Mostrando entradas con la etiqueta Amor. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Amor. Mostrar todas las entradas

jueves, 29 de octubre de 2020

De “Cuerpos y almas” y rivalidades cientificistas actuales.

 


 

“El hospital ha matado al médico de familia y nadie saldrá ganando con ello” 

“¡Publicar! ¡Hoy en día es el sueño de todos!” 

Maxence van der Meersch (“Cuerpos y Almas”). 

 

     “Cuerpos y Almas” es una gran novela cuya primera edición tuvo lugar en 1943. Su autor, Van der Meersch, moriría en enero de 1951 a los 43 años a causa de tuberculosis, una enfermedad que es central en la obra. 

     La novela trata de médicos en un ambiente de hospital universitario y muestra con gran maestría cómo los cuerpos y las almas de los médicos de aquella época, que nos parece tan lejana, eran similares a los de los actuales. 

    La pandemia ha amplificado un afán de notoriedad que trasciende al ámbito de un hospital concreto, cosas de la globalización, y conduce a luchas cientificistas, que no científicas, siendo más propias de la doxa que de la episteme. No estamos ante resultados científicos, sino ante la opinión de epidemiólogos reputados frente a la de otros también célebres. Esto lo ha mostrado de un modo breve y brillante Sergio Minué en su excelente blog

    Viendo lo que vemos y leyendo lo que leemos, es difícil sustraerse a la opinión de que la Epidemiología tiene mucho de pseudociencia y que la Medicina Preventiva previene muy poco, incluso en los centros sanitarios. 

    Por las páginas de “Cuerpos y Almas” desfilan personajes que podemos encontrar hoy en cualquier hospital. Se dibujan los brillos conseguidos, el horror de la decadencia, la presencia de los “trepas” (“logreros y aduladores” les llama el autor), las diferencias sociales y su implicación en los cuidados, etc. 

    Y hay un personaje central. Bien situado, podría lograr un magnífico puesto al cabo de unos años cortejando a alguna de las figuras médicas relevantes, como también lo es su padre. Sin embargo, el amor a una mujer pobre y enferma de tuberculosis, muy alejada de su clase social, lo distancia a él del brillo curricular y del acomodo económico. El protagonista decide dejarlo todo para buscarla, casarse con ella y trabajar como “médico de barrio”. 

    Ya Mika Waltari había novelado en “Sinuhé el egipcio” el contraste de una medicina para ricos y otra para pobres en los albores de la Historia. Hasta en esto nuestros tiempos son similares a los de Van der Meersch. La Medicina de Familia no es precisamente una especialidad preferida por quienes van a hacer el MIR. Y, sin embargo, es principalmente a médicos generalistas o a su equivalente en la novela, el “de barrio”, a quienes les es dado realizar del mejor modo ese vieja tarea de curar a veces, paliar con frecuencia y acompañar siempre. 

    El joven médico de la novela trabaja así, como médico “de barrio”. Un amor inicial, de joven apasionado, de dudosa permanencia temporal para su padre, con quien lo enfrenta, se entrelazará con un amor humano generalizado y persistente, con una vocación real que se muestra en la acción posible en un medio pobre e inicialmente poco receptivo. 

    Esa necesidad de ayuda a pacientes en su singularidad, pasará al acto de múltiples maneras, incluyendo la compañía a quien agoniza, facilitándole el calor humano imprescindible para ese tránsito, no visto como fracaso médico, sino como un tiempo en que lo cronológico deja de tener sentido y donde el miedo y la soledad ceden si puede estrecharse una mano solidaria, la de un médico que, al lado, facilitará que incluso en esos momentos sea factible la serenidad y se revele tal vez el propio significado biográfico. 

    La novela es muy extensa, tanto como atractiva su lectura, y cada cual la leerá de un modo distinto. Me consta que ha influido en algún amigo y maestro mío, como Norberto. Yo la leí bastantes años después de ser médico y acabo de releerla hoy. 

    Tiene un fondo universal que permite comprender que su autor no tuviera que ser médico (ejerció la abogacía) para poder escribir algo así, tan hermoso. La novela acaba refiriéndose a Dios, pero es atractiva para creyentes y ateos, porque el Dios que se muestra es inmanente, porque se instala en el corazón humano cuando éste se abre a lo bueno. 

