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sábado, 11 de febrero de 2017

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Seres hablantes, cuerpos legibles.


La etología animal es interesante. Muchos animales se comunican en mayor o menor grado. Alertan de amenazas, establecen pautas de cortejo o dominancia… Pero no hablan. Parece que lo que nos hace humanos es principalmente eso que ellos no tienen, el lenguaje. ¿Cómo ocurrió? Tal vez bastaran pocos cambios en algunos genes, quizá uno solo como el FoxP2 , pero aun es un enigma.

El lenguaje, en sentido amplio, abarca todo lo que somos y podemos llegar a ser. No sabemos cómo se comunicaban en el Paleolítico pero las pinturas rupestres apuntan hacia una capacidad muy notable de entender de algún modo el mundo, expresar la relación con él y hacerlo además de un modo que apunta a la conservación de algo esencial durante milenios, la posibilidad de cierto habitar poético y el valor del símbolo. 

Fue en una época relativamente tardía en nuestra evolución que el lenguaje pudo no sólo hablarse sino escribirse, lo que supuso el nacimiento de la Historia misma. Si la Historia es siempre colectiva a pesar de singularidades importantísimas, la biografía es personal y, en general, simplemente vivida y no narrada, salvando diarios y autobiografías. En ese sentido, aunque contribuyamos todos en mayor o menor medida a la Historia en la que nos insertamos, no hay propiamente una historia personal, con una excepción curiosa, la que confieren las enfermedades, en cuyo caso se habla de “historia clínica”.

La historia clínica apunta, como todas las historias, a una narración que, sin embargo, cada vez cede más terreno a una métrica soportada por el registro instrumental en forma de analíticas, imágenes, medidas antropométricas y físicas y últimamente, hasta secuencias genéticas. Todo eso conforma un conjunto de datos que pueden registrarse electrónicamente, como secuencia de bits. Aunque propiamente haya enfermos y no enfermedades, éstas tienen elementos comunes que permiten establecer una nosología incluso de los trastornos del alma. Y la nosología cobra cada día más importancia, ontologizando lo que es más bien falta, carencia.

En nuestro tiempo un paciente acaba siendo dicho más por lo que muestra su cuerpo que por lo que transmite su lenguaje. Y esto ocurre en un contexto, el metafórico. La metáfora informativa de la vida se mantiene en pleno vigor, llegando al extremo de que se tiende a ver a cada persona como un conjunto de datos, como una secuencia de bits. En ese contexto, se enferma porque, en mayor o menor grado, se está predestinado para ello por la información genética. 

Son los genes lo que heredamos de nuestros padres biológicos pero a la vez lo que nos sitúa como emparentados con otros que pueden vivir o haber vivido muy alejados de nosotros, como perfectos desconocidos. Busquemos y encontraremos. Cada día es más barato obtener información genética personal y rastrear en nuestros orígenes, en la construcción de un buen árbol genealógico. ¿Por qué no contribuir a constituir grandes bases de datos para bien de la Medicina? A fin de cuentas, esos datos genéticos propios son "hackeables".

Seamos humanos, compartamos información genética que, a fin de cuentas, es algo más cómodo que donar sangre o un riñón. En DNA.Land acogerán encantados nuestras secuencias genéticas si las tenemos y aunque sean incompletas. Quieren disponer de millones de genomas y sólo van por unos cuarenta mil.

La obsesión por hallar el oráculo genético es bien conocida y no vale la pena ser reiterativo. Pero tal afán simplificador (a pesar de la extraordinaria complejidad que reside en la expresión genética) abarca también a lo que parecía menos reducible, al propio lenguaje, que pasa a ser valorado no ya como contenido sino como vehículo.

