sábado, 19 de enero de 2019

PSICOANÁLISIS. "El caso Anne"



”El psicoanálisis es para el filósofo el aliado más fiable a favor de la tesis de lo inolvidable”. Paul Ricoeur” (en “La memoria, la historia, el olvido”).

“Anne pudo acariciar su rostro, mirar aquellos ojos que habían visto el fin de la humanidad, testigos directos del naufragio definitivo de cualquier esperanza”. Gustavo Dessal (en “El caso Anne”)




"El caso Anne” (“Survivig Anne” en versión inglesa) es un libro maravilloso. Lo es en el sentido del medievalista Jacques Le Goff (“Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval”), que lo relaciona con los “mirabilia”, que tienen una raíz, “mir”, que implica algo visual. Dice Le Goff que “se trata de una mirada”.

Pues bien, la maravilla del libro de Dessal reside precisamente ahí, en la mirada a la que nos conduce, de un modo natural, sencillo, excelente. 

Esa es su gran diferencia con otras obras. Lo maravilloso aquí reside en la dirección de la mirada a ese acto de amor que es un psicoanálisis, una laboriosa y lenta tarea que puede facilitarnos el hacer algo más auténtico con la propia vida, porque partimos, con el autor, de que “la única dignidad de las personas reside en su drama, en el hecho de que la existencia es siempre un proyecto fallido, un encuentro truncado, un deseo irrealizado”. Lejos quedan las insensateces de adiestramientos conductistas y las baratas e imposibles felicidades de las psicologías positivas y mindfulness de empresa o caseros.

Sólo un gran escritor como Gustavo Dessal puede construir una narrativa que apasiona desde el primer momento, sugiriéndonos con gran claridad, no exenta de rigor, lo que es un psicoanálisis y, más concretamente, un psicoanálisis lacaniano. 

Pero no es menos cierto que sólo un gran psicoanalista podría escribir algo así. Tan feliz conjunción de ser escritor y psicoanalista facilita la mirada del narrador, contagiando a su vez a la nuestra. 

Pero Gustavo Dessal va más allá al narrar unas historias entretejidas. Se ancla en la Historia misma, parte de ahí, de ese lugar común que nunca se aprende y siempre se repite. De eso que tan bien nos han descrito autores como Hobswam, Judt, Fontana, Beevor, Mazower… La Historia escrita, descrita, “explicada”, nos dibuja el contexto en el que muchos nacen, viven y mueren. Pero ha de tenerse siempre en cuenta que eso implica a un sumatorio de lo distinto, de las vivencias singulares, que ya no son, como tales, meras consecuencias de la Historia, sino esencialmente memorias irrepetibles inconscientes y conscientes a la vez, también memorias con frecuencia culpables por el hecho de existir, por la contingencia de haber sobrevivido a la muerte anunciada. Es tan interesante como llamativo y cierto que en el libro el mal se le atribuya a los alemanes y no a los nazis (aunque hubiera alemanes no nazis, aunque hubiera alemanes judíos). No es exageración, sino mera constatación de la "normalidad" germánica de aquella época que tan claramente denunció Goldhagen.

Y Gustavo Dessal parte de ahí (por eso el título de la versión inglesa parece más acertado).  Su narración surge de los efectos en una persona de algo lejano a ella, pero no tanto como para que no le afecte, para que no la vuelva loca. Y ahí volverá, a ese horror, mezcla de historia y locura, pero de otra manera. Ese es el gran valor del psicoanálisis, facilitar que el amor sobreviva incluso en supervivientes, hacer que el perdón, como olvido (no es contemplable otro perdón), sea factible.  

Lo cuantitativo cede, en este libro, a lo cualitativo, como la narración de los historiadores (no son citados ni falta que hace) cede a la memoria personal. 

Pocos libros hay que merezcan ser leídos y releídos. Éste es, para mí, uno de ellos. Podría incluir en mi lista personal unos cuatro o cinco más. 

A veces se dice que quien pruebe, vea o lea algo, no será defraudado. No es el caso. El libro defraudará más de lo que satisfará. Defraudará a quien espere un relato agradable, interesante, un "thriller", un divertimento, y más aún a quien persiga una cierta respuesta a sus problemas vitales. Satisfará sólo a quien tenga la humildad de reconocerse como ser impropio en el sentido de Heidegger (quien sí que defraudó pero de un modo absolutamente vulgar y acomodaticio). Satisfará algo a quien vea que la cura, considerada como cuidado, es complicada, que no se dará con simplezas, sino que quizá, sólo quizá, sea posible en un encuentro con uno mismo mediado por otro a quien se le supone un saber sobre el alma.

El Psicoanálisis, tan lejano a la Ciencia, necesita, sin embargo, como ésta, de una buena difusión que aparque cualquier resto "biblicista". Este libro es ejemplar al respecto. Los grandes hitos han de superarse en todos los campos del saber, que lo es cuando reconoce su propia carencia o quietud. Einstein fue maxwelliano y newtoniano, pero fue más allá. Nos basta con Newton para enviar una sonda a Júpiter, pero precisamos a Einstein para buscar un restaurante próximo. Y la Física no se conformará con Einstein ni con Planck, por genios que sean. Es imaginable que Freud y Lacan siguen y seguirán siendo vigentes, pero quizá se les haga un flaco favor si son perpetuados sólo como "libro" a aplicar y no como impulso para ir más allá, aunque parezca impensable a corto plazo. Esa efervescencia de novedad, que acoge el efecto tecnológico (brillante en "El caso Anne", con su "bebé" japonés) es perceptible ya afortunadamente en apariencia.

El tiempo dirá. Casi al final, Freud le concedió más importancia al capullo de una flor que a todo lo demás. Tal vez ahí, en esa espera de belleza, que lo es del saber real, resida la mejor posición.

sábado, 12 de enero de 2019

LA MIRADA. Cuando la fotografía llega al alma.


