lunes, 1 de julio de 2019

Disfunción




El escritor Romain Gary se suicidó a los 66 años disparándose un tiro. Al parecer, un galán de su clase no pudo tolerar el declive sexual inherente a la edad; de hecho, había confesado no poder satisfacer a la mujer amada, la actriz Jean Seberg, quien, tras su separación y una vida azarosa, se había suicidado antes que él. Que el cuerpo no responda al deseo es traumático y no hay que despreciar el valor de todo lo que ayude a llevar una vida placentera. No es malo contar con la ayuda química que permita la satisfacción pulsional. Quién sabe cuántos males habría evitado y evita esa pastilla llamada Viagra. 

Pero hay algo que va más allá de la relación entre un problema y un fármaco que facilita afrontarlo. La Viagra, descubierta como efecto secundario interesante, ha removido a su vez de modo secundario el universo simbólico asociado al ser humano, reforzando la triste concepción de Julien Offray de La Mettrie.

El prefijo “dis” suele indicar que algo va mal. Uno se disgusta, está disconforme, disiente… En Medicina, estudio de males diversos, se utiliza con cierta frecuencia. Disnea, dispepsia, disuria, disentería, dislexia o disfagia, expresan una molestia, una dificultad, que puede ser un síntoma alarmante. No es tan usado como otros prefijos (“hipo” o “hiper”) o sufijos como “itis”, “osis” o los temidos “oma”. A veces, en vez de usar prefijos y sufijos, se habla crudamente de insuficiencia o directamente de fallo (renal, cardíaco, hepático…) cuando un órgano funciona mal o, en la práctica, deja de hacerlo al mínimo exigible. Y cuando las cosas se ponen mal de verdad, uno puede entrar en fallo multi-orgánico en donde decir “dis” sería quedarse corto.

Hay dos grandes “dis” y que saltan a la vista en internet en cuanto uno empieza a escribir esas tres sílabas. Se trata de “discapacidad” y de “disfunción”. Con una extraña mezcla de cinismo e intención bondadosa, el término discapacidad ha desterrado afortunadamente a otros de carácter peyorativo para referirse a personas que sufren alguna limitación psicofísica.  

Si el término discapacidad engloba muy diversas situaciones personales, el de disfunción parece ir ligado a una sola carencia, la falta de respuesta genital al deseo sexual masculino. Disfunción eréctil se llama. No se habla de otras disfunciones. Ser disfuncional es serlo en el terreno sexual; así de simple. No hace tantos años que no existía una expresión así; había trastornos de impotencia esporádicos o que se iban haciendo perennes y que eran generalmente atribuidos a problemas psíquicos, tóxicos, al “stress”, o simplemente a la edad avanzada. Siempre hubo supuestos afrodisíacos y, más recientemente, curiosos instrumentos, como bombas de vacío o prótesis peneanas con los que poder lograr la erección en el momento adecuado. 

Pero hace poco más de veinte años surgió el milagro conocido como Viagra. Se trataba del sildenafilo, algo que se estaba probando en ensayos clínicos con una finalidad bien distinta. En un estudio así se valoran mucho los potenciales efectos secundarios surgidos y que son, generalmente, de carácter negativo, pero en este caso los hombres afectados no se quejaban de uno de esos efectos, sino que más bien lo alababan. Y fue el inicial efecto secundario lo que reconvirtió la investigación que acabó en la patente de la Viagra, para felicidad de muchos, incluyendo a los accionistas de Pfizer, firma que consiguió ventas millonarias y que propició la aparición de webs sobre la “disfunción eréctil”, algo que incluso se pretendió cuantificar. 

Dejó de haber problemas psíquicos o de edad que incidieran en el vigor sexual. Cualquiera podía ya emular a Príapo, cosa que a veces ha ocurrido del peor modo sin pretenderlo, requiriendo atención clínica urgente. Y ya no era sólo cosa de viejos. El temor al bajo rendimiento sexual se extendió a jóvenes que, sin precisarlo, también recurrieron a la pastilla azul en una época en la que el erotismo se ha genitalizado al máximo, reduciéndose en la práctica a la respuesta puramente anatómica. 

