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“Guerir quelquefois, soulager souvant, consoler toujours” (BMJ.1967;4:47-48)
El diagnóstico médico es fundamental para ayudar a un paciente y, aunque la Medicina ha tenido un avance extraordinario en los últimos cincuenta años, lo ha recibido más del lado diagnóstico que del terapéutico. Exagerando un poco, podría decirse que todo mal es diagnosticable pero no todo es tratable. Esa posibilidad incide en la mirada del médico que, en ocasiones, se orienta de un modo obsesivo hacia la marca diagnóstica, como un naturalista decimonónico lo haría hacia la identificación taxonómica de una especie.
El logro de un diagnóstico certero alcanza una importancia que puede ser vital, ya que a partir de él podrá establecerse una terapia adecuada o un pronóstico realista, aun dentro de la variabilidad individual.
Nombrar adecuadamente es la primera actividad del enfoque científico. Y la Medicina, aunque no sea una ciencia, avanza gracias al desarrollo científico. Muchas enfermedades se refieren al órgano, tejido o sistema que afectan, y su nombre incluye sufijos que apuntan a un carácter inflamatorio, degenerativo, neoplásico… Abundan las denominaciones epónimas en situaciones en que se asiste a la aparición de una semiología peculiar con diversos síntomas y signos de diferente origen orgánico y que se manifiestan a la vez o de modo relacionado. De ese carácter de simultaneidad proviene precisamente un nombre abarcador, surgido del griego, “síndrome”. La evolución conceptual de ese término ha sido analizada por Stanley Jablonski quien, en su “Dictionary of syndromes and eponymic diseases” de 1991 incluyó más de quince mil síndromes. Uno de los investigadores que tuvo una mirada clara en la maraña de manifestaciones clínicas fue Robert J. Gorlin. Aunque se doctoró incialmente como dentista, describió más de cien síndromes relacionados con patología oral, craneofacial, otolaringológica y ginecológica, constituyendo su obra cumbre el libro “Syndromes of the Head and Neck”.
El valor de ese término, “síndrome”, deriva de que las diversas manifestaciones de muchos de ellos suelen deberse a una etiología concreta, con frecuencia genética. No sorprende así, por ello, que Gorlin colaborase con Victor McKusic, fallecido en 2008, y creador, con otros colaboradores de la Universidad Johns Hopkins, de la base OMIM (Online Mendelian Inheritance in Man), un catálogo de desórdenes genéticos.
Hay dos polos negativos en la mirada clínica ante algo infrecuente. Uno es la ignorancia de una rara posibilidad, lo que conduce al tardío diagnóstico de muchas enfermedades de baja prevalencia. Otro es el agotamiento de posibilidades en busca del síndrome rarísimo cuya confirmación no aportará beneficios terapéuticos ni pronósticos. Su hallazgo puede ir acompañado de una estética peculiar, por no decir perversa, expresada a veces en el parloteo médico al hablar de algún caso bonito o precioso para referirse a situaciones que, a pesar de su muy discutible belleza, comportan un pronóstico o una calidad de vida infaustos.
No es infrecuente que la obsesión diagnóstica centre su mirada en lo más extraño. Conan Doyle le hacía afirmar a Sherlock Holmes que “una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad”. Pues bien, el exceso diagnóstico, que a veces torna en puro encarnizamiento, permite una ligera pero importante transformación de la frase anterior para decir que una vez descartado lo imposible, lo que queda, por PROBABLE que parezca, debe ser la verdad.
Hay dos elementos importantes en Medicina, además del saber técnico. Uno es la intuición del médico, eso de lo que personalmente carezco y que suele conocerse como “ojo clínico”, y que responde a asumir una probabilidad a priori sensata de un diagnóstico, tras lo cual algunas pruebas lo sostendrían o no. Otro es la calma necesaria ante situaciones no urgentes, en la que un facultativo asuma la principal responsabilidad y, evitando el exceso de peregrinaciones a diversos especialistas, indique las pruebas complementarias precisas. Ambos elementos vienen a ser la aplicación pragmática de la perspectiva bayesiana, aunque no se haga ningún cálculo matemático en su adopción.
Cuando alguien acude a un médico y se ve sometido a una cascada de pruebas diagnósticas, tiene, como siempre en la relación clínica, derecho a ser informado, pero no el deber de serlo, cosa bien distinta y que acarrea el riesgo de ser contagiado por la incertidumbre que todo médico debiera reservarse hasta tener un diagnóstico claro. Las consecuencias de ese afán de comunicar el abanico de posibilidades a “descartar” son claras, especialmente en estos tiempos en que cualquier nombre sindrómico será clave para una búsqueda por el paciente en internet, algo que siempre revelará lo peor, facilitando que pueda instalarse una deriva hipocondríaca perdurable si las condiciones biográficas la facilitan.
Un proceso diagnóstico puede hacerse largo antes de poder “curar a veces” o “paliar con frecuencia”. Pero también en ese transcurrir de pruebas y más pruebas en el que el paciente puede tener miedo e incluso angustia, el “acompañar siempre” sigue siendo preciso. Y esa compañía, imposible desde el academicismo cientificista, requiere del arte compasivo que supone ejercer la Medicina en cada encuentro clínico, algo que es siempre singular.