    Personalmente veo en esa novela mucha riqueza y hay algo que destacaría especialmente en ella sobre todo lo demás. Se trata de la heroicidad del protagonista al cumplir su deseo, su actitud ética derivada de un deseo amoroso que acaba siendo su destino.

miércoles, 14 de octubre de 2020

LA NOCHE OSCURA. Cuando la ignorancia sobrecoge.

(Foto tomada de Pixabay)

 

    Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena. (1 Cor.13,1)

Arduo hallarás pasar sobre el agudo filo de la navaja. (Katha Upanishad,3,14)

     

    A veces gradualmente, generalmente con rapidez, sobreviene la oscuridad. El alma queda en suspenso, sobrecogida, sin saber qué hacer. Habrá quien le llame ataque de pánico, habrá quien hable de angustia, de ansiedad generalizada, o de depresión. Parece un síntoma que reclama ser nombrado, encasillado en una enfermedad a tratar.

    En ese estado lamentable, en que la única pregunta es ¿qué me ocurre? no hay nada que decir, ni que decirse. Pero, lo que es peor, no hay nada que escuchar, y esa negación abarca a la lectura. En ningún libro habrá solución, ninguno tendrá interés. La erudición que hayamos conseguido se mostrará crudamente superflua, absurda incluso. El conocimiento, sea de diletante o de especialista, no servirá. Se instala la ignorancia. Se vive el absurdo puro. La noche oscura del alma ha caído y no se sabe cuando se irá.

    Las fuerzas de la vida decaen. El Dios del glorioso Universo se oculta. Nada sirve ya para nada. Afortunadamente, tampoco serviría la muerte. La noche oscura, por tenebrosa que sea, refuerza la aspiración al día, a la vida, viéndola lejana.

    Llegamos a saber así que no sabemos nada, del modo más duro. La ausencia absoluta de sentido es el único sentido percibido y eso resulta insoportable.

    Hoy es factible leer prácticamente lo que se desee. Podemos tener en nuestra propia casa miles de libros en formato físico o electrónico, con cuya lectura en algún momento disfrutamos, libros generalistas, especializados, de historia, de física, filosofía, literatura… Creemos que sabemos y sabremos más cosas. No es cierto. No en el sentido valioso. Ninguno de esos libros sirve ya en lo que se muestra esencial, en sostenernos. Creíamos que habíamos aprendido algo de ellos. No es así. O no del modo imaginado, porque en esa noche el recuerdo de lecturas y supuestos saberes se extingue y no hay la luz de la ilusión o de la necesidad que nos permita abrir un libro, por interesante que nos pareciera un día antes. Y quien dice libros, dice música, películas, paseos, descansos… Nada elimina el desasosiego. Nada.

    ¿Cuánto durará? Hay quien se ha pasado años en la noche oscura, hay quien ha tenido una sucesión de noches más cortas. Se han dado en creyentes y en ateos. Con suerte, desaparece pronto, aunque quizá vuelva.

    No es malo recurrir a fármacos que palíen el sufrimiento del absurdo, pero no servirán para disipar las tinieblas.

    Cuando el soporte divino desaparece, emergen los demonios de algún modo bioquímico; quizá la amígdala cerebral o el locus coeruleus o lo que sea se hayan desmadrado. Pero hay algo más. No somos un cerebro, aunque lo precisemos. Es el alma la que sufre. La gran pérdida de sentido no es tanto amínica como anímica.

    Sólo hay un brutal “avance” posible. La gran ignorancia en que nos hallamos, puro estupor, es la que, paradójicamente, puede abrir las puertas a cierta lucidez, en la que asumir que sólo una cosa es necesaria (Lc.10,42), en la esperanza desesperada de que la encontraremos y aceptaremos. Pasar por una noche así puede bastar, o no, para reconocer que toda erudición es mero ornamento, que la sabiduría alcanzable consiste en reconocer la ignorancia y que lo único que importa es el amor, acogiéndose a él y tratando de brindarlo.


jueves, 6 de febrero de 2020

El alma del águila.


Es curioso el mundo de las noticias. Hoy supimos del estudio genómico de más de 2.600 cánceres primarios abarcando 38 tipos distintos. Se trata de los resultados del Pan-Cancer Analysis of Whole Genomes recogido por Nature
  
Un gran resultado, de grande, más que de revolucionario, pero importante, a fin de cuentas, ya que el cáncer dista de ser algo comparable a un microbio, por dañino que éste sea.