Es cierto que al hablar uno aporta más que palabras. Las emociones acompañan a esas palabras, con lágrimas, con expresiones faciales, con emisiones entrecortadas, con silencios… El valor del psicoanálisis reside precisamente en esa atención a la palabra, a la que se dice cuando menos se espera, a la que apunta a lo que uno no conoce de sí mismo y va siendo revelado. Pero vivimos un tiempo en que cada vez se escucha menos, incluso en la consulta clínica, y, a la vez, se pretende oír todo. Es la época del “Big Data” y ya no importa lo que diga uno de su vida sino pronosticar su vida misma como consumidor o como enfermo potencial, y para eso la propia voz acaba resultando importante en manos de los nuevos gurús, esos que diseñan algoritmos pronósticos

Una organización, Canary Speech, ha relacionado millones de breves conversaciones telefónicas recogidas por una compañía aseguradora con datos clínicos y demográficos proporcionados por esa misma compañía. Los algoritmos dirán con más claridad que la pitonisa de Delfos que alguien acabará padeciendo Alzheimer o Parkinson. Y por su bien se le amargará prematuramente la vida en forma de diagnóstico precoz inútil, a la vez que quizá se le excluirá de un servicio de seguros o de la posibilidad de conducir.

El Big Data supone, en cierto modo, el fin de la ciencia, ya que su objetivo no es explicar, comprender, sino sencillamente predecir, sea este pronóstico aplicado a la extensión de una epidemia, a la aceptación de un nuevo refresco o a señalar directamente a alguien que será “costoso” por su futura enfermedad o incluso un posible criminal. 

El deterioro del encuentro clínico es sólo la punta de un gran iceberg. Por mucho "whatsapp", por muchas redes sociales que haya, el caso es que nos estamos olvidando de hablar. Estamos pasando de ser sujetos atravesados por la palabra a organismos legibles en los genes, en una imagen funcional  o en la voz, entendida como resultado de un proceso neurológico alejado del alma.

Hay científicos e inventores, en Google, en el MIT, en tantos sitios, que protestan ahora contra Trump. Como si los científicos fueran puros y no tuvieran ninguna repercusión en la sociedad que lo ha elegido ni una enorme culpa en la gran distopía cientificista que se avecina, que se está implantando ya, alienándonos. Una pureza que también se pretendió en Alemania hace años. 

Si los científicos sólo se preocupan por la Ciencia, por más que hablen del cambio climático, descuidando la responsabilidad ética que toda investigación supone, estaremos abocados a mucho sufrimiento; eso sí, será científico y por nuestro bien.


viernes, 27 de enero de 2017

CIENCIA. Amor y repetición.



En este mes, medios de comunicación como “El País”  se han hecho eco de algo que no es nuevo, las imperfecciones metodológicas de numerosos estudios científicos.

Ya había causado alarma la noticia  que aludía a una publicación en "PNAS" alertando sobre un exceso de falsos positivos en estudios de imagen funcional con resonancia magnética nuclear.

A veces surge un descubrimiento novedoso, impactante. Parecía serlo la “fusión fría” hasta que se demostró que no había algo así. Parecía serlo un avance en diabetes, publicado en “Cell”, pero los autores tuvieron la honestidad de retractarse posteriormente al comprobar que no podían reproducir el hallazgo.

Un grupo liderado por John P. A. Ioannidis redactó un documento publicado en “Nature Human Behaviour”  en el que estimaban que un 85% de la investigación biomédica es prescindible. La revista “Nature" había publicado en mayo del año pasado los resultados de una encuesta en la que un 90% de participantes alertaba de la falta de reproducibilidad.

¿Qué está pasando? Bien podría decirse que la ciencia, en un tiempo en que se la adora, ya no es lo que era en tiempos de Gauss o Cajal. Desde fraudes claros y de gran entidad, como el protagonizado por el coreano Hwang  hasta sesgos interesados de interpretación, como el “p-hacking”, asistimos a una buena dosis de manipulación de datos en aras del prestigio personal que otorga una publicación impactante.

