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lunes, 25 de mayo de 2020

MEDICINA. Un tiempo para mirar




Antes de comprender, mucho antes de concluir, estamos en la posibilidad de dedicar nuestro tiempo a la mirada.

Partimos impropiamente de que el tiempo es propio, cuando más bien somos, existimos, en él. No es lo mismo tener tiempo que ser en él. Y lo pagamos muy caro, a veces con vidas, si no lo tenemos en cuenta. Porque estamos en un tiempo de pandemia.

Ahora se tata de mirar. Podemos mirar, que no es poco. Estamos en el momento descriptivo – taxonómico, el de la pregunta por el qué inicial, ese que puede hacernos reconocer del modo más crudo que el tiempo propio, biográfico, es restringido por el biológico y, a la vez, sostenido en él. 

¿Qué es esto que mata a mucha gente en poco tiempo y ante lo que nos hemos confinado porque sabemos que contagia? Bueno, podemos mirarlo, aunque sea de modo instrumental y no directo. Es un virus, parecido a otros, clasificable con ellos. Nombrable. Y así decimos que es un beta-coronavirus, al que le llamamos SARS-CoV-2, que su genoma es RNA y que codifica proteínas (“spike”, “envelope”, “membrane”, “nucleocapsid”). Proteínas que revisten un genoma que las informa y así "ad infinitum" si esas proteínas reconocen algo en nuestras células para entrar en ellas y usar todos los recursos precisos para la reproducción viral.

Estamos en la perspectiva inicial de un qué nominativo y pobremente taxonómico.

Nuestros cuerpos pueden pasar a ser medios de cultivo de ese virus, llegando a desbaratarse como tales cuerpos desde el propio reconocimiento de él, algo que ocurre cuando se produce eso que se ha dado en llamar tormenta de citoquinas. El yo inmunológico no reconoce a lo que llamamos yo, entendamos por eso lo que entendamos, y lo ataca. Es, en cierto modo, un suicidio celular, molecular, aunque sea no deseado e inducido por un ser no deseante, un virus. 

Este nuevo virus no es solo etiología de una enfermedad pulmonar, sino que más bien parece sistémico; mediante la refinada “apropiación” utilitaria del sistema inmune, combinada con un ataque generalizado a distintos tipos celulares, puede producirse una grave enfermedad aguda que ocasione la muerte, complicaciones serias si se sobrevive o simplemente nada más allá de un cuadro respiratorio banal. Aunque no quepa hablar de finalidad en Biología, parece que el virus cumple una suya. 

Podemos mirar el virus, pero hay otras miradas posibles, complementarias o antagónicas entre sí. El sujeto puede sucumbir, morir, pero muchos otros sobrevivirán. Es así que surge la mirada al individuo estadístico y a su dinámica en otro tiempo, el colectivo, en el que las ordenadas de un gráfico cartesiano reflejarán el número de muertos, de infectados, de supervivientes…  Y también la mirada a las consecuencias de tal catástrofe, a una economía que se paraliza, a “colas del hambre”, a la emergencia de lo peor violento y de lo mejor solidario en cada persona. 

Hay muchas miradas hacia algo que se hace atractor de ellas. La microbiológica, la genética, la bioquímica, la farmacológica, la preventiva (paupérrima mirada), la socioeconómica o la política. Incluso ahora, aunque se diera más en otros tiempos, la religiosa. ¿Por qué Dios permite algo así? Un atractor, un virus que se hace núcleo de una dinámica de poblaciones que abarcan desde juegos moleculares hasta decisiones políticas hace que nos planteemos preguntas que, en general, no están alejadas de las que se hacían los medievales y quienes los precedieron.

Pero tenemos la posibilidad de enfocar mejor o peor la mirada. Entre todos y por parte de cada uno. Los investigadores científicos se dirigen a lo procedente, a las dianas moleculares que permitan un tratamiento o una prevención, una vacuna. La cantidad de publicaciones relacionadas con la nueva enfermedad, Covid-19, desde su aparición como tal es ingente. En el momento de escribir estas líneas, si buscamos por “Covid-19”, encontraremos 15.899 publicaciones en PubMed y 3.268 “pre-prints” en medRxiv. No hay tiempo para contemplaciones, para que haya revisión por pares cuando algo parece importante y, por ello, la fracción de artículos que se muestran sin ese control por "referees" en medRxiv es importante, un veinte por ciento. Podríamos decir que lo novedoso (el Covid-19 lo es) impulsa lo que la urgencia requiere, una especie de Facebook para artículos científicos. Algo así ya tuvo su éxito en el campo físico-matemático, con arXiv. 

Pero hasta ahora hemos hecho una mirada limitada, aun cuando tengamos en cuenta todo lo que esto, nada menos que una pandemia que tiene una tasa de letalidad importante, ha supuesto, supone y supondrá en la vida de cada cual y en la de muchos países.

Rompemos el límite si expandimos la mirada. Y eso requiere vernos no sólo en el presente, sino echarle un vistazo al pasado. Ha habido muchas epidemias y pandemias. Podríamos haberlo asumido y pensar que ésta es una más a encuadrar en la historia de todas las anteriores, algunas de las cuales fueron mucho más mortíferas y no tanto porque la prevención fuera mucho peor (simplemente era mágica, en vez de pseudocientífica), sino porque los gérmenes eran más letales. Pero tal asunción es extraordinariamente difícil en un tiempo de constantes promesas salvíficas centificistas.

Y así nos ha encontrado el virus; preparados para las técnicas de edición genética o para delicadísimas intervenciones quirúrgicas, pero sin barreras defensivas tan elementales como mascarillas, porque un sistema “eficiente” externaliza la producción de lo que no es previsible a corto ni a medio plazo. Viendo los casos de Italia, de nuestro país y, más recientemente, del Reino Unido y de EEUU, podría pensarse que, a mayor nivel de desarrollo científico, mayor grado de estupidez política con consecuencias nefastas. Una estupidez política por más que se ampare en un cuadro técnico de apariencia pseudocientífica.

