“No sé si puede
haber algo mejor que le haya sido dado al hombre por los dioses inmortales,
excepción hecha de la sabiduría.”
“Pagamos caro el
descuido en muchas circunstancias, pero, en la que más, en elegir y tratar a
los amigos.” Cicerón. Sobre la amistad.
Si algo parece
haber cambiado gracias a la revolución que supuso internet, es el concepto de
amistad. Pero sólo lo parece.
Ya antes de
aparecer internet, la mera posesión de un ordenador con un procesador de textos
facilitó algunas cosas, como escribir lo que fuera, incluyendo cartas. Antes lo
había hecho la máquina de escribir, con la que se podían hacer copias usando
papel carbón; más tarde, los sistemas de fotocopiado y archivo permitieron un
mejor registro de documentos. Hubo tiempos en los que una carta tardaba días o semanas en
llegar a su receptor (o no llegaba). Las limitaciones del correo tradicional
generaban angustia en situaciones especialmente dramáticas como la de tener a
un hijo en las trincheras o que éste tuviera a su familia expuesta a bombardeos
de su ciudad.
Las cartas suscitadas
por la amistad o el amor eran guardadas, o no, por quien las recibía. Su autor
las había escrito, a veces guiado por unas líneas, en “papel de carta”, las había
encerrado en un sobre que sería franqueado con un sello y echado a un buzón de
correos. No hacía copia de ellas. Las copias sólo tenían sentido si se trataba
de correspondencia relacionada con la comunicación profesional o comercial. Eso
no ocurre ahora. Los sistemas de correo electrónico guardan una copia literal
de las cartas enviadas; no cabe el olvido pasivo de lo que se escribió.
No cabe duda de
que el correo electrónico facilitó las cosas. Los intercambios epistolares son
prácticamente instantáneos y, a la vez, un correo puede remitirse a distintas
personas sin que se precise que cada receptor sepa de la existencia de los
demás.
En algunas
revistas semanales había secciones de “contactos” para jóvenes que quisieran
establecer correspondencia entre sí, facilitándoles, quién sabía, la posibilidad
de encontrar el amor soñado. Esas secciones siguen manteniéndose ahora de un
modo un tanto patético en formato de programa televisivo. Y es que los
enamoramientos no siempre aparecen por arte de magia, pasados los tiempos de
“arreglos familiares”, aunque éstos aún se den mediante encuentros selectivos en
ámbitos reducidos, generalmente elitistas. Un equipo de psicólogos facilitará ahora
encuentros a ciegas pero televisados entre perfectos desconocidos, a partir de sus “perfiles”, generalmente
sin el éxito ofertado.
El valor de la
amistad real es tan obvio que sólo se sabe si se tiene. Y lo mismo ocurre con
el amor, aunque sea algo bien diferente.
Si la amistad y
el amor requieren de lo contingente, tenemos un problema porque, si algo se ha reducido
en nuestro tiempo, es el espacio de contingencias. La división del trabajo ha
llegado a la atomización y a la globalización, de tal modo que cada vez son más
raros los contactos humanos en el tiempo de trabajo. La unión sindical ha
entrado así en declive manifiesto; era más fácil la unión marxiana del
proletariado cuando se escribían cartas que ahora. Lo mismo ocurre con el
tiempo de estudios universitarios, de preparación profesional, de lo que sea,
en el que cursos a distancia facilitan el aislamiento; la obligatoriedad
“boloñesa” de clases presenciales no palía la situación de un claro aislamiento
generalizado, disfrazado de reuniones masivas de botellón. La anarquía de
tiempos de trabajo ha hecho desaparecer el sentido de tiempos comunes de
descanso, como los domingos, que, curiosamente, son ya para muchas personas
sencillamente insufribles.
En un mundo
globalizado y atomizado a la vez, en un mundo regido por el reloj, pero con
tiempos de trabajo casi tan diferentes como personas, en un mundo en el que el
deterioro vecinal que ignora incluso la presencia de muertos en el piso de al
lado está promoviendo iniciativas como el “cohousing”, la soledad va en aumento
exponencial.
Y he ahí que, en este
contexto electrónico, globalizado, atomizado, surgieron las redes sociales,
siendo Facebook quizá el mejor ejemplo (los grupos de “Whatsapp” le van a la
zaga y Twitter ya es tal desmadre que hasta lo usa Trump para dar cuenta de sus
grandes decisiones). Y esa neo-socialización ha crecido hasta tal punto que
casi todos hemos sido atrapados por la red. No es raro, ya que tiene el cebo
extraordinario y narcisista de hacer muchos amigos y decir lo que nos parezca,
que será siempre bien recibido por esos amigos con los “likes”
correspondientes. Una espiral de supuesta comunicación y amistad se abre. En
poco tiempo alguien puede llegar a tener cientos, incluso miles, de “amigos”,
que verán muy bien lo que diga, por necio que esto sea. Amigos que incluso permanecerán más allá de la muerte porque no sabrán de ella cuando acontezca. Recientemente, Facebook me ha recordado el cumpleaños de un muerto; no lo felicité.