Pero, si existe una disfunción sexual masculina, también ha de existir el equivalente femenino, aunque no se llamará así sino “Trastorno de deseo sexual hipoactivo femenino” para el que la flibanserina seguirá dando que hablar en tanto no se encuentre algo que pretenda ser mejor que el placebo para un supuesto trastorno.

Con tales armas, se acabó aquella insensatez anticuada de envejecer juntos en pareja. ¿Por qué no cambiar? ¿Por qué no rejuvenecer?

Más allá de viejas represiones, las inherentes a la propia naturaleza fueron superadas. El término “impotencia” se desterró y triunfó la expresión “disfunción eréctil”, acertadísima al concebir al hombre como máquina, porque es como tal que funciona bien o no, pudiendo ser “disfuncional”. Acertadísima a la vez porque advierte a ese hombre - máquina que la disfunción no sólo es problema sexual sino global, vital, como tan acertadamente alerta la Fundación Española del Corazón. La disfunción presagia la defunción. Alguna vez surgieron sonrisas maliciosas en quienes atribuían la muerte súbita de alguien a sus ejercicios gimnásticos sexuales; hoy asistimos más bien a la situación inversa. Uno empieza con impotencia, no le hace caso, creyendo que es el apaciguamiento del deseo propio de hacerse mayor, y a los dos o tres años va y se muere por un infarto masivo. Si la sangre no entra como debe en los cuerpos cavernosos peneanos, ¿por qué había de hacerlo en las coronarias? La consulta urológica entra en sinergia con la visita al cardiólogo. Los psicólogos y psiquiatras pertenecen, en este terreno, al pasado.

Cicerón escribió un libro sobre la vejez en el que, en boca de Catón, alababa el apaciguamiento del deseo sexual, al que consideraba un incordio. Murió antes de alcanzar la llamada ahora tercera edad, pero no por infarto, sino por orden de Marco Antonio, que era poco receptivo a sus críticas y nada dado a la oratoria. En una historia – ficción en la que Cicerón tuviese acceso al sildenafilo, quizá no se hiciera tan pesado en el Senado, cuyas puertas nunca se verían adornadas finalmente con sus elocuentes manos.

Lo que ocurre con el sildenafilo va más allá de una ayuda, como podría ser un bastón, para convertirse en algo simbólico. En cierto modo, la erección, el alargamiento anatómico, se asocia al alargamiento vital que, por otra parte, parece ir relacionado con la longitud telomérica. Ya no se trata de vivir o morir, sino de durar, de alargar el tiempo “funcional” mediante el alargamiento de penes y, llegado el momento, de telómeros. La Medicina moderna no quiere saber de envejecimientos (hay quien anuncia “la muerte de la muerte” y alguna autoridad científica más modesta en sus pretensiones afirma en un libro la posibilidad de morir jóvenes a los 140 años, que no está aparentemente nada mal). 

El cientificismo no siempre sabe mirar. Helen Fisher indagó en el cerebro las claves amínicas del estado anímico de enamorados, y hasta en el PNAS se publicó algún artículo sobre genes de fidelidad y cosas así, pero eso, por más que explicara a mentes incautas la química del amor y de la estabilidad de pareja, no resolvió nada frente a sus problemas reales, más físicos que químicos, más mecánicos, puramente genitales. Como en la película Cocoon, el sildenafilo fue fruto del azar, le ganó al pretendidamente riguroso estudio genético y de imagen funcional y permitió saber de lo que realmente es “disfuncional”.  

Es difícil saber hasta qué punto el efecto benéfico para algunas personas del sildenafilo y similares no es sobrepasado por una concepción de la sexualidad humana tan excesivamente simplista que se hace métrica. La expresión “disfunción sexual” ha sido un hallazgo feliz para un mercado concreto, pero ahonda claramente en una reducción mecanicista del ser humano. En muchos jóvenes, el erotismo, con su calma y poesía, cede ante la anatomía, y lo hace del modo más crudo, a la vez que muchos viejos ven realizables sus patéticos sueños de juventud perenne. 

Esta civilización de la inmediatez y de la confusión entre vida humana y eficiencia de máquina pagará las consecuencias.

lunes, 17 de junio de 2019

Ser nombrado.




“Señor, me has mirado a los ojos,
Sonriendo has dicho mi nombre”.

