miércoles, 16 de junio de 2021

MEDICINA. La incertidumbre insoportable o el encarnizamiento diagnóstico.

 

 


"Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada."

Sta. Teresa. Camino de Perfección, 11,4.

 

    Vivimos tiempos modernos, en los que no sólo recibimos las bondades diagnósticas y terapéuticas que la investigación tecno-científica ha proporcionado. También asistimos a un cambio muy brusco, no siempre feliz, de la relación singular, transferencial, que supone el encuentro clínico.

    

     En cierto modo, internet ha cobrado el papel del médico y no sólo para cualquier hipocondríaco que se precie, convertido ya en “cibercondríaco”. Casi todos tenemos disponibles aplicaciones de “salud” en los “smart-phones”, que miden las pulsaciones, los pasos que damos o la calidad del sueño, y que pueden ser complementadas por datos que el móvil no puede medir, de momento, como el peso o la tensión arterial.

     

    Hay quien ve una situación ideal en el control permanente de esas variables que se llaman malamente “constantes”, contemplando como buena cualquier alarma de que nuestra frecuencia cardíaca se desmadra o de que no hemos dormido como se debe, porque todo esto ya parece un deber. Pero eso no basta; a veces, habrá que recurrir al médico… también a través del móvil. 

    

     El enfoque “e-Health” se presenta como un futuro magnífico en el que podremos prevenirlo todo, excepto las pandemias, como tristemente hemos visto y volveremos a caer en otra o volverán a ver quienes nos sucedan.

    

     Cuantos más sensores y registros tengamos (los “lab on a chip” llegarán en cualquier momento, si hay chips), más rápido detectaremos el mal posible que habita en el cuerpo y, de ese modo, podremos atajarlo con un tratamiento personalizado. Suena bien sólo en apariencia, porque pasamos, en la práctica, a definir la salud, no como ausencia de enfermedad en general, sino como la demostración constante, en tiempo real diríamos como modernos, de tal ausencia de todas las enfermedades posibles. 

    

    Ya ocurre que mucha gente va con su diagnóstico hecho al médico sólo para confirmarlo y recibir tratamiento, algo que los móviles no proporcionan de momento. 

    

    Los propios médicos, y no sólo los más jóvenes, parecen alabar que lo que hace tiempo se llamaba “ojo clínico”  haya sido sustituido por un ojo realmente adecuado, el de las técnicas de imagen, registros biofísicos, análisis bioquímicos, fenotípicos y genotípicos, pruebas funcionales… 

    

     Es difícil hoy en día acudir a consulta por un problema y salir tranquilo. Raro será el médico que se abstenga de rellenar en papel o de forma electrónica peticiones de algunas o muchas de esas pruebas que un día se llamaron complementarias y hoy parecen prioritarias. Se habla de medicina científica y personalizada. Atrás quedó la medicina mágica. Y, sin embargo, no todo está siendo maravilloso. 

     

    En esta medicina actual hay un problema que no acaba de resolverse bien, sino todo lo contrario. Se trata del manejo de la información y de la incertidumbre asociada a ella, especialmente a la hora de establecer un diagnóstico, pero también en lo concerniente al pronóstico y al tratamiento que aquél puede implicar. A veces, la situación es clara, bien porque una prueba complementaria confirma pronto la sospecha clínica, bien porque ni se necesita tal prueba desde la experiencia del médico. Otras veces, se requerirá una sucesión de estudios que permitan orientar o mostrar claramente el diagnóstico. 

     

    El juicio clínico tiene bastante de orientación bayesiana aunque no se formule como tal. Muchas veces se decidirá en función de lo que parece más probable, aunque tal probabilidad no se mida. Es esa decisión orientada por la experiencia y por una intuición personal la que subyace al buen ojo clínico, entendido correctamente como saber mirar. Pero ahora abundan los médicos que, obsesionados por el diagnóstico, aunque el malestar parezca banal, realizarán todas las pruebas habidas y por haber hasta encontrarlo o descartar (término muy en boga) todas las posibilidades etiológicas, algo que puede ir acompañado, tanto del desprecio de lo subjetivo como de la perspectiva contraria, la psiquiatrización de la queja, si no hay nada malo objetivable. 

     

    Permanece lo viejo en el peor modo, ese lema tristísimo del más vale prevenir, por el que uno puede verse impelido a una dieta de alcachofas o a machacarse en un gimnasio. 

     

    Ahora se trata de obtener toda la información relevante, de no incurrir en riesgo. Y cada médico habrá de decidir qué hacer. Pero no estamos sólo ante una cuestión de balance entre información y ruido (al margen del propio riesgo biológico inherente a algunas pruebas), sino ante el hecho de que tal cuestión se entrelaza con la relación médico – paciente. Y es aquí dónde no pocos médicos sucumben a la tentación de contagiar al enfermo la incertidumbre que debieran guardarse para ellos hasta que se disipe. Es muy distinto tener que comunicar un diagnóstico infausto que anticiparlo como posibilidad, cosa que se hace cada vez con más alegría, trasladando a quien ya tiene sus miedos la necesidad de “descartar” todo lo malo que pueda explicar algo que también, no es infrecuente, puede acabar siendo un problema pasajero que se resuelva solo. 

     

    La relación clínica es muchas veces un ejemplo de cómo en una situación transferencial puede actuarse del peor modo. Ya sobra con que el paciente muestre sus miedos, sus preguntas, sin necesidad de que el médico le ofrezca un panorama de desgracias potencialmente compatibles con ellos y que requerirán no sólo la realización de pruebas sino el tiempo implicado en ellas, algo que puede hacerse eterno si el médico ha contagiado sin necesidad alguna su incertidumbre. La transmisión de ese no saber como sospecha de lo peor propicia de un modo aparentemente cruel la génesis de angustia, antes de tiempo y, a veces, sin justificación a posteriori (a priori nunca la hay).

    

    Es difícil saber por qué ocurre esto. Se invoca con frecuencia la autonomía del paciente y se alude al antiguo e indigno paternalismo médico, pero un paciente acude precisamente para ser orientado desde un supuesto saber clínico, no para ser amedrentado por él. Si eso es paternalismo, lo quisiera para mí cuando precise de un médico. El paciente no necesita respuestas a preguntas que no formula y, aunque lo haga, hay muchos modos de orientarlas, desde la sensatez de referirse a la conveniencia de afinar el diagnóstico, hasta la brutalidad de describir todo lo peor que puede surgir de esos estudios. 

    

     Es plausible que la explicación resida en que un médico que actúa así, anticipando todos los males posibles a descartar, lo haga porque la incertidumbre le es insoportable, no tanto en el orden epistémico, cuanto en el emocional, cuando no con precaución jurídica excesiva. El médico que cree descargar así su incertidumbre antes de confrontarse a lo real no sólo no hace ningún bien, sino que transforma el tiempo de espera del paciente en tiempo de angustia innecesaria para él y sus familiares. 

     

    Ese parece el triste camino por donde están derivando muchas actuaciones clínicas. 

