lunes, 17 de junio de 2019

Ser nombrado.




“Señor, me has mirado a los ojos,
Sonriendo has dicho mi nombre”.

El texto citado, que compuso un sacerdote vasco, Gabaráin, suele cantarse en la celebración eucarística. Remite a la llamada, por el compasivo Jesús, a personas corrientes, y sugiere que cada uno, con su nombre, es también llamado a esa extraña conversión, tantas veces confundida con mera monolatría religiosa, ortodoxa y excluyente. “Sonriendo, has dicho mi nombre”. Eso basta para remover cimientos biográficos consolidados.

Solemos pensar que alguien nace cuando, fuera ya del vientre materno, se corta el cordón umbilical, pero más bien uno nace cuando recibe un nombre. 

El nombre expresa que se ha nacido como consecuencia del deseo, que se ha sido convocado a la existencia como ser en potencia de un alguien singular, que será único en toda la historia del mundo, irrepetible.

Se empieza a ser humano en el primer rito de paso, que, en el caso cristiano, es el bautismo. También se será nombrado, aunque no se oiga, en el propio funeral. 

Todos los ritos de paso, religiosos o ateos, suponen la repetición mítica – cultural propia del medio en que uno nace y, en ella, su nombre será a su vez repetido o cambiado, como ocurre en el ingreso en algunas órdenes religiosas o cuando el apellido de una mujer pasa a ser el del hombre con quien se casa. Pero el sujeto será dicho.

La identificación por el nombre original, algo propiamente biográfico, permanece, aunque coexista con otras marcas propias de la singularidad biológica (fotografía, huellas dactilares, iris, ADN…). 

Se existe o se ha existido si se es o se fue nombrado. 

Cuando la alteridad por razón de etnia, creencia, ideología o lo que sea, es insoportable, el odio al otro no se contentará con su muerte, requiriendo también la erradicación de su nombre. En nuestra cultura parece pasado el tiempo en que un ser odiado podía ser agredido en efigie, en un objeto que se refiriera a él. Pero sabemos de la importancia de la muerte del nombre. La damnatio memoriae no es cosa del pasado. En Auschwitz el sujeto era abocado a la individualidad numerada en forma de marca en la piel. A la vez, hay documentales (“Apocalipsis”) en los que se ve la otra cara de lo mismo, cuando el ejército soviético rompía las marcas de tumbas de alemanes caídos. 

No basta con que alguien odiado muera; su nombre ha de desaparecer antes o después de su muerte. En nuestra triste historia reciente, tan olvidada, muchos nombres han desaparecido del modo más brutal, sin poder ser inscritos en un lugar de esta tierra, siendo sólo recuperables a veces del modo más crudo, como secuencias de ADN de restos humanos en cunetas.

Ser nombrado es ser reconocido, aceptado, reconfortado; es ser reiterado al entorno inicial, materno, seguro y, a la vez, abierto a la gran posibilidad del Ser y a la seguridad de la muerte. Heidegger decía que hemos olvidado el Ser. 

No percibir el nombre de uno significa la gran ignorancia de la propia existencia por los demás, sea en los ámbitos vecinal o profesional, en la relación con otros, en la ciudad. Y, si en Atenas se practicó el ostracismo imprimiendo nombres en los óstraka, en una democracia como la nuestra la exclusión no precisa de la escritura sino de su ausencia; basta con el silencio.Si uno no es dicho, no existe. 

Ese es el ostracismo actual, el democrático, el que muchos considerarán sensato; una segregación que intenta sofocar cualquier desvarío crítico, cualquier inconveniencia social, la más mínima molestia a la normalidad supuesta, a la autoridad tan pretendida como inconsistente, imponiendo una censura que no precisa la reclusión de personas ni la quema de sus escritos, una censura que llega a contagiarse como autocensuras diversas y que se limita a callar el nombre de quien ha de ser excluido.


domingo, 2 de junio de 2019

Videos virales, virus letales.





“Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.” (Jn. 8,7)

La lapidación sigue existiendo, sin que las antiguas palabras de Jesús consigan evitarla. Sigue existiendo en su modo tradicional en unos cuantos países y de forma moderna en otros, como el nuestro, sin necesidad de piedras reales. ¿Para qué, habiéndolas virtuales?

Una persona tiene la ocurrencia de registrar en video algo íntimo, algo que ocurre en pareja. La pareja se disuelve, pero el video no. Y alguien lo difunde haciéndolo “viral”, como dicen ahora para referirse a su rápida propagación. Conocemos la desgraciada noticia. Esa comunicación “viral” ocurrió en una empresa, en pleno ámbito de trabajo, eso que ocupa una fracción importante del tiempo de vida de cada uno, del espacio biográfico de cada uno. Tuvo una difusión suficiente para que los más próximos supieran de lo más íntimo de alguien, de lo que nunca debieran saber porque no es suyo sino de una persona concreta.

El sinvergüenza lo es porque carece de vergüenza, de honor, y desde esa falta castigará a quien tiene vergüenza, pudiendo incluso abocarla al suicidio, haciendo brutal “extimidad” de lo más íntimo. No sólo un sinvergüenza lo hará posible, también todos los que comparten en grado suficiente su triste carencia y celebran una supuesta gracia haciéndola desgracia, propagándola, amplificando su efecto hasta la asfixia de la persona afectada, que acaba viendo preferible la muerte a la marca indeleble de los otros, de los que, a pesar de ser unos desgraciados, se consideraron por una vez puros. 

Es fácil que algo así ocurra y se repita, por criminal que sea. Lo que se capta con un móvil y asciende a "la nube" pasa, en la práctica, a ser eterno, al menos en comparación con lo que dura una vida humana. Y no será necesario un proceso de revelado fotográfico, el paso de copias en papel para su difusión masiva. No se precisará siquiera gastar un céntimo; basta con un “grupo de Whatsapp” para extender lo que fue parte de un juego erótico privado y pasa ya a ser elemento brutal de vilipendio generalizado. Está ahí, se ve, es evidente, se dirá. Y se contagiará a otros, “mira lo que hizo”. 
El triste y repugnante poder de la mirada justiciera y lasciva que se propaga.