Y si algo impacta, es lo que atañe a la salud. Lo vemos todos los días en expresiones habituales en los telediarios: “Descubierto el gen…”, “tal avance podría…”, etc., mantras que nos reiteran el aspecto pretendidamente salvífico de una nueva religión, el cientificismo, que hace de la ciencia promesa de eterno progreso. No es extraño que sea en el ámbito de las publicaciones biomédicas en donde la frustración que acompaña a la promesa infundada sea más frecuente que en otras ciencias. Demasiada prisa por prometer conduce a eso.

El afán por publicar (el investigador profesional lo es tristemente en función de lo que publica) y las prisas que eso conlleva inducen a prescindir de algo tan básico en ciencia como es la reproducibilidad del resultado. No basta ni siquiera con que el método sea bueno; es preciso repetirlo, volver a realizar el experimento, la observación, hasta confirmar con claridad meridiana que lo que se publicará será tan realista como interesante para otros, que todo el mundo podrá literalmente “verlo”, aunque sea con mirada instrumental, que estamos ante algo intersubjetivamente objetivable.

La reproducibilidad es inherente a la ciencia y, por ello, la buena repetición de lo que pueda ser relevante es esencial. Es obvio que repetir y repetir hasta tener el convencimiento básico supone tiempo, y que tal esfuerzo, cuyos resultados serán menos atractivos que los iniciales o, lo que es peor, que los pueden incluso anular, implicará retrasos en esa carrera profesional en que se ha convertido la investigación científica. 

Ser el primero. De eso se trata. Si lo descubierto no es relevante, no ocurre nada pues a nadie interesará, aunque alimente revistas científicas. Si lo es, aunque el convencimiento se sostenga en el fraude, quien haga la repetición necesaria será sólo un segundón. Tal vez fuera eso lo que esperase Hwang. Si le saliera bien, probablemente ganaría un premio Nobel. Le salió mal. ¿A cuántos les sale bien?

Existe una hiperinflación de publicaciones que contrasta con el olvido de la reproducibilidad. No sorprende que la inmensa mayoría de artículos científicos sean mero ruido.

Y olvidar la necesidad de la reproducción de lo que el método revela, supone el olvido de la propia ciencia, un desprecio del amor mismo, pues es lo amoroso, lo vital, lo erótico, lo que permite que la propia ciencia sea tal. Amor al conocimiento por el conocimiento y amor al ser humano por lo que la aplicación del conocimiento puede suponer. Eros que supone también la vigilancia de Thanatos, de esa pulsión capaz de transformar el conocimiento en algo brutalmente letal, como ocurrió en el proyecto Manhattan.

Asistimos a una repetición perversa, nefasta, quizá paradójica, la de olvidar el valor de la repetición misma, de la buena, de la que supone la reproducibilidad de resultados.


Se ha dado en llamar “metaciencia” al estudio de estos desvaríos que, en realidad, se explican de modo sencillo pues obedecen a una gran carencia, la del amor a la belleza, la verdad y el bien, tres elementos íntimamente unidos.

martes, 27 de diciembre de 2016

CIENCIA. El olvido actual de la posición femenina



Recientemente hemos sabido de la muerte de Vera Rubin, una científica que destacó principalmente por su prueba observacional de la existencia de materia oscura en el Universo.


También en diciembre, pero de 1921, moría otra destacada científica, Henrietta S Leavitt, descubridora de la relación entre el período de variación de brillo de las estrellas cefeidas y su luminosidad, lo que sentaría la base para un cálculo de distancias a galaxias. Sin ese trabajo, probablemente Hubble no sería conocido. 


En 1967, Jocelyn Bell descubrió, siendo doctoranda de Hewish, el primer pulsar, lo que le valió el premio Nobel no a ella sino a su director de tesis.