     

    Manejar tan mal la incertidumbre, en muchos, demasiados casos, supone en la práctica que estamos pasando a la encarnación del Dr. Google en muchos médicos. Esa fría, gélida a veces, “internetización” del médico, convertido en operario de algoritmos perversamente llamados “científicos” supondrá, de seguir así, el fin de la Medicina. Tendremos robots que nos diagnostiquen y que incluso nos intervengan quirúrgicamente (ya los hay, aunque “ayudados”), pero nos habremos quedado sin médicos de verdad una vez desaparezcan los que asumían la limitación de su conocimiento y de sus posibilidades y buscaban, a pesar de ello, la realización de ese deseo que ya parece lejano: “curar a veces, aliviar con frecuencia, consolar siempre”.

 


lunes, 31 de mayo de 2021

VACUNAS. ¿Cuál me toca? ¿Cuál es la "buena"?

 



A diferencia de lo que ocurre en otras situaciones, como la gripe, ahora todos sabemos que existen distintas vacunas frente al coronavirus causante de la actual pandemia. Esencialmente, las hay de dos tipos, las basadas en un fragmento de DNA incluido en un adenovirus humano o de chimpancé (AstraZeneca) y las que se basan en mRNA que circula en una nanocápsula lipídica (Pfizer o Moderna).

 

Las vacunas basadas en mRNA son realmente novedosas y fruto del trabajo científico desarrollado durante muchos años por personas que tenían tres objetivos en mente, la síntesis de proteínas deficitarias, el desarrollo de inmunidad tumoral y el logro de nuevas vacunas frente a gérmenes que se mostraban especialmente difíciles, como los virus de la gripe o el virus del SIDA (VIH), o el plasmodium, causante de la malaria. Fue la llegada de la Covid-19 la que propició un cambio de objetivo, pero el trabajo científico esencial ya estaba prácticamente hecho.

 

Una vez sentadas las bases científicas, el desarrollo de la vacuna fue muy rápido y se hizo dependiente de la capacidad de producción de la Big-Pharma y de las políticas estatales. Diferentes agencias (nacionales, europeas, estadounidenses…) fueron aprobando las vacunas que hoy en día se dispensan en cada país. Como bien es sabido, la que más se administra en el nuestro es la suministrada por Pfizer, basada en mRNA. Su equivalente, Moderna, se proporciona en muchos menos casos. De las basadas en DNA, es la de AstraZeneca la que se administró y, en concreto, para grupos considerados esenciales por su trabajo (militares, policías, profesores…). Otras alternativas como la de Janssen parecen minoritarias.

 

Con todas las vacunas se dio un porcentaje relativamente alto de efectos adversos, molestos pero rápidamente pasajeros. Pero hubo una excepción consistente en casos de muerte por un raro efecto trombótico en el caso de vacunados con la versión de AstraZeneca (AZ).

 

Inicialmente, se negó lo evidente. Más tarde, se comparó de un modo penoso la probabilidad de un episodio trombótico letal asociado a la vacuna de AZ con la de que a alguien le cayera un rayo o le tocara la bono-loto. Unas comparaciones que carecían de la noción más elemental de lo que es probabilidad, mezclando malamente las aproximaciones frecuentista en el límite y numérica, y obviando el hecho de probabilidades condicionadas (si uno no se vacuna, no corre riesgos asociados a tal opción, aunque el riesgo de contraer la Covid-19 sea muy alto y el riesgo de muerte por trombo asociado a la enfermedad también mayor que con la vacuna).

 

Pero un buen día, alguien con  poder político se asustó y decidió retirar cautelarmente la vacuna AZ, precisamente cuando estaban convocadas muchas personas a recibirla. Eso ya generó o amplificó la alerta inicial que titulares de periódico habían mostrado. Simultáneamente vimos como el rango de edades para el que se recomendaba cambiaba drásticamente, reservándose para mayores de 60 años.

 

A la vez que eso ocurría, la cantidad de dosis de Pfizer que llegaba (y, afortunadamente, sigue llegando) a nuestro país crecía enormemente, permitiendo que la velocidad de vacunación actual con las dos dosis pautadas sea muy adecuada y nos permita alcanzar una inmunidad grupal más pronto de lo que inicialmente pensábamos. 

 

¿Qué pasó con AZ? Lo impensable. A pesar de afirmar reiteradamente su seguridad, aduciendo la rareza de casos letales (una vez admitidos), se retiró, dejándose de proporcionar hasta ahora la segunda dosis, según la pauta recomendada por el fabricante y aprobada por la Agencia Europea del Medicamento, a unos dos millones de personas.

 

Por alguna razón extraña, ya que no se ha manifestado, el Ministerio de Sanidad prefirió cambiar de plan y administrar a toda esa gente una segunda dosis… pero de la vacuna de Pfizer, contraviniendo todas las indicaciones habidas hasta el momento sobre tal decisión. Eso sí, pretendieron el aval, que obtuvieron, como era ya supuesto por todos, del Instituto Carlos III, que, despreció el método científico, diseñando y realizando en un tiempo record un estudio llamado por ellos “exprés” y que respaldó claramente, sin base científica alguna cambiar la segunda dosis de AZ por una de Pfizer. 

 

Cualquiera que haya leído un libro elemental de probabilidades y estadística puede entender el disparate de extrapolar la seguridad obtenida en ese estudio a grandes poblaciones, teniendo en cuenta que los efectos letales asociados a AZ, de los que se habla (no se ven muchas publicaciones científicas sobre vacunas tras su aprobación), son del orden de 1 a 10 por millón. Aunque fueran de 1 a 10 por cien mil o incluso por diez mil, un estudio de 600 casos (400 en el brazo de ensayo) no detectaría un incremento de letalidad, precisamente por su rareza. Hubiera sido realmente inquietante que, en un grupo tan pequeño como el del ensayo viéramos muertes.

 

No vale la pena discutir el sexo de los ángeles ni tampoco dedicar una línea a mostrar que la base para el cambio de plan del gobierno, induciendo ahora a mezclar dos vacunas distintas, es pseudo-científica, aunque pueda ser razonable o no por intereses políticos o comerciales.

 

Estamos en apariencia ante una opacidad que atenta contra la inteligencia de la ciudadanía. Quienes van a recibir la segunda dosis, debieran, en una situación basada en una política científica sensata, poner el brazo y nada más, comunicando a continuación a su médico cualquier efecto adverso que les preocupara. Pero eso no ocurre y no precisamente porque la gente sea idiota o afín a un partido político opuesto al gobierno, sino porque se han hecho las cosas de un modo que difícilmente puede ser más insensato. Que el Ministerio trate de convencer, desde la pseudo-ciencia, de que la alternativa de mezclar AZ y Pfizer es mejor que poner las dos dosis de AZ, parece sugerir que nos sobra precisamente eso, un ministerio como es el de Sanidad. A la vez, obligar a firmar un consentimiento informado si uno opta por AZ (la inmensa mayoría así lo declara, al parecer, a pesar de declaraciones ministeriales vacías), supone un lavado de manos similar al de Pilatos e induce a pensar que uno se juega la vida, como se se plantease una intervención quirúrgica a vida o muerte.