El cáncer tiene mucho de aleatorio y su “solución”, a no ser que venga de un gran hallazgo empírico, parece requerir una medicina de detalle (tan mal llamada “personalizada”), iluminada por eso, por el estudio genético, y ligada a una integración de miradas, desde la genética, como la recogida en esta colección específica de Nature, a la quirúrgica, pasando por la celular, ejemplificada por los linfocitos T-CAR.

La gran ciencia, la de los grandes descubrimientos, es tan importante como la trabajosa, masiva, de acumulación de datos. Fue importante saber de la existencia de oncogenes en una época en la que algo así fue revolucionario; también lo es obtener datos y más datos sobre todo ese amplio abanico de mutaciones que pueden matarnos en forma de cáncer.

A la vez, también noticia actual, el afán científico se ocupa de reducir algo como el amor maternal a un correlato neuronal. ¿Cuántas veces se nos seguirán presentando hallazgos descriptivos (un correlato lo es) con relaciones explicativas? 

Y parece ya que ningún día, sea hoy, mañana o cualquiera, podremos prescindir de ser asombrados por la estupidez cientificista, esa que llega a medir la belleza masculina  No es nuevo referirse a la proporción áurea para decir tonterías.

Ah, el cerebro, los genes… ¿Cuándo nos hartaremos de la soteriología cotidiana? 

La información es causa y diana de todo, incluso del ser, se nos dice o sugiere insistentemente. La metáfora informativa ha cobrado una fuerza tan grande como pobreza tiene la teoría  de la consciencia centrada en ella, la teoría de la información integrada de Tononi, Koch y seguidores, una teoría que les impone recurrir a un panpsiquismo tan totalizador como absurdo, que ni Teilhard de Chardin soñó y que el propio Koch asume. De ser cierta, cabría legítimamente asociar consciencia al conjunto de eso que puede matar a uno, un cáncer. A fin de cuentas, no mata una sola célula cancerosa, sino un conjunto de ellas, algo complejo, también con su información integrada, en cierto modo como si una neoplasia fuera un neo-individuo consciente desarrollándose en el cuerpo huésped al que derrota tantas veces con la muerte de ambos, una consciencia letal.

Las imágenes cientificistas son el peor ataque que la Ciencia sufre a día de hoy. 

Hay, a la vez, otras imágenes, más realistas y misteriosas que tantos “modelos” científicos, sean de células intencionales o de rostros humanos.

Si en mi anterior entrada me referí a un potro que no se separaba de su madre muerta en una carretera, hoy muchos habremos sido tocados en lo más íntimo al saber de la visita de un águila al cementerio que aloja el cadáver de quien fue su dueño (así dicen, aunque habría que decir más bien amigo inseparable). 

El potro que no se alejaba de su madre, tantos perros que esperan pacientemente en los aledaños de hospitales a sus amigos enfermos, el águila que visita el cementerio, muestran algo físico, pero en el sentido griego. Es la Physis, lo misterioso, lo que ahí contemplamos, esa unión tan extraña como real por la que compartimos los átomos del universo, siendo nosotros tan diferentes por singulares; es eso que podemos percibir como amor. 

Amor animal, de anima, de esa alma que anima al cuerpo impregnándolo, haciéndose cuerpo. Es esa alma que no podrá reducirse jamás a una secuencia de bits ni a una imagen cerebral. Hoy, un águila nos lo ha vuelto a enseñar, aunque consideremos algo tan bello, tan misterioso, como mera anécdota. 

Esa águila nos hace partícipes de la gran posibilidad de tocar el Misterio, indicándonos a la vez que una tumba no es necesariamente signo de un término, sino muestra de que el amor es más fuerte que la muerte, aunque sea amor animal que corresponde a quien a ese animal amó.

sábado, 25 de enero de 2020

AMOR, ANIMA, ALMA ANIMAL.




No entendió de carreteras ni señales de tráfico.

Fue arrollada.

La vida de la que se iba, o que ya se había ido definitivamente, fue acompañada por su potro. También su muerte.

Ninguno de los dos, madre e hijo, habrán pensado propiamente nada. El logos no va con ellos. Son animales.

Y, sin embargo, estamos ante una imagen del alma misma, de la nuestra si sintoniza con la belleza del Cosmos, estamos cara a cara con las profundidades del alma universal. 

Es una imagen en la que se muestra el Amor puro, esencial, el que alcanza el tuétano de la animalidad.

Ante esa manifestación de Amor, que no sabe, que no precisa saber, el saber mismo es sencillamente imposible.

