Parece que la Filosofía retorna a las aulas como materia obligatoria.
La noticia es buena en medio de tanta simpleza cientificista, tan pretendidamente pragmática
que ni pragmática es.
Pero todo ha de matizarse, ya que lo que se reintroduce es la Ética y
la Historia de la Filosofía, que no es lo mismo que la Filosofía misma, aunque
ésta pueda albergarse como tal con mayor o menor acierto en ambas disciplinas.
Esta
medida parece responder a la justificada reacción previa de ciudadanos
ilustrados que han visto y denunciado algo tan impropio como la eliminación, en
los curricula escolares, de la Filosofía y, en general, de disciplinas
humanísticas. Por supuesto, pueden haberse dado intereses meramente laborales,
gremiales, pero eso parece secundario ante una respuesta adecuada ante una
demanda legítima, tras despropósitos educativos sobradamente conocidos.
Con frecuencia se contrasta un valor cuasi ornamental de la Filosofía
(y demás disciplinas humanísticas) con el valor pragmático de la Ciencia, que
sí sirve para comprender el mundo y transformarlo, en vez de hacer juegos de
palabras más propios de tiempos pretéritos.
Pero hay algo que ha de tenerse en cuenta, se esté o no de acuerdo con
un pragmatismo ingenuo excesivamente arraigado en las aulas, especialmente con
la marca boloñesa.
Ocurre que, tanto la Ciencia como la Filosofía, no se enseñan, en
general (hay siempre honrosísimas excepciones que no se ciñen a los libros de
texto), como tales, sino como Historia empobrecida, sea de resultados
científicos, sea de ideas filosóficas. Algo es mejor que nada, pero, de ese
modo, parece darse un defecto esencial en lo concerniente a la Ciencia y a la
Filosofía. Son muchos los estudiantes, incluso licenciados, que ven en la
Ciencia una secuencia progresiva de resultados (se acaba sabiendo que la
mecánica relativista supera a la newtoniana, que hay una equivalencia materia –
energía, que el ADN es la molécula informativa de los seres vivos, etc.). Del
mismo modo, se acaba sabiendo algo o bastante de lo que pudieran pensar
Descartes, Platón o Kant, o una relación bibliográfica de figuras destacadas de
la Literatura, aunque no se haya leído a ninguna de ellas. Se trata de una concepción
de la cultura, incluyendo la científica, que sí resulta ornamental. Y, de ese modo, se olvida (llevamos
demasiados años haciéndolo) lo nuclear.
La Ciencia, contada como historia de resultados, y a la luz de las
aplicaciones de éstos, pasa a ser considerada como creencia. Eso es así porque
se echa en falta la introducción adecuada a lo esencial en Ciencia, que es su
método. De modo análogo, la Filosofía narrada como historia del pensamiento no
implica necesariamente que induzca el pensamiento mismo. En ese sentido, ni la
Ciencia ni la Filosofía auténticas podrían considerarse “obligatorias”, aunque
se impongan (y deban imponerse) como asignaturas, porque no se enseña lo más propio de ellas y porque
resulta sencillamente imposible obligar a alguien a pensar, especialmente en
estos tiempos en los que impera la concepción métrica y ociosa de la vida.
La Historia de la Filosofía, como la del Arte o la de la Ciencia, son
muy importantes como ayuda esencial para contextualizar el pensamiento y la
creatividad personales, pero lo que resulta realmente fundamental es la
familiarización con lo que al ser humano le importa y la formulación de
preguntas al respecto. Es desde ese retorno al origen, que supone la
admiración, el asombro ante el mundo, que podrán plantearse cuestiones, hacer
reflexiones propias y debates y ver qué posibilidades hay de resolverlas a
través de la Ciencia y qué interrogantes quedarán provisional o indefinidamente
fuera de su alcance.
Si la enseñanza de la Ciencia se ciñe al relato de sus resultados,
aunque incluya alguna que otra demostración matemática o una mirada a un
microscopio, se estará convirtiendo en la transmisión de una creencia en
quienes los han obtenido, más que en un reconocimiento de la bondad del método
científico. Tal vez por eso es comprensible que haya quien, habiendo seguido
una trayectoria curricular científica, caiga en la creencia pseudocientífica.
Se puede ser médico con un magnífico expediente, sabiendo mucha Fisiopatología,
y creer que la iridología es magnífica en el diagnóstico como el agua homeopática lo es para el tratamiento.
Si la ciencia
es “sabida” como creencia, podrá ser fácilmente sustituida por otra creencia;
es eso lo que facilita la permanencia de las pseudociencias en entornos
pretendidamente científicos; a la vez es lo que facilita una defensa de la
ciencia (como si ésta lo precisara) por parte de un escepticismo casi religioso
porque tampoco mira al método; los pseudocientíficos, numerosos, son
compensados con círculos de “escépticos”, también numerosos. Lo cuantitativo es
facilitado por la difusión en red y prima sobre lo cualitativo. Probablemente
Einstein lo tendría difícil en esta época, tanto por la mirada pseudocientífica
como por la de pretendidos escépticos. Y es que el escepticismo real también es
cuestión de método.
De modo análogo, una enseñanza adecuada de la Filosofía, aunque
precise de un saber sobre su historia, supondría el encuentro con el no saber, con la ignorancia
esencial sobre lo más importante, la que suscita más preguntas que respuestas,
por más necesarias que éstas se consideren.A fin de cuentas, a diferencia de la Ciencia, la Filosofía es tarea de cada cual o algo así decía Jaspers.
Enseñar Ciencia y Filosofía acaba siendo lo mismo en el sentido de que
ambas tareas suponen facilitar un espacio de apertura al pensamiento, a la
reflexión, a la pregunta. Saber acaba siendo, como siempre fue en el sentido
más auténtico, una experiencia socrática, la que supone hacer preguntas desde
la ignorancia y asumir que las posibles respuestas parciales sólo podrán
proporcionar una mejor visión de esa ignorancia. Es desde esa humildad,
creciente y reconocida, tanto más cuanto más se luche contra ella, que un joven
podrá hacerse científico respetando el necesario marco filosófico para la investigación,
o filósofo, sabiendo que el método científico es la mejor ayuda para conseguir
la respuesta a muchas preguntas que aún no se han contestado o que ni siquiera han
llegado a formularse.