Hace ya muchos años que la fotografía se ha instalado en nuestras vidas. Fotos familiares, de niños, de recién casados, de novios, de abuelos... Fotos en blanco y negro, amarillentas, fotos en color. Negativos impactantes en una maleta mexicana... Y fotógrafos, máquinas de fotos, reflex, automáticas, de bolsillo... Fotos de y fotos para. De padres, de amigos, de paisajes. Para el DNI, para el recuerdo, para decir que uno estuvo allí, fuera donde fuera, como si importara, fotos testimoniales.

Ya se sabe, una foto vale más que mil palabras, algo que muchas veces es mentira, porque el parloteo excesivo puede llegar a asfixiar la verdad pixelada; a pesar de las imágenes que muestran a judíos fregando las calles de la culta, de la romántica Varsovia, sigue y seguirá habiendo negacionistas, todos esos que confirmarán otra vez que la Historia nunca se aprende y sólo se repite. El otro, el gran enemigo, seguirá siendo fotografiado y negado.

Desde los álbumes de fotos familares hasta los “gigas” o “teras” de imágenes obtenidas con móviles y captadas para no ser vistas nunca, el milagro fotoquímico persiste mejorado, electrónico. La fotografía permanece más allá de otras aventuras tecnológicas. Hasta los videos, como los CDs, parecen haber pasado a la historia tras una vida breve.
Una pintura puede determinar una vocación. Una foto puede retomar el instante eterno.


Estos días hay una exposición en mi ciudad, en A Coruña. Se trata de una colección de fotos de Pepe Ventureira. Ayer fue inaugurada en "El Club Financiero", que suele acoger exposiciones muy interesantes.

Fue presentada por un amigo común, profesor de Filosofía, Freire Leira, con hermosas y exactas palabras que aludían a lo que tal exposición suscita: belleza y nostalgia. 
En esas imágenes se percibe algo original, singular, sustentado por una amorosa y elaborada técnica que las hace posibles. Se trata de una mirada que facilita a su vez la mirada de cada uno. Una mirada que lo es al instante eterno, plasmado en nebulosa, pues no se intenta una métrica, un isomorfismo entre lo real (¿qué será lo real?) y un negativo fotográfico, sino que parece atenderse a la pura evocación que, como tal, es necesariamente indefinida. Indefinida y persistente, algo que mueve y conmueve.

Parece que la imagen directa lo diría todo, sea de conexiones neuronales, de dibujos paleolíticos o de un rascacielos. Ah, la imagen... Estamos inundados de imágenes y de promesas salvíficas asociadas a ellas. El conectoma, por ejemplo, parece incurrir en la tentación de la verdad manifiesta, pero la verdad se aleja siempre, especialmente en lo que apunta al alma, que requiere algo más, algo que hace confundir lo aparentemente real de la foto con lo simbólico de la pintura. 

“La ciudad” es una exposición de una selección de fotos de eso, de la ciudad, de la polis, que es el propio Estado al que uno realmente pertenece, cada vez más alejada del ámbito acogedor. En este caso, se trata de la ciudad del autor, que es también la mía, la de quienes aquí habitamos. 

Calles, barrios, monumentos, paseos modernos, alguna persona aislada de quien no sabemos nada… hacen reverberar algo en nosotros, en cada uno, de uno en uno, porque cada foto remite a fin de cuentas a un impacto singular que presiona e impresiona. Los cielos foto-grafiados, sublimes, resuenan con la pintura de Turner, algo a lo que también se refirió en su presentación el profesor Freire.

Las imágenes mostradas no son sólo de recuerdos, sino de presencias, de permanencias. No son sólo para evocar, sino para vivir mejor la propia vida, sabiendo que cada rincón, cada día, son perennes porque nos han pertenecido y, a la vez, aunque parezca paradójico, dinámicos, vitales, porque nos siguen y seguirán perteneciendo... aunque no estén, incluso aunque no estemos.

Esas fotos nos recuerdan, a fin de cuentas, que vivimos, y este término, en lengua castellana, corresponde tanto al pasado como al presente de eso, de la vida. Desde esa perspectiva será posible un futuro mejor, que pasa necesariamente por lo que está a mano, por cada entorno, por cada ciudad. 

Es implícita la alusión a Hölderlin ("poéticamente habita el hombre en esta tierra").  Y desde esa concepción poética, poiética, la colección es tan íntima para los que aquí vivimos como universal por extrapolable a cualquier lugar, a cualquier tiempo. ¿Qué es eso, el tiempo, a fin de cuentas, sino un posible correlato con algo más profundo, como nos dice Smolin?

Creo que Dostoievski dijo que la belleza salvaría al mundo o algo así. Y es verdad, aunque todas las apariencias lo contradigan, porque la belleza nos aproxima a la verdad, si es que no es lo mismo como aseguraba Keats. En medio del oscurantismo que acecha, recobrar el sentido de la mirada desde la contemplación de fotos como las de Ventureira, alienta el optimismo realista que supone ser radicalmente humanos.

jueves, 27 de diciembre de 2018

PSICOANÁLISIS. El koan, la parábola y la clínica.




“Quien tenga oídos para oír, que oiga” (Mc. 4,9).

No resulta fácil entender lo que, para otros, pocos en general, es evidente. Se precisa de un sentido especial que requiere un proceso previo de preparación, el que facilita que los oídos y los ojos oigan y vean de verdad. Esto es algo muy claro en el ámbito de la Ciencia, pero se da también en el de la vida. 

Se alude a eso en el evangelio más antiguo, el de Marcos. Sabemos que Jesús hablaba en parábolas. No es una cuestión que sólo haya ocurrido en el cristianismo. El zen se caracteriza también por el enfrentamiento con los koan. 

Tratar con lo extraño, con lo absurdo, dar rodeos, parece ser el único modo de empezar a pensar y, sobre todo, sentir, de un modo distinto, la única forma de oír, de darse cuenta de lo que se está escuchando fuera y dentro, algo que sólo ocurre cuando se ha logrado tener el oído que realmente oye.

Y eso, que sucede con el cristianismo o con el zen, parece ser también marca del psicoanálisis, una marca que puede hacer que parezca tan extraño a quien sea ajeno al encuentro analítico. 