 

Vivir para ver


 

miércoles, 26 de mayo de 2021

El placer de hacer una tesis

 


Esta entrada es un poco más larga que las habituales porque su destino es la expresión de agradecimiento. 

 

Habiéndome licenciado en 1975, fue en los años 80 cuando me surgió la posibilidad de realizar un deseo, doctorarme. Para ello, precisaba un proyecto de tesis y también una persona que me la dirigiera.

 

Inicialmente, el proyecto lo imaginé centrado en la investigación relacionada con dislipemias. Era un tiempo en que empezábamos en los laboratorios clínicos a estudiar las lipoproteínas implicadas en la aterogénesis, por lo que parecía natural centrar la tesis en esa temática: colesterol-HDL, apolipoproteínas 

 

Gracias a un compañero, fallecido poco tiempo después, me concedió una entrevista el Prof. Cabezas Cerrato, catedrático de Patología General en la Universidad de Santiago. Llevaba conmigo resultados de laboratorio, algo que conservo con cariño. Hablamos de los lípidos, pero él rápidamente me mostró la dificultad que entrañaba lo que se suponía un estudio de tipo observacional, que habría de realizarse con muchas personas, incluyendo niños. Al ver que se me iba por la borda esa posibilidad, le comenté que mi interés real poco tenía que ver con los lípidos y mucho más con la cinética celular y con su potencial perturbación por agentes físicos, como campos magnéticos estáticos. Esa contingencia inesperada resonó favorablemente en el Prof. Cabezas, que decidió concederme un tiempo para presentarle un proyecto detallado al respecto.

 

Cuando, al cabo de algunas semanas, me volví a reunir con él, y después de leerle todo el proyecto, incluyendo la bibliografía, surgieron por su parte algunas preguntas, tras las que me dio el visto bueno. Me dirigiría la tesis. 

 

Tenía ya un tema que me interesaba, facilidades y dificultades para realizarlo, y un catedrático que había pasado de una aparente intransigencia a una receptividad llamativa

 

Necesitaba un campo magnéticoy un medidor de su intensidad y nada parecía mejor que recurrir al catedrático de Electromagnetismo de la misma Universidad, el Prof. Rivas Rey, un hombre de gran calidad científica y humana, cuya amistad actual me honra, y que me brindó entonces todo tipo de posibilidades. 

 

Era una época interesante. Lo que ahora nos parecerían lastres, eran entonces aspectos de la modernidad. Al disponer en mi hospital de una excelente biblioteca, las revistas principales generalistas (Science y Nature), así como las principales médicas (NEJM, Lancet, BMJ), estaban disponibles. A la vez, había un curioso sistema, el Index Medicus, que recogía referencias de lo que se publicaba sobre distintos temas, de tal modo que, atendiendo al título de cada trabajo allí recogido, uno podía hacerse a la idea de si era interesante y, en tal caso, tratar de conseguirlo. Esa aproximación se complementaba con la ofrecida por el Current Contents. De ese modo, lo que no estuviera disponible, podía lograrse pidiéndoselo directamente, por correo postal, al autor. Peticiones y más peticiones en tarjetas ad hoc, con su sello de correos, que, con frecuencia, no siempre, eran respondidas con una atenta carta en la que se adjuntaba la separata solicitada o, como se le llama ahora, el “paper” en cuestión. Curiosamente, el tema abordado generaba especial interés al otro lado de lo que entonces se conocía como telón de acero. En Occidente, esa mirada tenía que ver más bien con aspectos de seguridad relacionados con el trabajo con campos magnéticos de alta intensidad, como los que se manejaban en física de partículas, y en la incipiente aplicación de la resonancia magnética nuclear a la obtención de imágenes. Los libros de Barnothy, Dubrov, Tenforde mostraban maravillas relacionadas con el campo geomagnético y los campos de gran intensidad. Era el tiempo en que se habían descubierto las magnetobacterias y la posible orientación en campos magnéticos débiles de macromoléculas con anisotropía diamagnética. Algo hermoso se mostraba. 

 

Lo que ahora es, en la práctica, instantáneo, como el correo electrónico, en aquellos tiempos se lograba o no tras el tiempo de espera que requería el intercambio postal. No era algo necesariamente negativo; llegaban correos manuscritos, encerrados en sobres con sellos de diferentes países… Y había una espera interesante, que ahora parecería paleolítica. 

 

La tesis proyectada era de carácter experimental, pero, como todas, requería una introducción al tema a tratar. Y eso constituyó una sorpresa personal, ya que disfruté más con el trabajo teórico de introducción, y después con el de discusión de los resultados, que con la experimentación misma. De ésta, más que con los resultados en sí, disfruté con la metodología, con las imágenes microscópicas, con algo ya un poco antiguo, como ver la diferente tinción de cromátidas hermanas de cromosomas y los intercambios de fragmentos entre ellas; la primera vez que lo vi en mi microscopio la sensación fue impresionante.

Convencido de que mi vocación era la investigación experimental, el interés bibliográfico y el esfuerzo de síntesis fue ya una señal de que eso era un error que, no obstante, persistió durante mucho tiempo, hasta que se me hizo evidente que mi deseo tenía que ver más con lo teórico que con lo experimental, con lo estético que con lo epistémico, aunque ambos aspectos fueran íntimamente ligados. 

 

Los ochenta fueron años de cambios, quizá de mayor envergadura de los que acontecieron después. Nadie usaba internet, pero ya se vislumbraba. Las máquinas de escribir seguían sonando en todos los departamentos de hospitales y oficinas. Había intercambios verbales cotidianos entre compañeros, presenciales diríamos hoy,  que empezarían a decaer paulatinamente. Y aparecían los primeros ordenadores, aunque muchos no merecieran propiamente tal nombre en comparación con el Apple II.

 

Ahora, que hacemos las fotos que queramos con cualquier “móvil”, no “saboreamos” la frustración que suponía pasarse horas al microscopio haciendo fotos para descubrir que el revelado de algún rollo de película aparecía totalmente negro o que ese carrete en cuestión ni siquiera se había movido. Hacer una diapositiva descriptiva suponía un lento trabajo de colocación de letras, signos y gráficos en un papel de color que sería fotografiado y “positivado”. Todo eso requería una gran pérdida de tiempo, pero entendida así sólo si concebimos el tiempo con los criterios apresurados de una supuesta eficiencia que, no pocas veces, nos acaba perjudicando. Las prisas nunca son buenas. 

 

Esos años fueron para mí un tiempo feliz, a lo largo de todas las fases de la tesis, leída en julio de 1987, a pesar de torpezas experimentales de todo tipo y de que los resultados obtenidos no fueran espectaculares precisamente, cosa que cabe esperar como posibilidad si uno tiene honestidad científica, la que permite reconocer que lo importante reside en la búsqueda más que en el resultado mismo. 

 

Ese goce implícito a todo el trabajo de tesis sólo fue posible por ser realizado en plena libertad, la que me otorgó, desde el primer momento, mi Director de Tesis. Nos veíamos pocas veces al año. Siempre recibí de él una crítica tan rigurosa como animosa, siempre confió en mí. La primera vez que ensayé la lectura de la tesis, tras escucharla pacientemente, se limitó a decirme que era un desastre. Y tenía razón. Salió bien después de eso. Me enseñó y aprendí.