No sorprende que, cuando se habla de mujeres científicas, se repare en un contexto machista en el que muchas de ellas realizaron su trabajo. Es célebre la expresión atribuida a Hilbert en el sentido de que la universidad de Göttingen era algo muy distinto a unos baños públicos, razón por la que la gran Emmy Noether podría trabajar libremente en ella para bien de las matemáticas, como así ocurrió hasta que llegó Hitler al poder, momento en el que Noether acabó siendo peor vista por ser judía que por ser mujer.


Otro ejemplo clamoroso de parasitismo machista se dio en esa triste época, con Otto Hahn desplazando la contribución de Lisa Meitner en el descubrimiento de la fisión atómica y llevándose un premio Nobel. 


Y el modelo de Watson-Crick, que ya aparece desde hace años en libros de texto básicos de bachillerato, probablemente se llamaría de otro modo si no fuera por el aprovechamiento que Watson hizo de las imágenes de difracción de rayos X de buenos cristales de ADN obtenidas por Rosalind Franklin.



Hoy en día las cosas parecen distintas en los países civilizados, pero los ejemplos citados, entre otros muchos más, apuntan al coraje de mujeres que optaron por dedicarse a la investigación científica en una época en la que eso sencillamente no estaba nada bien visto.


El caso es que sólo 49 mujeres han sido galardonadas con el premio Nobel frente a 833 hombres. Probablemente Mme. Curie sea la gran excepción a una regla que aun se mantiene.


Es probable que esa proporción se vaya aproximando a la que sólo debe ser regida por la igualdad de oportunidades entre seres humanos, al menos en nuestro medio, pues parece lejano el día en que un premio Nobel se consiga por alguien, sea hombre o mujer, que trabaje en un laboratorio del tercer mundo.


Ahora bien, esa diferencia cuantitativa entre hombres y mujeres no se corresponde, curiosamente, con la posición de cada cual a la hora de hacer investigación, pues cabría hablar de una posición femenina o masculina, que tendrían que ver, a muy grandes rasgos, con la forma de atender a la Naturaleza a la hora de cuestionar sus enigmas. Y tal posición no depende propiamente de que uno sea hombre o mujer ni de su orientación sexual, sino del modo de afrontar un problema científico determinado. Por ejemplo, no parece la misma actitud la observacional que la experimental. Tampoco parece igual la experimentación in silico que in vitro. Podría decirse que tanto lo femenino como lo masculino, el yin como el yang son precisos para que la ciencia se desarrolle. 


Muchas de las grandes científicas lo han sido por hallarse en esa posición femenina de acogimiento, como las anteriormente citadas, una posición observacional. En cierto modo, la actitud de Mme. Curie también sería esa, de expectativa de purificación de algo a partir de la pechblenda.

Dian Fossey también tuvo una clara posición femenina, como Jane Goddall, en su observación minuciosa de la etología de primates. Pero también hubo excelentes científicos que lo fueron por esa posición receptiva. Podría decirse, por ejemplo, que Einstein, Planck o Gell-Mann la adoptaron, afirmando la curiosidad, la mirada. Caso distinto sería el de grandes experimentadores como Tonegawa.


Aunque ya se ha sugerido en un exceso de imaginación, la creatividad implícita a la investigación científica no parece robotizable. La ciencia es tarea humana y, por ello, todo lo que conforma lo subjetivo influye en el modo de acceder a lo objetivable. Actividad y pasividad, intromisión y recepción son necesarias en la tarea científica.


Suzuki recoge en un libro escrito en colaboración con Erich Fromm (“Budismo zen y psicoanálisis”) sendos poemas de Tennyson y Basho referidos a una flor. El primero se refiere a una flor arrancada y examinada; el segundo, un haiku, a una flor que se deja en su sitio. Tal vez esas dos posiciones reflejen dos modos extremos y complementarios de trabajar en ciencia, el observacional, femenino, y el experimental, masculino, al margen de la orientación sexual de los participantes.