Situarnos en el presente supone aceptar la fragilidad, tanto a la escala singular como a la colectiva, de especie incluso. Ya tuvimos grandes ejemplos. Los grandes reptiles desaparecieron por los efectos de una contingencia. Por decirlo de un modo muy simple, cae un meteorito y los cambios en la biosfera promueven un cambio ecológico en el que la evolución de los mamíferos se facilita. Y una de esas ramitas, como diría Gould, acaba conduciendo a los homininos y, entre ellos, a nosotros. No parece probable que este virus termine con todos, pero cualquier otra contingencia, vírica o ambiental, podría hacerlo. A veces surge la pregunta sobre si estamos solos en el Universo. No lo sabemos, pero, si nos contemplamos a nosotros mismos, parece que eso que llamamos inteligencia tiene una fuerte asociación a una estupidez compensadora y que se sostiene en la pulsión de muerte.

Tiempo de mirar. Alguien come lo que no debe y mueren millones de personas en pocos meses. Parece que esa es la explicación, pero es una explicación muy simplista. Porque explicar lo sucedido a escala biológica y social supone estar muy lejos de la mirada esencial.

Tiempo de mirar. ¿Basta con la ciencia para enfocar esa mirada? Es absolutamente necesaria, pero no parece suficiente. La mirada puede también ir más allá, ser metafísica, mítica, mística. Si escapamos del relato mítico tradicional, otro similar pero dañino, ese que deifica el progreso tecno-científico, puede agotarnos. La mirada puede dirigirse a lo que la propia fragilidad revela, el misterio por el que un conjunto de átomos pasa a reconocerse como alguien aquí y ahora.

Llega un virus y las promesas mueren, lo cotidiano se quiebra, el tiempo se desmorona al deshacerse agendas. Quedamos solos en ese oxímoron llamado distancia social. 

Hay mucho que mirar antes de comprender. Y es algo que requiere calma y diálogo sereno, algo que precisará más tiempo del que suponga el propio de esta situación pandémica, que no ha finalizado, por más que lo deseemos. Algo que requiere mayor perspectiva que la que la propia Ciencia ofrece. Algo que precisa silencio contemplativo.




miércoles, 22 de abril de 2020

Lo real





Y aquí estamos. Perdidos.

Llega un virus y crece en nuestros cuerpos. No hay “porqué”. “La rosa florece porque florece”. Y ésta es una mala primavera para nosotros.

A veces, ese crecimiento es tolerado por el cuerpo. En otras ocasiones, no. Y no es porque el virus en sí vaya destruyendo nuestras células, nuestros tejidos, como podría hacerlo a escala macroscópica un tigre. No, es el cuerpo de quien morirá en el intento el que monta una defensa alocada, si así puede decirse de lo que no piensa ni habla, aunque exista un lenguaje molecular. 

Nosotros, que sí hablamos, a veces sin sentido, le llamamos a eso “tormenta de citoquinas”, que en unos se da y en otros no.

No hay finalidad aparente. Y eso resulta terrible en el contexto cultural, por más que, desde la óptica neodarwinista, se le atribuya a la selección natural un papel demiúrgico. Monod hablaba de teleonomía, un término más bien “light”. Siendo ateo, se resistía a esa carencia de causalidad finalista. Parece que es más fácil prescindir de la mirada teológica que de la teleológica. Y por eso construimos (o descubrimos) el mundo mítico. Ha sido nefasto desterrar a los dioses. El logos no puede afrontar el horror de lo real. Sólo la mirada mítica de los poetas puede encararlo. Y quienes lo hacen de verdad pueden acabar locos o extrañamente lúcidos. Novalis se reconcilia con la muerte, a la que llega a desear por amor, en sus “Himnos a la Noche”.

Muchas veces nos preguntamos, desde distintas perspectivas, sobre lo real. ¿Qué es lo real? No lo sabemos ni lo sabremos. Es inaccesible a la mismísima Ciencia en su "qué" esencial, tras el inicial, descriptivo y taxonómico, tras el cómo y el porqué. Va más allá, incluso en algo brutalmente simple como este virus, con su RNA y unas cuantas proteínas. Lo nombramos y creemos comprenderlo. Fue secuenciado, visto al microscopio electrónico. Podremos “combatirlo”, desde esa óptica bélica que considera armas a los fármacos y vacunas. Pero ahora mismo nos remite, sin decir nada, a nuestra fragilidad, desbarata el mito cientificista del progreso, quiebra el desarrollo económico, “limpia” el aire y las aguas… Eso es lo real. 

Eso no sabe de nosotros y nosotros no sabemos sobre lo que nos atañe de eso. ¿Qué quiere ese otro de nosotros? Nuestra vida, nuestra soledad ante la muerte, que es peor… Estamos ante lo siniestro, de nuevo, como tantas veces, ante el “Unheimlich” freudiano. La angustia se instala y desbarata la vulgaridad cotidiana de falsas seguridades.

Un virus muestra lo siniestro de la alteridad, y nos contagia de esa impresión, por la que ya vemos al otro, a cualquier otro, incluso al hermano, como albergue de virus, potencialmente letal. ¿Por qué algo así ocurre? ¿Por qué vuelve a cabalgar ese jinete pálido que apareció en 1918 y muchas otras veces antes? Por la misma razón que la rosa florece. No hay porqué.

Y las consecuencias de ese virus, pequeño, nombrado, cuya estructura molecular es conocida, precederán, con el horror que muestra en los hospitales y morgues, a la miseria adicional de la fragilidad de quien no recibirá un sueldo, una ayuda, de quien no podrá alimentar a su familia, de quien no volverá a trabajar, de quien caerá en cualquier modalidad psicótica.

Eso es lo real. Lo que no tiene nombre, aunque ahora le llamemos coronavirus. Es la innombrable criatura divina, como los árboles, los gorriones, los delfines, las arañas y las rosas. Como Dios mismo o, si se prefiere, como la Nada. Eckhart, que era sabio, no diferenciaba. ¿Quién puede imaginar lo inimaginable?

Nos ha dejado estupefactos hasta la estupidez. Tenemos medios para ir a buscarlo, para limitar su contagio, pero no los usamos, prefiriendo llenar las UCI de hospitales y optando por el confinamiento generalizado. El estupor se implanta en nuestras casas y en los políticos que nos dirigen como sociedad, esos que pretenden conjurar el horror de cada singularidad con la mejora supuesta del individuo colectivo, con esa curva estadística absurda. Una modalidad del Horla reside en nuestras casas y parasitará las mentes de muchos.