Ni el psicoanálisis ni los textos sagrados ni los koan son recetas para curar el alma ni para aliviar síntomas; la cura que pueda darse tiene que ver más con el cuidado del alma y el tiempo preciso que requiere. No estamos ante un objeto de la Ciencia. Ahora bien, las tres aproximaciones, tan distintas, nos confrontan ante lo que François Cheng llamó “la intuición del Tao” y “el mandato del Cielo”. Se trata de eso, de la vía y de la vida.

Hay una hermosa parábola evangélica que lo muestra. Es de la de los talentos. Está descrita en el evangelio de Mateo (Mt. 25,14-30) y es bien conocida; un hombre deja que tres siervos suyos administren su dinero por un tiempo; a uno le da cinco talentos, a otro dos y a otro uno. Los dos primeros juegan con la riqueza a administrar y la duplican, mientras que el último teme perderla y entierra el talento, con consecuencias que serán nefastas para él. 

Suele interpretarse este relato pensando que cada cual ha de corresponder de un modo proporcional, aritmético, a sus posibilidades (también llamadas, como las monedas, talentos), pero no es exactamente así. La mirada va más allá y atiende a lo que se hace mal, a la ocultación de la posibilidad, a la represión sostenida. 

El papa Francisco, de quien sabemos que tuvo relación con el psicoanálisis, lo supo manifestar de un modo excelente, diciendo que “el pozo cavado en el terreno por el «servidor malo y perezoso» indica el temor del riesgo que bloquea la creatividad y la fecundidad del amor. Porque el miedo de los riesgos en el amor nos bloquea”.

Estamos ante el miedo al amor y a la vida, que demasiadas veces se disfrazan de síntomas psíquicos o somáticos. La vida angustia y el síntoma palía esa angustia, por molesto y perturbador que sea. El psicoanálisis puede ser un catalizador (aunque se le critique el tiempo que precisa), en comparación con una larga vía de catarsis y progreso espiritual, muchas veces fracasada, para la gran apertura al Ser, la que se da al amor que libera y a la vida que esa libertad hace posible, una libertad que no tiene por qué ser dichosa, que crea temor, pero que es lo más valioso alcanzable porque nos permite aceptar, acoger el propio destino amoroso a que estamos llamados.

sábado, 22 de diciembre de 2018

Navidad. El retorno de lo posible.





“Pero en su alma entraba a raudales la luz, e inaudible llenaba la estancia la música del Cosmos”. Stefan Zweig. “La resurrección de Händel”.

 ¿Por qué celebramos la Navidad? Quizá la mejor respuesta sea la más simple; porque sí. Sería lo que dijera un niño, aunque lo adornara en el contexto de un relato oído en su casa o en la escuela.

Es un día más, se dice con frecuencia, desde la nostalgia por ausencias o desde el hastío de toda la parafernalia comercial, pero no es menos cierto que es un día especial y no otro más.

La pregunta ¿Por qué la celebramos? sólo es formulada por mayores, desde la pérdida de la inocencia infantil en la que era creíble también el gran milagro posterior, el de los reyes magos. 

Sólo los mayores podemos preguntar por qué hemos de cargar con esa nostalgia de tiempos pasados que, esa noche sí, son percibidos como mejores.

Ya se sabe lo que se dice. Siempre se celebró algo así, relacionado con el tiempo cíclico. El solsticio de invierno anuncia la victoria solar. Pero, ¿a quién le importa ahora el dichoso solsticio? 

Se podrá decir que se celebra, por los cristianos, el nacimiento de su gran referencia, Jesús de Nazaret, que, a pesar de eso, de ser de Nazaret como parece, había de nacer en Belén para que casaran bien las cosas con el relato mítico. Los evangelistas Mateo y Lucas no coinciden precisamente en muchas cosas y son los únicos que se refieren a ese nacimiento.

Pero el relato evangélico, incrustado necesariamente en la tradición judía, de la que se hizo herejía, anuncia algo milagroso y cotidiano: la vida.

Y, a la vez, muestra la gran realidad de lo celebrado, el desvalimiento (“…Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento”. Lc. 2,7). Hubo ahí todo lo contrario a lo que se aspira o lo que se cree percibir del propio pasado: ni grandes familias, ni familias normales (una mujer que, receptiva al ángel, acoge el Espíritu, un padre que no lo es y un niño que habría de ser referencial tras una vida más bien corta y extraña). 

Y hubo soledad. Esa es la navidad para mucha gente. Demasiados niños nacen aquí y ahora y seguirán naciendo en condiciones infrahumanas. Demasiadas personas apagarán la televisión para evitar el contraste con su soledad; otras la dejarán para que les haga la única compañía posible.

Para el cristianismo, es el mismísimo Dios el que se encarna en un niño en un momento dado de la Historia. Eso, tantas veces repetido, creído o no, remite a lo simbólico, al Misterio, que requiere renunciar a lo que no puede ser dicho. Basta el silencio.

La navidad, natividad, es nacimiento y, en la narración evangélica, implica la relación con la posibilidad de renacer, de volver a nacer incluso siendo viejo, cosa que le parecía imposible a Nicodemo (Jn.3,4).

La narración evangélica de la Navidad no es un relato histórico, pero sí un texto hermoso porque apunta a la radicalidad humana, a su desvalimiento, al misterio de la vida y a la gran posibilidad de un cambio, de un renacer que no tiene en cuenta los años vividos. Es por eso que el “Cuento de Navidad” de Dickens es excelente y sostiene la necesidad de celebrar lo que el viejo Ebenezer Scrooge detestaba (y en eso simpatizamos con él). Demasiadas veces la gran posibilidad se oculta y es preciso que aparezcan fantasmas para caer en la cuenta de lo que es importante. El cuento de Dickens no es propiamente para niños, sino una llamada a los que somos adultos, un recuerdo de la gran posibilidad de cambio, para el que no hay edades, ni siquiera cuando se está próximo a la muerte. 

Ni Nicodemo, “maestro de Israel”, ni Scrooge, entendían que vivir es mucho más que durar y hacer lo correcto. Dickens alude a un viejo acontecimiento de hace dos mil años que induce a ver, a verse, a ver – ser. 

