Imagen tomada de Pixabay
“Where is the wisdom we have lost in knowledge?
Where is the knowledge we have lost in information?”
T.S.Eliot
Es fantástico. Si quiero saber cualquier cosa, me basta con teclear la pregunta (a veces sólo una palabra de ella) y obtengo más información de la que pueda leer en un tiempo razonable. Atrás quedaron las viejas enciclopedias (la Larousse, por ejemplo) y quienes se ganaban la vida de un modo tan peculiar como era el tratar de venderlas a domicilio. Tenemos la democrática Wikipedia.
En tiempos había un libro de ayuda en enfermedades, “El médico en casa” (jamás lo vi en la mía). ¿Quién recurriría a algo así teniendo la opción de consultar gratuitamente y de modo instantáneo a la Clínica Mayo, por ejemplo?
Si quiero aprender chino, que parece muy difícil, puedo hacerlo, más o menos, con alguno de los programas “online”.
Pero hay mucho más. Las redes sociales, como Facebook, que yo uso, me permiten conectar con alguna gente interesante, e incluso hacer amigos de los de verdad (muy pocos, eso sí).
Se dice con frecuencia que en internet está todo. Y, en gran parte, es verdad. Está todo lo bueno, como poder comunicarse con alguien de un país lejano o leer magníficos textos de modo gratuito, pero también está todo lo malo, siendo un tristísimo ejemplo al respecto la pornografía infantil. Hay, dicen los que saben, un internet “profundo”, que no sé lo que es, aunque lo intuyo inquietante.
Lo electrónico es lo que impera, es la gran herramienta con la que, por fin, nos “empoderamos” (término estúpido donde los haya). ¿A qué edad se murió Gary Cooper? ¿Cómo hago para ir a una tienda en mi ciudad sin perderme? ¿Por qué tendré ansiedad? Cualquier pregunta que hagamos tendrá su respuesta en el dios internet, pero será, en una inmensa cantidad de casos, una respuesta inútil, cuando no perjudicial.
T.S.Eliot se preguntaba dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento y dónde el conocimiento perdido en información. Internet nos proporciona sólo bits que, en el mejor de los casos, podemos reconocer como información, aunque generalmente podríamos continuar en la línea de Eliot: ¿Dónde está la información que hemos perdido en un mero conjunto de datos? Abunda el ruido que, combinado con la excesiva prisa, hace de internet las más de las veces una mirada improductiva, aberrante, descentrada, y que confunde lo virtual con lo real. Es difícil encontrar un oxímoron tan tonto como “realidad virtual”.
¿Necesito dinero? ¿Para qué, si puedo pagar con un móvil? Si deseo hacerlo "en metálico", puedo obtenerlo de un cajero electrónico. ¿Para qué queremos personas haciendo de cajeros, oficinistas y demás actividades que creemos que realiza mil veces mejor internet? Por no hablar del internet de las cosas, que suena de maravilla. ¿Quién no desea tener conectado el móvil a su nevera o al chip de su mascota?
¿Necesito ir al médico? Pregunta inadecuada en estos tiempos en que hay citas y consultas sólo telefónicas, pero pregunta al fin y al cabo, que sigue surgiendo ante el malestar corpóreo. Si hago el esfuerzo de recopilar mis síntomas y signos de posible enfermedad e introducirlos, aunque sea de modo tosco, en el ordenador personal (un “Smartphone” ya lo es), internet me dirá qué puedo padecer (cáncer casi siempre) y qué puedo tomar, o cómo empezar a “gestionar” el dolor o lo que se tercie ante una plausible muerte próxima, aprendiendo también en "la red" mindfulness.
Pero no seamos macabros. No se trata sólo de gestionar dinero, de hablar de enfermedades. Somos seres sexuales, eróticos (o no, pues uno ya duda de todo). Atrás quedaron los populacheros lugares de encuentros aleatorios para "ligar", como se decía entonces (bailes en verbenas, discotecas, aulas o espacios de trabajo…). Ahora tenemos plataformas (pagadas, eso sí) en las que todo el aburrido cortejo se evapora porque, tras el pertinente análisis psicométrico y antropométrico (fotos de caras sonrientes), los “expertos” (quizá sólo un sencillo algoritmo) nos sugerirán la pareja adecuada. Ya ni habrá que recurrir a la maestría de geniales programas como “First Dates”, con sus citas a ciegas sólo para quienes a ellas concurren.
