsh ya nos contó en algún capítulo de su primer libro su experiencia de formación en “calidad” por parte de un responsable de hostelería, formación obligada, por supuesto, en el Reino Unido, de donde parece que nos vienen algunas de las luces que precisamos, las mismas que hacen que los ascensores de nuestros hospitales nos hablen diciendo que se cierran o se abren (siempre hay despistados). Como debe ser.

Es muy probable que asesores comerciales “formados en calidad” enseñen a médicos y profesores de secundaria como “saber venderse” al cliente, sea un paciente o un alumno. Claro que habrá quienes desdeñen tan necesario aprendizaje y será suya la elección de quedarse arrinconado en la obsolescencia no programada. Allá ellos; serán seleccionados por el mercado que, curiosamente, parece más atractivo en su dinámica para la administración pública, especialmente si se dice socialista, que para el sector liberal.

Desde la ingenuidad o la insensatez, surge la cuestión ¿Quién y cómo evalúa a los evaluadores?

viernes, 2 de noviembre de 2018

Contingencia y significado.




Sucede de repente. Algo verifica una intuición sentida hace poco y reconocida ahora. Puede ser la presencia de alguien, un hallazgo… Lo que nunca ocurrió acontece.

A veces, las desgracias se repiten; se dice, de hecho, que nunca vienen solas. Otras veces, se da el milagro en forma de una enfermedad incurable que, sin embargo, remite.

Cuando menos se espera, lo que no puede ocurrir sucede y se reconoce como traumático.

Queremos saber, como si eso fuera posible. Wir müssen wissen, wir werden wissen”, un deseo, el de Hilbert, convertido en su epitafio por obra y gracia de un extraño joven llamado Gödel.

¿Es casual o causal lo que ocurre? Sabemos que Jung asumía una extraña sincronicidad y Pauli, que era físico, sintonizaba con eso. Como si todo estuviera unido, relacionado. Sí; hay el entrelazamiento cuántico, una realidad no local, pero… ¿nos dice algo eso en el ámbito de lo subjetivo, de lo más propio?

Aparece un nuevo medicamento contra el cáncer. Alguien lo toma y vive unos meses más que otro, pero también hay quien vive menos. Hay muchas variables, demasiadas. Bueno, para eso está la estadística. El contraste de hipótesis nos permitirá asumir o no una relación entre variables, destacándola de efectos aleatorios. Y hallamos “p” e “intervalos de confianza”. Y nos quedamos tranquilos en uno u otro sentido. Vaya, ... Parece que este fármaco es mejor que el placebo… o no.

La intuición cotidiana cruje con el cálculo probabilístico. En una sala de cine a la que asisten 80 personas, la probabilidad de que, al menos, dos de ellas celebren el mismo día de cumpleaños es mayor de 0.9. ¿Quién lo diría? Un médico nos pide una analítica “completa”; la probabilidad de que, al menos, un resultado sea patológico, por sanos que estemos, se acerca también a 0.9.

Alguien viaja en tren y conoce a la mujer de su vida. Se enamoran, tienen hijos, son felices, si de felicidad pudiera hablarse. Otro viaja en ese tren y se enlaza a alguien que lo hará desgraciado. Y lo sabía en el fondo. Uno más viaja todos los días en el mismo tren y aprovecha para leer el periódico o dormitar. Habrá quien tome un solo día ese tren y se mate a consecuencia de un descarrilamiento. No hay relaciones causales… ¿O sí? 

“Está de Dios”, se dice a veces. También hay quien afirma que “casamiento y mortaja, del cielo baja”.

Creemos que controlamos el azar porque, al menos, podemos medir sus efectos, contrastar hipótesis, evaluar si, en el ámbito de la medicina, una significación estadística lo es también clínica. Pero eso nos sitúa en el orden frecuentista, tan alejado del bayesiano. ¿Cuál es la probabilidad de la vida en Marte? ¿Y en un exoplaneta de “zona habitable” en otra galaxia? No hay criterio frecuentista alguno que permita imaginarla, ya no digamos calcularla. 