Eso es lo real. No una entelequia intelectual, aunque implique la mirada filosófica, sino lo más brutalmente pragmático y absurdo para la perspectiva antropomórfica y cientificista que regía en estos tiempos modernos. En la Ciencia confiamos, pero en la de verdad, que es la que nos ayudará y que es lenta. 

Esto es lo real para este siglo y para el otro y el siguiente. Como lo fue para los anteriores. Inasumible, inaceptable, precisamente por eso, por ser un real que marca la misteriosa distancia con lo que suponíamos, con lo que imaginábamos, con la falsa seguridad. Un real sísmico que nos recuerda el Misterio, que nos lo hace percibir en el peor de los modos.




lunes, 2 de diciembre de 2019

PSICOANÁLISIS. Los puros.





“De pie, oraba en su interior de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros”. (Lc.18,10)

El evangelio de Lucas prosigue contrastando esta expresión de agradecimiento soberbio con la humildad de quien no se atrevía a elevar los ojos por sentirse culpable y se limitaba a pedir la compasión divina.

Las parábolas de Jesús son hermosas por apuntar específicamente a lo humano y a sus limitaciones, a sus miserias. Porque ser humano parece incompatible con la inocencia animal. En realidad, salvando graves impedimentos, todos somos culpables de lo que hicimos mal, de lo que no se hizo debiendo haberse realizado, culpables porque somos libres y responsables. Quien sabe de sí propiamente algo, y el psicoanálisis facilita ese saber, jamás puede enaltecerse y mucho menos, si es creyente, haciéndolo como gratitud hipócrita ante el mismísimo Dios. 

Al contrario, la sensatez, aunque no excluya el juicio de acciones humanas, absolutamente necesario, es prudente a la hora de formular condenas a otros, especialmente si son cercanos.

Según uno de los Padres de la Iglesia, Orígenes, al fin de los tiempos todos seríamos reconciliados con Dios. Todos, incluidos los grandes asesinos de la Historia, incluida la encarnación satánica del mal. Fue mucho decir y la Iglesia condenó razonablemente este planteamiento, conocido como apokatastasis. No obstante, un cierto fundamento evangélico parece subyacer en esta idea que lleva al extremo la misericordia divina, porque Dios sería el ideal de justicia frente a tantos “justos” y “puros” que se atreven a condenar, desde su supuesta bondad, a quienes tienen al lado.

El gran valor del psicoanálisis reside en ayudar a reconocerse en lo esencial, no en lo que uno hace, no en su bondad aparente ni en logros curriculares, no en sus donaciones, en sus nobles sacrificios por otros o en su servicio a la sociedad desde su profesión, sino en la limitación radical, en aquello que le es oculto y con lo que, aunque sufra, goza en lo más íntimo de su ser. No es el quién sino el qué somos lo que nos es posible llegar a conocer algo mejor, lo suficiente para limitar nuestra tendencia a la propia alabanza y a contrastar nuestra pretendida bondad con los desvaríos biográficos de otros. Y es así que desde ese saber podemos aspirar a ser hermanos dignos de quienes, también solo en apariencia, serían peores a los ojos de tantos que se consideran puros y justos.

El psicoanálisis ayuda a saber de sí mismo y, de ese modo, hacer algo mejor con la propia vida y, así, también con la relación con los demás. Solicitado desde el síntoma, va mucho más allá, de tal modo que el valor del síntoma mismo se hace secundario. Eso lo sitúa fuera de una cura de sosiego, de una ataraxia, más allá del fármaco aunque se precise. Eso lo relaciona con las preguntas socráticas y con los tortuosos caminos míticos, religiosos y filosóficos de quienes intentaron a lo largo de los siglos tratar de saber qué somos, qué hacemos y qué debemos cambiar en el mundo y en nosotros mismos. Eso hace de él una lenta y difícil pero fecunda senda amorosa.

martes, 27 de agosto de 2019

CENSURAS. La aspiración mayoritaria a la minoría.


En general, uno puede describirse como un “quién” en función de una intersección de conjuntos (pertenencia a un país, a una familia, a una profesión, a una situación laboral, a una religión, a un club, a un partido político…).

En realidad, la cuestión difícil no reside en definir un “quién” sino llegar a saber "qué" se es y qué quiere realmente uno mismo, eso que apunta a su singularidad y que, en general, resulta que es inconsciente. Pero quedémonos en esta entrada en los “quién”.

Parece darse una tendencia generalizada a que el conjunto intersección al que pertenece cada "quien" (de todos los conjuntos de propiedades o incluso de fenotipos contemplables) sea minoritario en número de elementos. Sobran los ejemplos. Los partidos políticos se multiplican; el número de licenciaturas y diplomaturas crece de tal modo que, en algunas, el número de profesores supera al de alumnos. Los grandes imperios comerciales pueden pronosticar lo que marcará a pequeños subconjuntos de consumidores entre los que establecer la diferencia, subconjuntos que se identificarán como tales, al tradicional modo religioso, se declaren o no ateos. 

Lo que suponía a muchos opinando, estudiando o vistiendo lo mismo y diferenciándose de otros muchos, desaparece para sostener una apariencia de singularidades que no existen como tales, sino como conjuntos minoritarios. Muchos, pero minoritario cada uno de ellos.

Hasta la Medicina busca el mínimo conjunto intersección como diana terapéutica. Y se dice de ella lo que no es, se le llama “personalizada”, para significar un supuesto (sólo supuesto) gran avance, sólo perceptible en el futuro como posibilidad, y siendo así que la relación médico-enfermo es como es, poco empática algunas veces, y que la personalización lo es de grupos fenotípicos o genéticos en el mejor de los casos, no de singularidades. 

Ese conjunto intersección en el que un quién puede sentirse a gusto está constituido por elementos con propiedades comunes. Y nada más común que señalar la diferencia con otros conjuntos intersección. Los tatuajes, los piercings, cualquier modo de “body art” supone una pretendida diferenciación y a la vez la igualdad con quienes hacen lo mismo con sus cuerpos. Y últimamente esto es especialmente claro en lo concerniente a la opción sexual, cambiante para muchos a lo largo de su vida. Cuando Freud habló de una sexualidad perversa y polimorfa se refería a niños. Es obvio que vivió otra época, por adelantado que en ella fuera. Es plausible que fuera censurado hoy mucho más que entonces por quienes, siendo adultos, entendieran que Freud se refería a ellos.
 