Alguien quizá trate de explicarlo aludiendo a los genes y neurotransmisores de los caballos, a la evolución de los mamíferos. Pero sabemos que quien haga eso no alcanza la inteligencia de un caballo, porque está ciego ante lo elemental, ante la existencia del alma.

El alma se ha revelado en esa imagen conmovedora. Todo está dicho ahí y el “mind – body problem”, que suena tan lindo escrito en inglés, es falso, absurdo, estúpido, ante un problema ajeno a a la ciencia galileana. 

Estamos ante el Gran Misterio. Y su solución no vendrá nunca de manos de la Ciencia. Las preguntas suscitadas sólo serán factibles desde la humildad filosófica, desde el viejo reconocimiento socrático. 

Pero hay algo que es accesible a la sensibilidad vital compartida, la que nos hace Uno con todo lo que existe en este maravilloso e inefable Universo. Se trata del Amor, así expresado, con mayúsculas, del Amor que mueve las estrellas y desconcierta a un potrillo, paralizándolo sobre el cadáver de su madre. 

Se trata del Amor, que siempre, siempre, será más fuerte que la muerte.  

jueves, 27 de diciembre de 2018

PSICOANÁLISIS. El koan, la parábola y la clínica.




“Quien tenga oídos para oír, que oiga” (Mc. 4,9).

No resulta fácil entender lo que, para otros, pocos en general, es evidente. Se precisa de un sentido especial que requiere un proceso previo de preparación, el que facilita que los oídos y los ojos oigan y vean de verdad. Esto es algo muy claro en el ámbito de la Ciencia, pero se da también en el de la vida. 

Se alude a eso en el evangelio más antiguo, el de Marcos. Sabemos que Jesús hablaba en parábolas. No es una cuestión que sólo haya ocurrido en el cristianismo. El zen se caracteriza también por el enfrentamiento con los koan. 

Tratar con lo extraño, con lo absurdo, dar rodeos, parece ser el único modo de empezar a pensar y, sobre todo, sentir, de un modo distinto, la única forma de oír, de darse cuenta de lo que se está escuchando fuera y dentro, algo que sólo ocurre cuando se ha logrado tener el oído que realmente oye.

Y eso, que sucede con el cristianismo o con el zen, parece ser también marca del psicoanálisis, una marca que puede hacer que parezca tan extraño a quien sea ajeno al encuentro analítico. 

Ni el psicoanálisis ni los textos sagrados ni los koan son recetas para curar el alma ni para aliviar síntomas; la cura que pueda darse tiene que ver más con el cuidado del alma y el tiempo preciso que requiere. No estamos ante un objeto de la Ciencia. Ahora bien, las tres aproximaciones, tan distintas, nos confrontan ante lo que François Cheng llamó “la intuición del Tao” y “el mandato del Cielo”. Se trata de eso, de la vía y de la vida.

Hay una hermosa parábola evangélica que lo muestra. Es de la de los talentos. Está descrita en el evangelio de Mateo (Mt. 25,14-30) y es bien conocida; un hombre deja que tres siervos suyos administren su dinero por un tiempo; a uno le da cinco talentos, a otro dos y a otro uno. Los dos primeros juegan con la riqueza a administrar y la duplican, mientras que el último teme perderla y entierra el talento, con consecuencias que serán nefastas para él. 

Suele interpretarse este relato pensando que cada cual ha de corresponder de un modo proporcional, aritmético, a sus posibilidades (también llamadas, como las monedas, talentos), pero no es exactamente así. La mirada va más allá y atiende a lo que se hace mal, a la ocultación de la posibilidad, a la represión sostenida. 

El papa Francisco, de quien sabemos que tuvo relación con el psicoanálisis, lo supo manifestar de un modo excelente, diciendo que “el pozo cavado en el terreno por el «servidor malo y perezoso» indica el temor del riesgo que bloquea la creatividad y la fecundidad del amor. Porque el miedo de los riesgos en el amor nos bloquea”.

Estamos ante el miedo al amor y a la vida, que demasiadas veces se disfrazan de síntomas psíquicos o somáticos. La vida angustia y el síntoma palía esa angustia, por molesto y perturbador que sea. El psicoanálisis puede ser un catalizador (aunque se le critique el tiempo que precisa), en comparación con una larga vía de catarsis y progreso espiritual, muchas veces fracasada, para la gran apertura al Ser, la que se da al amor que libera y a la vida que esa libertad hace posible, una libertad que no tiene por qué ser dichosa, que crea temor, pero que es lo más valioso alcanzable porque nos permite aceptar, acoger el propio destino amoroso a que estamos llamados.

martes, 29 de mayo de 2018

La contingencia, campo de libertad.