Al final, la Navidad supone la posibilidad del retorno a casa y no a la de ahora o la de antes, no a la que fue ni a la que es, sino a la más propia, la que nos une por un momento, aunque ni casa haya, aunque seamos forzados enemigos, como ocurrió en la Gran Guerra, la que nos alienta cuando la decisión trágica se ha tomado, como se nos muestra en la excelente película “De dioses y hombres”. Basta con compartir vino en buena compañía, de unión de soledades, con el fondo de un fragmento musical, en la que es suficiente algún cruce de miradas para comprender que sólo la coherencia, aunque parezca locura, es asumible desde el honor, desde la grandeza que supone ser humano.



sábado, 1 de diciembre de 2018

MEDICINA. Ensayos clínicos. Altruismo, redes sociales y comercio.





Hace ya tiempo que la Medicina dejó de aplicar terapias como resultado de observaciones de ensayo y error.

En general, los medicamentos disponibles resultan de la purificación de productos naturales o de su síntesis. De la corteza del sauce, del hongo Penicillium, de la digital, del árbol del tejo, acabaron surgiendo fármacos tan importantes como la aspirina, la penicilina, la digoxina y el taxol.

Contrariamente a tantas creencias infundadas, el producto químico obtenido mediante un proceso de purificación adecuado o por síntesis directa puede administrarse de forma mucho más eficaz y segura que los extractos o infusiones “naturales”.

Esa síntesis puede utilizar a su favor métodos ingeniosos derivados del estudio de sistemas biológicos. Un buen ejemplo es la insulina, obtenida actualmente mediante técnicas de ADN recombinante, de forma mucho más adecuada, barata y segura que el viejo método de purificación a partir de páncreas de animales.

El hallazgo de nuevos medicamentos surge muchas veces de un descubrimiento casual o, cuando menos, peculiar. Así ha ocurrido con la clorpromazina o el litio. Incluso algún fármaco que tuvo resultados catastróficos por teratógeno, como la talidomida, se ha retomado para el tratamiento de la lepra, algo bien distinto a lo que estaba destinado al principio. Lo contingente siempre ha de tenerse en cuenta para bien y para mal. Nadie podía imaginar que la finasterida tuviera buenos efectos en la alopecia androgénica o que el sildenafilo tuviera como “efecto secundario” algo que propició un mercado millonario.

Sea desde el planteamiento teórico, sea desde una base empírica, van surgiendo nuevos medicamentos potenciales, muchos de los cuales tratan de curar, o mejorar al menos, graves enfermedades, como muchas formas de cáncer o procesos degenerativos.

Pero cada persona es un mundo; un mundo constituido por infinidad de variables consideradas desde el punto de vista morfológico, bioquímico, funcional… y psicológico. Un medicamento no es ingerido y tratado sólo por un cuerpo; la personalidad del paciente (o sano) también cuenta y, muchas veces, basta con la creencia en la eficacia de un supuesto medicamento para que éste proporcione efectos bondadosos. Es lo que se conoce como efecto placebo. Curiosamente es una de las características, la subjetividad de cada cual, la que parece superar a otras muchas variables en efecto a tener en cuenta. Por esa razón, llevan efectuándose desde hace años los llamados ensayos clínicos.

Un ensayo clínico trata de evaluar la eficacia real de un nuevo fármaco (a veces, de una terapia no farmacológica). Y esto se hace en varias fases. La primera analiza la seguridad del medicamento en cuestión y las dosis y formas en las que es posible administrarlo. En la fase II se evalúa su posible eficacia administrándolo a un grupo reducido de pacientes. Si ésta se da, será aceptable pasar a la fase III en donde se comparará el efecto del medicamento con el de un placebo (si no hay ningún tratamiento adecuado para la enfermedad) o bien con un tratamiento convencional (algo corriente en Oncología). Para obtener un resultado significativo desde el punto de vista estadístico, cada individuo ha de tener la misma probabilidad que otro participante de ser asignado a una de las “ramas” del ensayo (control y experimental), y ni él ni su médico sabrán en cuál de esas ramas se sitúa. Es lo que se conoce como un ensayo randomizado a doble ciego.

El ensayo proporcionará, en caso positivo, una diferencia con significación estadística y con un grado de significación clínica que habrá que ponderar. El fármaco podría ser sometido a aprobación y, en tal caso, pasará a la fase IV, tras la comercialización, en la que podrán vigilarse potenciales efectos secundarios que, por infrecuentes, no hayan sido apreciados antes. Algún fármaco ha debido ser retirado como consecuencia de esa farmacovigilancia (la cerivastatina fue letal en varios casos), una atención siempre necesaria. Muy recientemente, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) ha restringido el uso de unos antibióticos, las quinolonas, que han sido ampliamente utilizados durante años.

Cuando se comparan enfermos con sanos, reclutar a éstos no es tarea fácil, si tenemos en cuenta la gran cantidad de ensayos ya en curso y el hecho de que sufrirán molestias y potenciales riesgos.

La cosa cambia cuando se comparan unos enfermos con otros, siendo los de la rama control sometidos a placebo o un tratamiento estándar, si éste existe, y los de la rama experimental los que serán expuestos al fármaco novedoso. La participación ha de ser, obviamente, informada y consentida por personas adultas y, en el caso de niños, por sus padres.

Es importante resaltar que la “ceguera” que supone la ignorancia sobre si se está siendo tratado de modo convencional o con un tratamiento nuevo es esencial para poder hacer un estudio adecuado que proporcione resultados, que siempre serán interesantes e importantes, aunque sean negativos (algo a destacar, teniendo en cuenta que una gran cantidad de estudios "negativos" no son nunca publicados).