Juego al ajedrez. Suelo hacerlo con frecuencia de modo “online” y, supuestamente, con alguien cuyo país me es indicado con su banderita. Qué subidón de alegría me da cuando le gano a alguien, a pesar de ser absolutamente desconocido o, tal vez, me resisto a imaginarlo, un robot. Y, por esa experiencia lúdica tan placentera, me prohíbo a mí mismo engancharme a lo que me parece (cosas de la vejez) una gran adicción, los videojuegos. Eso, los videojuegos, y no el diseño de naves interplanetarias o complicados cálculos matemáticos, sí que es el gran motor de internet y de los ordenadores que lo soportan, pero he ahí que algo tan maravilloso y esencial como las tarjetas gráficas que permiten jugar en el ordenador, empieza a estar en peligro ahora, al igual que los coches, por falta de suministro de chips. Parece que hay gente malvada empeñada en hacer fracasar la ley de Moore, con lo bien que iba.
Me llevaría muchas páginas cantar las excelencias de internet, conocidas, por otra parte, por bastante gente (mucha menos, no obstante, de la que se pretende). Y, sin embargo, cosas que tenemos los humanos, me da por ponerme en contra de lo que considero un engendro diabólico, aunque lo use para esto que hago ahora mismo, intentar comunicarme con los demás.
Lo califico de diablo porque pretende lo que me parece más abominable a los ojos de Dios y de los hombres, deificarse a base de esclavizarnos al servicio de unos cuantos ricos y poderosos.
Es claro que con internet (o en internet, como les ocurre a los hikikomoris) se pueden lograr muchas cosas (incluso físicas, desde hamburguesas o aspiradoras hasta libros, que ya es decir). No negaré su extraordinaria utilidad. Pero el problema reside en que internet no es sólo una herramienta magnífica, sino que pasa a hacerse progresivamente condición que se pretende suficiente y necesaria para todo tipo de tarea humana, tocando y contaminando todo lo que configura nuestra existencia en este momento de la Historia.
Ya no ocurre que podamos usar internet sólo para nuestro beneficio. Se nos pretende condenados a usarlo por parte de muchos gestores directivos, agentes comerciales y de servicios. Y esa condena es algo visible, palpable (impalpable, más bien) y omnívora. El diabólico internet es una gran boca que todo lo traga y tritura para alimentar a unos cuantos amos, la mayoría de los que nos serán siempre desconocidos.
De mes en mes, el acceso a la información deja de ser gratuito como fue. Hay periódicos que ofrecen suscripciones temporales a un precio simbólico, que pasará a no serlo tanto y costar lo suyo. Bueno, quedan periódicos en papel, que ya se venden en panaderías, cosa curiosa, a la vez que el número de quioscos se reduce hasta que desaparezcan definitivamente.
Cualquier vendedor de lo que sea está abocado a que su actividad deje de considerarse laboral. Sea quiosquero, bancario, camarero, tendero o, pronto, médico, cualquier persona parece destinada a engrosar un paro terrible.
He tenido un
regalo para poder pasar una estancia en algún lugar (no daré detalles,
no sea que el diablo reticular, que ve casi tanto como Dios, lo estropee). Pero sólo puedo usarlo mediante internet. De nada sirven llamadas telefónicas o la presencia en lugares. ¿No usas internet? El regalo se evapora. Fin. Eso sí, el aspecto pretendidamente bondadoso de internet acoge todo tipo de quejas, sean referidas a este tipo de regalos o a cualquier compañía telefónica, en tiempos en que la fidelización es castigada y se induce al cliente al cambio continuo.
Cada vez que visito una página (“web” les llaman), con independencia de su contenido, tendré que ceder previamente mi privacidad y ser inundado de cookies, trátese de páginas de física cuántica o de chicas guapas. Eso es ya algo universal, se acabó el voyeurismo gratis, sea científico o erótico.
Es curiosa la abundancia del suicidio laboral, que intentan, quizá inconscientemente, tantos trabajadores que nos incitan a tramitar lo que sea (en el banco, en Renfe, etc.) a través de la web corporativa consiguiente, lo que supondrá para ellos un riesgo obvio de despido próximo. El número de empleados en entidades bancarias ha caído drásticamente. En muchos pueblos de España no hay sucursal bancaria alguna. ¿Para qué, si todo está “online”? Y resulta que "online" uno puede ver de forma instantánea cómo su dinero ha viajado desde su banco a Tailandia, para partir inmediatamente hacia otros bolsillos no precisamente virtuales.