Potuit, decuit, ergo fecit (Duns Scotto)

El determinismo laplaciano se quebró hace tiempo.


La mecánica newtoniana puede predecir muy bien el comportamiento de dos cuerpos; cuando se trata de tres, la cosa se complica. Aun habiendo determinismo, hay sistemas muy simples en los que éste dará resultados muy diferentes asociados a ligerísimas variaciones en las condiciones iniciales; se trata del caos determinista. A veces no es fácil diferenciar un comportamiento caótico que resulta de pocas variables, de la aleatoriedad inherente al concurso de muchas.


Y con la mecánica cuántica nos encontramos con una curiosa “mezcla”. La ecuación de onda es determinista, pero eso no nos dice mucho porque el resultado de una medida es probabilístico y, si afinamos en una variable, perdemos certidumbre sobre otra relacionada con ella. 


No es preciso acudir a la mecánica cuántica para considerar el valor de lo contingente en nuestra biología y también en nuestra biografía.


Siempre habrá tentaciones nostálgicas que hagan aspirar al saber laplaciano, pero el determinismo al que nos podemos enfrentar es más bien negativo (restringe las posibilidades a un cuadro de legalidad física) más que positivo y eso es especialmente claro en el ámbito de la vida.


La teoría darwiniana de la selección natural explica, con el complemento del avance en Genética, la evolución de las especies. Sigue siendo válida a todas las escalas de contemplación de la vida, aunque sea complementada por valiosos restos lamarckianos que resurgen en el modo epigenético. Lo es para los cuerpos y dentro de los cuerpos. Nuestra respuesta inmune no es instruida, sino seleccionada. Nuestros linfocitos generan anticuerpos al azar y la presencia de un antígeno concreto facilitará la maduración y “perfeccionamiento” de los que crean anticuerpos contra él. Un cáncer supone también un extraordinario ejemplo de evolución darwiniana. No hay finalidad en el mundo biológico, aunque se insista heurísticamente en que la selección actúa “para”. En absoluto. Cuanto más agresivo sea un cáncer, antes acabará con la vida de su huésped y… consigo mismo. No hay “para” que valga. ¿O quizá sí? 


Las relaciones de causalidad biológicas son cada vez más difíciles de diferenciar de meros correlatos observacionales, lo que permite la exageración tantas veces vista en la perspectiva preventivista actual basada en atacar marcadores en vez de causas reales de enfermedad.


¿Por qué estamos aquí? Es una pregunta que puede formularse desde distintos ámbitos y responderse mejor o peor desde ellos. Gould se refería a una ramita de la evolución para situar nuestra especie. ¿Y si no hubiera habido la extinción de los dinosaurios? Quizá, en caso de no haber caído ese meteorito, no estaría nadie que hablara para contarlo o quizá sí pero de otro modo. No es factible más que una historia, la habida.


Esa contingencia, restringida por la legalidad física, es la que ha jugado con las fuerzas de la vida. Y sigue haciéndolo a todas las escalas. Desde nacer más o menos sanos hasta la elección de trabajo o pareja, el azar juega su papel.


Varias películas (“Babel”, “Crash”, etc.) han realzado el valor de lo inesperado, de lo contingente.


Hay algo extraordinariamente valioso en la contingencia; es el campo de nuestra libertad. Es cierto que, a veces, lo limita absolutamente; un choque frontal entre vehículos puede producir muertos; se acabó entonces la libertad con la vida misma. También la enfermedad es fruto de la contingencia; nos contagiamos con una cepa microbiana, dos cromosomas 21 no se separan y surge un síndrome de Down, se mutan nuestras células y aparece un cáncer, se rompe un vaso y acaece una hemorragia cerebral, etc., etc. No es raro que en el sorteo navideño se hable del día de la salud: se es afortunado si hay salud aunque no haya tocado nada. En realidad, a esa afirmación subyace la impresión de que son más probables las malas contingencias que las buenas, siendo mucho más frecuente que sobrevenga una enfermedad que seamos agraciados con un sorteo millonario. Esa impresión de maldad asociada a lo contingente ha dado lugar a otra expresión habitual, carente de rigor estadístico, “las desgracias nunca vienen solas”.