La orientación sexual, pero también la forma de vestir o desvestir y las marcas en la piel hacen más férrea la pertenencia a ese conjunto intersección mostrado a los otros. No es lo mismo ponerse la camiseta del club de fútbol admirado cuando juega y quitársela después, que llevar algo de forma permanente, como un tatuaje. 

Entre los distintos conjuntos intersección que marcan supuestas identidades suele darse indiferencia o puede haber fricciones. Los grandes conflictos pueden producirse en cualquier momento (los botones nucleares pueden oprimirse con cierta facilidad), pero no levantarán antes pasiones como las desatadas en los albores de la primera guerra mundial, en la que, en ambos bandos, los buenos eran “nosotros” y los malos eran “los otros”. Y tanto unos como otros eran muchísimos. Las multitudes sólo se concentran ya cuando son convocadas por gente banal y de éxito fugaz.

Ahora no hay esas pasiones nacionales. Curiosamente, tampoco abundan a escala local. Se dan más bien entre distintos grupos identitarios, entre diferentes conjuntos intersección que no precisan que sus elementos integrantes estén en proximidad geográfica; sobra con las redes sociales. Y esas pasiones surgen cuando se percibe el ataque crítico de otros grupos o desde la autoridad que confiere la pretensión de pureza del propio. Son pasiones censoras. 

Es una falacia creer que la libertad crece en nuestro primer mundo del mismo modo que lo hacen los medios de transmisión de datos (llamarle comunicación a eso es casi utópico). 

Hace años, en la España de la dictadura, había la censura política y la religiosa, generalmente simbióticas. Y eso llegó a cansar a bastante gente. Se aspiraba a la libertad. Y vino, pero es difícil saber qué es la libertad. De ella, alguien dijo que se sabía definir si faltaba, como había ocurrido en su país con la invasión nazi y la siguiente soviética, pero que era difícil de explicar a un jubilado. Difícil y, a veces, temible, como expresó Erich Fromm en su libro “El miedo a la libertad”. Quizá por eso, por no saber bien qué hacer con ella ni cuáles son los límites de las libertades de cada cual, el nivel de censuras de todo lo censurable para cada conjunto intersección crece tanto como lo hace el número de estos con su pretendida singularidad humana, que no es tal. 

El crecimiento de la censura va en aumento, como lo muestra el número de palabras que terminan con el sufijo “fobo”, y llega a internalizarse como autocensura.  En esta moda contagiosa, por mi parte me veré tentado a llamar gerontófobo a cualquier joven que me contradiga.

Más allá de los legítimos derechos de cada cual, se reclama paradójicamente la igualdad que uniformice diferencias insalvables, algo que ocurre cuando muchos quieren ser reconocidos como si fueran muy pocos.

No es extraño que en un momento así de la civilización (término curioso) alguien como Trump haya alcanzado la presidencia de los EEUU, arda la selva amazónica y cualquier majadero se convierta en “influencer”.

sábado, 18 de mayo de 2019

Hacerse médico.


Alguien lleno de vida obtiene una alta calificación en selectividad. No sabe bien qué quiere estudiar, qué desea “ser” en la vida. Pero la capacidad sugiere el destino. Ha superado la “nota de corte”. ¿Por qué no matricularse en Medicina? 

Ser médico parece algo bueno. Supone un rol social respetable ya que la salud es lo que se considera más valioso. A la vez, la Medicina actual es algo dinámico, que se nutre cada día del avance tecno-científico, algo apasionante. Además, quién sabe, quizá esa superación de la nota de corte indique en el fondo la existencia de una vocación que aún no se había descubierto.

Una vez tomada la decisión, o más bien una vez que se ha dejado que esa decisión sea tomada, los primeros cursos académicos introducirán a los supuestamente mejores, dada su puntuación, en un saber sobre el cuerpo como máquina química - estructural, con sus células como átomos vitales, lo que incluirá la contemplación directa de cadáveres y el estudio de imágenes proporcionadas por atlas y modernos recursos de internet. Se observarán fragmentos tisulares y también microbios al microscopio, se reconocerá el poder del cálculo matemático estadístico frente a la diversidad biológica, fascinará la historia y perspectivas del estudio de los genes, de esa información que parece determinante. Se ha entrado en la fase preclínica. Más tarde se sabrá del porqué del deterioro que conduce a las enfermedades, sea su causa conocida o no, se sabrá de su tratamiento médico o quirúrgico, de la prevención que incide en factores de riesgo, de técnicas de comunicación, de bioética, e incluso se tendrá como ornamento un saber sobre la propia Historia de la Medicina. 

Tras la obtención del título correspondiente, habrá la preparación para el examen MIR, del que saldrán también seleccionados los mejores en eso, en lo que supone ese examen. Los selectos de los selectos serán los primeros en elegir las especialidades y lugares de formación en ellas.
Después, con tesón, suerte y cierta capacidad social, se podrá acabar trabajando como especialista en la sanidad pública, integrarse en el cuadro médico de un hospital privado, o incluso simultanear ambas tareas. 

Y ya está. Ya se ha empezado, ya se ven pacientes o algo de ellos (muestras de sangre, biopsias, citologías, imágenes..) y se les diagnostica y trata como se debe, diferenciando por edades. Habrá médicos de niños, de adultos parcelados por órganos, aparatos y sistemas, incluso de viejos. Los habrá especializados en acompañar en esas últimas fases de la vida, proporcionando cuidados paliativos, y los que traten de que no sean aun tan últimas, viendo a los pacientes como críticos en las unidades con ese nombre.  

Muchos reconocerán que han acertado, que haberse hecho médicos era lo que realmente querían, que valió la pena el esfuerzo. También habrá quien se considere mal pagado por tanto esfuerzo e incluso existirán los que vean que no querían en realidad lo que parecían querer al principio. Habrá médicos que lo dejen tras la muerte de alguien y se dediquen a otra cosa, los habrá que se depriman, que acaben enfermos, que se hagan hipocondríacos, incluso que tengan brotes psicóticos. Además de satisfacciones, habrá competiciones en la aspiración a un reconocimiento profesional y social, no sólo durante la licenciatura; también para alcanzar una buena puntuación MIR y después para destacar en una carrera que lo parece literalmente y que no se acaba nunca.