Queremos más que creemos el propio escepticismo, aunque sepamos que la creencia tiene efectos, que el placebo es uno de sus ejemplos.

Un observador interfiere en el resultado de un experimento de mecánica cuántica, y el caso de la elección diferida lo resalta. Pero también en el ámbito clásico la subjetividad se impone demasiadas veces. O todas. Hablamos, y eso, para bien o para mal, interfiere con la marcha del mundo. Y así, una contingencia será percibida como algo neutro, como un desastre o como una oportunidad. Hablar de buena o mala suerte carece de sentido, a la vez que casi siempre atribuimos sentido a algo aleatorio. Dios, los dioses, los hados, el mal de ojo… alguien lo ha querido. El sentido se confiere al deseo del Otro, que se cumple como destino inexorable.

Einstein decía que Dios no juega a los dados y que habría variables ocultas en la extrañeza cuántica. No fue así y, llamativamente, el experimento que imaginó con Podolsky y Rosen se volvió en su contra. Una extraña mezcla de determinismo matemático y probabilismo físico se incrusta en la ecuación de onda. El gran escéptico Martin Gardner resultó ser creyente en un Dios atento a la oración intercesora, en un Dios que podía elegantemente influir en la parte matemática de esa ecuación de onda; nadie percibiría el truco divino en tal caso. La creencia en Dios sería sostenida o, al menos, factible.

No podemos vivir sin atribución de significado. No sabemos. Todo ocurre por una causa, suponemos. La Ciencia misma se percibe como la búsqueda de relaciones causales. Podrá ser racional o irracional afirmar esto, pero la contingencia, mostrándose causal y no sólo casual en un contexto enraizado en lo mítico, nos saluda, nos reta, permite que hagamos algo con lo novedoso...o que nos hundamos. 

Con mayor o menor acierto, no podemos desprendernos del ámbito simbólico. Y la naturaleza es percibida en él. La Ciencia nos ha ayudado a ver mejor las cosas, pero no puede excluir el valor de la referencia mítica, especialmente cuando ella misma torna en mito cientificista de progreso imparable; no, porque ese mito es demasiado pobre por olvidar a los dioses y a la poesía que los celebra. 

El mito exige y proporciona a la vez el significado. Y tal significado será siempre otorgado, en forma clínica, en modo religioso, como oráculo ambiguo, como criterio filosófico, como sentido o sinsentido. Renunciar al significado supondría asumir que el logos ha enterrado el mito, pero el logos siempre es manifestado simbólicamente, aunque sea en ecuaciones matemáticas, mediante la narración mítica. De no ser así, muchos nos volveríamos locos. 

Ante una ciencia que deviene tantas veces infantiloide, necesitamos el retorno a esa buena infancia que requiere la fantasía de un cuento. Tal vez esa fantasía, que subyace a la ciencia y a la filosofía, sea lo que mejor nos haga intuir lo inaccesible, lo Real.

martes, 30 de octubre de 2018

MEDICINA. La miope y obsesiva referencia industrial.




Parecen tiempos ya lejanos esos en los que tanto se insistía en hospitales sobre la gestión de la calidad y viceversa en relación con “procesos” clínicos. El término “eficiencia” se convirtió en un mantra sagrado en los “círculos de calidad”, que habían florecido, al parecer, tras las felices experiencias de la industria automovilística.  

El caso es que seguimos en esa curiosa moda en la que, más allá de sesudas reuniones en donde se ponderaban libros sobre quién se llevaba un queso o algo así, persisten cursos de liderazgo, de comunicación, o para enseñar técnicas de “gamificación”, “empoderamientos” y demás extrañezas semánticas. 