Pero, alguna vez, de repente, lo bueno sucede. Lo hemos visto ayer. Alguien que habrá venido en alguna patera, que habrá conseguido llegar a Francia malamente, consigue también trepar por la fachada de una casa y evita que un niño caiga al vacío desde un cuarto piso. ¿Y si no hubiera nacido en Mali? ¿Y si no se hubiera jugado la vida para llegar a Francia? ¿Y si…? ¿Y si…? Entre tantas preguntas inútiles, hay una, un “y si..” que muestra la gran posibilidad, la que resulta de la libertad a la que reta la contingencia, en este caso, la de encontrarse con un niño a punto de caer de un cuarto piso.


Había más gente mirando. Un hombre sin patria no lo piensa y simplemente actúa. Ha hecho uso de una elección con la que se jugó, quizá una vez más entre otras muchas, su vida, descartando la opción que sería comprensible de ir a ver un partido de fútbol. Tomó la gran, la ejemplar, decisión ética, la amorosa. Esa a la que se refirió Jesús y que tan mal, tan sensibleramente se suele interpretar: se jugó el tipo por otra persona, por un niño de un país en el que tantos supremacistas verían bien que no hubiera negros.


¿Por qué lo hizo? Duns Scoto dijo aquello de “pudo, quiso, luego lo hizo” para referirse nada menos que a Dios como base teológica del dogma de la inmaculada concepción de María. Ayer parece que uno de los ángeles de Dios tomó la forma de un hombre, inmigrante de Mali en Francia, que realizó el sueño de cualquier niño que imagina a un Spiderman salvador. Como en la expresión de Scoto, pudo hacerlo, aunque no tenía la garantía a priori de tal posibilidad. Pero, sobre todo, quiso, decidió hacerlo, eligiendo un riesgo letal frente a la posibilidad más "comprensible" de ir, como pensaba, a ver el partido de fútbol.


Un acto así, heroico, nos reconforta porque remite a lo bueno humano, a la capacidad que todos tenemos de amar y a la posibilidad, si la situación lo requiere, de ser capaz de jugarse la vida por amor. Siempre nos confrontamos con la libertad y la responsabilidad. La opción ética no siempre será espectacular, pero siempre será posible asumirla. Siempre será factible ser radicalmente humanos en el aspecto bueno, desinteresado, amoroso. Ejemplos como el de Mamoudu Gassama nos sitúan ante el espejo esencial.

jueves, 11 de enero de 2018

Miedo y Amor. Fe y Ateísmo.


“Nada te turbe, nada te espante… quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta” (Sta. Teresa de Jesús).

Hubo los grandes maestros de la sospecha, Marx, Freud, Nietzsche. Después muchos más negaron cualquier realidad a lo que consideraban un sueño, esa necesidad de que un ser supremo nos salve, de que ponga orden ante tanta injusticia moral que se ha dado en la Historia y que sigue produciéndose.


A la vez que cala el ateísmo, o su modo “light” conocido como agnosticismo, la promesa salvífica religiosa, mal entendida como inmortalidad, pretende ser incorporada por la tecno-ciencia, por todos los que ven el envejecimiento como enfermedad y creen posible y deseable “matar la muerte”, como ya expresan algunos. Al entender la vida como mera duración y la felicidad como el gran deber, un nefasto criterio médico traiciona a la Medicina y le hace asumir un papel religioso a la hora de definir buenos y malos comportamientos. La tentación eugenésica renace con las técnicas de edición genética y las posibilidades técnicas permitirán establecer (y quizá priorizar) perfiles genéticos idóneos. El delirio transhumanista no se apacigua.


El cientificismo, con su aspiración soteriológica, pasa a ser la nueva religión secular que muchos, como Dawkins y otros sacerdotes proselitistas de ella, confunden malamente con el ateísmo. Parecen ignorar que el ateísmo niega a Dios, a todo tipo de dios, y eso no es tan sencillo hoy en día aunque lo parezca.


En un célebre libro, “Por qué no soy cristiano”, se recogen estas palabras del gran Bertrand Russell: “No soy joven, y amo la vida. Pero me despreciaría si temblase de terror ante un pensamiento de aniquilación”. Unas líneas antes había dicho que “la religión, como tiene su origen en el miedo, ha dignificado ciertas clases de miedo”.