La mirada se ha hecho el gran referente de la supuesta verdad. No sorprende que sea así. Por conseguir la mirada de otros, hay unos cuantos que se han matado haciéndose estúpidos “selfies” y siendo acreedores del premio Darwin. Y proliferaron programas televisivos de “cámara oculta” con la que se desvelaban las tropelías de otros. Se trata de ver los logros, pero, sobre todo, las caídas de los demás, en un esquema moral que parecía caduco pero que persiste del peor modo.

El sinvergüenza criminal se instala en la pretendida pureza que le confiere el carácter de observador y, desde ella, ve necesario mostrar a otros lo que una persona creía privado. Ahí está, se ve, la imagen no engaña. ¿Quién lo diría? Y el efecto se amplifica. Sólo el tiempo podrá ir amortiguando las consecuencias para la víctima, pero eso sólo ocurrirá si esa víctima no pasa al acto irreversible, definitivo por letal, ante lo que le es simplemente insoportable. 

Creemos que eso es un lamentable efecto colateral de las redes sociales y de las posibilidades electrónicas en general de nuestra época. Pero no es del todo cierto. La energía nuclear puede ser buena o un arma de destrucción masiva. Las redes sociales facilitan encuentros excelentes, pero también la difusión de “fake news”, difamaciones, calumnias, humillaciones y condenas. 

La fotografía es ya algo antigua y su falsificación también.  El salto cualitativo entre lo que era posible hace un sigo o más tiempo y ahora es, en realidad, un salto cuantitativo. Antes, desde el poder de uno o de pocos, se falsificaba una imagen y se difundía en un medio de comunicación oficial u oficioso. Ahora, que todos estamos “empoderados”, nos hacemos jueces de los demás y, para eso, ni siquiera hay que modificar algo, no siempre ha de lograrse el “fake” aunque sea con el moderno Photoshop. Basta con difundir lo que se considera condenable en el grado en que sea posible. 

Todo es captable, modificable y “viralizable”, desde la estupidez de los que ascienden como fila de condenados al Everest hasta el desayuno de los “influencers instagrammers”

También son “viralizables” los pecados de alguien, aunque no lo sean o se hayan cometido hace años, aunque nadie esté en disposición de erigirse en juez porque nadie está libre de culpa. 

A la vez que cae el número de vocaciones sacerdotales, un nuevo sacerdocio laico y pernicioso se hace masivo, el de todos quienes asumen tácitamente un pretendido ideal de pureza y, desde él, satisfacen sus propias miserias con la fácil condena grupal de un chivo expiatorio.



sábado, 18 de mayo de 2019

Hacerse médico.


Alguien lleno de vida obtiene una alta calificación en selectividad. No sabe bien qué quiere estudiar, qué desea “ser” en la vida. Pero la capacidad sugiere el destino. Ha superado la “nota de corte”. ¿Por qué no matricularse en Medicina? 

Ser médico parece algo bueno. Supone un rol social respetable ya que la salud es lo que se considera más valioso. A la vez, la Medicina actual es algo dinámico, que se nutre cada día del avance tecno-científico, algo apasionante. Además, quién sabe, quizá esa superación de la nota de corte indique en el fondo la existencia de una vocación que aún no se había descubierto.

Una vez tomada la decisión, o más bien una vez que se ha dejado que esa decisión sea tomada, los primeros cursos académicos introducirán a los supuestamente mejores, dada su puntuación, en un saber sobre el cuerpo como máquina química - estructural, con sus células como átomos vitales, lo que incluirá la contemplación directa de cadáveres y el estudio de imágenes proporcionadas por atlas y modernos recursos de internet. Se observarán fragmentos tisulares y también microbios al microscopio, se reconocerá el poder del cálculo matemático estadístico frente a la diversidad biológica, fascinará la historia y perspectivas del estudio de los genes, de esa información que parece determinante. Se ha entrado en la fase preclínica. Más tarde se sabrá del porqué del deterioro que conduce a las enfermedades, sea su causa conocida o no, se sabrá de su tratamiento médico o quirúrgico, de la prevención que incide en factores de riesgo, de técnicas de comunicación, de bioética, e incluso se tendrá como ornamento un saber sobre la propia Historia de la Medicina. 

Tras la obtención del título correspondiente, habrá la preparación para el examen MIR, del que saldrán también seleccionados los mejores en eso, en lo que supone ese examen. Los selectos de los selectos serán los primeros en elegir las especialidades y lugares de formación en ellas.
Después, con tesón, suerte y cierta capacidad social, se podrá acabar trabajando como especialista en la sanidad pública, integrarse en el cuadro médico de un hospital privado, o incluso simultanear ambas tareas. 

Y ya está. Ya se ha empezado, ya se ven pacientes o algo de ellos (muestras de sangre, biopsias, citologías, imágenes..) y se les diagnostica y trata como se debe, diferenciando por edades. Habrá médicos de niños, de adultos parcelados por órganos, aparatos y sistemas, incluso de viejos. Los habrá especializados en acompañar en esas últimas fases de la vida, proporcionando cuidados paliativos, y los que traten de que no sean aun tan últimas, viendo a los pacientes como críticos en las unidades con ese nombre.  

Muchos reconocerán que han acertado, que haberse hecho médicos era lo que realmente querían, que valió la pena el esfuerzo. También habrá quien se considere mal pagado por tanto esfuerzo e incluso existirán los que vean que no querían en realidad lo que parecían querer al principio. Habrá médicos que lo dejen tras la muerte de alguien y se dediquen a otra cosa, los habrá que se depriman, que acaben enfermos, que se hagan hipocondríacos, incluso que tengan brotes psicóticos. Además de satisfacciones, habrá competiciones en la aspiración a un reconocimiento profesional y social, no sólo durante la licenciatura; también para alcanzar una buena puntuación MIR y después para destacar en una carrera que lo parece literalmente y que no se acaba nunca.