Todo eso ocurre en el contexto de una adoración a la norma. Lo normativo se ha sacralizado y ya no viene dado siquiera por un criterio de normalidad estadística sino por la aspiración a un ideal, por tonto o imposible que sea. 
Las bondades de las normas ISO parecen muy inferiores al encorsetamiento burocrático y consiguiente parálisis que suponen en muchos casos; todo ha de estar protocolizado, desde el mantenimiento de aparatos hasta los consentimientos informados y los santos algoritmos diagnósticos o terapéuticos. Todo protocolizado, aunque no sea susceptible de regulación alguna. 
En lo concerniente al sujeto, ser normal supone asumir una idea imposible, pues nadie lo es; sin embargo, se aspira a ese criterio ideal, sea en lo concerniente a medidas externas e internas del cuerpo, sea en términos de conducta. 
A la vez que se ha ampliado una supuesta y falsa heterogeneidad dada por la forma de vestir, de relacionarse sexualmente, o por piercings, tatuajes y perfiles en redes sociales, que pretenden el espejismo de convertir una apariencia de libertad en algo real, nuevos puritanismos radicales imponen una moral laica de una rigidez que llega a ser mayor que la derivada de la creencia religiosa tradicional, con sus demonios y tentaciones. Una rigidez que propicia una mentalidad de rebaño y facilita la posibilidad totalitaria.
Se trata de ser distintos e iguales a la vez, como los coches tuneados.

Y en ese peculiar mundo estamos. Esas modas que se iniciaron con la empresa automovilística japonesa persisten. Nos lo destacaba un reciente artículo que, a los que estamos desfasados, nos resulta soporífero porque en él se insiste en la bondad de la perspectiva industrial asociada al método “Lean”, con sus “valores añadidos”, “problemas de base”, “implicaciones del personal”, “cambios de cultura” y demás exquisiteces. Es un texto adornado por palabras japonesas y en el que sólo se echa en falta la alusión a la importancia trascendental del “mindfulness” en los hospitales; meditemos todos antes de operar o de ser operados. Operados y empoderados.

El caso es que el objetivo no parece que pueda ser más noble, “la satisfacción del paciente” (cliente se llegó a decir hasta la saciedad hace un par de décadas) y, eso sí, se trata de aplicar el método científico, basado en planificar, hacer, verificar y actuar (PDFA, por sus siglas en inglés)”. Ya sabemos que siempre se invoca la supuesta base científica de lo que sea porque parece a muchos que, si algo no es científico, no existe.
Antes se hablaba de puntos fuertes y débiles, del análisis DAFO, que seguirá flotando en gerencias varias e instancias superiores, esas que no parecen haber sabido planificar las necesidades de médicos que tiene nuestro país, en el supuesto de que vieran todos los puntos fuertes y débiles, habidos y por haber, concernientes a la salud de la población.

Nuestro lenguaje ya no es lo que era. En los hospitales lleva tiempo ya hablándose en una neolengua que acoge algunos de los términos ya citados y que no tiene reparos en producir cada vez más anglicismos. El lenguaje habitual sólo parece adecuado para grabar en una historia electrónica que alguien es bebedor, psicótico o que ha tomado cocaína. 

Por supuesto, aunque en ese contexto industrial se insista en que una crítica es una joya, tal manifestación tiene mucho más de cínica que de clínica pues lo que más bien parece pretenderse es una infantilización generalizada, a la que no es ajeno el progresivo declive de la comunicación entre médicos y la “algoritmización” de la información proporcionada a pacientes, sea como consentimiento informado (aterrador, en general), sea anunciándoles todos los cataclismos que pueden ocurrirles por el mero hecho de ser tratados en el hospital; para eso son adultos y autónomos. 

Parece perseguirse que todos estemos trabajando contentos, optimizando tiempos, para satisfacción de un “cliente” que, injusto tantas veces, estará poco satisfecho a la luz de lo que acontece en el sistema sanitario real, sea público o privado. De momento, no se oferta la elección de emoticonos a pulsar ni se hacen llamadas preguntando si uno está sumamente satisfecho o no, pero todo se andará. 

Tal perspectiva va de la mano de una sub-especialización por la que la visión de muchos médicos es parcelada a un campo muy restringido del cuerpo, siendo auxiliada por robots, en una analogía cada vez mayor con la producción en cadena de los coches. Esa mirada miope facilita un falso respeto entre los distintos especialistas, bajo cuyo prisma un médico deja propiamente de serlo a veces para convertirse en un técnico que aplica un protocolo, un algoritmo o una terapia a un trozo de cuerpo; a la mente ya le llegará su turno, cuando triunfe de una vez la reducción biológica añorada por tantos.