No sólo se precisa una adecuada igualdad de oportunidades distinta a la mera obsesión por la paridad matemática; también es preciso acoger y potenciar los dos modos de hacer ciencia, en un tiempo en que el machismo tradicional se mantiene transformado en forma de una masculinización de la investigación que prima la competitividad y las prisas frente a la calma y la buena repetición que, en ciencia, se llama reproducibilidad.


La posición femenina en Ciencia parece en caída libre en contraposición, sólo aparentemente paradójica, a un número creciente de investigadoras, muchas de las cuales participan curiosamente de ese exceso de posición masculina. 

Llamativamente, hay que recordar que "ciencia" es nombre femenino en diversos idiomas. 

lunes, 29 de agosto de 2016

Escépticos. El recuerdo de la Inquisición.


La ciencia ha avanzado gracias a un método poderoso, uno de cuyos pilares es el escepticismo; un pilar que exige algo que ya no se tiene tanto en cuenta, la reproducibilidad. Es desde la buena repetición que lo novedoso alcanza una objetividad intersubjetiva y se acepta como científico.

La ciencia, además de desvelar el orden, la belleza del cosmos, sus leyes y contingencias, sostiene cualquier filosofía intentada para comprender en dónde estamos y qué somos. Pero la ciencia es la base para un relato, no el relato mismo ni mucho menos el único. Los llamados a sí mismos “escépticos” en blogs, sociedades, círculos, revistas, etc. hacen, sin embargo, de la ciencia apología y única narración. Desde esa apología, que la ciencia no precisa por bastarse a sí misma, se propicia un discurso único en el que parece repetirse un viejo postulado eclesiástico enunciado de otro modo: fuera de la ciencia no hay salvación.

Es desde ese supuesto aval científico como única verdad que los “escépticos” despreciarán todo lo que no sea científico y predicarán la conversión de los descarriados al único saber verdadero que ellos detentan. 

Estamos ante una nueva forma de religiosidad con sus sacerdotes cientificistas, como Dawkins. Ante ella, hay grados de pecado. El peor es incurrir claramente en la práctica de las abundantes pseudociencias (astrología,  “ciencias ocultas”, homeopatía, magnetoterapia, ufología, etc.). Toda lucha es poca ante el pecado. Es lógico así que la predicación contra el maligno sea ejemplar con nuevas ordalías en forma de fallidos suicidios homeopáticos que muestran con claridad la necesidad de que los necios renuncien a sus prácticas mágicas.

Los "escépticos", en guerra contra los “magufos” y demás atolondrados, consideran que muchos adultos siguen en minoría de edad, incapaces de comprender que la homeopatía carece de la menor base científica o que la presencia de extraterrestres, de darse, requeriría, siendo algo extraordinario, una prueba extraordinaria, como decía el verdadero escéptico Shermer.

Los “escépticos” son tan simpáticos en su actuación como los conductores de programas dedicados a lo paranormal, pero mucho más inquietantes. Y es que ellos deciden sobre el bien y el mal, llamándole ciencia a lo que es (y a veces a lo que no es por falta de reproducibilidad o contaminación por fraude) y “magufada” a lo que no es ciencia. Si sólo la ciencia vale como cosmovisión, si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con la Medicina, que no es propiamente una ciencia aunque se sustente en ella? Porque la Medicina se centra al final en una relación subjetiva informada por la ciencia. Si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con el Psicoanálisis, surgido de la ciencia aunque no sea ciencia? ¿o con la Historia (aunque haya quien se empeñe en verla científica)? ¿o con la Literatura? Y, finalmente, ¿qué haremos con la Filosofía, que parecerá a muchos neopositivistas ingenuos un arcaico juego de palabras rozando lo mítico?