En nuestros hospitales, dirigidos, como siempre, por adelantados a su tiempo, no podían faltar ni los recursos ni los cursos de formación en “e-Health”. Quienes, desde asépticos despachos, planifican la educación, tampoco se quedan cortos y promueven un “e-Learning” que contrasta, sin embargo, con la masificación en las aulas de secundaria.
Por alimentar las fauces de internet acabaremos, paradójicamente, tragándolo y no sólo en sentido metafórico, pues cada vez más y más sensores podrán ser integrados en nuestro organismo voluntariamente (sin necesidad alguna de los “chipeos vacunales” con que nos alertan los conspiranoicos). Una semiología oculta cada vez más rica no sólo nos hará cibercondríacos, sino que auxiliará a agencias de seguros de vida para nuestro mal, a la vez que los médicos descansarán en la sabiduría algorítmica, también para nuestro perjuicio. Incluso cuando hayamos muerto podremos contribuir a alimentar la insaciable hambre de los procesos Big Data.
Este tipo de modernidad dista mucho en sus consecuencias, aunque tenga parecidos, de las habidas en la Revolución Industrial, por dos motivos. Uno, es que es querida por los siervos voluntarios o les es impuesta si no la desean, como única herramienta vital cotidiana. El otro motivo es que internet se asocia al aislamiento laboral, lo que previene cualquier reacción colectiva, de tal modo que organizaciones de trabajadores, como los sindicatos, ya débiles, están condenadas a extinguirse o mantenerse como figuras simbólicas y simbióticas con el poder real.
Esta triste pandemia vírica no sólo ha traído muerte y tragedias vitales. Ha sido, es, un gran catalizador de la “e-idiotez” que ya se anunciaba antes de la llegada de un coronavirus que hizo ridículas las promesas cientificistas relativas a la salud.
¿Qué podemos
hacer para seguir llamándonos humanos y, por ello, libres, en este entorno que
esclaviza de modo incruento? Ni podemos volver atrás en el tiempo ni parece deseable convertirnos en amish o integrar colectivos similares. Pero tenemos la
capacidad, aunque sea en forma singular, rara se dirá, de resistirnos a esa
corriente autoritaria con su cara amable. Serán importantes los gestos de
comprar los periódicos donde siempre se vendieron, de pagar con dinero metálico,
de reclamar, si vivimos en un pueblo, que el banco siga con nosotros, al igual que los demás servicios elementales. También si requerimos con todos los medios legales un soporte sanitario de verdad en
vez de ser maltratados por teléfono por alguien o algo con bata blanca con un fonendo colgado
al cuello. Tenemos la capacidad de exigir mucho más que la apertura de bares, única demanda claramente respaldada por el poder político. Si en Roma se
daba pan y circo, ahora tenemos bares y “realities” alimentados por los "like" de internet. Ah, los "like" esos que premian la estupidez biográfica de "influencers" y por los que unos cuantos "premios Darwin" satisfacen la sed de sangre del diabólico internet.
Hay algo muy llamativo a día de hoy, no del año pasado ni, tal vez, del siguiente, y muy relacionado con internet. Se potencia al máximo la presencialidad en las aulas (con una gran cantidad de jóvenes, adolescentes y niños sin vacunar), llegando a reducir la “distancia de seguridad” entre pupitres y, con ello, el número de profesores por centro educativo. A la vez las consultas médicas caen en picado, sustituyéndose por una mala comunicación telefónica, a pesar de que prácticamente todo el personal sanitario está vacunado, como lo está la mayoría de pacientes adultos. Es decir, se propicia la proximidad escolar de no vacunados y se disminuyen considerablemente los encuentros clínicos entre médicos y pacientes, todos ellos vacunados.
Las consultas tardías tienen efectos de morbi-mortalidad evidentes. La proximidad aquí y ahora de adolescentes y jóvenes no vacunados entraña un riesgo de contagio de coronavirus, lo cual también se traduciría potencialmente en morbi-mortalidad por Covid 19. ¿Será esa conjunción extraña de dos decisiones políticas aparentemente antagónicas, simple y llanamente, un ejemplo notable de pulsión de muerte?