El texto citado, que compuso un sacerdote vasco, Gabaráin, suele cantarse en la celebración eucarística. Remite a la llamada, por el compasivo Jesús, a personas corrientes, y sugiere que cada uno, con su nombre, es también llamado a esa extraña conversión, tantas veces confundida con mera monolatría religiosa, ortodoxa y excluyente. “Sonriendo, has dicho mi nombre”. Eso basta para remover cimientos biográficos consolidados.

Solemos pensar que alguien nace cuando, fuera ya del vientre materno, se corta el cordón umbilical, pero más bien uno nace cuando recibe un nombre. 

El nombre expresa que se ha nacido como consecuencia del deseo, que se ha sido convocado a la existencia como ser en potencia de un alguien singular, que será único en toda la historia del mundo, irrepetible.

Se empieza a ser humano en el primer rito de paso, que, en el caso cristiano, es el bautismo. También se será nombrado, aunque no se oiga, en el propio funeral. 

Todos los ritos de paso, religiosos o ateos, suponen la repetición mítica – cultural propia del medio en que uno nace y, en ella, su nombre será a su vez repetido o cambiado, como ocurre en el ingreso en algunas órdenes religiosas o cuando el apellido de una mujer pasa a ser el del hombre con quien se casa. Pero el sujeto será dicho.

La identificación por el nombre original, algo propiamente biográfico, permanece, aunque coexista con otras marcas propias de la singularidad biológica (fotografía, huellas dactilares, iris, ADN…). 

Se existe o se ha existido si se es o se fue nombrado. 

Cuando la alteridad por razón de etnia, creencia, ideología o lo que sea, es insoportable, el odio al otro no se contentará con su muerte, requiriendo también la erradicación de su nombre. En nuestra cultura parece pasado el tiempo en que un ser odiado podía ser agredido en efigie, en un objeto que se refiriera a él. Pero sabemos de la importancia de la muerte del nombre. La damnatio memoriae no es cosa del pasado. En Auschwitz el sujeto era abocado a la individualidad numerada en forma de marca en la piel. A la vez, hay documentales (“Apocalipsis”) en los que se ve la otra cara de lo mismo, cuando el ejército soviético rompía las marcas de tumbas de alemanes caídos. 

No basta con que alguien odiado muera; su nombre ha de desaparecer antes o después de su muerte. En nuestra triste historia reciente, tan olvidada, muchos nombres han desaparecido del modo más brutal, sin poder ser inscritos en un lugar de esta tierra, siendo sólo recuperables a veces del modo más crudo, como secuencias de ADN de restos humanos en cunetas.

Ser nombrado es ser reconocido, aceptado, reconfortado; es ser reiterado al entorno inicial, materno, seguro y, a la vez, abierto a la gran posibilidad del Ser y a la seguridad de la muerte. Heidegger decía que hemos olvidado el Ser. 

No percibir el nombre de uno significa la gran ignorancia de la propia existencia por los demás, sea en los ámbitos vecinal o profesional, en la relación con otros, en la ciudad. Y, si en Atenas se practicó el ostracismo imprimiendo nombres en los óstraka, en una democracia como la nuestra la exclusión no precisa de la escritura sino de su ausencia; basta con el silencio.Si uno no es dicho, no existe. 

Ese es el ostracismo actual, el democrático, el que muchos considerarán sensato; una segregación que intenta sofocar cualquier desvarío crítico, cualquier inconveniencia social, la más mínima molestia a la normalidad supuesta, a la autoridad tan pretendida como inconsistente, imponiendo una censura que no precisa la reclusión de personas ni la quema de sus escritos, una censura que llega a contagiarse como autocensuras diversas y que se limita a callar el nombre de quien ha de ser excluido.


domingo, 2 de junio de 2019

Videos virales, virus letales.





“Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.” (Jn. 8,7)

La lapidación sigue existiendo, sin que las antiguas palabras de Jesús consigan evitarla. Sigue existiendo en su modo tradicional en unos cuantos países y de forma moderna en otros, como el nuestro, sin necesidad de piedras reales. ¿Para qué, habiéndolas virtuales?