En la situación más realista, más actual, moderna y común, un médico se verá a sí mismo como un profesional que sabe de Medicina y reconocerá en el paciente un objeto de estudio a mejorar por una pauta preventiva o terapéutica. Se fijará en lo que de ese cuerpo y alma dice un ordenador, intermediario real ya en cada consulta como fase previa al oráculo definitivo que dictará un algoritmo basado en la inteligencia artificial (en esa fantasía están ya inmersos muchos). 

El médico conservará su bata blanca y, en torno a su cuello, el fonendoscopio, ya no como instrumento sino como símbolo. Y entrará, quiera o no, en un sentido o en el contrario, en la dinámica inducida por las industrias farmacéutica y diagnóstica, siendo esta última la que define claramente qué Medicina ha de hacerse en los hospitales y fuera de ellos. Y se verá afectado por la política sanitaria, con sus restricciones e influencias mediáticas. Contemplará grandes diferencias geográficas, socioeconómicas, ante las que poco o nada podrá hacer.

Y surgirán quizá preguntas, siendo a veces traumática la propia respuesta de que uno se ha equivocado, que jamás tuvo eso que antes se llamaba vocación, que ojalá llegue el momento de jubilarse y dedicarse a viajar o a tocar el piano.

No parece que baste con notas de corte, tampoco con saber mucho de todas las disciplinas médicas, para ser un buen médico. Lo que ocurre con cualquier conocimiento es diferente a lo que acontece a la hora de ejercerlo cuando se trata del saber médico, un contraste que se da precisamente en lo que concierne a las ciencias. En Física hay leyes, los experimentos químicos conducirán a idénticos resultados si las condiciones iniciales y de contorno son las mismas, pero no hay leyes fisicalistas en Medicina, en donde reinan la incertidumbre y la incompletitud como anti-leyes que desasosiegan. Lo describió muy bien Siddhartha Mukherjee en un breve libro, “The Laws of Medicine”. No hay generalización posible ante la singularidad de cada paciente.

Es esa falta de legalidad física, esa generalidad de lo excepcional, lo que condena al fracaso la deriva cientificista de la práctica clínica, sea en forma de médicos obedientes de algoritmos, sea en el modo más radical de autómatas guiados por inteligencia artificial que diagnostiquen y traten.

Ante un paciente, un médico está con una incertidumbre que los años de ejercicio no sólo no eliminarán, sino que la harán más perceptible, algo con lo que contar siempre. Y para soportar eso se requiere temple, humildad, mucho estudio y, sobre todo, vocación de ayuda.

Si se tuviera en cuenta que la Medicina está impregnada de incertidumbre, de incompletitud, de sesgos y excepciones frente a las que plantar cara, tal vez procediera cambiar el plan de estudios. A día de hoy, no se puede ser médico sin saber anatomía, histología, patología médica, farmacología, etc., etc. Pero sí se puede ejercer la Medicina sin haber leído una palabra de la Literatura escrita por médicos o relacionada con ellos. Tolstoi, Mann, Chejov, Kübler Ross, Nuland, van der Meersch, Bulgakov, Waltari, Zweig, Kafka, Berger, Yalom y muchos más, tan heterogéneos, aproximan de modos muy distintos (no hay reglas tampoco ahí) a lo que significa ser médico. 

La Literatura nos acerca a la Medicina real más que la Genómica y la Informática. Y, con ella, la Historia de la Medicina, desde los templos de Asclepio hasta ahora, pasando por lo que hasta muy recientemente ha sido la práctica médica, pura magia pero curativa a veces, tantas como puede inducirse esa movilización interna que se simplifica llamándole efecto placebo. Creemos que hemos pasado claramente al logos también en la clínica, pero el contexto mítico no ha desaparecido en Medicina; sólo ha cambiado haciéndose cientificista y creyente en promesas salvíficas. 

Y no menos importante parece saber a qué se enfrentará uno cuando sea médico, que no será a un problema científico sino a un ser humano que vive, malvive o habita en un lugar, con su esperanza de tiempo o incluso de vida; que no se estará ante algo sino ante alguien que es como es, único en la historia del mundo, por más que su fémur sea indistinguible del de otro y aunque sus moléculas hayan estado en otros cuerpos o en el suelo y el aire. Y por eso será imprescindible el planteamiento filosófico, teniendo en cuenta a Skrabanek, a Illich, a Laín, a Gadamer, a Heidegger, a los grandes clásicos… Y al gran Freud, que, sin ser filósofo, lo parecía, y que reveló lo que, siendo lo más propio, pero sin ser conocido, puede inducir a uno mismo a las grandes elecciones como la que se da al optar por hacerse médico en vez de dedicarse a otra actividad. 

Mucho cambiaría si la selección de futuros médicos no se hiciera en base a notas de corte sino por ellos mismos en un curso basado en la autoselección, tras la contemplación sosegada de cuadros como “The Doctor”, tras la lectura de narrativa relacionada con médicos y enfermos, con la muerte y la historia del morir, tras la visión de lo que ha hecho posible la evolución de la Medicina, sabiendo de los “cazadores de microbios”, de los premios Nobel, de absolutos fracasados e incluso de médicos capaces de lo más terrible si un régimen político lo facilita. 

Todo podría ser algo distinto si en ese primer curso las prácticas no consistieran en disección de cadáveres ni en observaciones histológicas o experimentos bioquímicos, sino en visitas, sólo visitas, a enfermos reales, a niños leucémicos, a autistas, a parapléjicos, a locos, a deprimidos, a jóvenes afectados por cánceres incurables, a moribundos solitarios, a pacientes críticos, a viejos aislados, a los que están siendo intervenidos en un quirófano, a enfermos por adicciones, por miseria, a quienes piden con su mirada la curación imposible. Una práctica de visitas hospitalarias y domiciliarias mostraría de qué va eso que llamamos Medicina, y que se complementaría también con la percepción de sus bondades manifestadas en la curación de enfermedades graves, en niños nacidos gracias a la asistencia médica en partos difíciles, en minusválidos que dejan de serlo... 