Y así, la medicina industrial pasa a ver cuerpos y mentes como Toyota ve coches. 

Las consecuencias negativas son obvias, desde el olvido de la singularidad del acto clínico a la ausencia en muchos casos de una visión generalista del paciente, siempre necesaria, aunque su problema inmediato se centre en su hígado o su piel.

El neo-mecanicismo ha resurgido con un vigor inusitado. Es cierto que, en muchas situaciones, cabe la contemplación mecánica del cuerpo y, en este sentido, son indudablemente valiosos todos los grandes avances que se están produciendo en el ámbito quirúrgico o en áreas de recuperación funcional, como las que tienen que ver con la traducción de señales corticales a sistemas robóticos. No cabe duda de que un corazón puede contemplarse perfectamente como una máquina biológica, pero no así a su portador, que es algo más.

El contraste con la realidad no puede ser mayor. Es esa ausencia de perspectiva generalista, agravada por el descalabro que sufre la atención primaria por falta de médicos y tiempos, la que facilita la poli-medicación a enfermos mayores o crónicos, los retrasos diagnósticos por peregrinaciones inter-consulta y la cruda ignorancia de la interacción entre lo médico y lo social. ¿Qué hacemos con una persona que ha quedado sola, pobre y mayor y se deprime? ¿Le aumentamos la serotonina en sus sinapsis? ¿Es esa una solución? ¿Es lo que le ocurre una enfermedad?

Si la Medicina toma como referencia en su visión la excelencia de una fábrica de coches, mal vamos como médicos y como pacientes, por más que el avance tecno-científico permita cada vez más posibilidades diagnósticas y terapéuticas. No todo el mundo se compra un coche, pero todo el mundo acaba siendo directa e indirectamente afectado por la enfermedad y la muerte. Cualquier comparación de la práctica clínica con lo que se haga en la mejor de las fábricas es sencillamente una solemne estupidez.






viernes, 19 de octubre de 2018

Ciencia y Filosofía en las aulas. Una cuestión de método.




Parece que la Filosofía retorna a las aulas como materia obligatoria. La noticia es buena en medio de tanta simpleza cientificista, tan pretendidamente pragmática que ni pragmática es.

Pero todo ha de matizarse, ya que lo que se reintroduce es la Ética y la Historia de la Filosofía, que no es lo mismo que la Filosofía misma, aunque ésta pueda albergarse como tal con mayor o menor acierto en ambas disciplinas. 

Esta medida parece responder a la justificada reacción previa de ciudadanos ilustrados que han visto y denunciado algo tan impropio como la eliminación, en los curricula escolares, de la Filosofía y, en general, de disciplinas humanísticas. Por supuesto, pueden haberse dado intereses meramente laborales, gremiales, pero eso parece secundario ante una respuesta adecuada ante una demanda legítima, tras despropósitos educativos sobradamente conocidos.

Con frecuencia se contrasta un valor cuasi ornamental de la Filosofía (y demás disciplinas humanísticas) con el valor pragmático de la Ciencia, que sí sirve para comprender el mundo y transformarlo, en vez de hacer juegos de palabras más propios de tiempos pretéritos. 

Pero hay algo que ha de tenerse en cuenta, se esté o no de acuerdo con un pragmatismo ingenuo excesivamente arraigado en las aulas, especialmente con la marca boloñesa. 

Ocurre que, tanto la Ciencia como la Filosofía, no se enseñan, en general (hay siempre honrosísimas excepciones que no se ciñen a los libros de texto), como tales, sino como Historia empobrecida, sea de resultados científicos, sea de ideas filosóficas. Algo es mejor que nada, pero, de ese modo, parece darse un defecto esencial en lo concerniente a la Ciencia y a la Filosofía. Son muchos los estudiantes, incluso licenciados, que ven en la Ciencia una secuencia progresiva de resultados (se acaba sabiendo que la mecánica relativista supera a la newtoniana, que hay una equivalencia materia – energía, que el ADN es la molécula informativa de los seres vivos, etc.). Del mismo modo, se acaba sabiendo algo o bastante de lo que pudieran pensar Descartes, Platón o Kant, o una relación bibliográfica de figuras destacadas de la Literatura, aunque no se haya leído a ninguna de ellas. Se trata de una concepción de la cultura, incluyendo la científica, que sí resulta ornamental. Y, de ese modo, se olvida (llevamos demasiados años haciéndolo) lo nuclear.