En la situación más realista, más actual, moderna y común, un médico se verá a sí mismo como un profesional que sabe de Medicina y reconocerá en el paciente un objeto de estudio a mejorar por una pauta preventiva o terapéutica. Se fijará en lo que de ese cuerpo y alma dice un ordenador, intermediario real ya en cada consulta como fase previa al oráculo definitivo que dictará un algoritmo basado en la inteligencia artificial (en esa fantasía están ya inmersos muchos). 

El médico conservará su bata blanca y, en torno a su cuello, el fonendoscopio, ya no como instrumento sino como símbolo. Y entrará, quiera o no, en un sentido o en el contrario, en la dinámica inducida por las industrias farmacéutica y diagnóstica, siendo esta última la que define claramente qué Medicina ha de hacerse en los hospitales y fuera de ellos. Y se verá afectado por la política sanitaria, con sus restricciones e influencias mediáticas. Contemplará grandes diferencias geográficas, socioeconómicas, ante las que poco o nada podrá hacer.

Y surgirán quizá preguntas, siendo a veces traumática la propia respuesta de que uno se ha equivocado, que jamás tuvo eso que antes se llamaba vocación, que ojalá llegue el momento de jubilarse y dedicarse a viajar o a tocar el piano.

No parece que baste con notas de corte, tampoco con saber mucho de todas las disciplinas médicas, para ser un buen médico. Lo que ocurre con cualquier conocimiento es diferente a lo que acontece a la hora de ejercerlo cuando se trata del saber médico, un contraste que se da precisamente en lo que concierne a las ciencias. En Física hay leyes, los experimentos químicos conducirán a idénticos resultados si las condiciones iniciales y de contorno son las mismas, pero no hay leyes fisicalistas en Medicina, en donde reinan la incertidumbre y la incompletitud como anti-leyes que desasosiegan. Lo describió muy bien Siddhartha Mukherjee en un breve libro, “The Laws of Medicine”. No hay generalización posible ante la singularidad de cada paciente.

Es esa falta de legalidad física, esa generalidad de lo excepcional, lo que condena al fracaso la deriva cientificista de la práctica clínica, sea en forma de médicos obedientes de algoritmos, sea en el modo más radical de autómatas guiados por inteligencia artificial que diagnostiquen y traten.

Ante un paciente, un médico está con una incertidumbre que los años de ejercicio no sólo no eliminarán, sino que la harán más perceptible, algo con lo que contar siempre. Y para soportar eso se requiere temple, humildad, mucho estudio y, sobre todo, vocación de ayuda.

Si se tuviera en cuenta que la Medicina está impregnada de incertidumbre, de incompletitud, de sesgos y excepciones frente a las que plantar cara, tal vez procediera cambiar el plan de estudios. A día de hoy, no se puede ser médico sin saber anatomía, histología, patología médica, farmacología, etc., etc. Pero sí se puede ejercer la Medicina sin haber leído una palabra de la Literatura escrita por médicos o relacionada con ellos. Tolstoi, Mann, Chejov, Kübler Ross, Nuland, van der Meersch, Bulgakov, Waltari, Zweig, Kafka, Berger, Yalom y muchos más, tan heterogéneos, aproximan de modos muy distintos (no hay reglas tampoco ahí) a lo que significa ser médico. 

La Literatura nos acerca a la Medicina real más que la Genómica y la Informática. Y, con ella, la Historia de la Medicina, desde los templos de Asclepio hasta ahora, pasando por lo que hasta muy recientemente ha sido la práctica médica, pura magia pero curativa a veces, tantas como puede inducirse esa movilización interna que se simplifica llamándole efecto placebo. Creemos que hemos pasado claramente al logos también en la clínica, pero el contexto mítico no ha desaparecido en Medicina; sólo ha cambiado haciéndose cientificista y creyente en promesas salvíficas. 

Y no menos importante parece saber a qué se enfrentará uno cuando sea médico, que no será a un problema científico sino a un ser humano que vive, malvive o habita en un lugar, con su esperanza de tiempo o incluso de vida; que no se estará ante algo sino ante alguien que es como es, único en la historia del mundo, por más que su fémur sea indistinguible del de otro y aunque sus moléculas hayan estado en otros cuerpos o en el suelo y el aire. Y por eso será imprescindible el planteamiento filosófico, teniendo en cuenta a Skrabanek, a Illich, a Laín, a Gadamer, a Heidegger, a los grandes clásicos… Y al gran Freud, que, sin ser filósofo, lo parecía, y que reveló lo que, siendo lo más propio, pero sin ser conocido, puede inducir a uno mismo a las grandes elecciones como la que se da al optar por hacerse médico en vez de dedicarse a otra actividad. 

Mucho cambiaría si la selección de futuros médicos no se hiciera en base a notas de corte sino por ellos mismos en un curso basado en la autoselección, tras la contemplación sosegada de cuadros como “The Doctor”, tras la lectura de narrativa relacionada con médicos y enfermos, con la muerte y la historia del morir, tras la visión de lo que ha hecho posible la evolución de la Medicina, sabiendo de los “cazadores de microbios”, de los premios Nobel, de absolutos fracasados e incluso de médicos capaces de lo más terrible si un régimen político lo facilita. 

Todo podría ser algo distinto si en ese primer curso las prácticas no consistieran en disección de cadáveres ni en observaciones histológicas o experimentos bioquímicos, sino en visitas, sólo visitas, a enfermos reales, a niños leucémicos, a autistas, a parapléjicos, a locos, a deprimidos, a jóvenes afectados por cánceres incurables, a moribundos solitarios, a pacientes críticos, a viejos aislados, a los que están siendo intervenidos en un quirófano, a enfermos por adicciones, por miseria, a quienes piden con su mirada la curación imposible. Una práctica de visitas hospitalarias y domiciliarias mostraría de qué va eso que llamamos Medicina, y que se complementaría también con la percepción de sus bondades manifestadas en la curación de enfermedades graves, en niños nacidos gracias a la asistencia médica en partos difíciles, en minusválidos que dejan de serlo... 