Tal vez ese curso imaginado y que considero deseable, fuera propiamente iniciático y sirviera para ver si se será capaz o no de dedicarse a estudiar Medicina, a aprender sin pausa y sin prisa su ciencia y su arte, pues arte seguirá siendo, y así, a saber curar, aliviar o al menos acompañar, a ejercer esa relación transferencial que proporcione serenidad incluso ante lo peor. 

Todo curso precisa maestros y también se necesitarían para ese imaginado período inicial; unos maestros que serían difíciles de encontrar porque suelen ocultarse en su propio trabajo vocacional, como médicos de a pie sin destacar como luminarias. Eso hace que el curso propuesto tenga mucho de utópico, pero hay utopías que vale la pena considerar, cuando, aunque irrealizables, orientan un buen cambio.

Un curso iniciático así serviría para intuir al menos si uno será capaz de ser estudioso constante y, en general, lo suficientemente compasivo para poder realizar de forma cotidiana el acto de amor que la relación clínica real implica, algo que la hace inmune a cualquier sustitución por un sistema algorítmico, por mucha inteligencia artificial en la que se sustente y por bondadoso que se pretenda. 

Es curioso que sea en el otoño profesional cuando puede percibirse este deseo. Si lo expreso, es porque, de haber ocurrido una iniciación como la aquí pretendida para otros, es probable que quien esto escribe no hubiera sido nunca médico. O sí, pero de otra manera.




domingo, 12 de mayo de 2019

Tiempo de trabajo. La medida imposible.





Nadie se acordaba ya y nos lo recordaron estos días. Hay que “fichar”. Es algo que ya hacen muchas personas y que recuerda tiempos de modernidad taylorista. Resulta que, por más que se hable de trabajo en casa, telemático y demás historias supuestamente conciliadoras, aún estamos en realidad en pleno siglo XX, el de la eficiencia medida en tiempos de producción, cantidad del producto y satisfacción clientelar. Tantas horas, tanto sueldo. Tantos emoticonos alegres, tanta calidad.

El siglo XXI sólo ha traído un cambio menor en un esquema todavía vigente; ahora es posible una mejor eficiencia del control mismo de ella, un control biométrico, basado en huellas dactilares o en reconocimientos iridológicos a la hora de "fichar" (los registros tradicionales quedarán abolidos gracias al propio cuerpo o una parte de él usado como ficha biométrica moderna). Nuestro iris o nuestras huellas dirán a qué hora exacta hemos entrado y salido del puesto de trabajo, ahora que lo creíamos más indefinido e inestable que nunca.  A más tiempo, Ford producía más coches. Ahora, en muchas fábricas del tercer mundo, a más horas, más componentes electrónicos. El tiempo, cuantificado, sigue siendo oro y no precisamente para los cuantificados sino para los cuantificadores.

El trabajo humano ha producido su propio control. Los controladores sabrán cuánto tiempo de “comunicación” ha invertido un agente comercial en correos electrónicos o hablando con clientes por su móvil, o cuántas horas, minutos y segundos ha dedicado alguien a enlatar mejillones. Ya se sabe desde hace muchos años que no se trata sólo de “estar” en un puesto de trabajo, sea una fábrica de conservas o una agencia de viajes, y hacer lo que se supone que uno debe hacer ahí, sino de objetivos a alcanzar en dicho puesto, sea en número de latas de sardinas, sea en ventas de billetes aéreos. Tiempo y eficacia. Eficiencia. Pero, todo pasa por tiempo diferencial, algo medible por tiempo de dedicación a una empresa. El Homo habilis no se ha extinguido. El Homo sapiens sí lo está haciendo, por idiotez.

Se sea albañil, militar, fisioterapeuta u oficinista, habrá que atender en exclusiva a una actividad determinada durante un tiempo cuantificado. Tantas horas, tanto dinero, y tantos derechos laborales, o viceversa, que lo mismo da. Los sindicatos, muchos de los que parecen fosilizados en otra época, parecen aplaudir con las orejas este tipo de cosas. Si no estamos entrando en una modernización del trasnochado sindicato vertical franquista, lo parece.

Este “revival” de la medición del tiempo de trabajo induce, a la vez, y aunque parezca paradójico, a asumir compasivamente como propia la lucha de los más indefensos, de los que más esclavizados están y resulta que éstos ya no son sólo personas, ya no son sólo chinos que trabajan como tales. Se trata de los robots, cuya sindicación se niega tanto como necesaria es en defensa de su valía en los términos que interesan, tiempo y eficiencia. A fin de cuentas, son máquinas como se nos pretende. 

Hemos perdido el norte desde la insistencia en la evaluación métrica que no conduce a nada serio. Es cierto que hay situaciones extremas y no poco frecuentes, en forma de absentismo laboral o cualquier modo de indolencia. Pero sólo con medir el tiempo de supuesto trabajo no iremos a ninguna parte. Es una obviedad que no es igual lo que puede hacer en una hora un cirujano experto que otro que no está experimentado, aunque su titulación sea idéntica. Tampoco será lo mismo la atención de compañía que pueda brindarle a un anciano una persona cariñosa que una sádica (y de todo vamos viendo en la mismísima televisión); en el último caso, a más tiempo de trabajo, mayor sufrimiento, peor desgracia para el "asistido".

No basta con “hacer” durante un tiempo, hay que saber hacer y hacerlo además de modo propiamente humano, amoroso. Y entre saber mucho y no saber nada hay un amplio margen, aunque los requisitos básicos sean ostentados por todos los que desempeñan un trabajo que sólo en apariencia es similar. Incidir en “fichar” supone una vuelta a la confusión entre lo similar y lo singular. 