La Ciencia, contada como historia de resultados, y a la luz de las aplicaciones de éstos, pasa a ser considerada como creencia. Eso es así porque se echa en falta la introducción adecuada a lo esencial en Ciencia, que es su método. De modo análogo, la Filosofía narrada como historia del pensamiento no implica necesariamente que induzca el pensamiento mismo. En ese sentido, ni la Ciencia ni la Filosofía auténticas podrían considerarse “obligatorias”, aunque se impongan (y deban imponerse) como asignaturas, porque no se enseña lo más propio de ellas y porque resulta sencillamente imposible obligar a alguien a pensar, especialmente en estos tiempos en los que impera la concepción métrica y ociosa de la vida. 

La Historia de la Filosofía, como la del Arte o la de la Ciencia, son muy importantes como ayuda esencial para contextualizar el pensamiento y la creatividad personales, pero lo que resulta realmente fundamental es la familiarización con lo que al ser humano le importa y la formulación de preguntas al respecto. Es desde ese retorno al origen, que supone la admiración, el asombro ante el mundo, que podrán plantearse cuestiones, hacer reflexiones propias y debates y ver qué posibilidades hay de resolverlas a través de la Ciencia y qué interrogantes quedarán provisional o indefinidamente fuera de su alcance.

Si la enseñanza de la Ciencia se ciñe al relato de sus resultados, aunque incluya alguna que otra demostración matemática o una mirada a un microscopio, se estará convirtiendo en la transmisión de una creencia en quienes los han obtenido, más que en un reconocimiento de la bondad del método científico. Tal vez por eso es comprensible que haya quien, habiendo seguido una trayectoria curricular científica, caiga en la creencia pseudocientífica. Se puede ser médico con un magnífico expediente, sabiendo mucha Fisiopatología, y creer que la iridología es magnífica en el diagnóstico como el agua homeopática lo es para el tratamiento. 

Si la ciencia es “sabida” como creencia, podrá ser fácilmente sustituida por otra creencia; es eso lo que facilita la permanencia de las pseudociencias en entornos pretendidamente científicos; a la vez es lo que facilita una defensa de la ciencia (como si ésta lo precisara) por parte de un escepticismo casi religioso porque tampoco mira al método; los pseudocientíficos, numerosos, son compensados con círculos de “escépticos”, también numerosos. Lo cuantitativo es facilitado por la difusión en red y prima sobre lo cualitativo. Probablemente Einstein lo tendría difícil en esta época, tanto por la mirada pseudocientífica como por la de pretendidos escépticos. Y es que el escepticismo real también es cuestión de método.

De modo análogo, una enseñanza adecuada de la Filosofía, aunque precise de un saber sobre su historia, supondría el encuentro con el no saber, con la ignorancia esencial sobre lo más importante, la que suscita más preguntas que respuestas, por más necesarias que éstas se consideren.A fin de cuentas, a diferencia de la Ciencia, la Filosofía es tarea de cada cual o algo así decía Jaspers.

Enseñar Ciencia y Filosofía acaba siendo lo mismo en el sentido de que ambas tareas suponen facilitar un espacio de apertura al pensamiento, a la reflexión, a la pregunta. Saber acaba siendo, como siempre fue en el sentido más auténtico, una experiencia socrática, la que supone hacer preguntas desde la ignorancia y asumir que las posibles respuestas parciales sólo podrán proporcionar una mejor visión de esa ignorancia. Es desde esa humildad, creciente y reconocida, tanto más cuanto más se luche contra ella, que un joven podrá hacerse científico respetando el necesario marco filosófico para la investigación, o filósofo, sabiendo que el método científico es la mejor ayuda para conseguir la respuesta a muchas preguntas que aún no se han contestado o que ni siquiera han llegado a formularse.  

lunes, 1 de octubre de 2018

CIENTIFICISMO INQUIETANTE. LA POLÍTICA BASADA EN LA EVIDENCIA.