Una persona tiene la ocurrencia de registrar en video algo íntimo, algo que ocurre en pareja. La pareja se disuelve, pero el video no. Y alguien lo difunde haciéndolo “viral”, como dicen ahora para referirse a su rápida propagación. Conocemos la desgraciada noticia. Esa comunicación “viral” ocurrió en una empresa, en pleno ámbito de trabajo, eso que ocupa una fracción importante del tiempo de vida de cada uno, del espacio biográfico de cada uno. Tuvo una difusión suficiente para que los más próximos supieran de lo más íntimo de alguien, de lo que nunca debieran saber porque no es suyo sino de una persona concreta.

El sinvergüenza lo es porque carece de vergüenza, de honor, y desde esa falta castigará a quien tiene vergüenza, pudiendo incluso abocarla al suicidio, haciendo brutal “extimidad” de lo más íntimo. No sólo un sinvergüenza lo hará posible, también todos los que comparten en grado suficiente su triste carencia y celebran una supuesta gracia haciéndola desgracia, propagándola, amplificando su efecto hasta la asfixia de la persona afectada, que acaba viendo preferible la muerte a la marca indeleble de los otros, de los que, a pesar de ser unos desgraciados, se consideraron por una vez puros. 

Es fácil que algo así ocurra y se repita, por criminal que sea. Lo que se capta con un móvil y asciende a "la nube" pasa, en la práctica, a ser eterno, al menos en comparación con lo que dura una vida humana. Y no será necesario un proceso de revelado fotográfico, el paso de copias en papel para su difusión masiva. No se precisará siquiera gastar un céntimo; basta con un “grupo de Whatsapp” para extender lo que fue parte de un juego erótico privado y pasa ya a ser elemento brutal de vilipendio generalizado. Está ahí, se ve, es evidente, se dirá. Y se contagiará a otros, “mira lo que hizo”. 
El triste y repugnante poder de la mirada justiciera y lasciva que se propaga.

La mirada se ha hecho el gran referente de la supuesta verdad. No sorprende que sea así. Por conseguir la mirada de otros, hay unos cuantos que se han matado haciéndose estúpidos “selfies” y siendo acreedores del premio Darwin. Y proliferaron programas televisivos de “cámara oculta” con la que se desvelaban las tropelías de otros. Se trata de ver los logros, pero, sobre todo, las caídas de los demás, en un esquema moral que parecía caduco pero que persiste del peor modo.

El sinvergüenza criminal se instala en la pretendida pureza que le confiere el carácter de observador y, desde ella, ve necesario mostrar a otros lo que una persona creía privado. Ahí está, se ve, la imagen no engaña. ¿Quién lo diría? Y el efecto se amplifica. Sólo el tiempo podrá ir amortiguando las consecuencias para la víctima, pero eso sólo ocurrirá si esa víctima no pasa al acto irreversible, definitivo por letal, ante lo que le es simplemente insoportable. 

Creemos que eso es un lamentable efecto colateral de las redes sociales y de las posibilidades electrónicas en general de nuestra época. Pero no es del todo cierto. La energía nuclear puede ser buena o un arma de destrucción masiva. Las redes sociales facilitan encuentros excelentes, pero también la difusión de “fake news”, difamaciones, calumnias, humillaciones y condenas. 

La fotografía es ya algo antigua y su falsificación también.  El salto cualitativo entre lo que era posible hace un sigo o más tiempo y ahora es, en realidad, un salto cuantitativo. Antes, desde el poder de uno o de pocos, se falsificaba una imagen y se difundía en un medio de comunicación oficial u oficioso. Ahora, que todos estamos “empoderados”, nos hacemos jueces de los demás y, para eso, ni siquiera hay que modificar algo, no siempre ha de lograrse el “fake” aunque sea con el moderno Photoshop. Basta con difundir lo que se considera condenable en el grado en que sea posible. 

Todo es captable, modificable y “viralizable”, desde la estupidez de los que ascienden como fila de condenados al Everest hasta el desayuno de los “influencers instagrammers”

También son “viralizables” los pecados de alguien, aunque no lo sean o se hayan cometido hace años, aunque nadie esté en disposición de erigirse en juez porque nadie está libre de culpa. 

A la vez que cae el número de vocaciones sacerdotales, un nuevo sacerdocio laico y pernicioso se hace masivo, el de todos quienes asumen tácitamente un pretendido ideal de pureza y, desde él, satisfacen sus propias miserias con la fácil condena grupal de un chivo expiatorio.



sábado, 18 de mayo de 2019

Hacerse médico.