Un paciente no precisa que su médico le dedique mucho tiempo, sino que sepa lo que ha de hacer en el tiempo que lo atienda. A veces, el tiempo es perjudicial por generador de ruido y dolor inútil. Los psicoanalistas lacanianos saben del valor de lo que llaman “sesión corta”. Y, con ellos, sus pacientes. No es preciso que alguien cuente su vida durante una hora de reloj en cada sesión, sino que será suficiente con que, en el tiempo que sea, no medido por no medible, surja algo relevante; bastará con que los significantes afloren. Hablar de horas de psicoanálisis es tan absurdo como referirse al número de conversos que pueda lograr un sacerdote misionero en un tiempo dado de vida. Hablar de tiempo de intervención quirúrgica es idiota si no se consideran el saber de quien la realiza y la condición de quien está siendo operado.

La propia noción de artesanía será neutralizada con la defensa infantiloide del tiempo fichado. No digamos la de arte. ¿Cómo medir el tiempo de creación literaria, musical o el que supone un cuadro? Y, en cuanto a la Ciencia, parasitada por la obsesión bibliométrica, qué bueno sería "perder tiempo" pensando, observando, experimentando,, reproduciendo lo hallado, antes de la frenética carrera "productiva".

La concepción de cuerpo-máquina de La Méttrie ha servido malamente para contemplar el cuerpo mismo como autómata y lo que como tal, como robot (término que viene de trabajo) puede hacer. Somos personas así en la medida en que “funcionamos” (algo que va ya referido a todos los aspectos de la vida), en la que producimos, sean hijos, productos manufacturados o ventas de humo. 

Un cuento de Hoffmann se actualiza y el mundo se hace siniestro. Algo va mal en nuestra civilización cuando retorna la vieja idea de medir al ser humano, lo que siente y lo que hace, siendo tal métrica sencillamente ridícula y ominosa por inhumana.


jueves, 25 de abril de 2019

MEDICINA. En el otro lado. De la estadística a la singularidad.


 
"Non timebis a timore nocturno" (Salmos).

Ser médico no inmuniza contra la enfermedad. Unos lo llevan mejor que otros, pero hay una buena dosis de hipocondría en el colectivo médico, traducida en dos actitudes sólo aparentemente opuestas, el recurso a todo tipo de pruebas diagnósticas que confirmen la ausencia de enfermedad (lo que sería la hipocondría clásica) o el rechazo de cualquier consulta (más propio de la nosofobia). Dos polos del mismo miedo, la excesiva vigilancia técnica o la clara imprudencia; a veces incluso la negación de lo evidente.

Aunque no todo el mundo esté convencido de ello, como los transhumanistas, parece que todos nos moriremos algún día. Y esa realidad, tan terca, puede darse de modo súbito, en cuyo caso los testimonios del tránsito no se comunican a otros, o de forma más gradual, tras un diagnóstico ominoso. 

El cáncer es una triste realidad, aunque sepamos que se presenta de forma muy variada y hay muchas curaciones. El diagnóstico se asocia a un pronóstico basado generalmente en el triste criterio frecuentista. Desde la mediana de supervivencia se infiere generalmente el tiempo de vida que le queda a alguien concreto. El diagnóstico proporciona un pronóstico cuantificado de esperanza de vida; un pronóstico que no atiende a singularidades. Sin embargo, cada uno es como es en función de su biología y su biografía. El gran Stephen Gould fue diagnosticado en 1982 de un mesotelioma asociado a un pronóstico infausto a la luz de la mediana de supervivencia. Pero Gould, que no era médico, pero sí científico, fue lo suficientemente frío para aceptar como científico la parte optimista de una curva sesgada. Y publicó un hermoso escrito al respecto, “la mediana no es el mensaje” Sobrevivió. Acabó muriendo más tarde, pero de otro cáncer, un adenocarcinoma pulmonar metastásico.

Acabo ahora de leer una reflexión de una doctora, Susan P. Walker, diagnosticada de cáncer de mama, publicada hoy mismo en el New England Journal of Medicine. Reflexiona sobre lo que supone que quien diagnostica sea diagnosticado, y lo que se asocia al tratamiento, cuyo objetivo reside en prolongar el tiempo de vida sin atender adecuadamente muchas veces a su calidad. 

Volcó esa reflexión, que critica de paso la estupidez de referirse al cáncer como una “lucha”, jugando con un término muy habitual en la estadística médica (también en otros ámbitos), la curva ROC. Una curva ROC (receiver operating characteristic) facilita, para un método diagnóstico concreto, evaluar el mejor punto de corte para optimizar la sensibilidad (que no se nos “escape” la posible enfermedad evaluada) o la especificidad (que no veamos falsos positivos). El área bajo la curva oscila entre 0,5 y 1, acercándose tanto más a la unidad cuanto mejor es el test diagnóstico.

Pues bien, esta mujer consideró la opción de otra curva, referida a su situación, y jugó con ese término, ROC, para definirla: “Reality of Cancer”. En vez de poner en ordenadas verdaderos positivos y en abscisas falsos positivos (lo que hace una curva ROC diagnóstica), puso como ordenadas el riesgo de muerte y en abscisas el riesgo de perder cada día. La imagen (de forma inversa a una ROC habitual) trata de mostrar hasta qué punto se puede ganar tiempo de vida y perder, a la vez, días de vida real. Desde un optimismo que recuerda al de Gould, afirma algo que, siendo obvio, tiende a ignorarse, que lo que importa no es tanto durar como vivir cada día. Serenamente. La curva tendrá en cuenta todo lo que va ligado al diagnóstico y tratamiento y a la respuesta biológica y biográfica a ambos.