 

Podría decir que me dirigió muy bien precisamente por no dirigirme, por dejarme hacer libremente. Su dirección fue en realidad la de una mirada compartida, sin decírnoslo, al valor del método científico, algo en lo que él era y sigue siendo un maestro. Algo que no olvidé. 

 

Monod hablaba del azar y la necesidad en el ámbito de lo viviente. Pues bien, en el desarrollo biográfico, son importantes la contingencia y un destino que no sólo está regido por genes y determinantes de todo tipo, generalmente inconscientes, sino también por el deseo. Es, en la medida en que unimos nuestro deseo a nuestro destino, que podemos saborear lo mejor de la vida, esa felicidad que, para Freud y para Russell, implicaba el trabajo creativo. 

 

Mucho después, la mirada psicoanalítica mostró el extraordinario valor de la creatividad amorosa. 

 

José Cabezas, un hombre cuyo interés no se limitó al inherente a su cátedra ni a la Medicina, sino que miró, y sigue haciéndolo, a todo lo humano (su reciente libro sobre el cerebro da buena cuenta de ello), fue un excelente maestro para mí. Y su amistad, ya de muchos años, un precioso regalo. Justo es reconocerlo públicamente alguna vez. Y cualquier momento es bueno para ello, como hoy, como ahora.


Dedicado a mi amigo, el Prof. Dr. José Cabezas Cerrato.

jueves, 20 de mayo de 2021

Una lectura de "Los espacios de la muerte en Roma", del Prof. Requena Jiménez

 


 

“… pondrás el último beso en mis labios helados cuando se me ofrende una caja de ónice llena de perfumes sirios” (Sexto Propercio)

 

“Pero después una luz maravillosa le alcanza y le dan la bienvenida lugares de pureza y praderas en los que le rodean sonidos y danzas y solemnidades de músicas sagradas y visiones santas” (Plutarco)

 

“¿Qué es esa locura de que la vida comienza de nuevo con la muerte?” (Plinio el Viejo)

 

 

Podría decirse que, a pesar de tiempo transcurrido desde la caída del Imperio Romano, las migraciones, invasiones, cambios en general de Occidente, seguimos siendo romanos. Es por eso que la concepción de la muerte, de los ritos que se le asocian, las creencias en una vida más allá de la reducción a polvo y cenizas del cuerpo que animó, se anclan en un modo de civilización, de ser humanos, que duró unos mil años.

En Roma hubo quien creía que todo acababa para uno con su muerte, y ese momento podía incluso ser querido, y nos dice Valerio Máximo que en alguna ciudad había un veneno disponible para quien mostrara un gran deseo de morir, bien porque temía que su buena vida empeorase, bien porque ya le era insoportable.

Pero, de un modo u otro, creyendo o no en una vida futura, lo religioso siempre estuvo presente, como mito y, sobre todo, como ritual que abarcaba todos los aspectos relacionados con la muerte. Desde la errancia terrible de las almas de los insepultos, de la implícita en la damnatio ad gladius o ad bestias, también en la damnatio memoriae, hasta la apoteosis de unos pocos, pasando por un camino, tras la llegada al Hades, hacia otra vida, todo era posible, pero dependiente no sólo de merecimientos o desvaríos de quien moría, sino de su recuerdo y de rituales apotropaicos por parte de sus familiares y amigos.

Tras la muerte, uno podía pasar a ser un dios más y su imagen podía formar parte, en las familias nobles, de las maiorum imagines. Pero todo requería el acto ritual religioso, con la adecuada preparación del cadáver y purificación de los vivos que se le habían aproximado, con la conclamatio y el duelo, a veces incluso con la pompa funebris. Leyendo el libro nos resulta fácil situarnos frente a los rostra y oír los discursos laudatorios.

Los lugares de enterramiento estarían fuera del pomerium, con excepciones muy honorables, pero próximos a la ciudad, en las vías de entrada principales. Debían ser vistos, visitados. Además del deseo generalizado (S.T.T.L.), los epígrafes funerarios recordaban lo esencial biográfico e incitaban a su lectura en voz alta por parte de quien los visitara, sugiriendo que esa evocación por gente extraña podía ser de utilidad.

Miguel Requena Jiménez es Profesor Titular del Departamento de Prehistoria, Arqueología e Historia Antigua de la Universidad de Valencia. En este libro, fruto de un exhaustivo trabajo bibliográfico y analítico, continúa una línea iniciada hace años (en este blog le dediqué ya alguna entrada), mostrándonos lo que suponía el ser para la muerte en Roma. Estamos ante algo religioso, que va más allá de creencias individuales en otra vida o su ausencia. Se trata de una religión que podríamos decir, aunque el autor no lo declare abiertamente, que responde, en general, más a la concepción del “relegere” que del “religare”, aunque se sacralicen lugares por el hecho de albergar el cadáver o sus cenizas. Es el ritual escrupulosamente seguido lo que proporcionará paz a vivos y muertos. Se pide que la tierra sea leve, se entierra o se incinera, haciéndolo según la posición familiar, contemplando todas las circunstancias posibles en que se produce y donde ocurre el óbito del ser querido. Los antepasados nobles serán mostrados en sus imágenes céreas acompañadas del correspondiente cursus honorum. Los que no sean adecuadamente despedidos ni alimentados ritualmente tras su muerte no se conformarán. Las creencias actuales en fantasmas, en vampiros, hunden sus raíces curiosamente próximas en Roma.  

Indirectamente, entendemos la influencia de los cultos mistéricos en la percepción de la muerte, así como el horror de la crucifixión que, sin embargo, acabó paradójicamente haciendo del imperio romano una Iglesia cristiana. Una Iglesia que, por ser romana, mantiene aspectos rituales como los novendiales tras la muerte de los papas.

Se trata de un libro de reflexión, que requiere una lectura pausada y repetida para llegar a saborear adecuadamente su savia, su sabiduría, que nos afecta ahora, más allá de posturas religiosas o ateas. Y es que lo que creamos o dejemos de creer no elude el poder de lo simbólico. El Prof. Requena ha sabido extraer de las fuentes clásicas y de la amplia bibliografía de otros estudiosos algo que no se queda en un estudio histórico, sino que, por serlo de verdad, realiza el viejo dicho de que la Historia es maestra de vida, aunque nunca, como ocurre en estos tiempos de pandemia, la tengamos en cuenta en la práctica.

 

 

 


sábado, 8 de mayo de 2021

MEDICINA. Un gran cirujano.

 


Las manos y el lenguaje han permitido que pasáramos, hace unos cuantos millones de años, del mundo de la Biología al de la Cultura. 

 

Llegamos a la fase de “Homo faber” por tener manos. Más tarde, nos hicimos “Homo ludens” también por ellas. Un dedo oponible a los demás hizo posible que pudiéramos hacer cosas manuales con las finalidades más dispares, desde cazar hasta simbolizar. La propia mano alcanzó tal valor que se hizo símbolo a sí misma. Estrechamos la mano de otra persona para presentarnos, para cerrar un trato. Con las manos escribimos, comemos, nos aseamos, trabajamos, creamos. Hasta la mirada mágica pretendió augurar el futuro contemplándolas.