La ciencia surgió en un contexto religioso y no se da desprendido de él. Lo único que cambia es que son muchos quienes prentenden hacer de ella misma religión, la única verdadera. La tentación inquisitorial está así servida. No sería extraño ver en un futuro próximo iniciativas parlamentarias dedicadas a fortalecer ese relato único pretendido. Ya hay instancias en ese sentido en plataformas electrónicas de recogida de firmas. De hecho, ya asistimos a algo inquisitorial en la práctica con el desplazamiento que está sufriendo la enseñanza de las humanidades a favor de una concepción del ser humano que apuesta decididamente por su formación tecno-científica de modo exclusivo.

Los "escépticos" tienen, a su pesar, su cosmovisión, pues ésta es, por ingenua que resulte, consustancial al ser humano: sólo su visión es correcta y ha de imponerse mediante el desprecio y la prohibición de cuanta “magufada” se detecte. Una paupérrima perspectiva que trata de infantilizarnos y enseñarnos lo correcto por nuestro bien. Siempre por nuestro bien, lo peor ha sucedido en la Historia. Estamos ante una pseudo-filosofía que hace de lo utilitario dogma de vida y del “¿para qué sirve?” la cuestión esencial.

Los “escépticos” parecen ignorar que la ciencia precisa de una creencia básica en algo que la trasciende. Es precisa una fe fundamental en la isotropía e invariancia de lo legal físico, en el poder de la inducción e incluso en la garantía de la articulación deductiva lógico-matemática. También parecen ignorar el poder de la confianza básica para la vida misma de cada uno.  El efecto placebo es muy claro, tanto que ha de contrastarse en cada ensayo clínico. ¿Tiene sentido despreciarlo, en nombre de la ciencia, y negarle a alguien con una enfermedad terminal su búsqueda del imposible milagro? 

La negación del mito es imposible. La renuncia al mito clásico nos arroja en manos del mito del constante progreso, un progreso que, sin restricción ética (no científica), puede acabar matándonos a todos en sentido literal, como civilización e incluso como especie. Después no habrá vuelta atrás. Si la ciencia es maravillosa, el cientificismo se está convirtiendo en una lacra.


jueves, 7 de julio de 2016

El mito de la eterna juventud renace. Plasma juvenil.



La sangre, además de haber sido uno de los cuatro humores y lo que ahora sabemos que es, representa uno de los grandes símbolos de vida y de muerte. Sangre de mártires que mancha una bandera sacralizándola, linajes de sangre, sangre que hace prodigioso al Santo Grial, vino eucarístico que se transforma en sangre divina…
Es fácil asociar sangre y vida. Andreas Libavius postuló en 1615 que "la sangre caliente y espirituosa del joven será para el viejo como fuente de vida". La sangre vieja debe eliminarse y ser sustituida por sangre nueva o por un elixir como el que, según Ovidio, usó Medea para rejuvenecer a Esón. Bram Stoker supo dar una forma siniestra a esa asociación entre sangre y vida.
¿Por qué no usar la sangre de alguien sano para restablecer la salud de otro? La primera transfusión documentada fue realizada por James Blundell en diciembre de 1818. Después, en Obstetricia a lo largo del siglo XIX y, especialmente, en las grandes guerras del siglo XX, se puso de manifiesto el valor de la hemoterapia, limitado por algunas extrañas reacciones que acabó aclarando Karl Landsteiner en 1900, y ensombrecida porque la sangre donada podía transferir enfermedades infecciosas como las debidas al VIH y al VHC.

A veces surgen hermanos siameses que comparten su sangre. Hay un modo de reproducir en modelo experimental animal ese extraño intercambio, suturando la piel de dos animales en sus flancos. Se llama parabiosis Introducida por Paul Bert con su tesis “La greffe animale” en 1860, fue relativamente poco valorada hasta que en 1969 Coleman, la realizó entre ratones mutantes diabéticos y ratones normales, viendo que éstos perdían peso y concluyendo así la existencia de un factor de saciedad en los mutantes y que, casi treinta años más tarde, Friedman identificó dándole el nombre de leptina.
A principio de los años 70 se unieron animales de edades diferentes (parabiosis heterócrona). De este modo, Ludwig y Elashoff comprobaron que los animales viejos vivían más al ser unidos a jóvenes. Weissman, Wagers y Rando redescubrieron la parabiosis en la universidad de Stanford. En 2005, el grupo de Conboy hizo experimentos de parabiosis heterócrona (animales de distintas edades). Una nueva aproximación experimental al estudio del envejecimiento estaba servida.