Tal vez ese curso imaginado y que considero deseable, fuera propiamente iniciático y sirviera para ver si se será capaz o no de dedicarse a estudiar Medicina, a aprender sin pausa y sin prisa su ciencia y su arte, pues arte seguirá siendo, y así, a saber curar, aliviar o al menos acompañar, a ejercer esa relación transferencial que proporcione serenidad incluso ante lo peor. 

Todo curso precisa maestros y también se necesitarían para ese imaginado período inicial; unos maestros que serían difíciles de encontrar porque suelen ocultarse en su propio trabajo vocacional, como médicos de a pie sin destacar como luminarias. Eso hace que el curso propuesto tenga mucho de utópico, pero hay utopías que vale la pena considerar, cuando, aunque irrealizables, orientan un buen cambio.

Un curso iniciático así serviría para intuir al menos si uno será capaz de ser estudioso constante y, en general, lo suficientemente compasivo para poder realizar de forma cotidiana el acto de amor que la relación clínica real implica, algo que la hace inmune a cualquier sustitución por un sistema algorítmico, por mucha inteligencia artificial en la que se sustente y por bondadoso que se pretenda. 

Es curioso que sea en el otoño profesional cuando puede percibirse este deseo. Si lo expreso, es porque, de haber ocurrido una iniciación como la aquí pretendida para otros, es probable que quien esto escribe no hubiera sido nunca médico. O sí, pero de otra manera.




domingo, 12 de mayo de 2019

Tiempo de trabajo. La medida imposible.





Nadie se acordaba ya y nos lo recordaron estos días. Hay que “fichar”. Es algo que ya hacen muchas personas y que recuerda tiempos de modernidad taylorista. Resulta que, por más que se hable de trabajo en casa, telemático y demás historias supuestamente conciliadoras, aún estamos en realidad en pleno siglo XX, el de la eficiencia medida en tiempos de producción, cantidad del producto y satisfacción clientelar. Tantas horas, tanto sueldo. Tantos emoticonos alegres, tanta calidad.

El siglo XXI sólo ha traído un cambio menor en un esquema todavía vigente; ahora es posible una mejor eficiencia del control mismo de ella, un control biométrico, basado en huellas dactilares o en reconocimientos iridológicos a la hora de "fichar" (los registros tradicionales quedarán abolidos gracias al propio cuerpo o una parte de él usado como ficha biométrica moderna). Nuestro iris o nuestras huellas dirán a qué hora exacta hemos entrado y salido del puesto de trabajo, ahora que lo creíamos más indefinido e inestable que nunca.  A más tiempo, Ford producía más coches. Ahora, en muchas fábricas del tercer mundo, a más horas, más componentes electrónicos. El tiempo, cuantificado, sigue siendo oro y no precisamente para los cuantificados sino para los cuantificadores.

El trabajo humano ha producido su propio control. Los controladores sabrán cuánto tiempo de “comunicación” ha invertido un agente comercial en correos electrónicos o hablando con clientes por su móvil, o cuántas horas, minutos y segundos ha dedicado alguien a enlatar mejillones. Ya se sabe desde hace muchos años que no se trata sólo de “estar” en un puesto de trabajo, sea una fábrica de conservas o una agencia de viajes, y hacer lo que se supone que uno debe hacer ahí, sino de objetivos a alcanzar en dicho puesto, sea en número de latas de sardinas, sea en ventas de billetes aéreos. Tiempo y eficacia. Eficiencia. Pero, todo pasa por tiempo diferencial, algo medible por tiempo de dedicación a una empresa. El Homo habilis no se ha extinguido. El Homo sapiens sí lo está haciendo, por idiotez.

Se sea albañil, militar, fisioterapeuta u oficinista, habrá que atender en exclusiva a una actividad determinada durante un tiempo cuantificado. Tantas horas, tanto dinero, y tantos derechos laborales, o viceversa, que lo mismo da. Los sindicatos, muchos de los que parecen fosilizados en otra época, parecen aplaudir con las orejas este tipo de cosas. Si no estamos entrando en una modernización del trasnochado sindicato vertical franquista, lo parece.

Este “revival” de la medición del tiempo de trabajo induce, a la vez, y aunque parezca paradójico, a asumir compasivamente como propia la lucha de los más indefensos, de los que más esclavizados están y resulta que éstos ya no son sólo personas, ya no son sólo chinos que trabajan como tales. Se trata de los robots, cuya sindicación se niega tanto como necesaria es en defensa de su valía en los términos que interesan, tiempo y eficiencia. A fin de cuentas, son máquinas como se nos pretende. 

Hemos perdido el norte desde la insistencia en la evaluación métrica que no conduce a nada serio. Es cierto que hay situaciones extremas y no poco frecuentes, en forma de absentismo laboral o cualquier modo de indolencia. Pero sólo con medir el tiempo de supuesto trabajo no iremos a ninguna parte. Es una obviedad que no es igual lo que puede hacer en una hora un cirujano experto que otro que no está experimentado, aunque su titulación sea idéntica. Tampoco será lo mismo la atención de compañía que pueda brindarle a un anciano una persona cariñosa que una sádica (y de todo vamos viendo en la mismísima televisión); en el último caso, a más tiempo de trabajo, mayor sufrimiento, peor desgracia para el "asistido".

No basta con “hacer” durante un tiempo, hay que saber hacer y hacerlo además de modo propiamente humano, amoroso. Y entre saber mucho y no saber nada hay un amplio margen, aunque los requisitos básicos sean ostentados por todos los que desempeñan un trabajo que sólo en apariencia es similar. Incidir en “fichar” supone una vuelta a la confusión entre lo similar y lo singular. 

Un paciente no precisa que su médico le dedique mucho tiempo, sino que sepa lo que ha de hacer en el tiempo que lo atienda. A veces, el tiempo es perjudicial por generador de ruido y dolor inútil. Los psicoanalistas lacanianos saben del valor de lo que llaman “sesión corta”. Y, con ellos, sus pacientes. No es preciso que alguien cuente su vida durante una hora de reloj en cada sesión, sino que será suficiente con que, en el tiempo que sea, no medido por no medible, surja algo relevante; bastará con que los significantes afloren. Hablar de horas de psicoanálisis es tan absurdo como referirse al número de conversos que pueda lograr un sacerdote misionero en un tiempo dado de vida. Hablar de tiempo de intervención quirúrgica es idiota si no se consideran el saber de quien la realiza y la condición de quien está siendo operado.