Ahora bien, nadie quiere ser ciego a lo que le dan. Cuando a una persona se le plantea la participación en un ensayo clínico, es muy probable que crea que se le va a administrar el nuevo tratamiento y que trate de saberlo de modo indirecto. Y eso es lo que empieza a ocurrir desde que hay redes sociales y constitución de grupos de intereses en ellas. En asociaciones de enfermos que se comunican en Facebook, Twitter o grupos de Whatsapp, es factible percibir que unos tienen unos efectos buenos o malos distintos a los demás miembros del grupo, lo que puede interferir con el ensayo mismo, sea por sospechas que dan al traste con la “ceguera”, sea por abandonos.  Esto es algo de lo que se ha hecho eco la revista Nature. (Agradezco al Prof. Cabezas Cerrato la transmisión de este artículo). 

Es muy humano. Si no hay nada que hacer a priori, ¿Para qué arriesgarse a algo que puede ser perjudicial? A la vez, si no hay nada que hacer a priori, ¿Por qué no arriesgarse y probar algo que puede ser beneficioso? Pero, en este último caso, si se acepta el riesgo, parece sensato "desearlo", es decir, ser integrado en el brazo de prueba del ensayo, ser propiamente “ensayado”.

El altruismo que mira al futuro, a otros que puedan beneficiarse, no parece que pueda sustentar en muchos casos la inquietud personal de pacientes concretos o de familias con un hijo sometido a ensayo y que no saben si está siendo sometido a lo novedoso o al placebo.

Tiene que ser muy doloroso para unos padres intuir que a su hijo lo están tratando con ... nada, por más que entiendan que ese brazo del ensayo, el placebo, es necesario para llegar a saber algo que quizá acabe beneficiando sólo a otros.

Y algo así les puede ocurrir a pacientes con cáncer con una expectativa de vida corta. Creo que muchos pacientes entienden que, si les proponen participar en un ensayo clínico, serán realmente "ensayados" ellos mismos y, en tal caso probablemente sientan que no hay nada que perder.

La participación en un ensayo clínico supone en muchos casos una buena dosis de altruismo, a veces sufrimiento y serios efectos secundarios, un gran desgaste personal y familiar, que contrastan fuertemente con el precio escandaloso que están alcanzando terapias novedosas logradas gracias a esa participación voluntaria (ya tuvimos el lamentable ejemplo del coste abusivo de los nuevos fármacos contra la hepatitis C), y que apuntan a una probable y próxima escisión entre una medicina de ricos y otra de pobres si una política sensata e internacional no lo remedia, pero esto ya es otra historia.




lunes, 26 de noviembre de 2018

Sentido y significado




La propia existencia nos interroga constantemente, si lo permitimos aunque angustie. No es raro que el síntoma psíquico palíe o llegue a asfixiar esa angustia propiamente humana. Y la terapia del síntoma puede oscilar entre un necesario y amortiguador tratamiento farmacológico (no siempre existente) y el “furor sanandi” que sólo mira lo más sintomático, lo más superficial.

Y parece que estamos condenados a una cierta apertura a la pregunta esencial que encierra todos los demás interrogantes, qué somos. Lo que hagamos, a quiénes amemos de verdad, también los odios, que pueden llegar a extinguirse, la aceptación vocacional o su rechazo, los síntomas que nos atormentan el alma… Todo tiene que ver con lo que somos, cada uno, de uno en uno, algo de lo que sabemos realmente poco, cuando la pregunta por lo que somos se convierte en la cuestión sobre lo que soy.

La Ciencia nos dice mucho sobre lo que somos, sobre nuestro cuerpo en sus aspectos mecánicos, bioquímicos, sobre lo que nos sitúa como miembros de una especie, de una cultura, a la que pertenecemos como un “quién”, pero nos dice mucho menos o más bien casi nada sobre nuestra singularidad, de la que brota esa pregunta que fácilmente se formularía como ¿qué hago aquí?, ¿para qué he nacido?, nuevamente… ¿qué soy? Y, a partir de ahí, ¿qué quiero?

Bueno, ha de reconocérsele a la Ciencia no sólo el saber que proporciona, sino sus aplicaciones pragmáticas, como los medicamentos. Cada vez se sabe más, aunque sea muy poco, de todas las moléculas y estructuras neuronales que son requeridas para el funcionamiento del alma e implicadas en sus sufrimientos.

La Filosofía nos abre al interrogante ampliado, modificado, retorcido, más que a posibles respuestas. Un interrogante necesario, pero que no colmará en general las grandes inquietudes. Ni enseñará propiamente nada más que a preguntarse uno mismo a la luz de las cuestiones de otros. Quizá por eso los filósofos, aunque puedan contagiar la necesidad de saber, sean malos educadores (o tengan muy malos alumnos); Las diferencias entre Séneca y su discípulo Nerón han sido notorias, pero también las existentes entre Platón y Dionisio de Siracusa o entre Aristóteles y Alejandro. Un gran filósofo como Heidegger puede estarle reconocido o no a un maestro como Husserl según el cambiante contexto político; lo pragmático se impone demasiadas veces.

La vida pasa, hemos hecho cosas, hemos respondido a algo, pues responsables somos siempre, y eso conlleva en mayor o menor grado satisfacciones y culpas.

Viktor Frankl no lo pasó bien. Sobrevivió al horror nazi que mató a sus seres queridos, incluyendo su propia estancia en campos de concentración, y subrayó tanto la necesidad de lograr un sentido, que llamó logoterapia al método utilizado con sus pacientes. En uno de sus libros se nos dice que “ser persona es poder ser siempre de otra manera”. Y siempre significa siempre, incluso al final, en la antesala de la muerte. Siempre habría esa posibilidad. Y eso nos supone buscadores, no tanto como filósofos, sino de un modo más profundo, yendo a esa pregunta formulada al principio.

Jaspers no sucumbió al pragmatismo de Heidegger y nos legó una bellísima, humana, obra. De modo similar, Freud se mantuvo coherente, mientras Jung se dejaba querer por los viejos dioses del norte.

En nuestros tiempos, Yalom, estando próximo por edad a su muerte, reconoce la gran importancia que ésta tiene para todos (no se puede mirar directamente ni a la muerte ni al sol) y la hace elemento nuclear en su psicoterapia.