Qué estupendo parece estar seguros de lo que decidimos, sea para nosotros mismos, en la elección de pareja, de profesión, de lugar de vivienda… o sea para otros, desde la práctica de la Medicina hasta la decisión política. Y, si hay un término confortable al respecto, es el de evidencia. La evidencia, algo incuestionable, algo que ha hecho avanzar el conocimiento científico, aunque en este ámbito dicha evidencia siempre sea susceptible de desaparecer ante nuevos resultados.

No extraña por ello que haya calado con tanto vigor la expresión “Medicina basada en la evidencia”. Hemos tenido sus bondades derivadas de la concepción frecuentista de la probabilidad, así como sus perjuicios debidos al olvido del criterio bayesiano y al sesgo inducido por múltiples conflictos de interés curriculares y comerciales.

¿Por qué había de extrañar la existencia de una expresión análoga aplicada a la Política? Existe, en efecto, una “Política basada en la evidencia”, aunque sea en la mente de quien la imagina. ¿Cómo se obtiene la evidencia en el mundo contemporáneo? Está claro, de manos de la ciencia o, más bien, diciendo que de manos de la ciencia aunque no haya ciencia alguna en juego.

En la versión digital de El País del 25 de septiembre de este año, uno de los fundadores de una iniciativa llamada “Ciencia en el Parlamento” afirmaba que el objetivo último perseguido es “conseguir que el método científico se instale en la toma de decisiones de los políticos”.

Ciencia en el Parlamento. Suena estupendamente. Y tienen una web en la que vemos que tal iniciativa goza ya del apoyo de serias entidades científicas, como la Universidad Complutense, la UNED, Naukas, el mismísimo CSIC y la infatigable luchadora contra pseudociencias, martillo de nuevos herejes, la APETP. Es decir, no estamos ante una idea de cuatro iluminados sino ante un afán compartido por diversas instituciones, algunas universitarias, y supuestamente científicas. 

En esa web se señala la “apuesta por la implicación del método científico en el proceso general de la toma de decisiones”. Se muestra un gráfico en que la ciencia es esencial, nuclear, a la hora de legislar y también en la decisión del poder ejecutivo. El gráfico mismo ya es, como tanta ciencia mal divulgada, sencillo (cualquier niño de parvulario podría entenderlo). Los autores pretenden “contemplar una formación a los diputados, a los gabinetes y a los trabajadores del parlamento sobre cómo conseguir buena evidencia”. Poco más tarde se recalca que “la selección de los expertos en las comisiones suele responder a los canales típicos de los partidos políticos, lo que puede significar que los testigos sirvan a propósitos políticos en lugar de ofrecer un testimonio equilibrado y convenientemente centrado en presentar la evidencia de una manera objetiva”. Parece malo a los neutros, a los objetivos puros, que se sirvan intereses políticos estando en Política.

Servicio, evidencia, equilibrio que evite sesgos políticos… De eso se trata. Ya va siendo hora de que las decisiones políticas sean acertadas por el bien de todos. Es sabido que la ciencia es bondadosa para la salud, la alimentación, las comunicaciones y hasta para el ocio (bueno, también para la guerra, pero eso no ocurre siempre en todas partes).

Pero no se trata de que haya una mejor política científica en el sentido que se considera ahora, es decir, de que se destine más dinero a la investigación, de que se orienten mejor los recursos, etc., algo que requiere ya de los consabidos asesores (es muy probable que haya en realidad más asesores que científicos de verdad, más jefes que indios) sino de que la propia política sea científica, esto es, que se haga política basada en la evidencia, en una evidencia dictada por pretendidos científicos.  

“La política va de sentimientos y opiniones. En estos tiempos de posverdad hay que mirar como solución a la ciencia. Buscar pruebas. Valorar de forma racional los hechos. Tomar decisiones objetivas sin tener tanto en cuenta la tendencia política y la cultura”, dijo con gran razón un astrofísico, semilla de la nueva política que, desde la objetiva, fría y evidente mirada de lo que unos cuantos llaman ciencia será posible. 