A la vez, no sólo
tenemos ordenadores de sobremesa; los llevamos en el bolsillo. Se les sigue
llamando teléfonos o “móviles” por su portabilidad, pero en realidad son usados
más bien como nodos de red social y como máquinas de fotos con las que nos
podemos retratar a nosotros mismos, hacernos “selfies” y transmitir instantáneamente
a tantos amigos celebraciones personales, lugares estupendos en los que
estamos, nuestras poses profesionales o humorísticas, las gracias de nuestro
gato e incluso nuestra capacidad de asumir riesgos, a veces letales. Con todo
eso enriquecemos en cualquier momento nuestra presencia en la red y obtenemos
más y más “likes”. No hace falta decir una sola palabra; todo se hace pulsando teclas virtuales.
Y quién sabe, podemos llegar incuso a ser “influencers”, que
no influyen más que en sandeces, pero que influyen a fin de cuentas con algún
beneficio comercial para alguien.
Pero, como
internet, una red social puede ser algo muy bueno y no sólo ámbito de
estupidez. De hecho, es una herramienta y, como tal, puede usarse para lo mejor y para lo
peor. Los grupos no son sólo de ocurrencias o de rápida y visceral expresión de
ideología política; los hay enormemente variados y en ellos puede
intercambiarse información que abarque desde la historia sumeria hasta la
mecánica cuántica o la filosofía hegeliana. Y también pueden establecerse
amistades reales.
Con una inmersión
en Facebook de unos cuantos años, puedo decir que, aunque sea raramente, es un
sistema que puede ser milagroso para reencontrarse con alguien y para
constituir una amistad real (no sólo virtual), que es una herramienta magnífica
para la expresión y la comunicación y que, a veces, pocas, uno puede llegar a
encontrar nuevos amigos reales.
El término “real”
tiene una connotación bien clara a la hora de la comunicación humana. Supone la
mirada, la escucha, la conversación. Si esa posibilidad que implica el
encuentro próximo no se produce, podrán darse simpatía, afinidad, acuerdo pleno
con alguien, pero no amistad, porque, sin el encuentro, seguirá siendo
desconocido. Un amigo lo será de verdad sólo si la virtualidad cede a la
realidad o cuando, siendo real, entra en la virtualidad por razón de lejanía
geográfica. Las redes sociales favorecen el encuentro real que precede o sigue
al virtual, y que supone la posibilidad auténtica de una amistad. Eso lo hace
valioso en este ámbito de las relaciones humanas. A veces se da la fortuna de
reencontrar a alguien y establecer una amistad auténtica, pero habrá de pasar
el necesario crisol del encuentro real. Y es que ha de tenerse en cuenta que,
de seguir en la línea en que vamos, corremos el riesgo de hacernos amigos incluso
de meros “avatares”, de algoritmos, en este mundo de tanta “posverdad”.
Facebook facilita
la amistad real, pero en mucho menor grado que la meramente virtual,
superficial o, dicho claramente, irreal. Eso lo hace bondadoso en este terreno.
Su perversión reside en hacernos suponer que la red es un espacio de
contingencia cuando es más bien un terreno determinista de expresión de
afinidades generalmente superficiales.
Un solo libro
puede influirnos más en nuestra vida que todos nuestros amigos juntos, pero, si
no conocemos realmente, personalmente, a su autor, no podemos decir que somos
amigos suyos. De hecho, las grandes influencias literarias, filosóficas, religiosas,
se suelen deber a autores muertos, con los que la posibilidad de relación,
incluso electrónica, es nula.
Subyace en
nuestra sociedad una creencia determinista que desprecia lo aleatorio y, por
ello, todos los espacios de contingencia. Basta con pasear, viajar en tren o
incluso en un bus urbano para verlo. Antes de la absorción casi universal de las
mentes por los móviles, se hacía posible hablar, hablar de verdad, aunque fuera
del tiempo u otras banalidades. Un paseo por la calle suponía una sucesión
aleatoria de miradas a otros, a personas, llegando a incluir a veces el torpe o
exitoso cortejo. En los trabajos no había ordenadores y era preciso hablar. El
ritual de los domingos establecía el encuentro colectivo en distintos espacios:
la iglesia, la calle, el cine, el bar, la sala de baile, la discoteca o el
estadio de fútbol. Ahora todo lo que en esos lugares ocurría sucede en casa
(hasta se retransmiten misas desde hace mucho tiempo), es gratis y se da en una
soledad que puede paliarse mediante la entrada en Facebook para sentirnos
protagonistas también en ese día gris, de pura nada, en que se ha convertido el domingo.
No se trata de
hacer una alabanza nostálgica al pasado sino de estar advertidos ante la
enajenación que, de no controlarlas, hacen posible las nuevas y maravillosas
tecnologías electrónicas. Una enajenación que ya es claramente observable,
incluso en los mismísimos hospitales, en los que el ordenador – móvil se ha
hecho nuclear, a la vez que un enfermo puede literalmente “perderse” en alguna
camilla mientras espera la decisión algorítmica que lo ubique en una cama
numerada o lo devuelva a su casa.
Dicen que al
amigo de verdad se le reconoce en las ocasiones y se sobreentiende que se trata
de ocasiones funestas. Pero sucede más bien que el amigo de verdad existe cuando
es acompañante alegre en las buenas contingencias de la vida. Quizá sea a esto a
lo que aludía Cicerón cuando se refería al descuido.