En estos tiempos de locura cientificista de constantes promesas salvíficas, es de resaltar una de las afirmaciones mostradas en el artículo: “This ROC is the yin to the “omics” yang of precisión and personalized medicine”

No sólo hay luz u oscuridad en la Medicina, como no la hay en una persona. Todos caminamos por senderos sombríos en los que, a veces, la luz nos guía y alegra.

sábado, 13 de abril de 2019

MEDICINA. Estado vegetativo. Mirando cerebros para escuchar a personas.




Atrás quedó hace muchos años el corazón como asiento del alma. La hominización vino de la mano de la evolución cerebral. 

El encéfalo sigue y seguirá atrayendo la atención científica y médica como lugar de lugares, alimentando el sueño topográfico. Alguien sufre una lesión en el área de Broca y su lenguaje se verá afectado. No podrá hablar; no, al menos, como lo hacía. A otro se le altera la zona de Wernicke y tendrá dificultades para entender lo que se le dice. Agnosias, afasias, apraxias, amnesias… remiten a lugares potenciales en los que algo malo sucede. También hay cambios comportamentales asociados a lesiones cerebrales, como mostró el conocido caso de Phineas Gage; desinhibiciones, apatías, irritabilidad…

En múltiples ocasiones, el cambio secundario a la lesión encefálica es muy severo. Un accidente cerebrovascular, un tumor, una seria descompensación diabética, un traumatismo, pueden precipitar a una persona a un estado de coma, algo así como un sueño profundo del que no se es despertado por nada; un estímulo doloroso sólo podrá inducir una respuesta refleja.

Hay grados de pérdida de consciencia. Fred Plum desarrolló la Escala de Coma de Glasgow, una forma objetiva de documentar y realizar el seguimiento del estado de consciencia de un paciente, basada en el movimiento ocular y las respuestas verbales y motoras. En 1972, acuñó en una publicación en Lancet el término “estado vegetativo persistente”, en el cual el cuerpo cíclicamente se despierta y se duerme, pero no expresa evidencia que indique una función cognitiva real. Hay también los llamados estados de mínima consciencia que fueron descritos por Joseph Giacino. 

Y hay una situación terrible, una situación inversa al coma, también descrita por Plum, en la que falla casi todo menos la consciencia. Se trata del síndrome del cautiverio. Un paciente, Jean-Dominique Bauby, redactor jefe de la revista Elle, lo sufrió; sólo podía comunicarse parpadeando su ojo izquierdo. De este modo, eligiendo letras que se le presentaban pudo “escribir” un libro que fue llevado al cine, “La escafandra y la mariposa”.    

Cuando se dice de alguien que está en estado vegetativo, se está diciendo, en la práctica, que vegeta, que hay ahí un cuerpo que precisa un apoyo nutricional y respiratorio elementales a la espera de la muerte definitiva o de la mucho más rara y lenta recuperación (en el libro de Owen se muestra un caso de recuperación prácticamente completa tras un Glasgow 3).

Un alguien que siente pasa a convertirse en un algo que aparenta insensibilidad y que es mantenido en una vida que ya no parece humana.  Podrá variar con el tiempo la puntuación de la escala de Glasgow, habrá casos de recuperación paulatina, pero, en general, el destino es un lento camino a la muerte definitiva, que ocurrirá cuando ya no se registre ninguna actividad cerebral.

¿Vale la pena mantener con vida durante un largo período de tiempo a quien ya no parece ser eso, un quién, sino que se muestra como un qué, como un cuerpo mudo, incomunicado? ¿sería planteable la eutanasia? ¿habrá formulado ese ser cuyo cuerpo parece deshabitado su voluntad de lo que procedería en una situación así? Y, en tal caso, ¿es ético proceder a la "desconexión" si hay perspectivas de recuperación, aunque se desconozca su probabilidad?

En estos casos siempre surge la pregunta. ¿Sentirá algo? ¿sufrirá? ¿pensará? En caso de que sienta y piense algo, ¿desearía ser desconectado de todo auxilio médico y morir? Ese deseo también es expresado (y, a veces, actualizado) por pacientes en depresión mayor. Pero es un deseo al que no puede atenderse, porque asumimos que la situación, aunque gravísima, remitirá. En el estado vegetativo persistente, no hay nada más allá de la exploración neurológica convencional y técnicas analíticas y de imagen del ingreso y que mostrarán la catástrofe orgánica, tóxica o metabólica que ha acontecido. 

Pero hay una posibilidad relativamente reciente, la de apreciar si hay regiones cerebrales que funcionan en respuesta a estímulos. Y, para ello, hay dos técnicas impresionantes. Una es la PET (tomografía de emisión de positrones). En ella se introduce en forma de agua oxígeno radiactivo (tiempo de semidesintegración de 2,05 minutos) que será captado principalmente por zonas cerebrales activas en donde el flujo sanguíneo es mayor. Otra, es la Imagen de resonancia magnética funcional (fMRI) que detecta zonas de mayor perfusión, “mirando” los protones del agua en un instrumento de aspecto parecido a un scanner. 

En un hermoso libro, “Into The Grey Zone”, Adrian Owen  narra sus investigaciones para hallar respuestas a las preguntas que plantea esa heterogeneidad de pacientes que se hallan en estado vegetativo. Para él fue un hallazgo importante ver, gracias al PET, que en una de sus pacientes la información visual alcanzaba el cerebro, el cual respondía como si estuviera despierta y consciente. Esa persona superó su estado vegetativo y lo describió a posteriori de un modo terrible, recordando que se decía de ella que era sólo un cuerpo, así como el dolor que le suponía la aspiración de mucosidad de vías respiratorias y la terrible sed que padecía.

Otros casos siguieron. En uno de ellos, se pudo comprobar una respuesta funcional en el lóbulo temporal izquierdo ante sentencias con ambigüedad semántica, una respuesta que era similar a la que se daba en controles sanos.