Como un nuevo elixir mágico, resultó que el plasma juvenil tenía un efecto rejuvenecedor en ratones viejos y no sólo en su cerebro, también en el corazón, hígado y páncreas. El grupo de Tom Wyss-Coray consiguió publicar un artículo en Nature Medicine en junio de 2014 mostrando que la administración de una serie de infusiones de plasma mejoraba aspectos cognitivos de ratones viejos y que tal cambio se correlacionaba con modificaciones en un perfil transcripcional asociado a plasticidad neuronal; al menos una proteína del hipocampo (Creb) estaba implicada.
Rápidamente surgió una empresa spin-off, Alkahest, dedicada a evaluar la potencialidad de componentes plasmáticos para frenar o revertir el envejecimiento cerebral humano. En la actualidad, la empresa Grifols ha comprado el 45% de Alkahest y lleva a cabo un ensayo clínico, internacional y multicéntrico, conocido como AMBAR (Alzheimer’s Management by Albumin Replacement) basado en “la extracción de plasma de pacientes y su sustitución por Albúmina Grifols (recambio plasmático)”
Sugerir que el plasma juvenil puede ser útil en el tratamiento del Alzheimer es decir poco y, a la vez, demasiado. Se dice poco porque en estos tiempos sería deseable que la publicación de resultados, en una revista de la categoría de Nature Medicine o similar, esperara a que éstos fueran más completos, revelando las moléculas implicadas en el efecto descrito y su mecanismo de acción. A la vez, se dice demasiado al sugerir que el plasma juvenil puede frenar o revertir el envejecimiento. Según indica “The Guardian” Wyss-Coray recibió muchos correos de pacientes millonarios que querían tratamiento con sangre joven. Uno de los remitentes indicaba que podía proporcionar sangre de niños de cualquier edad requerida por los científicos. The Guardian señala que, ante eso, Wyss-Coray se mostró conmocionado; “es terrorífico”, dijo. Pero… ¿Qué esperaba? ¿No tuvo un claro empeño comercial desde el primer momento más allá de la ciencia? ¿No saben los científicos que viven en un mundo globalizado en el que se venden niños por un módico precio? Basta con echar un vistazo a la base de datos Havocscope. Si un viejo millonario sin escrúpulos escucha que el plasma de jóvenes o de niños puede revitalizarlo, ¿no lo comprará en el mercado negro?
¿Tampoco ven los científicos películas como “Al cruzar el límite” o “La isla”, que, más que de ciencia ficción parecen ser anuncio de tristes posibilidades? ¿No recuerdan lo hicieron unos cuantos científicos en la Alemania nazi en donde las circunstancias facilitaron el paso al acto de los peores deseos epistémicos?

Éste es uno de tantos ejemplos que muestra la falacia de que toda la ciencia es neutra y sólo son malas o buenas sus aplicaciones. No siempre es así. Si el plasma juvenil es bueno para rejuvenecer cerebros envejecidos, habrá que estudiarlo adecuadamente a todos los niveles de complejidad; la prisa por obtener una publicación de alto impacto supone que una idea tan simplista sea transferida inmediatamente a la opinión pública y abra la vía a la potencial extensión del tráfico de órganos o, en este caso, de plasma humano.



lunes, 20 de junio de 2016

El olvido de la subjetividad. Ratones autistas




Muy recientemente (el 16 de junio), la revista “Cell” publicó un trabajo muy laborioso (por la cantidad de métodos que implica su diseño experimental) por parte del grupo de Costa-Mattioli.