 

Vivimos inmersos en un excesivo “cerebro-centrismo”, el que identifica lo anímico con lo neuronal. Si Lacan dijo un día irónicamente que pensamos con los pies, en contra de esa reducción excesiva, la ironía es menor si pasamos a decir que pensamos con las manos. 


Somos teniendo, habitando, un cuerpo. Y en él, las manos permiten tocar incluso lo inefable. En el ámbito de las creencias religiosas, las manos han sido y siguen siendo esenciales. Con ellas se bendice a alguien, ellas hacen perceptible el milagro eucarístico partiendo el pan. Ellas reconcilian.

 

Hemos necesitado un virus con potencia letal para echar en falta la riqueza ritual de esas manos que se estrechan, que se posan en el hombro, que acarician. 


Somos humanos hablando y tocando… con las manos, sin las que todo contacto es pobre suplencia. 

 

Y, por eso, quien restituye la movilidad de las manos de otro, muestra la extraordinaria nobleza de la cirugía.

 

La cirugía muestra la singularidad de cada acto operatorio… y su milagro. Son las manos de un cirujano las que pueden obrar el milagro de oír la música lograda con unas manos recuperadas que vuelven a tocar un instrumento, el de facilitar la gestualidad de quien tropieza verbalmente sin ellas, el de permitir volver a ser como se era, antes de que una enfermedad o un accidente quebrara la posibilidad de expresión manual. 

 

Recuperar las manos en su funcionalidad es, en cierto modo, recuperar un lenguaje, algo literal en el caso de sordomudos, pero reconocible de modo universal. 

 

Hay muchos modos de mirar a la Medicina, desde la perspectiva dura, y realista a la vez, que mostró Klimt, hasta la que es sostenida por la fraternidad entre compañeros que acoge la admiración hacia lo que un amigo es capaz de hacer. 

 

Admiro a los cirujanos. De niño, presencié la seguridad curativa de mi amigo Norberto. Ya, siendo médico, contemplé la capacidad de mi amigo Antonio para ayudar a nacer, la de mi amigo Santiago de restaurar la visión. Muchos más he admirado y querido. Ahora, es otro cirujano y amigo, Ángel, a quien ya le había dedicado otra entrada, el que me anima, al verlo en el periódico, al recordarme con su semblante de seguridad, en estos tiempos tristes, que ser médico vale la pena, aunque sólo sea como observador de la proeza magnífica que otros realizan de forma cotidiana en un quirófano.

 

Como él, como Ángel Álvarez Jorge.


miércoles, 14 de abril de 2021

Sobre "El caso Mike" de Gustavo Dessal.

 


 

“Los sentimientos constituyen un terreno infinitamente más complejo que las ideas o los pensamientos. Están directamente conectados a esa rara red del habla de la que estamos cautivos.” Gustavo Dessal.

La nueva obra de Gustavo Dessal, de reciente aparición, es interesante, entendiendo este término tal y como lo recoge el diccionario de la R.A.E.: “que interesa o es digno de interés”. Es un doble sentido, aunque parezca único. 

Por un lado, interesa, que no es poco. Estamos ante una novela que induce a su lectura mantenida y, a la vez, reposada, “despaciosa” como decía García Gual, prestando atención al mundo en que se encuadra y al torbellino que en sus personajes se desencadena. 

Es y no es nuestro mundo el que ahí se nos muestra. La acción se desarrolla en una ciudad estadounidense, Boston, cuyas calles y barrios son descritos con el detalle suficiente para que la imaginación nos lleve a ellos, para que nos situemos allí aunque nunca hayamos estado en esa ciudad. Pero, a la vez, el protagonista principal, Mike, se mueve en un espacio que no sabemos si es real, virtual o esa extraña mezcla a la que la tecno-ciencia nos está conduciendo. Mike es un hacker cuya capacidad, de la que a veces dudamos, se mezcla con una gran fragilidad. Podría decirse, de modo rápido, que estamos ante un joven con una mezcla de síntomas o con un síntoma novedoso hasta cierto punto, propio de la civilización actual. 

Se trata de una novela en la que hay buenas dosis de intriga, de sorpresa, de acción… en la que las condiciones de entorno son las que son, una mezcla de desestructuración familiar, en la que ha nacido y se ha desenvuelto el personaje, y de un orden social que oscila entre el extremo perturbado y perturbador y una continuidad que abarca desde el turbio clima de los hackers de poca monta hasta el de las agencias de inteligencia.

¿Quién espía a quién? ¿Quién gana y quién pierde en ese juego solitario y a la vez extrañamente relacional que se produce ante la pantalla de un ordenador? Son preguntas que surgen a lo largo de las páginas en las que, a la vez, se sugiere algo inquietante: esto, el nuestro, es o parece un mundo de locos. Y el protagonista sería sólo uno de ellos. Ni héroe ni antihéroe, sólo un ser abocado a la repetición de lo peor en forma de suicidio frustrado.

Por otro lado, el libro es digno de interés en sentido de la R.A.E., porque no sólo es una novela, sino algo más. 

Podríamos decir, utilizando un término que no aparece en el texto, pero que sería compatible con él, que hay un atractor caótico como núcleo del mundo en que se mueven todos los personajes. Los atractores caóticos tienen que ver con lo extrañamente repetitivo, con lo determinista que se muestra como aleatorio. Un cambio en las condiciones iniciales y surge el caos. Y la novela juega con eso. Todo parece determinado pero está tocado con el indeterminismo que nos permite, a la vez que sorprendernos ante lo azaroso, ser humanos, gozar de la libertad. 

No estamos ante seres felices, precisamente, aunque la lectura nos depare magníficos momentos de sosiego de personajes aparentemente tranquilos, como esos que comparte el Dr. Palmer con el juez Casttan, en los que se nos transmite el valor de una buena compañía gastronómica en la que discurre el diálogo facilitado por selectos vinos, aunque alguna vez el mismo placer se obtenga en un bar de carretera con una cena rápida. Ambos personajes hablarán sobre un supuesto psicótico, haciendo de él con frecuencia el centro instantáneo de su universo mental, su aquí y ahora, tratando de ver hasta qué punto ese sujeto delira o dice algo sensato, algo que sería inquietante para todos. Acaba siendo más cómodo clasificar a alguien como un algo nosológico, cosa que ni Palmer ni Casttan harán.

El Dr. Palmer es psicoanalista y trata a muchos pacientes. Uno de ellos, el caso Anne, fue central en la primera novela de esta saga.

Quienes tenemos la fortuna de conocer al autor de la obra, sabemos que no es identificable con Palmer, pero sí tiene algo importante en común con él. Se trata del ejercicio del psicoanálisis, de esa humilde, humana y transformadora atención al sufrimiento humano, que inauguró Freud y que se siguió por otros, entre los que destaca la figura de un psicoanalista muy relevante, Jacques Lacan. 