Es obvio. Pongamos el ejemplo de las pensiones, uno de tantos, como podría ser implantar de forma general el carril bici. ¿Se suben, se bajan? Los sentimentales y los que opinan de todo sin saber dirán una cosa o la contraria; habrá quien opte por eliminarlas o dejarlas como están. Así nos va; con sentimientos y opiniones no iremos propiamente a ninguna parte. Y es que hay políticos de derechas, de izquierdas, centristas, radicales, moderados, nacionalistas, populistas…  Se acabó. ¿Para qué esas marcas anticuadas? Dejemos a los astrofísicos, a los químicos, biólogos y matemáticos, ayudados por los expertos cazadores de talentos, que los iluminen. Ellos, con su método científico, mostrarán la solución que la evidencia sustente para cualquier asunto político, sea la terapia con células madre, la instalación de paneles solares, el cambio climático o el sistema educativo (también las pensiones / eutanasia).

Podría decirse que, si todo es Política, todo es ciencia a fin de cuentas, ya que son los científicos (los autodenominados así) los que saben de método, de evidencias y sesgos. Es poca la insistencia que en esto se haga y por eso se plantea un poder emanado del saber científico, que no histórico y ya no digamos algo que tenga que ver con la inútil Filosofía, como creo que pretendía Platón en su ciudad ideal. 

El cientificismo pretende ser científico y pragmático. Pero la ciencia es atacada desde él por su miopía bibliométrica y sus sólidos intereses inconfesables. La inquietud humanística es algo a desterrar desde la perspectiva utilitaria. ¿Para qué sirven la Historia, la Filosofía, la Literatura…? Se hace y se hará más veces la misma y necesaria pregunta. Sí, el saber humanístico, como la ópera o una película, es un divertimento, un adorno para alimentar conversaciones, algo que "queda bien", pero nada más. El psicoanálisis sucumbirá forzosamente ante la psicología conductista, la “científica”. La Medicina, de hecho, ya está asfixiada por protocolos MBE, ISOs y demás ignorancias de la singularidad del paciente.

La ciencia es lo que importa, el único medio para saber, para conocernos, para curarnos, para ser felices, aunque acabemos siendo más idiotas.

Bueno, quizá sea magnífico tener una Política basada en la Evidencia. Claro que eso supondrá necesariamente poner en práctica lo “evidente”: no todos los votos serán iguales bajo ese nuevo gran paradigma que se anuncia (y que no es tan viejo). No valdrá lo mismo el voto de un astrofísico que el de un albañil; no será igual el voto de un ama de casa que el de una “product manager”. Eso es obvio desde la optimización de votos que implica una Política basada en la Evidencia. ¿Quién puede votar? ¿Todos? ¿Cuál es el coeficiente intelectual mínimo que el bien común requiere desde la evidencia?

Seguro que es mera casualidad utilizada torticeramente por este modesto autor, pero todo parece apuntar a que un mensaje tan peculiar, quizá por moderno, cale en las grandes cabezas pensantes de nuestros políticos señeros, que, aunque no sean científicos, aspiran al saber proporcionado por diferentes “másters”. Habrá los incultos que no entiendan que se les convaliden materias, considerándolo escandaloso, como si rectores, decanos y profesores varios no supieran del saber de esos privilegiados alumnos. Son esos incultos críticos (siempre los hay) los que perturban la democracia. Y más la perturban votando; ellos, que jamás lograrían un máster, pretenden criticar las legítimas titulaciones de nuestros representantes, llamados como están a hacer Política basada en la Evidencia.

Seamos pragmáticos, científicos, humanos. Segreguemos a toda apariencia de pseudo-ciencia que en el mundo haya, es decir, a todo lo que no sea ciencia pura y dura (quizá podamos dejar las ciencias “blandas” como la Paleontología). Eliminemos todo eso que los expertos y cazadores de talentos ven mal. Y nos irá … peor. Seremos conducidos al precipicio.