Alguien lleno de vida obtiene una alta calificación en selectividad. No sabe bien qué quiere estudiar, qué desea “ser” en la vida. Pero la capacidad sugiere el destino. Ha superado la “nota de corte”. ¿Por qué no matricularse en Medicina? 

Ser médico parece algo bueno. Supone un rol social respetable ya que la salud es lo que se considera más valioso. A la vez, la Medicina actual es algo dinámico, que se nutre cada día del avance tecno-científico, algo apasionante. Además, quién sabe, quizá esa superación de la nota de corte indique en el fondo la existencia de una vocación que aún no se había descubierto.

Una vez tomada la decisión, o más bien una vez que se ha dejado que esa decisión sea tomada, los primeros cursos académicos introducirán a los supuestamente mejores, dada su puntuación, en un saber sobre el cuerpo como máquina química - estructural, con sus células como átomos vitales, lo que incluirá la contemplación directa de cadáveres y el estudio de imágenes proporcionadas por atlas y modernos recursos de internet. Se observarán fragmentos tisulares y también microbios al microscopio, se reconocerá el poder del cálculo matemático estadístico frente a la diversidad biológica, fascinará la historia y perspectivas del estudio de los genes, de esa información que parece determinante. Se ha entrado en la fase preclínica. Más tarde se sabrá del porqué del deterioro que conduce a las enfermedades, sea su causa conocida o no, se sabrá de su tratamiento médico o quirúrgico, de la prevención que incide en factores de riesgo, de técnicas de comunicación, de bioética, e incluso se tendrá como ornamento un saber sobre la propia Historia de la Medicina. 

Tras la obtención del título correspondiente, habrá la preparación para el examen MIR, del que saldrán también seleccionados los mejores en eso, en lo que supone ese examen. Los selectos de los selectos serán los primeros en elegir las especialidades y lugares de formación en ellas.
Después, con tesón, suerte y cierta capacidad social, se podrá acabar trabajando como especialista en la sanidad pública, integrarse en el cuadro médico de un hospital privado, o incluso simultanear ambas tareas. 

Y ya está. Ya se ha empezado, ya se ven pacientes o algo de ellos (muestras de sangre, biopsias, citologías, imágenes..) y se les diagnostica y trata como se debe, diferenciando por edades. Habrá médicos de niños, de adultos parcelados por órganos, aparatos y sistemas, incluso de viejos. Los habrá especializados en acompañar en esas últimas fases de la vida, proporcionando cuidados paliativos, y los que traten de que no sean aun tan últimas, viendo a los pacientes como críticos en las unidades con ese nombre.  

Muchos reconocerán que han acertado, que haberse hecho médicos era lo que realmente querían, que valió la pena el esfuerzo. También habrá quien se considere mal pagado por tanto esfuerzo e incluso existirán los que vean que no querían en realidad lo que parecían querer al principio. Habrá médicos que lo dejen tras la muerte de alguien y se dediquen a otra cosa, los habrá que se depriman, que acaben enfermos, que se hagan hipocondríacos, incluso que tengan brotes psicóticos. Además de satisfacciones, habrá competiciones en la aspiración a un reconocimiento profesional y social, no sólo durante la licenciatura; también para alcanzar una buena puntuación MIR y después para destacar en una carrera que lo parece literalmente y que no se acaba nunca.

En la situación más realista, más actual, moderna y común, un médico se verá a sí mismo como un profesional que sabe de Medicina y reconocerá en el paciente un objeto de estudio a mejorar por una pauta preventiva o terapéutica. Se fijará en lo que de ese cuerpo y alma dice un ordenador, intermediario real ya en cada consulta como fase previa al oráculo definitivo que dictará un algoritmo basado en la inteligencia artificial (en esa fantasía están ya inmersos muchos). 

El médico conservará su bata blanca y, en torno a su cuello, el fonendoscopio, ya no como instrumento sino como símbolo. Y entrará, quiera o no, en un sentido o en el contrario, en la dinámica inducida por las industrias farmacéutica y diagnóstica, siendo esta última la que define claramente qué Medicina ha de hacerse en los hospitales y fuera de ellos. Y se verá afectado por la política sanitaria, con sus restricciones e influencias mediáticas. Contemplará grandes diferencias geográficas, socioeconómicas, ante las que poco o nada podrá hacer.