Ese modo, singular siempre, de percibir al otro, de acogerlo, para ayudarle a que, partiendo del síntoma y siendo escuchado, haga algo mejor con su vida, es lo que proporciona la gran fuerza transformadora del psicoanálisis en general, aquí en su modo lacaniano. La palabra entra en juego analítico y terapéutico.. libremente, sin prisa, sin pausa, con tiempos de mirada, de comprensión y, tal vez, de conclusión.

Es difícil hacer bien la tarea a que uno está volcado por ser vocado a ella. Mucho más lo es cuando ese deseo se encarna en dos facetas, aunque se complementen, la de ser escritor y la de ser psicoanalista. Gustavo Dessal es maestro en ambas tareas y, por serlo, podemos entenderlo mejor en esas dos facetas, acercándonos en sus textos a lo que es el psicoanálisis y disfrutando de las obras literarias que produce. 

Todos sus lectores deseamos, por ello, que el Dr. Palmer tarde mucho tiempo en jubilarse y siga deleitándonos con sus nuevos casos.

sábado, 10 de abril de 2021

Sobre Hans Küng

 

Imagen tomada de Pixabay

Supe de Hans Küng en octubre de 1979. Y lo sé ahora porque tenía y tengo la costumbre, extraña o no, de marcar la fecha en que compro cada libro. El de entonces tenía un título al que no podía resistirme, “¿Existe Dios?”. 

Si alguien escribe un libro con ese título, sabemos de qué va desde el principio; la respuesta será afirmativa o todo lo contrario. Y Hans Küng dedicó toda esa obra a repasar la Historia de la Filosofía desde ese interrogante, a ver pros y contras en muchos autores. Nietzsche, Marx, Freud… tantos y tantos y tan importantes fueron descritos, analizados, justificados, con su bella escritura.

Después de eso, leí “Ser cristiano” y luego muchas más obras suyas. Es curioso. Uno puede marcar años de su biografía por lo que en ellos ha leído, y Küng siempre estuvo acompañándome. También cuando rasgó sagradas vestiduras al realzar la muerte digna.

Puedo decir que mi fe es como la suya en algún aspecto esencial, del de “fides”, el de confianza radical, absoluta, vital, en que Dios (qué término tan degradado) existe y, de un modo tan misterioso como el que nos hizo nacer, a cada uno como ser único, singular, en la historia del mundo, nos salvará del absurdo. Un Dios de deseo, deseable y deseoso. 

Mi Dios no es exactamente el de Küng, pero se le parece y mucho, porque es cristiano, porque, por serlo, se fija en los pájaros que ni siembran ni siegan, tiene a Jesús, alguien condenado por blasfemia, como la gran referencia ética. Mi Dios es un Dios de belleza, estético hasta lo más hondo. Es el Dios al que puede acercase lo mejor de la Ciencia, no como espisteme, sino como el Dios Estético, el Dios del Amor que sustenta todo lo real, a pesar de los pesares, a pesar de los cánceres infantiles, a pesar de Auschwitz, a pesar de que se desespere de Eso, de lo Innombrable. Es Lo que sostiene a los solos, a quienes todo les va mal en la vida, a los que se equivocan en lo más importante, a los que se derrumban, a los que desesperan de ese Misterio insondable de esperanza, Lo que acoge a quienes ya no tienen nada a que aferrarse. Y ese Dios estuvo en Auschwitz y vestía el pijama de rayas. Eso es lo que creo.

He visto notas de prensa sobre quien fue, no cabe duda, un gran intelectual, yo diría un buscador, alguien que sabía de todo, incluso de ciencia y cuyo libro sobre fe y ciencia indica hasta  qué punto sabía de lo que hablaba, de lo que escribía.

Fue fiel a su Iglesia, que también es la mía, a pesar de todo, a pesar de que no le apoyó, de que lo censuró. Probablemente le acompañó la soberbia, la altanería que sustentaba su potencia intelectual, impresionante, en la que reverberaba, creo, la idea arrriana. Parece que, como San Pablo, corrió la carrera, mantuvo la fe. No es poco. Es lo esencial. Algo que insta a toda persona, a ser coherente con lo bueno humano, se sea cristiano, budista o ateo.

Hans Küng mostró la compatibilidad de inexistentes opuestos. Podría decirse que esos opuestos son la fe y la razón, pero no es así. No, porque tanto la fe como la razón emergen de algo más real, más íntimo, más… inconsciente.

Sólo lo inconsciente llega a poder intuir, tocar incluso quizá, lo Real. Y eso, ese gran agujero negro, que paraliza el tiempo en el horizonte de sucesos atrayendo de modo irresistible a lo Desconocido, puede brillar y puede o no verbalizarse, poetizarse mejor dicho. Küng trató de hacerlo, trató de conjugar fe y razón. Y quizá por eso no fuera del todo razonable lo que afirma. Y es que lo religioso se ancla más en lo extraño, en lo inconsciente, que en la razón misma. La religión es "religare" y también "relegere". Tenemos una larga historia de experiencia de otros, a veces propia, de arrebatos místicos, de cultos mistéricos, de éxtasis ateos, de negaciones heroicas… Dios es lo Absoluto, lo Incognoscible, lo que sólo puede ser malamente soñado.

Uno de sus libros, autobiográfico, lleva el título de “Humanidad vivida”. Al margen de creencias, él mostró eso. Fue humano y vivió como tal. Humano, radicalmente humano. De eso se trata a fin de cuentas. 

Dios lo habrá acogido en esa realidad que no tiene que ver con la inmortalidad sino con algo profundamente más bello, humano, divino y hermoso, la eternidad. 

miércoles, 7 de abril de 2021

VACUNAS. Conjuntos y subconjuntos.

 



Hay dos afirmaciones contradictorias que flotan en el ambiente en estos días. 

Una es que la vacuna de AstraZeneca es peligrosa porque produciría trombos y, encima, raros, de esos que tocan el cerebro y pueden matar incluso.

Otra es que esa vacuna es segura. Se sostiene en que, a la luz de los datos, parece haber más casos de trombosis en los no vacunados que en los que sí lo están. Casi parecería que la vacuna protege de trombosis desde la mirada estadística simplista.

Y en algunos países esa vacuna se retira de forma cautelar. Y en alguno de ellos, como hoy mismo en España, se retira, también, con gente citada a vacunarse, por parte de una Autonomía. Por cautela, por prevención, dicen, que es no decir nada y decirlo todo y supone frustrar y asustar al personal.

Y surge la respuesta pretendidamente sensata, científica, en forma de pregunta: ¿Qué es mejor, asumir el riesgo de la vacuna o el del coronavirus? Y es que sabemos, a no ser que nos neguemos a ver la realidad, que este coronavirus no se anda con tonterías, ya que muchas veces, demasiadas, mata, que llega incluso a colapsar el sistema sanitario con efectos de morbi-mortalidad general. No sólo induce en pulmones afectados un daño alveolar difuso que puede acompañarse de fibrosis pulmonar con todos los efectos que eso tiene. También puede producir trombos, afectación neurológica, y en no pocos casos también acaba dando la lata en forma de lo que ya se llama “Covid persistente” o “long Covid”. Como hace un siglo la gripe española, este virus nos ha descolocado a base de bien. 