Necesitamos saber qué hacer más allá de sobrevivir, de durar. Necesitamos saber-nos. Y ahí el psicoanálisis cobra un valor excepcional porque realza precisamente lo que no nos desvelan la Ciencia ni la Filosofía y que es extrañamente oculto y, a la vez, familiar. En un encuentro singular, uno llega a saber de sí, de sus elecciones, de su libertad y determinantes, siempre de su responsabilidad, que no le será paliada.

El sentido puede ser creído o reconocido. Con razón, el gran François Cheng se refería a sí mismo como "adherente" más que como creyente. Quizá eso sea así porque, si hablamos de sentido real, no derivará de la creencia, aunque así le llamemos, sino de aceptación de lo que vemos, de una cosmovisión que puede incluir la aparente falta de sentido alguno. En realidad, la fe no es creer lo que no vemos, sino más bien esperanza sostenida desde lo que nos resulta evidente. Al ser un concepto deteriorado, no extraña que, en creyentes, el psicoanálisis pueda acabarse bruscamente o acabar con la creencia, como si no hubiera otra posibilidad.

Hablar de sentido sugiere un ir a algún lado y aceptarlo, elegir nuestro destino, aunque esto parezca contradictorio, asumir el deseo que confiere el auténtico significado, el de cada uno. Y eso, aunque no implique lo que suele llamarse felicidad, aunque no permita el sosiego que prometen tantas técnicas, aunque desasosiegue y angustie, permite al menos encontrarnos con los otros y con el mundo en algo esencial, en el conocimiento de la ignorancia que tan bellamente expresó Angelus Silesius, cuando dijo que “la rosa es sin porqué; florece porque florece”.

Al final de sus días, en su entrevista a Viereck, Freud también resaltó la importancia de lo más próximo y, por ello, más enigmático: Estoy mucho más interesado en este capullo de lo que me pueda acontecer después de estar muerto”. Tal vez no haya gran diferencia entre el sentido de la flor y el de cada uno de nosotros. Los mismos átomos nos constituyen; no es descartable que una unidad sutil en seres tan aparentemente distintos confiera el significado buscado, el entronque en ese sentido cósmico capaz de hacernos trabajar y amar, algo en lo que Russell cifraba la verdadera felicidad, tan distinta a lo que suele entenderse bajo ese término.

  

miércoles, 14 de noviembre de 2018

MEDICINA. Soportar la incertidumbre.




Ocurre hasta en experimentos con partículas elementales. Heisenberg mostró el reino de la incertidumbre (entre variables conjugadas, como el momento y la posición) en ese ámbito. Y eso generó una hermenéutica que prosigue, aunque haya quien la descarte por inútil, viendo en ese extraño mundo cuántico sólo lo que “sirve”, lo que importa, una herramienta matemática que predice muy bien lo fenoménico, lo observable. Quedémonos con los hechos y no miremos más allá, viene a decir una de las interpretaciones o, más bien, una ausencia de interpretación.

En el ámbito clásico, en el que podemos prescindir de esa extrañeza cuántica, aunque esté en sus raíces, también topamos con la incertidumbre, aunque sea diferente. Incluso en sistemas simples, si su evolución es muy sensible a condiciones iniciales, el comportamiento puede mostrarse como caótico, impredecible. Aunque dependan de pocas variables, las dinámicas de poblaciones, los cambios meteorológicos, pueden mostrarse como si fueran fruto del azar. Se habla de un caos clásico. La aparente belleza de los atractores extraños parece perversa porque alude a lo que, aun siendo simple, se muestra como impredecible.

Y, si la cantidad de variables que subyace a algo crece, la cosa se complica. Cada uno de nosotros es realmente complicado y carece de sentido tratar de mostrar esa evidencia. Lo somos incluso en el aspecto más mecánico de los órganos. Alguien está bien y, de repente, cae fulminado, muerto. Otro, llevando una vida sana, haciendo ejercicio, comiendo productos ecológicos, ajeno al alcohol y tabaco, es afectado por un cáncer que acabará pronto con su vida. Los buenos consejos tienen resultado estadístico, pero no pronostican lo individual.

Alguien ingresa en una UCI. Es un lugar de proximidad a la muerte y, a la vez, de posibilidad de “revivir”, entiéndase esto como se entienda. Es ahí en donde los algoritmos basados en métodos de análisis multivariante, como la regresión logística, pueden “afinar” más a la hora de establecer un pronóstico individual.

La Medicina establece sus diagnósticos no sólo para instaurar un tratamiento, también para establecer un pronóstico, por tosco que sea. De hecho, el interés hipocrático parece haber sido esencialmente predictivo. Pero ese pronóstico, casi siempre intuido por el médico, a veces solicitado por el paciente o sus familiares, está siempre sometido a una gran incertidumbre. No suele ocurrir, pero, a veces, muy raramente, se dan inexplicables regresiones espontáneas de tumores metastásicos. Por el contrario, en otras ocasiones, alguien que había remontado lo peor fallece por una complicación que se creía banal. Un niño sano desarrolla en pocos días una diabetes tipo 1 y otro una leucemia, a la vez que un viejo decrépito “descompensado”, con todas sus “constantes” alteradas, sigue viviendo años después de que sus familiares preparasen su entierro.

A medida que el avance tecno-científico es mayor, mayor se hace también paradójicamente la dificultad de aceptar la incertidumbre en Medicina. Concebida como ciencia de causas y efectos, parece inconcebible que tantas veces fracase. Pero el problema reside precisamente ahí, en que no hay relaciones causales claras. Incluso cuando se suponen, no siempre se evidencian. Un paciente con un cuadro infeccioso bacteriano responde a los antibióticos; antes de instaurar el tratamiento se le han tomado muestras de sangre y de exudados de órganos afectados para sembrar cultivos microbianos, pero el germen patógeno no crece; la causa, que está ahí, no se ve. Un infarto, un ictus, enfermedades degenerativas… ¿Por qué? Sí. Hay una etiopatogenia o, más bien, una patogenia a secas. No hay propiamente causas sino factores de riesgo; el elemento causal individual no es reconocible, por más que se muestre en grandes grupos estadísticos. Fumar y beber es malo, pero no lo parece si sólo nos fijamos en Churchill. Correr es bueno, pero sabemos que hay quien, al hacerlo, se mata por evitar morirse.