La propia noción de artesanía será neutralizada con la defensa infantiloide del tiempo fichado. No digamos la de arte. ¿Cómo medir el tiempo de creación literaria, musical o el que supone un cuadro? Y, en cuanto a la Ciencia, parasitada por la obsesión bibliométrica, qué bueno sería "perder tiempo" pensando, observando, experimentando,, reproduciendo lo hallado, antes de la frenética carrera "productiva".

La concepción de cuerpo-máquina de La Méttrie ha servido malamente para contemplar el cuerpo mismo como autómata y lo que como tal, como robot (término que viene de trabajo) puede hacer. Somos personas así en la medida en que “funcionamos” (algo que va ya referido a todos los aspectos de la vida), en la que producimos, sean hijos, productos manufacturados o ventas de humo. 

Un cuento de Hoffmann se actualiza y el mundo se hace siniestro. Algo va mal en nuestra civilización cuando retorna la vieja idea de medir al ser humano, lo que siente y lo que hace, siendo tal métrica sencillamente ridícula y ominosa por inhumana.


sábado, 13 de abril de 2019

MEDICINA. Estado vegetativo. Mirando cerebros para escuchar a personas.




Atrás quedó hace muchos años el corazón como asiento del alma. La hominización vino de la mano de la evolución cerebral. 

El encéfalo sigue y seguirá atrayendo la atención científica y médica como lugar de lugares, alimentando el sueño topográfico. Alguien sufre una lesión en el área de Broca y su lenguaje se verá afectado. No podrá hablar; no, al menos, como lo hacía. A otro se le altera la zona de Wernicke y tendrá dificultades para entender lo que se le dice. Agnosias, afasias, apraxias, amnesias… remiten a lugares potenciales en los que algo malo sucede. También hay cambios comportamentales asociados a lesiones cerebrales, como mostró el conocido caso de Phineas Gage; desinhibiciones, apatías, irritabilidad…

En múltiples ocasiones, el cambio secundario a la lesión encefálica es muy severo. Un accidente cerebrovascular, un tumor, una seria descompensación diabética, un traumatismo, pueden precipitar a una persona a un estado de coma, algo así como un sueño profundo del que no se es despertado por nada; un estímulo doloroso sólo podrá inducir una respuesta refleja.

Hay grados de pérdida de consciencia. Fred Plum desarrolló la Escala de Coma de Glasgow, una forma objetiva de documentar y realizar el seguimiento del estado de consciencia de un paciente, basada en el movimiento ocular y las respuestas verbales y motoras. En 1972, acuñó en una publicación en Lancet el término “estado vegetativo persistente”, en el cual el cuerpo cíclicamente se despierta y se duerme, pero no expresa evidencia que indique una función cognitiva real. Hay también los llamados estados de mínima consciencia que fueron descritos por Joseph Giacino. 

Y hay una situación terrible, una situación inversa al coma, también descrita por Plum, en la que falla casi todo menos la consciencia. Se trata del síndrome del cautiverio. Un paciente, Jean-Dominique Bauby, redactor jefe de la revista Elle, lo sufrió; sólo podía comunicarse parpadeando su ojo izquierdo. De este modo, eligiendo letras que se le presentaban pudo “escribir” un libro que fue llevado al cine, “La escafandra y la mariposa”.    

Cuando se dice de alguien que está en estado vegetativo, se está diciendo, en la práctica, que vegeta, que hay ahí un cuerpo que precisa un apoyo nutricional y respiratorio elementales a la espera de la muerte definitiva o de la mucho más rara y lenta recuperación (en el libro de Owen se muestra un caso de recuperación prácticamente completa tras un Glasgow 3).

Un alguien que siente pasa a convertirse en un algo que aparenta insensibilidad y que es mantenido en una vida que ya no parece humana.  Podrá variar con el tiempo la puntuación de la escala de Glasgow, habrá casos de recuperación paulatina, pero, en general, el destino es un lento camino a la muerte definitiva, que ocurrirá cuando ya no se registre ninguna actividad cerebral.

¿Vale la pena mantener con vida durante un largo período de tiempo a quien ya no parece ser eso, un quién, sino que se muestra como un qué, como un cuerpo mudo, incomunicado? ¿sería planteable la eutanasia? ¿habrá formulado ese ser cuyo cuerpo parece deshabitado su voluntad de lo que procedería en una situación así? Y, en tal caso, ¿es ético proceder a la "desconexión" si hay perspectivas de recuperación, aunque se desconozca su probabilidad?

En estos casos siempre surge la pregunta. ¿Sentirá algo? ¿sufrirá? ¿pensará? En caso de que sienta y piense algo, ¿desearía ser desconectado de todo auxilio médico y morir? Ese deseo también es expresado (y, a veces, actualizado) por pacientes en depresión mayor. Pero es un deseo al que no puede atenderse, porque asumimos que la situación, aunque gravísima, remitirá. En el estado vegetativo persistente, no hay nada más allá de la exploración neurológica convencional y técnicas analíticas y de imagen del ingreso y que mostrarán la catástrofe orgánica, tóxica o metabólica que ha acontecido. 

Pero hay una posibilidad relativamente reciente, la de apreciar si hay regiones cerebrales que funcionan en respuesta a estímulos. Y, para ello, hay dos técnicas impresionantes. Una es la PET (tomografía de emisión de positrones). En ella se introduce en forma de agua oxígeno radiactivo (tiempo de semidesintegración de 2,05 minutos) que será captado principalmente por zonas cerebrales activas en donde el flujo sanguíneo es mayor. Otra, es la Imagen de resonancia magnética funcional (fMRI) que detecta zonas de mayor perfusión, “mirando” los protones del agua en un instrumento de aspecto parecido a un scanner. 

En un hermoso libro, “Into The Grey Zone”, Adrian Owen  narra sus investigaciones para hallar respuestas a las preguntas que plantea esa heterogeneidad de pacientes que se hallan en estado vegetativo. Para él fue un hallazgo importante ver, gracias al PET, que en una de sus pacientes la información visual alcanzaba el cerebro, el cual respondía como si estuviera despierta y consciente. Esa persona superó su estado vegetativo y lo describió a posteriori de un modo terrible, recordando que se decía de ella que era sólo un cuerpo, así como el dolor que le suponía la aspiración de mucosidad de vías respiratorias y la terrible sed que padecía.