Más tarde, Owen empezó a usar la fMRI, que hacía posible monitorizar el cerebro del paciente segundo a segundo y durante un período de tiempo superior al que permitía la PET, sin las limitaciones de carga radiactiva que este método implica. Y había relación de imagen cerebral con estímulos visuales o auditivos, pero se necesitaba algo más, se necesitaba una comunicación con el paciente. Nada aparentemente más sencillo que hacer preguntas con respuestas dicotómicas, sí o no. Pero tales respuestas no se reflejaban en la imagen, siendo preciso asociarlas a alguna actividad diferencial. Se les pidió a voluntarios sanos que se imaginaran jugando al tenis o andando alrededor de su casa. En el primer caso, se activaba un área concreta en el córtex premotor, con independencia de que supiera o no jugar al tenis. Cuando se pedía que se imaginasen andando alrededor de su casa, la actividad se producía en un área totalmente diferente, el giro parahipocampal. Lo mismo ocurrió con una paciente en estado vegetativo. Podía así asociarse el resultado de una respuesta dicotómica a una de las dos situaciones imaginables, con lo que se sabría si, ante una pregunta, el paciente decía sí o no. Y se decidió hacerle la pregunta crucial a un paciente, se decidió preguntarle si quería morir y, aunque había elegido correctamente la respuesta en situaciones previas, en este caso la respuesta fue imposible de descifrar.

Los enfoques observacionales fueron sofisticándose progresivamente y tratando de dilucidar respuestas relacionadas con una comprensión más allá de la diferenciación dicotómica. Así se vio que, en algunos casos, pacientes en estado vegetativo reaccionaban a una película con una activación de áreas cerebrales igual a la que se daba en controles sanos.

No siempre ocurría el aparente milagro, pero sí muchas veces, estimándose que, entre un quince y un veinte por ciento de pacientes en estado vegetativo son totalmente conscientes. Esa situación no permite establecer un pronóstico claro de recuperación a la normalidad. Y sólo es posible reconocerla con técnicas sofisticadas como la fMRI, que implican que el paciente sea trasladado a un centro que disponga de esa tecnología y de expertos capaces de usarla adecuadamente. Es precisamente esa limitación la que ha inducido a buscar alternativas que pueden ser aplicadas de forma domiciliaria, tales como un electroencefalógrafo de 128 electrodos.

Lo que revelan los estudios de Owen y los de otros grupos es tan esperanzador como inquietante. Sabemos que alguien, considerado algo que vegeta, puede ser plenamente consciente de lo que ocurre, aunque no sea todo el tiempo, pero ese saber en el caso concreto sólo es posible con técnicas de imagen funcional. No hay otro modo de momento. Y esas imágenes tienen sus limitaciones técnicas y éticas. Una cosa es saber, con ellas, si alguien es consciente o no, y otra es saber qué preguntar. Los diferentes tipos de memoria están también en juego. Todo está en juego. En una ocasión a uno de esos pacientes se le preguntó si tenía dolor y respondió afortunadamente que no. En la fMRI es posible, en algunos casos, un tosco encuentro con lo biográfico.

A un paciente en tal estado se le puede hablar, tocar, pero no dirá nada o sólo emitirá quejidos y gruñidos. La imagen es el medio de escucha. Podríamos decir que es factible escuchar mirando. Las respuestas dependerán de lo bien planteadas que estén las cuestiones y se revelarán como un patrón de actividad cerebral, pero estamos ante un problema añadido, cual es el de la falta de bireccionalidad. El paciente seguirá sin poder hablar de lo que quiere, sólo responder; será posible hacerse cargo de un modo muy tosco de lo que siente y padece, de sus inquietudes, pero sólo preguntando y no escuchando sino mirando lo que el cerebro muestra en una imagen con un poder de resolución limitado.

Uno puede preferir la muerte antes que hallarse en un estado semejante con consciencia mantenida, pero esa preferencia siempre es imaginada. Si yo estuviera así, que me desconecten, podemos decir, pero eso que decimos lo hacemos imaginándonos en tal estado, anticipadamente, no en presente, sin saber realmente, sólo suponiendo. Nadie puede realmente adivinar lo que querría llegado el caso. Hay bases para sostener esta incógnita. Steven Laureys y su grupo estudiaron 168 pacientes con el síndrome de cautiverio. De los 91 pacientes que respondieron a las preguntas del estudio, 47 declararon que se encontraban felices. Aunque el 58 % manifestaron su deseo de no ser resucitados en caso de parada cardíaca, sólo un 7% expresó el deseo de eutanasia. 

Estamos ante un campo de investigación novedoso. La zona gris de la que habla Owen no permite una claridad pronóstica. Muestra una gran nube de ignorancia, algo que siempre va asociado al avance epistémico: cuanto más sabemos, más sabemos que no sabemos. Lo que parece relevante es que esa zona gris aglutina singularidades, ni siquiera subgrupos nosológicos, sólo pacientes concretos con nombre y apellidos, de uno en uno. El misterio luminoso de la vida se percibe con claridad cuando se da al lado de la negra muerte en una mezcla de tinte grisáceo.

No sabemos qué nos convocó a este mundo (la respuesta es cuestión de creencias o de su ausencia) y tampoco sabemos cuándo ni cómo lo dejaremos. La superficialidad con que tantas veces se habla de eutanasia choca con la pluralidad de modos de morir y con la impredecibilidad de cada uno sobre cómo seremos, como sentiremos y pensaremos en las horas o en los días que preceden a la muerte. Parece imprescindible instar al legislador que facilite la opción de lo que ese término implica, una buena muerte, la dignidad de atravesar el final, pero no caben generalidades superficiales. Para esa legislación no bastará con el saber científico, siendo éste importantísimo, sino que requerirá una profunda reflexión ética y, en general, antropológica y filosófica. Y, como siempre que hablamos de lo humano, la perspectiva psicoanalítica será especialmente relevante para orientarnos sobre deseos y miedos ante la frontera con lo desconocido.


sábado, 30 de marzo de 2019

MEDICINA. De médicos y premios




¿Por qué alguien decide hacerse médico? Es una pregunta distinta a las que se refieren a otras elecciones de profesión y sólo compartida con la opción por dedicarse a cualquier actividad sanitaria (enfermería, fisioterapia, psicología clínica...). 