Y surgirán quizá preguntas, siendo a veces traumática la propia respuesta de que uno se ha equivocado, que jamás tuvo eso que antes se llamaba vocación, que ojalá llegue el momento de jubilarse y dedicarse a viajar o a tocar el piano.

No parece que baste con notas de corte, tampoco con saber mucho de todas las disciplinas médicas, para ser un buen médico. Lo que ocurre con cualquier conocimiento es diferente a lo que acontece a la hora de ejercerlo cuando se trata del saber médico, un contraste que se da precisamente en lo que concierne a las ciencias. En Física hay leyes, los experimentos químicos conducirán a idénticos resultados si las condiciones iniciales y de contorno son las mismas, pero no hay leyes fisicalistas en Medicina, en donde reinan la incertidumbre y la incompletitud como anti-leyes que desasosiegan. Lo describió muy bien Siddhartha Mukherjee en un breve libro, “The Laws of Medicine”. No hay generalización posible ante la singularidad de cada paciente.

Es esa falta de legalidad física, esa generalidad de lo excepcional, lo que condena al fracaso la deriva cientificista de la práctica clínica, sea en forma de médicos obedientes de algoritmos, sea en el modo más radical de autómatas guiados por inteligencia artificial que diagnostiquen y traten.

Ante un paciente, un médico está con una incertidumbre que los años de ejercicio no sólo no eliminarán, sino que la harán más perceptible, algo con lo que contar siempre. Y para soportar eso se requiere temple, humildad, mucho estudio y, sobre todo, vocación de ayuda.

Si se tuviera en cuenta que la Medicina está impregnada de incertidumbre, de incompletitud, de sesgos y excepciones frente a las que plantar cara, tal vez procediera cambiar el plan de estudios. A día de hoy, no se puede ser médico sin saber anatomía, histología, patología médica, farmacología, etc., etc. Pero sí se puede ejercer la Medicina sin haber leído una palabra de la Literatura escrita por médicos o relacionada con ellos. Tolstoi, Mann, Chejov, Kübler Ross, Nuland, van der Meersch, Bulgakov, Waltari, Zweig, Kafka, Berger, Yalom y muchos más, tan heterogéneos, aproximan de modos muy distintos (no hay reglas tampoco ahí) a lo que significa ser médico. 

La Literatura nos acerca a la Medicina real más que la Genómica y la Informática. Y, con ella, la Historia de la Medicina, desde los templos de Asclepio hasta ahora, pasando por lo que hasta muy recientemente ha sido la práctica médica, pura magia pero curativa a veces, tantas como puede inducirse esa movilización interna que se simplifica llamándole efecto placebo. Creemos que hemos pasado claramente al logos también en la clínica, pero el contexto mítico no ha desaparecido en Medicina; sólo ha cambiado haciéndose cientificista y creyente en promesas salvíficas. 

Y no menos importante parece saber a qué se enfrentará uno cuando sea médico, que no será a un problema científico sino a un ser humano que vive, malvive o habita en un lugar, con su esperanza de tiempo o incluso de vida; que no se estará ante algo sino ante alguien que es como es, único en la historia del mundo, por más que su fémur sea indistinguible del de otro y aunque sus moléculas hayan estado en otros cuerpos o en el suelo y el aire. Y por eso será imprescindible el planteamiento filosófico, teniendo en cuenta a Skrabanek, a Illich, a Laín, a Gadamer, a Heidegger, a los grandes clásicos… Y al gran Freud, que, sin ser filósofo, lo parecía, y que reveló lo que, siendo lo más propio, pero sin ser conocido, puede inducir a uno mismo a las grandes elecciones como la que se da al optar por hacerse médico en vez de dedicarse a otra actividad. 

Mucho cambiaría si la selección de futuros médicos no se hiciera en base a notas de corte sino por ellos mismos en un curso basado en la autoselección, tras la contemplación sosegada de cuadros como “The Doctor”, tras la lectura de narrativa relacionada con médicos y enfermos, con la muerte y la historia del morir, tras la visión de lo que ha hecho posible la evolución de la Medicina, sabiendo de los “cazadores de microbios”, de los premios Nobel, de absolutos fracasados e incluso de médicos capaces de lo más terrible si un régimen político lo facilita. 