Cualquier causa clara no lo es tanto si hacemos como los niños y entramos en una secuencia inacabable de preguntas sobre lo que la antecede, sobre lo que causa a la causa. Esa ignorancia facilita que nos movamos siempre en el terreno probabilístico a la hora del encuentro clínico, un encuentro siempre singular, de caso por caso. Y, si lo que perturba al organismo es su mente, la ignorancia se hace mucho mayor. 

En la Medicina actual, tan científica, tan algorítmica, tan moderna que uno se puede hacer secuenciar su genoma por un precio cada día más bajo, reinan los factores de riesgo, el enfoque probabilístico, la incertidumbre a fin de cuentas.
El viejo paternalismo médico, que debe ceder y cede con frecuencia a la autonomía del paciente, ha ido de la mano lamentablemente en muchos casos de la negación de la relación transferencial, esa que supone la autoridad médica en el buen sentido y el respeto a la necesidad real del paciente, caso por caso. Por el contrario, se fortalece cada día más el carácter defensivo de una medicina de protocolos y consentimientos informados, que muy poco informan en realidad.

La relación transferencial requiere una sabia combinación de distancia que objetive, y de acogida compasiva, de un pathos compartido. Supone la carga de aceptar y llevar lo mejor que se pueda lo que pertenece al médico, la incertidumbre.

Somos afortunados los que hemos encontrado, cuando lo precisábamos como pacientes, a médicos así, a los que pueden soportar el no saber que caracteriza a la Medicina, sin trasladar el enfermo una angustia añadida.

martes, 6 de noviembre de 2018

La evaluación que no cesa.




Parece haber una curiosa coincidencia entre líderes políticos, sean de derechas, de izquierdas o de centro, sean moderados o radicales, universitarios o iletrados. Todos parecen de acuerdo en la necesidad de evaluar a los ya evaluados.

Es sabido que, para iniciar estudios de Medicina, no se precisa más que una buena “nota de corte”. Después vendrán los exámenes de la carrera, los MIR, las OPE… Habrá quien hable de la vocación, pero… ¿qué viene siendo eso en tiempos de algoritmos, big data y cirugías robóticas?

Para ser profesor de secundaria o para ser maestro también se requieren (en el sector público, claro, no en el privado concertado o sin concertar) unas duras oposiciones. 

Pues bien, nada de eso garantiza la bondad de médicos y profesores, que sólo se confirmará en el caso de que se sometan a una evaluación permanente. Suena bien; nos da garantías. ¿Por parte de quiénes se hará? Pues está claro, por expertos, sean vocales de colegios médicos, sean asesores de ministerios de educación. 

Evaluación voluntaria, dicen, pero ya se sabe lo que implicaría no ser voluntario en este campo y no es preciso mencionarlo siquiera. Evoca lo que implicaba ser o no voluntario en la “mili”.

Hoy nos ha recordado esa necesidad de evaluación permanente la ministra de Educación, Isabel Celáa, que no parece haber tenido ninguna necesidad de ser evaluada para ejercer de ministra y que, al parecer, ha sostenido tal afirmación asesorada por expertos, alguno de los cuales ha escrito algún libro aparentemente pueril para quienes somos cortos de miras, pero que parece de esencial inclusión en cualquier biblioteca de autoayuda que se precie.

Estamos ante los expertos. Todos los días, en los telediarios, nos hablan de su existencia. Como de los ángeles, sabemos que existen, aunque no los veamos. Los expertos hablan del cambio climático, del metamizol, de los riesgos del tabaco, de los motores diésel, de la alergia primaveral, de lo que sea. Hoy, los atentos hemos gozado de una visión cuasi-beatífica al contemplar a alguno de ellos, real. Pudimos ver a alguien que debe estar especialmente capacitado para evaluar a otros y, desde esa posición, asesorará sobre inteligencias emocionales o de otro tipo a la Sra. Ministra o a quien la suceda en el cargo que ocupa.

¿De qué va esto? ¿Qué se pretende? Todo indica que nos dirigimos hacia lo de siempre, hacia la calidad de los “calidólogos”, esa ISOficación que hemos sufrido médicos y pacientes resentidos en el sistema sanitario público y que ahora pretenden sabiamente imponer en las aulas.

Ya hubo un tiempo en que se hablaba de “formación de formadores”, expresión que a los limitados nos parece vacía donde las haya. Ahora, descansaremos todos en la garantía que proporcione a enfermos y alumnos la existencia de expertos que asesoren a ministerios del ramo sobre qué es eso de la educación, algo que ha de ser ajeno a los "avatares de la vida", propiamente emocional (Goleman dixit) y que incluye la asertividad, la proactividad, la gamificación, el empoderamiento, y demás conceptos igual de interesantes Serán ellos quienes nos garanticen (vaya responsabilidad la suya, eso sí que es vocación) que quien enseñe o cure lo haga desde la inteligencia emocional aprendida en sesudos seminarios o en un contexto de empatía proporcionada en cursos acreditados de persuasión.

El neurocirujano Henry Marsh ya nos contó en algún capítulo de su primer libro su experiencia de formación en “calidad” por parte de un responsable de hostelería, formación obligada, por supuesto, en el Reino Unido, de donde parece que nos vienen algunas de las luces que precisamos, las mismas que hacen que los ascensores de nuestros hospitales nos hablen diciendo que se cierran o se abren (siempre hay despistados). Como debe ser.

Es muy probable que asesores comerciales “formados en calidad” enseñen a médicos y profesores de secundaria como “saber venderse” al cliente, sea un paciente o un alumno. Claro que habrá quienes desdeñen tan necesario aprendizaje y será suya la elección de quedarse arrinconado en la obsolescencia no programada. Allá ellos; serán seleccionados por el mercado que, curiosamente, parece más atractivo en su dinámica para la administración pública, especialmente si se dice socialista, que para el sector liberal.