Pero es dudoso que el miedo lleve en esta época, incluso en la de Russell, a la creencia religiosa. Más bien la religión ha conducido a grandes miedos, cosa bien distinta. Así, ha habido una impresionante creatividad a la hora de imaginar lo terrible, el infierno eterno, en gran contraste con lo inimaginable que resulta la visión beatífica, la entrada en la realidad de Dios, eterna y por ello fuera del tiempo. Es probable que lo que amedrentara del infierno no fuera tanto el tormento como la inmortalidad de los atormentados, algo con lo que se “enriquecían” sádicamente tantas homilías de hace poco tiempo. Lo terrorífico, aunque sólo se mostrara para el infierno, es la inmortalidad. Por eso, difícilmente la esperanza de una vida inmortal tras la muerte puede evitar el miedo a la pérdida o el deterioro de la vida conocida, cotidiana. 


Por esa intuición clara de que tenemos una vida y es ésta, aunque podamos esperar otra, la creencia religiosa no evita el miedo ni mucho menos surge de él. El propio Jesús, “sumido en agonía” sudó sangre en Getsemaní (Lc. 22,44). Su coherencia no evitó el terror. Otros que lo tomaron como referente actuaron de modo similar, como los mártires de Tibhirine, que asumieron su miedo. Se es creyente por coherencia, no por valor, pues valiente no es quien carece de miedo sino quien actúa a su pesar.


Es muy dudoso que en nuestra época el miedo sustente la creencia, aunque ésta pueda consolar. De hacerlo, ese temor sería paliado en creyentes, pero pocos hay que alcancen la cota de Santa Teresa o la de San Francisco, y la fe religiosa en general no inmuniza frente al pánico. Por el contrario, saberse mortal puede aportar el valor para aceptar la muerte, una aceptación que supone asumir con todas sus consecuencias la libertad que, con todos los determinantes y contingencias que pueda haber, supone vivir. Saberse mortal permite afrontar la vida.


Aunque parezca paradójico, la perspectiva atea (“si Dios no existe, entonces ya nada está permitido”) desde la que el ser humano es fundador de su ética, puede ser una gran compañera de viaje, tal vez la mejor, para el creyente. Tal vez porque la gran creencia sea asumir lo que vemos sin entender, el misterio de la vida presente, de por qué vivimos aquí y ahora, más que esperar en la futura.


Somos en el enigma, pues podemos ser conscientes, concebirnos no como un algo sino como un  alguien que existe en una fracción infinitesimal del tiempo del mundo. Desde esta perspectiva cabe una creencia esperanzada en que no todo está perdido, en que toda vida es valiosa, aquí y ahora, y que nos salvamos en la medida en que contribuyamos a salvar la Historia.


La fe no surge del miedo, sino de la contemplación amorosa. Y eso salva cualquier diferencia que pueda existir entre creyentes y ateos si la ética de ambos es propiamente tal, humana. 


El místico San Juan de la Cruz dijo que “al atardecer te examinarán en el amor”. En ese examen, que quizá sea realizado implacablemente por uno mismo, poco importarán las creencias racionales o racionalizadas y mucho en cambio los instantes eternos en que se amó y por los que uno puede ser justificado, tal vez con una eternidad tan viva como inimaginable. A fin de cuentas, ¿quién puede imaginar lo Real? Ni siquiera la ciencia puede intuirlo aunque se le acerque asintóticamente. 

lunes, 10 de julio de 2017

¿Importamos?




"Mirad los lirios del campo". Mt 6,28.

En un reciente artículo publicado en AeonNick Huges  se pregunta si importamos: “Do We Matter?”

La cuestión surge desde el reconocimiento de nuestra situación en el Cosmos. Hughes nos recuerda que, viajando a la velocidad de la luz, tardaríamos 100.000 años en cruzar nuestra galaxia, Y ocurre que ésta sólo es una entre, al menos, dos billones de galaxias. Si la pequeñez espacial de nuestro mundo es difícil de intuir, no lo es menos el escaso tiempo que ha supuesto la hominización (ya no digamos el mucho más corto de la Historia) en comparación con el transcurrido desde el Big Bang.

En su reflexión, destaca el contraste entre nuestro significado causal objetivo, más bien pobre teniendo en cuenta la magnitud del Universo, y un significado subjetivo axiológico. El artículo muestra posturas y sugiere la pregunta habitual por el sentido. ¿Lo hay? Pregunta singular donde las haya, aunque sea formulada por muchos.