Todo podría ser algo distinto si en ese primer curso las prácticas no consistieran en disección de cadáveres ni en observaciones histológicas o experimentos bioquímicos, sino en visitas, sólo visitas, a enfermos reales, a niños leucémicos, a autistas, a parapléjicos, a locos, a deprimidos, a jóvenes afectados por cánceres incurables, a moribundos solitarios, a pacientes críticos, a viejos aislados, a los que están siendo intervenidos en un quirófano, a enfermos por adicciones, por miseria, a quienes piden con su mirada la curación imposible. Una práctica de visitas hospitalarias y domiciliarias mostraría de qué va eso que llamamos Medicina, y que se complementaría también con la percepción de sus bondades manifestadas en la curación de enfermedades graves, en niños nacidos gracias a la asistencia médica en partos difíciles, en minusválidos que dejan de serlo... 

Tal vez ese curso imaginado y que considero deseable, fuera propiamente iniciático y sirviera para ver si se será capaz o no de dedicarse a estudiar Medicina, a aprender sin pausa y sin prisa su ciencia y su arte, pues arte seguirá siendo, y así, a saber curar, aliviar o al menos acompañar, a ejercer esa relación transferencial que proporcione serenidad incluso ante lo peor. 

Todo curso precisa maestros y también se necesitarían para ese imaginado período inicial; unos maestros que serían difíciles de encontrar porque suelen ocultarse en su propio trabajo vocacional, como médicos de a pie sin destacar como luminarias. Eso hace que el curso propuesto tenga mucho de utópico, pero hay utopías que vale la pena considerar, cuando, aunque irrealizables, orientan un buen cambio.

Un curso iniciático así serviría para intuir al menos si uno será capaz de ser estudioso constante y, en general, lo suficientemente compasivo para poder realizar de forma cotidiana el acto de amor que la relación clínica real implica, algo que la hace inmune a cualquier sustitución por un sistema algorítmico, por mucha inteligencia artificial en la que se sustente y por bondadoso que se pretenda. 

Es curioso que sea en el otoño profesional cuando puede percibirse este deseo. Si lo expreso, es porque, de haber ocurrido una iniciación como la aquí pretendida para otros, es probable que quien esto escribe no hubiera sido nunca médico. O sí, pero de otra manera.




domingo, 12 de mayo de 2019

Tiempo de trabajo. La medida imposible.





Nadie se acordaba ya y nos lo recordaron estos días. Hay que “fichar”. Es algo que ya hacen muchas personas y que recuerda tiempos de modernidad taylorista. Resulta que, por más que se hable de trabajo en casa, telemático y demás historias supuestamente conciliadoras, aún estamos en realidad en pleno siglo XX, el de la eficiencia medida en tiempos de producción, cantidad del producto y satisfacción clientelar. Tantas horas, tanto sueldo. Tantos emoticonos alegres, tanta calidad.

El siglo XXI sólo ha traído un cambio menor en un esquema todavía vigente; ahora es posible una mejor eficiencia del control mismo de ella, un control biométrico, basado en huellas dactilares o en reconocimientos iridológicos a la hora de "fichar" (los registros tradicionales quedarán abolidos gracias al propio cuerpo o una parte de él usado como ficha biométrica moderna). Nuestro iris o nuestras huellas dirán a qué hora exacta hemos entrado y salido del puesto de trabajo, ahora que lo creíamos más indefinido e inestable que nunca.  A más tiempo, Ford producía más coches. Ahora, en muchas fábricas del tercer mundo, a más horas, más componentes electrónicos. El tiempo, cuantificado, sigue siendo oro y no precisamente para los cuantificados sino para los cuantificadores.

El trabajo humano ha producido su propio control. Los controladores sabrán cuánto tiempo de “comunicación” ha invertido un agente comercial en correos electrónicos o hablando con clientes por su móvil, o cuántas horas, minutos y segundos ha dedicado alguien a enlatar mejillones. Ya se sabe desde hace muchos años que no se trata sólo de “estar” en un puesto de trabajo, sea una fábrica de conservas o una agencia de viajes, y hacer lo que se supone que uno debe hacer ahí, sino de objetivos a alcanzar en dicho puesto, sea en número de latas de sardinas, sea en ventas de billetes aéreos. Tiempo y eficacia. Eficiencia. Pero, todo pasa por tiempo diferencial, algo medible por tiempo de dedicación a una empresa. El Homo habilis no se ha extinguido. El Homo sapiens sí lo está haciendo, por idiotez.