Desde la ingenuidad o la insensatez, surge la cuestión ¿Quién y cómo evalúa a los evaluadores?

viernes, 2 de noviembre de 2018

Contingencia y significado.




Sucede de repente. Algo verifica una intuición sentida hace poco y reconocida ahora. Puede ser la presencia de alguien, un hallazgo… Lo que nunca ocurrió acontece.

A veces, las desgracias se repiten; se dice, de hecho, que nunca vienen solas. Otras veces, se da el milagro en forma de una enfermedad incurable que, sin embargo, remite.

Cuando menos se espera, lo que no puede ocurrir sucede y se reconoce como traumático.

Queremos saber, como si eso fuera posible. Wir müssen wissen, wir werden wissen”, un deseo, el de Hilbert, convertido en su epitafio por obra y gracia de un extraño joven llamado Gödel.

¿Es casual o causal lo que ocurre? Sabemos que Jung asumía una extraña sincronicidad y Pauli, que era físico, sintonizaba con eso. Como si todo estuviera unido, relacionado. Sí; hay el entrelazamiento cuántico, una realidad no local, pero… ¿nos dice algo eso en el ámbito de lo subjetivo, de lo más propio?

Aparece un nuevo medicamento contra el cáncer. Alguien lo toma y vive unos meses más que otro, pero también hay quien vive menos. Hay muchas variables, demasiadas. Bueno, para eso está la estadística. El contraste de hipótesis nos permitirá asumir o no una relación entre variables, destacándola de efectos aleatorios. Y hallamos “p” e “intervalos de confianza”. Y nos quedamos tranquilos en uno u otro sentido. Vaya, ... Parece que este fármaco es mejor que el placebo… o no.

La intuición cotidiana cruje con el cálculo probabilístico. En una sala de cine a la que asisten 80 personas, la probabilidad de que, al menos, dos de ellas celebren el mismo día de cumpleaños es mayor de 0.9. ¿Quién lo diría? Un médico nos pide una analítica “completa”; la probabilidad de que, al menos, un resultado sea patológico, por sanos que estemos, se acerca también a 0.9.

Alguien viaja en tren y conoce a la mujer de su vida. Se enamoran, tienen hijos, son felices, si de felicidad pudiera hablarse. Otro viaja en ese tren y se enlaza a alguien que lo hará desgraciado. Y lo sabía en el fondo. Uno más viaja todos los días en el mismo tren y aprovecha para leer el periódico o dormitar. Habrá quien tome un solo día ese tren y se mate a consecuencia de un descarrilamiento. No hay relaciones causales… ¿O sí? 

“Está de Dios”, se dice a veces. También hay quien afirma que “casamiento y mortaja, del cielo baja”.

Creemos que controlamos el azar porque, al menos, podemos medir sus efectos, contrastar hipótesis, evaluar si, en el ámbito de la medicina, una significación estadística lo es también clínica. Pero eso nos sitúa en el orden frecuentista, tan alejado del bayesiano. ¿Cuál es la probabilidad de la vida en Marte? ¿Y en un exoplaneta de “zona habitable” en otra galaxia? No hay criterio frecuentista alguno que permita imaginarla, ya no digamos calcularla. 

Queremos más que creemos el propio escepticismo, aunque sepamos que la creencia tiene efectos, que el placebo es uno de sus ejemplos.

Un observador interfiere en el resultado de un experimento de mecánica cuántica, y el caso de la elección diferida lo resalta. Pero también en el ámbito clásico la subjetividad se impone demasiadas veces. O todas. Hablamos, y eso, para bien o para mal, interfiere con la marcha del mundo. Y así, una contingencia será percibida como algo neutro, como un desastre o como una oportunidad. Hablar de buena o mala suerte carece de sentido, a la vez que casi siempre atribuimos sentido a algo aleatorio. Dios, los dioses, los hados, el mal de ojo… alguien lo ha querido. El sentido se confiere al deseo del Otro, que se cumple como destino inexorable.

Einstein decía que Dios no juega a los dados y que habría variables ocultas en la extrañeza cuántica. No fue así y, llamativamente, el experimento que imaginó con Podolsky y Rosen se volvió en su contra. Una extraña mezcla de determinismo matemático y probabilismo físico se incrusta en la ecuación de onda. El gran escéptico Martin Gardner resultó ser creyente en un Dios atento a la oración intercesora, en un Dios que podía elegantemente influir en la parte matemática de esa ecuación de onda; nadie percibiría el truco divino en tal caso. La creencia en Dios sería sostenida o, al menos, factible.

No podemos vivir sin atribución de significado. No sabemos. Todo ocurre por una causa, suponemos. La Ciencia misma se percibe como la búsqueda de relaciones causales. Podrá ser racional o irracional afirmar esto, pero la contingencia, mostrándose causal y no sólo casual en un contexto enraizado en lo mítico, nos saluda, nos reta, permite que hagamos algo con lo novedoso...o que nos hundamos. 

Con mayor o menor acierto, no podemos desprendernos del ámbito simbólico. Y la naturaleza es percibida en él. La Ciencia nos ha ayudado a ver mejor las cosas, pero no puede excluir el valor de la referencia mítica, especialmente cuando ella misma torna en mito cientificista de progreso imparable; no, porque ese mito es demasiado pobre por olvidar a los dioses y a la poesía que los celebra. 

El mito exige y proporciona a la vez el significado. Y tal significado será siempre otorgado, en forma clínica, en modo religioso, como oráculo ambiguo, como criterio filosófico, como sentido o sinsentido. Renunciar al significado supondría asumir que el logos ha enterrado el mito, pero el logos siempre es manifestado simbólicamente, aunque sea en ecuaciones matemáticas, mediante la narración mítica. De no ser así, muchos nos volveríamos locos. 

Ante una ciencia que deviene tantas veces infantiloide, necesitamos el retorno a esa buena infancia que requiere la fantasía de un cuento. Tal vez esa fantasía, que subyace a la ciencia y a la filosofía, sea lo que mejor nos haga intuir lo inaccesible, lo Real.