Otros casos siguieron. En uno de ellos, se pudo comprobar una respuesta funcional en el lóbulo temporal izquierdo ante sentencias con ambigüedad semántica, una respuesta que era similar a la que se daba en controles sanos.

Más tarde, Owen empezó a usar la fMRI, que hacía posible monitorizar el cerebro del paciente segundo a segundo y durante un período de tiempo superior al que permitía la PET, sin las limitaciones de carga radiactiva que este método implica. Y había relación de imagen cerebral con estímulos visuales o auditivos, pero se necesitaba algo más, se necesitaba una comunicación con el paciente. Nada aparentemente más sencillo que hacer preguntas con respuestas dicotómicas, sí o no. Pero tales respuestas no se reflejaban en la imagen, siendo preciso asociarlas a alguna actividad diferencial. Se les pidió a voluntarios sanos que se imaginaran jugando al tenis o andando alrededor de su casa. En el primer caso, se activaba un área concreta en el córtex premotor, con independencia de que supiera o no jugar al tenis. Cuando se pedía que se imaginasen andando alrededor de su casa, la actividad se producía en un área totalmente diferente, el giro parahipocampal. Lo mismo ocurrió con una paciente en estado vegetativo. Podía así asociarse el resultado de una respuesta dicotómica a una de las dos situaciones imaginables, con lo que se sabría si, ante una pregunta, el paciente decía sí o no. Y se decidió hacerle la pregunta crucial a un paciente, se decidió preguntarle si quería morir y, aunque había elegido correctamente la respuesta en situaciones previas, en este caso la respuesta fue imposible de descifrar.

Los enfoques observacionales fueron sofisticándose progresivamente y tratando de dilucidar respuestas relacionadas con una comprensión más allá de la diferenciación dicotómica. Así se vio que, en algunos casos, pacientes en estado vegetativo reaccionaban a una película con una activación de áreas cerebrales igual a la que se daba en controles sanos.

No siempre ocurría el aparente milagro, pero sí muchas veces, estimándose que, entre un quince y un veinte por ciento de pacientes en estado vegetativo son totalmente conscientes. Esa situación no permite establecer un pronóstico claro de recuperación a la normalidad. Y sólo es posible reconocerla con técnicas sofisticadas como la fMRI, que implican que el paciente sea trasladado a un centro que disponga de esa tecnología y de expertos capaces de usarla adecuadamente. Es precisamente esa limitación la que ha inducido a buscar alternativas que pueden ser aplicadas de forma domiciliaria, tales como un electroencefalógrafo de 128 electrodos.

Lo que revelan los estudios de Owen y los de otros grupos es tan esperanzador como inquietante. Sabemos que alguien, considerado algo que vegeta, puede ser plenamente consciente de lo que ocurre, aunque no sea todo el tiempo, pero ese saber en el caso concreto sólo es posible con técnicas de imagen funcional. No hay otro modo de momento. Y esas imágenes tienen sus limitaciones técnicas y éticas. Una cosa es saber, con ellas, si alguien es consciente o no, y otra es saber qué preguntar. Los diferentes tipos de memoria están también en juego. Todo está en juego. En una ocasión a uno de esos pacientes se le preguntó si tenía dolor y respondió afortunadamente que no. En la fMRI es posible, en algunos casos, un tosco encuentro con lo biográfico.

A un paciente en tal estado se le puede hablar, tocar, pero no dirá nada o sólo emitirá quejidos y gruñidos. La imagen es el medio de escucha. Podríamos decir que es factible escuchar mirando. Las respuestas dependerán de lo bien planteadas que estén las cuestiones y se revelarán como un patrón de actividad cerebral, pero estamos ante un problema añadido, cual es el de la falta de bireccionalidad. El paciente seguirá sin poder hablar de lo que quiere, sólo responder; será posible hacerse cargo de un modo muy tosco de lo que siente y padece, de sus inquietudes, pero sólo preguntando y no escuchando sino mirando lo que el cerebro muestra en una imagen con un poder de resolución limitado.

Uno puede preferir la muerte antes que hallarse en un estado semejante con consciencia mantenida, pero esa preferencia siempre es imaginada. Si yo estuviera así, que me desconecten, podemos decir, pero eso que decimos lo hacemos imaginándonos en tal estado, anticipadamente, no en presente, sin saber realmente, sólo suponiendo. Nadie puede realmente adivinar lo que querría llegado el caso. Hay bases para sostener esta incógnita. Steven Laureys y su grupo estudiaron 168 pacientes con el síndrome de cautiverio. De los 91 pacientes que respondieron a las preguntas del estudio, 47 declararon que se encontraban felices. Aunque el 58 % manifestaron su deseo de no ser resucitados en caso de parada cardíaca, sólo un 7% expresó el deseo de eutanasia. 

Estamos ante un campo de investigación novedoso. La zona gris de la que habla Owen no permite una claridad pronóstica. Muestra una gran nube de ignorancia, algo que siempre va asociado al avance epistémico: cuanto más sabemos, más sabemos que no sabemos. Lo que parece relevante es que esa zona gris aglutina singularidades, ni siquiera subgrupos nosológicos, sólo pacientes concretos con nombre y apellidos, de uno en uno. El misterio luminoso de la vida se percibe con claridad cuando se da al lado de la negra muerte en una mezcla de tinte grisáceo.

No sabemos qué nos convocó a este mundo (la respuesta es cuestión de creencias o de su ausencia) y tampoco sabemos cuándo ni cómo lo dejaremos. La superficialidad con que tantas veces se habla de eutanasia choca con la pluralidad de modos de morir y con la impredecibilidad de cada uno sobre cómo seremos, como sentiremos y pensaremos en las horas o en los días que preceden a la muerte. Parece imprescindible instar al legislador que facilite la opción de lo que ese término implica, una buena muerte, la dignidad de atravesar el final, pero no caben generalidades superficiales. Para esa legislación no bastará con el saber científico, siendo éste importantísimo, sino que requerirá una profunda reflexión ética y, en general, antropológica y filosófica. Y, como siempre que hablamos de lo humano, la perspectiva psicoanalítica será especialmente relevante para orientarnos sobre deseos y miedos ante la frontera con lo desconocido.