La ciencia se basa en un método y tiene su campo de acción, que no es precisamente la política ni la ética. El cientificismo, que pretende adorarla, es un demonio anti-científico que la confunde con la perversión bibliométrica y que adora a los autodenominados escépticos, como antes (ahora ya menos) se hacían novenas a santos. 

La ciencia se nutre del logos aunque sustente buenos mitos, el cientificismo se alimenta del peor, del más pobre de los mitos, el del progreso imparable, ése que condujo a la fijación del nitrógeno, pero también al gas mostaza por parte de la misma persona, ése que arrasó Hiroshima, ése que calienta la Tierra y llena los mares de plástico hasta convertira en planeta inhóspito, ése que sólo sabe adular a la riqueza y matar de hambre a tantos.

La ciencia tiene un gran enemigo hoy en día, un enemigo que se viene incubando desde hace décadas. Es el cientificismo, que ahora pretende invadir el campo de la decisión política. 

Estamos ante un movimiento demoníaco que, en nombre de la ciencia, deificándola a la vez que la destroza, devendrá, si no lo remediamos, en puro totalitarismo. Es bien sabido que el fin del demonio es el que es, el infierno. Y en ese camino pretenden meternos bastantes siervos del mal.


viernes, 28 de septiembre de 2018

La música del Cosmos




Vivimos en el enigma, el de todos, el de cada uno, que la Ciencia no resolverá, porque sólo podrá describirlo y establecer relaciones causales incompletas. La Ciencia no nos dirá propiamente nada sobre el “qué” esencial.

Con cierta frecuencia surge la pregunta ya clásica de por qué hay algo y no más bien nada. Hay quien remite la respuesta a Dios; hay quien la resuelve en ecuaciones. Sea como sea, en ambos casos se viene a decir lo que está escrito en el evangelio de San Juan, “En el principio existía la Palabra” (Jn.1,1). Como soplo divino o como expresión matemática de la legalidad física, el Logos será percibido a través del Mito, por más que se insista en la posibilidad contraria. 

Hay otra pregunta, ¿Qué? ¿Qué es? ¿Qué soy? Puede surgir cuando menos se espera, en la alegría o en el abatimiento, como angustia o como sosiego. Puede brotar incluso sin formularse, como respuesta sin palabras, estética y extática. Stefan Zweig se refirió a un gran momento, un momento de varios días, en el que, yéndole mal las cosas, tras leer un texto de Charles Jennes, Händel compuso “El Mesías”. Lo dice en su obra “Momentos estelares de la humanidad” del modo siguiente: “Pero en su alma entraba a raudales la luz, e inaudible llenaba la estancia la música del Cosmos”. Luz y música, mirar escuchando.

Muchos átomos conformaron el cuerpo de Händel, muchos átomos nos sustentan al organizarse de un modo asombrosamente complejo. Una fracción de ellos se ha forjado en el corazón de estrellas. Pasó mucho tiempo (¿qué es eso?) antes de que esos átomos sustentaran la vida. Un instante dura la nuestra y después el polvo estelar que nos hace posibles quedará como residuo terreno o se incorporará a otros seres. Y en una fracción de ese instante en el tiempo del mundo que es nuestra biografía puede producirse el milagro de percibir lo Real, el reconocimiento de la gran ignorancia ante el Misterio del Ser. 

Lo eterno es revelado y hay quien logra transmitirlo. Zweig, ese gran conocedor del alma humana, nos muestra a Händel como alguien tocado por la Gracia, a la que sigue como sabe seguir, escribiendo lo que siente como nadie ha sentido.

La música del Cosmos puede ser percibida y prolongar la eternidad del instante mucho más allá de una vida concreta, pudiendo llegar a plasmar la alegría de un fulgor divino instantáneo y eterno, como celebra la oda de Schiller (“Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium!”).

Somos seres hablantes, pero no todo es decible pues la incompletitud nos impregna. Sólo la música del Cosmos puede compensar la limitación de la palabra para hablar sobre lo que nos sustenta y para nutrir el alma. Escuchándola podemos ver un nuevo cielo, una nueva tierra.