El Universo parece objetivo, y todo sugiere que, contra Berkeley, estuvo ahí antes de que albergara observadores (exceptuando la infatigable mirada divina), pero lo objetivable, lo observable, es limitado. Podemos describir un cuerpo o clasificar las especies que existen en una extensión determinada de tierra. Resulta mucho más difícil, a la vez que fútil e insensato, contar los granos de arena de una playa o de un desierto. Y, en cierto modo, lo que sucede con los granos de arena nos pasa con el Universo; no somos capaces de dar la cifra de cuántas estrellas existen, sino sólo toscas aproximaciones; mucho menos sabemos cuántos planetas hay en él.

La sensación ante la contemplación del Cosmos es de insignificancia. Pero ese término, “insignificancia”, no equivale a ausencia de significado. El Universo en su conjunto no habla ni piensa, aunque poéticamente podamos admitirlo con François Cheng, quien, en su “Cuarta meditación sobre la belleza”, afirmó que “Todo sucede como si el universo, al pensarse, esperase al hombre para ser dicho”. Podríamos no ser nosotros y sí otras criaturas quienes lo “dijeran”, pero parece que el Universo esperaría a ser dicho por alguien, parece que esperaría la consciencia y el lenguaje.

Vale la pena resaltar que, pese a su magnitud impresionante, el Universo físico es potencialmente reducible a un marco teórico. Pocas ecuaciones bastan y se sueña con unificarlas. Curiosamente, esa comprensión progresiva por la que pasamos en la Historia desde una cosmología ptolemaica a una copernicana, que después fue newtoniana y einsteiniana, ha simplificado la comprensión y expandido el asombro. Por el contrario, algo como la consciencia tal vez no sea reducible y, de serlo, supone enfrentarse a unos niveles de complejidad muy superiores a aquellos con los que pueda describirse el origen y desarrollo del Universo y sus constituyentes. En realidad, una célula es más compleja que cualquier estrella. Tal vez Berkeley no estuviera tan equivocado y la consciencia sea lo primero.

Lo que hace Cheng no es sino formular poéticamente la versión fuerte del principio antrópico. Incluso cabría pensar en un principio antrópico no epistémico sino estético: tanta belleza “espera” ser contemplada y admirada, incluso más allá de ser dicha. ¿Cómo la contempla un animal, sea un lobo, una abeja o un delfín? ¿Cómo percibiría un dinosaurio la caída del letal meteorito? ¿Cómo la percibe un científico? Quizá el único modo último sea el don gratuito de la perspectiva mística a la que la ciencia puede indudablemente contribuir. Y el éxtasis amoroso ante la belleza prescinde forzosamente del lenguaje por ser inefable ¿Es aceptable algo así, con tintes teleológicos, aunque no fueran teológicos? No es ciencia, pero tampoco nos basta sólo con la ciencia.

Desde una perspectiva que lo afirme, Dios mismo, el Innombrable, requeriría ese ser intuíble como finalidad acogedora, atractiva, quizá al modo sugerido por Teilhard de Chardin, más que como ese motor inmóvil causal, frío,  aristotélico-tomista cuya obra de silencio eterno espantaba a creyentes como Pascal. Sin Dios, de algún modo tendremos que conferir un sentido a nuestro mundo, como un saber qué hacer con la vida en él.

En cualquier caso, nuestra “insignificancia causal” (que parece bondadosa, a la luz de los horrores que el ser humano ha hecho y hace con su planeta), no sustenta el nihilismo, sino la imperativa búsqueda de sentido, aunque no se encuentre, aunque no exista incluso, porque, aunque las grandes preguntas queden sin respuesta, nuestras acciones son susceptibles de valor por la responsabilidad inherente a la libertad a la que estamos condenados.

Sin amor, nada soy, decía San Pablo. Muchos más lo repitieron y lo atestiguaron con sus propias vidas. La insignificancia de nuestra agencia causal con respecto al Universo no es relevante en el ámbito que realmente importa, porque en nuestro pequeño mundo, ese punto azul de Sagan, no estamos solos sino relacionados y por eso cada acción, cada pensamiento y deseo singulares, cuentan con la posibilidad ética.


Por muy grande que sea, conforta imaginar, con fundamento más poético que científico (o quizá no, porque parece que la ciencia teme contagiarse de poesía), que el Universo mismo, que el Todo, no es indiferente a las acciones humanas, a la de cada uno de nosotros aquí y ahora. Que ahí fuera, como aquí mismo al lado, en cualquier gorrión, en cualquier flor, el Amor mismo es perceptible y basta con verlo, porque cada uno puede reconocerse como un autorreconocimiento singular del Todo. La mirada basta.