Se sea albañil, militar, fisioterapeuta u oficinista, habrá que atender en exclusiva a una actividad determinada durante un tiempo cuantificado. Tantas horas, tanto dinero, y tantos derechos laborales, o viceversa, que lo mismo da. Los sindicatos, muchos de los que parecen fosilizados en otra época, parecen aplaudir con las orejas este tipo de cosas. Si no estamos entrando en una modernización del trasnochado sindicato vertical franquista, lo parece.

Este “revival” de la medición del tiempo de trabajo induce, a la vez, y aunque parezca paradójico, a asumir compasivamente como propia la lucha de los más indefensos, de los que más esclavizados están y resulta que éstos ya no son sólo personas, ya no son sólo chinos que trabajan como tales. Se trata de los robots, cuya sindicación se niega tanto como necesaria es en defensa de su valía en los términos que interesan, tiempo y eficiencia. A fin de cuentas, son máquinas como se nos pretende. 

Hemos perdido el norte desde la insistencia en la evaluación métrica que no conduce a nada serio. Es cierto que hay situaciones extremas y no poco frecuentes, en forma de absentismo laboral o cualquier modo de indolencia. Pero sólo con medir el tiempo de supuesto trabajo no iremos a ninguna parte. Es una obviedad que no es igual lo que puede hacer en una hora un cirujano experto que otro que no está experimentado, aunque su titulación sea idéntica. Tampoco será lo mismo la atención de compañía que pueda brindarle a un anciano una persona cariñosa que una sádica (y de todo vamos viendo en la mismísima televisión); en el último caso, a más tiempo de trabajo, mayor sufrimiento, peor desgracia para el "asistido".

No basta con “hacer” durante un tiempo, hay que saber hacer y hacerlo además de modo propiamente humano, amoroso. Y entre saber mucho y no saber nada hay un amplio margen, aunque los requisitos básicos sean ostentados por todos los que desempeñan un trabajo que sólo en apariencia es similar. Incidir en “fichar” supone una vuelta a la confusión entre lo similar y lo singular. 

Un paciente no precisa que su médico le dedique mucho tiempo, sino que sepa lo que ha de hacer en el tiempo que lo atienda. A veces, el tiempo es perjudicial por generador de ruido y dolor inútil. Los psicoanalistas lacanianos saben del valor de lo que llaman “sesión corta”. Y, con ellos, sus pacientes. No es preciso que alguien cuente su vida durante una hora de reloj en cada sesión, sino que será suficiente con que, en el tiempo que sea, no medido por no medible, surja algo relevante; bastará con que los significantes afloren. Hablar de horas de psicoanálisis es tan absurdo como referirse al número de conversos que pueda lograr un sacerdote misionero en un tiempo dado de vida. Hablar de tiempo de intervención quirúrgica es idiota si no se consideran el saber de quien la realiza y la condición de quien está siendo operado.

La propia noción de artesanía será neutralizada con la defensa infantiloide del tiempo fichado. No digamos la de arte. ¿Cómo medir el tiempo de creación literaria, musical o el que supone un cuadro? Y, en cuanto a la Ciencia, parasitada por la obsesión bibliométrica, qué bueno sería "perder tiempo" pensando, observando, experimentando,, reproduciendo lo hallado, antes de la frenética carrera "productiva".

La concepción de cuerpo-máquina de La Méttrie ha servido malamente para contemplar el cuerpo mismo como autómata y lo que como tal, como robot (término que viene de trabajo) puede hacer. Somos personas así en la medida en que “funcionamos” (algo que va ya referido a todos los aspectos de la vida), en la que producimos, sean hijos, productos manufacturados o ventas de humo. 

Un cuento de Hoffmann se actualiza y el mundo se hace siniestro. Algo va mal en nuestra civilización cuando retorna la vieja idea de medir al ser humano, lo que siente y lo que hace, siendo tal métrica sencillamente ridícula y ominosa por inhumana.