Es una cuestión que tiene que ver con la cura y el cuidado. Sabemos que el término “cura”, aplicado a los sacerdotes católicos, se relaciona con la “cura animarum”. En el ámbito clínico estamos ante el intento de una cura más amplia, la de cuerpos y almas, la del ser humano integral en su extraña singularidad. Se intenta reparar, desde un conocimiento empírico, y que últimamente bebe de la Ciencia y sus aplicaciones técnicas y farmacológicas, la falta que orgánica o funcionalmente es reconocida como enfermedad, con su constelación semiológica, con el sufrimiento que implica y con el riesgo que puede comportar de muerte. 

A veces, la decisión de ser médico se toma desde un deseo claramente percibido. Muchas más veces, ese deseo, si existe, es reminiscencia más o menos inconsciente de una imagen infantil. En muchos casos, la vocación resulta de la admiración por otro que la mostró con su ejercicio profesional como médico y que, siéndolo, parecía algo más, un portador de vida, un salvador. En ese sentido, hay médicos que, sin proponérselo, facilitan una transmisión de deseo vocacional. Las relaciones transferenciales suelen ser tan importantes como ignoradas.

Ahora bien, el ejercicio de la Medicina no se contempla sólo como el resultado de un conocimiento al servicio de lo que implica la vocación por la cura y el cuidado del otro. También es contagiado por una cierta actualización del viejo “cursus honorum” para bien y para mal en modo curricular. A un profesional se le exige así no sólo un saber, sino que es más bien reconocido por lo que logra hacer como científico o como técnico, sea en el ámbito médico, quirúrgico o básico. La Medicina es así una “carrera” incluso tras la obtención de la licenciatura y ese término ya dice mucho, porque nuestros médicos jóvenes y no tan jóvenes entienden que el ejercicio profesional es carrera literal, de correr, de competir con otros por lograr un buen status económico y prestigio social. 

Esa concepción legítima por hacerse un nombre como médico, y que puede redundar indirecta y beneficiosamente en los pacientes, puede llegar a priorizar lo curricular frente a lo vocacional. Y este criterio no rige sólo entre médicos. La sociedad exige cada día más una competencia, entendida generalmente como rivalidad entre profesionales, de la que surgirán desde los premios Nobel hasta los “top doctors”.

La tentación está servida ya a los más jóvenes, de tal modo que es posible cada año pronosticar qué especialidades serán elegidas por los “mejores” en el examen MIR y que incluirán las que potencialmente permitan aspirar a buenos ingresos, más honores o ambas cosas. La Medicina de Familia o la Geriatría no serán las opciones predilectas.

El extraordinario desarrollo técnico ha facilitado, no sólo para bien, la especialización de la Medicina en detrimento de la concepción generalista, promoviendo una mirada médica técnica y parcelada y que, en el caso quirúrgico, lo es en sentido literal con la delimitación del campo operatorio. La escucha atenta, la palabra que anima y sosiega, son sustituidas cada vez más por el enfoque biométrico, algo que se hace delirante en el contexto anti-científico conocido como Big-Data, una deriva que ya se había anunciado con la perversión de la herramienta estadística que confunde sujeto con individuo muestral. 

Y, sin embargo, el sufrimiento es siempre subjetivo y singular y, como tal, exige a alguien, nunca a una máquina ni a un médico “algoritmizado” que se parezca a ella, que lo acoja. 

La singularidad de cada paciente lo es también de la relación clínica y, en ésta, la función del médico va más allá de un saber, aun siendo éste imprescindible. Supone una aceptación amorosa del sujeto enfermo, compasiva con él en sentido riguroso, de ser permeable a un pathos y, a la vez, mantener la distancia necesaria que exige su comprensión y tratamiento del mejor modo. Y eso supone una posición que va más allá de la del científico, aunque su saber lo sea. Eso supone un arte, el de soportar la incertidumbre transmitiendo confianza, el de potenciar los recursos de cada cual desde el reconocimiento de su ser temporal. En las situaciones más miserables, la presencia del médico puede, paradójicamente, recordar la vieja aspiración de la Kalokagathia.
 
Podríamos concebir la Medicina como la relación armónica de dos actividades necesarias, la de los científicos y técnicos que permiten, con sus investigaciones e invenciones, un mejor conocimiento del organismo enfermo, de su diagnóstico y tratamiento, y la de los que podríamos calificar de médicos de batalla o de trinchera, esos que se enfrentan cada día al sufrimiento de muchos y que no tendrán tiempo para otra cosa.

Es bueno, es imprescindible, que la sociedad sepa reconocer no sólo brillos de avances epistémicos y tecnológicos, sino que también aprenda a valorar y agradecer la dedicación constante, abnegada, reservada, opaca tantas veces, de muchos médicos que siguen haciendo de su profesión algo extraordinariamente noble, porque poco lo es más que curar, paliar o acompañar a quien sufre en su cuerpo y a quien le duele el alma.

Este año, el Colegio Médico al que pertenezco ha tenido el acierto de reconocer ese trabajo callado y necesario, vocacional, premiando a un hombre que lo lleva realizando durante muchos años, en los que además ha sabido contagiar a otros la pasión por la Medicina. Conocer a alguien así es siempre un privilegio. Con su decisión, el Colegio Médico de A Coruña no sólo premia a una persona, sino que se premia a sí mismo al realzar su propia bondad como institución necesaria, especialmente en tiempos de derivas tecnicistas, para mostrar a la sociedad, a la que se debe, la noble aporía de la simple y, a la vez, difícil tarea que supone ser médico.


Con gratitud y admiración, a mi amigo el Dr. Alfonso Solar Boga