Los autores, tras recordar que hay datos que avalan la relación de obesidad materna con una mayor incidencia de trastornos del espectro autista, así como alteraciones de la flora intestinal en estos pacientes con respecto a controles, muestran en su estudio que la descendencia de ratones hembra sometidas a una dieta muy rica en grasas fue socialmente perturbada y también tenía alterada su flora intestinal. La reintroducción de una bacteria, Lactobacillus reuteri, mejoró la sociabilidad en estos ratones. Esta bacteria promueve, por un mecanismo aun no claramente establecido, la síntesis de oxitocina cerebral que, activando neuronas del área tegmental ventral (algo que también ocurre en seres humanos), influiría en la sociabilidad.  En la discusión de sus resultados, proponen la utilidad potencial de una combinación adecuada de probióticos para el tratamiento de pacientes con trastornos del espectro autista.



Hay muchas analogías en la fisiología y fisiopatología de distintos mamíferos, lo que ha propiciado el uso de los llamados modelos experimentales, que tienen ventajas e inconvenientes. Por un lado, facilitan una experimentación que no sería ética ni rápida en el caso de personas; por otro, no siempre es factible extrapolar directamente los resultados obtenidos en modelos animales a la situación humana (el caso de la talidomida ha sido un dramático ejemplo). La dificultad de esa extrapolación se hace claramente mayor cuando hablamos de lo psíquico.



Se ha intentado, con mayor o menor acierto, relacionar alteraciones psíquicas humanas con un comportamiento observable animal, es decir, lo subjetivo humano con lo medible animal. Eso ha ocurrido con la depresión y ocurre también con el autismo. En el ejemplo que proporciona este trabajo,  se evaluó la sociabilidad de los ratones midiendo la cantidad de tiempo que cada uno de ellos interactúa con una jaula vacía, con otro ratón familiar y con otro que le es extraño.



El trabajo realizado es riguroso, laborioso, y proporciona conclusiones interesantes… para estudiar la influencia de la flora intestinal sobre la sociabilidad observable en ratones. Nada más. Pero basta una sugerencia final en su redacción para que estemos de nuevo, como cada día, ante el condicional esperanzador, ante el “podría” y no es extraño que los periódicos se hagan inmediatamente eco de ese “podría”; en este caso, de la bondad de los probióticos.



La Ciencia no vive de condicionales, aunque precise hipótesis y teorías, sino de hechos contrastables empíricamente. Lo que ocurra en el comportamiento "social" de ratones es interesante, de momento, sólo para ratones. Estamos en un tiempo en el que, tal vez por la necesidad de captar fondos para líneas “productivas”, los resultados obtenidos en ellas han de impactar al gran público. Eso facilita que un trabajo riguroso en el método, como el aquí comentado, lo sea menos en su redacción, en la que parece confundirse con frecuencia correlaciones con causalidades, e impresiones con conclusiones.



En ausencia de relaciones lineales claras de causalidad, tenemos la peligrosa estadística. Una amplia revisión publicada en 2011 (The California Autism Twins Study) reveló que la influencia de factores genéticos en la susceptibilidad a desarrollar autismo puede haber sido sobreeestimada, destacándose la posible importancia de factores ambientales: edad parental, bajo peso al nacer, partos múltiples e infecciones maternas durante el embarazo. No es descartable que la flora intestinal tenga su importancia. Ver en ella el factor clave es, cuando menos, prematuro.



Suele ocurrir que la necesidad de solución ante algo dramático se satisfaga con respuestas simplistas. Así, se ha relacionado sin base el autismo con el conservante de vacunas, lo que ha propiciado en mayor o menor grado posiciones anti-vacuna, con consecuencias letales en algún caso. ¿Serán los probióticos la gran prevención o solución para el autismo? Sería magnífico pero precisamente los dislates del movimiento anti-vacuna nos advierten del riesgo de simplificar en exceso.