Y cualquiera que tenga sentido común, hará lo sensato, vacunarse, porque su riesgo trombótico al hacerlo es bajo. O no vacunarse porque, si está bien y toma medidas, no contraería la infección ni se expondría a ese potencial riesgo de trombosis quizá asociable a la vacuna pero no perfectamente delimitado. ¿Qué hacer?

La cosa estaría relativamente clara si contáramos sólo con una vacuna, pero hay varias. Y no sólo las que parece que no podemos adquirir por razones políticas o comerciales (la rusa o la china, por ejemplo), sino las disponibles en nuestro medio. En la práctica, aquí tenemos las propiciadas por fragmentos de DNA incluidos en un adenovirus de chimpancé como vector (AstraZeneca) y las basadas en el uso de mRNA modificado (para que no sea destruido por el organismo) e incluido en cubiertas nanolipídicas. Todas esas vacunas, genéticas, se basan en inducir proteínas en nuestro organismo similares a la "Spike" del virus, de forma que nuestras células desarrollen la inmunidad contra esa “llave de entrada” de la que dispone este molesto germen. 

La plataforma de mRNA, usada por Moderna y Pzifer-BioNTech, es absolutamente novedosa y puede suponer un paso trascendental en la génesis de nuevas vacunas y también de tratamientos oncológicos. Es de esperar que el premio Nobel de este año (de Medicina o Química) se otorgue a una de las principales investigadoras en ese campo, Katalin Karikó.

Bueno, la vacuna es la solución. No sólo a escala individual, también grupal (“herd immunity”), esencial para el paso a la normalidad real y salir de esta subnormalidad llamada "nueva niormalidad", eufemismo lamentable donde los haya. Y todas las vacunas probadas en ensayos clínicos y administradas tras ellos han mostrado ser seguras. Pero, siempre hay algún “pero”, la de AstraZeneca (AZ) se ha puesto en entredicho por su asociación temporal con algunos episodios letales (trombóticos o no). Una asociación que todavía se discute si es causal o casual, pero que genera confusión y alimenta negacionismos. 

Y, sin embargo, el problema parece fácilmente analizable desde una perspectiva de matemática elemental, de teoría de conjuntos. Si nos fijamos en el conjunto de vacunados comparándolo con el de no vacunados con AZ, parece estúpido y negacionista prescindir de esa vacuna, porque la tasa de incidencias en el primer grupo es despreciable en comparación con el segundo. Ahora bien, si, como parece, esas asociaciones en el tiempo se confirman y se dan más bien, por ejemplo, en mujeres jóvenes, quizá pase algo y no nos sirva razonar sobre el conjunto total, sino sólo sobre un subconjunto constituido por elementos que comparten algún o algunos factores de riesgo. Y ahí sí podría haber diferencias. 

Seguir optando por hacer comparaciones burdas, mezclando en un solo conjunto todos los vacunados, sin estratificación alguna, supone el pobre triunfo de una concepción atomística entendida del peor modo, alque nos tiene acostumbrados ya el cientificismo epidemiológico, la visión que equipara al sujeto a un individuo muestral, del mismo modo que se hace con los criterios de curvas (olas les llaman, a pesar de ser artificiales) de contagios y de muertos.

Es imprescindible investigar de verdad, evitando en la medida de lo posible la interferencia de sesgos político-comerciales, si hay subconjuntos que precisen ser excluidos de una opción y susceptibles de vacunación con otra alternativa, en cuyo caso compensaría probablemente el tiempo de espera si no se arbitra un criterio específico de prioridad.

No todas las vacunas son iguales. Recordemos la polémica generada por las vacunas de Salk y de Sabin contra la poliomielitis. Podríamos estar ante una situación análoga, por diferente que se muestre.

En tanto eso no se haga, y no se está haciendo, reinará la confusión, un clima que sólo favorece la expansión del virus y la extensión de la muerte.

lunes, 15 de marzo de 2021

ALARMAS EN VACUNACIÓN ¿DÓNDE SE QUEDÓ EL MÉTODO CIENTÍFICO?

 


 

    Un plan de vacunación y la resolución de incidencias en él debiera ser científicamente consensuado. Pero la ciencia, que permitió el desarrollo de las vacunas, no parece estar presente en el ámbito epidemiológico / preventivo. Una entrevista televisiva a D. Fernando lo mostró este domingo de un modo tan claro como patético. Fue realmente triste volver a revivir cómo se gestionó este horror del que no hemos salido

    Ante la asociación temporal entre raros episodios trombóticos y una vacuna, aprobada por las altas agencias europea y española a las que eso corresponde, rápidamente un “experto” gallego afirmó que la vacuna en cuestión es segura, mucho más que una aspirina . Y este fin de semana se hizo una vacunación masiva en Galicia con ella, no como en otras autonomías en donde la paralizaron.

    No hacía falta que nos “convenciera” el experto. Ya sabemos que es segura… estadísticamente. También lo es una intervención de apendicitis (aunque siempre hay alguien a quien se le complica y se muere, pero es raro). Algún caso hubo de hepatitis fulminante por un paracetamol.
 
    ¿Descartaríamos por ello vacunas y tratamientos médicos o quirúrgicos? Un riesgo bajo es asumible cuando de mejorar o conservar la salud se trata.
 
    Por eso, no pasaría nada escandaloso si la vacuna no fuera segura al 100%, especialmente cuando la finalidad es protegerse de un virus terrible. Pero no es políticamente correcto sugerir que hay que estudiar más a fondo esa posibilidad. De hecho, esas afirmaciones en vacío, sin un estudio adecuado de posibles relaciones casuales o causales, sin una evaluación rigurosa del lote en cuestión, no sólo no valen para nada, sino que contribuyen a generar lo contrario de lo que se pretende, miedo. Una inquietud que se ve favorecida por el hecho de que haya países que se van sumando a una medida de retirada temporal por prudencia hasta que los datos aclaren la situación. Parece sensato, porque, en ciencia, los datos son importantes; en la adivinación simoniana, mucho menos. 
 
    Inquietud que aumenta al saber que la diversidad no solo afecta a países enteros, sino que también se da a escala autonómica en el nuestro, sugiriendo que unos expertos son más expertos que otros (y no sabemos cuáles). Se dijo que todo el mundo se creía epidemiólogo y, lo que son las cosas, va a resultar que sí, visto lo visto y viendo lo que vemos, en esta gestión del “sálvese quien pueda”.
 
    La vacuna es imprescindible. La vacuna en cuestión tiene un buen aval (tanto que fue la primera en mostrarse en una publicación científica de alto nivel), pero cualquier duda sobre posibles efectos secundarios ha de ser disipada o concretada porque, si la eficacia es importante, la seguridad también. E incluso, en caso de que la seguridad no fuera todo lo deseable (estamos en fase de dudosa farmacovigilancia), en el hipotético caso de una clara incidencia causal de acontecimientos trombóticos, que todos deseamos nula o muy rara, habría que tener presente la relación riesgo – beneficio. 
 
    Necesitamos ciencia; la ciencia que ha desarrollado las vacunas pero también la ciencia que nos proporcione, como adultos, la información adecuada sobre cada una de ellas. Si hay una alarma, ha de atenderse científicamente y no limitarse a despreciarla autoritariamente.
 
    No sobraría, en tal contexto, la recogida de datos básicos previos a la vacunación (enfermedades de base y medicación habitual) y posteriores (efectos secundarios fácilmente registrables).
 
    Y, además de ciencia, necesitamos ética, que pasa por convencer con datos y no con confianzas en cargos políticos o en sus “expertos”, en quienes hemos de creer aunque no los veamos, casi en plan religioso. 
 
    Es la ciencia también y no la creencia la que puede neutralizar adecuadamente posiciones pseudocientíficas negacionistas, no sólo perjudiciales para quien las asume sino también para quienes le rodean. Reitero que yo, ya vacunado y agradecido por estarlo, ya manifesté varias veces que me vacunaría con la primera opción que me ofrecieran.
 
    Et voilà: Últimas noticias nos muestran que nuestra flamante Ministra de Sanidad ha suspendido la vacunación Covid con AstraZeneca.  

 

viernes, 5 de marzo de 2021

EL VALOR DE LA CONVERSACIÓN. Sobre el libro “EL MUNDO POS-COVID”, de José Ramón Ubieto.

 



José Ramón Ubieto acaba de publicar un magnífico libro cuyo título ya nos anuncia un riesgo, el de imaginar algo hacia lo que vamos, pero en lo que aún no estamos. Todavía falta tiempo para acabar de superar o eludir este horror, una pandemia que, aunque producida por un virus distinto al de la gripe, nos recuerda a éste, con sus terribles efectos de hace prácticamente un siglo, la mal llamada “gripe española”.

El autor nos advierte y nos sugiere. Vale la pena una dosis de pesimismo advertido y es bueno, desde el punto de vista anímico, en un tiempo de tristeza generalizada, ir planificando el mejor modo de retornar a algo que no necesariamente será idéntico a la normalidad de hace pocos años.

Podría decirse que el coronavirus que nos trae de cabeza es, en la práctica, un catalizador del cambio social en todos los órdenes. Y, precisamente por eso, Ubieto nos habla del futuro que esperamos próximo, haciéndolo con la prudencia debida.

A la vez que nos recuerda el valor de suplencia de los nuevos modos de comunicación (tele-trabajo, comunicación con otros, juego...), también nos habla de la “fatiga Zoom”. Los algoritmos están destinados a satisfacernos; sabemos que eso nunca es gratis. Ubieto nos advierte de los riesgos de ese contexto en que lo virtual favorece una “hipertrofia del yo” asociada a “la vida algorítmica”.

Es realista, algo que se reconoce de un modo tan sensato como duro en la primera parte del libro. En ella, hay un capítulo, referido al duelo, que resulta bondadosamente estremecedor.

Estamos  acostumbrados a oír hablar de cifras cotidianas de muertos por COVID (unidades, decenas, cientos... y ahora miles). Pero las cifras sólo nos hablan del individuo estadístico, de esa curva que aumenta, desciende, entra en meseta, etc. No de la realidad de cada persona que sucumbe, no del terrible impacto en sus familiares, que, en muchos casos, ni un digno ritual de duelo han podido hacer. Por eso, desde su práctica clínica, nos habla de la gran importancia, tan olvidada, de pasar de contar muertos a contar cosas de ellos.

En esa primera parte, se fija también en las peculiaridades que las edades y transiciones suponen ante la pandemia, analizando especialmente las infancias y las adolescencias, así, en plural, y con sus ritos de paso, porque nunca cabe la uniformidad de lo subjetivo.

Tras esa reflexión sobre lo que, de cerca o de lejos, hemos vivido y estamos aún viviendo, la segunda parte de este hermoso libro nos permite cobrar un impulso vital, esperanzado. Esto pasará, quizá tarde, también del peor y definitivo modo para muchos, pero, tras esta experiencia, la catálisis social que el virus propicia y a la que me referí al principio, puede ser amortiguada si nos damos cuenta de que lo virtual está a nuestro servicio, que no puede anularnos en aras de una finalidad biométrica de mercado con rostro saludable e incluso hedonista.

Se trata de diferenciar cosas y personas, de usar las cosas cuando las precisamos, como útiles, y de realzar el valor del Otro. Y aquí el autor resalta lo que ha supuesto un Otro roto, implícito al declive del patriarcado y a la desconfianza, muchas veces justificadísima, como ha ocurrido hacia el discurso político en la pandemia. Como indica Ubieto, necesitamos “un nuevo modo de anudar nuestras vidas”. Y referido a ese modo, al buen modo, dedica varios capítulos (en realidad, todo el libro acaba girando en torno a ello) a la conversación.

Es en esa reflexión en donde el discurso brilla especialmente, porque toca lo esencial, lo que sigue haciéndonos humanos con la incertidumbre que siempre tendremos ante la vida, con las sorpresas que nos hallamos en la relación con otros y con nosotros mismos, con tantos interrogantes que no resolveremos, pero sobre los que es preciso hablar y gestualizar. Con el síntoma también, porque puede ser, lo es generalmente, el desencadenante de un conocimiento propio si a él nos abrimos, si no lo "tapamos". Y todo eso implica mantener conversaciones, desde la psicoanalítica hasta la que se produce al comprar un periódico o el pan. Muchas veces somos demasiado trascendentes sin necesidad.

La conversación pone en juego eso de lo que no podemos prescindir, un cuerpo atravesado por el lenguaje. Es magnífica su interpretación del abrazo como el gesto que “rodea el vacío que se abre para cada uno”. Y es que ante el vacío estamos. Siempre. Es el gran reto vital, la gran ignorancia ante la que podemos situarnos … con el cuerpo, con la palabra. Dicho de otro modo, en cuerpo y alma, sin dualismos, pero con todo el ser.

Lo virtual es tan importante como un cuaderno de notas y un bolígrafo. Pero nada, ni siquiera una carta al modo antiguo, puede sustituir la presencia. Me permito evocar ahora esa expresión sobre fallecidos, cuando se dice en ocasiones que a alguien se le oficiará un funeral de cuerpo presente. Pues bien, Ubieto nos invita a recuperar, cuando la prudencia ante la pandemia lo permita, estar de cuerpo presente, pero como vivientes. Estar siendo. Ser estando. 

Su libro es, en cada página, una incitación a la vida, aquí y ahora.

Parece imposible la reflexión personal en aislamiento. Hasta la oración solitaria es un modo de hablar a un Otro bien distinto, incluso callando siguiendo a Wittgenstein.

El lenguaje nos ha hecho humanos, trascendiendo culturalmente lo biológico. No podemos retornar al silencio en forma algorítmica, en ninguna forma, sin incurrir en la enajenación o en la misma muerte.

De lo que se trata siempre, lo que necesitamos como el agua es, a fin de cuentas, conversar. A eso somos requeridos por este hermoso libro.