viernes, 10 de septiembre de 2021

PSICOANÁLISIS. Una lectura de "Face to Facebook", de Gustavo Dessal

 

 


El nuevo texto de Gustavo Dessal, “Face to Facebook”, de agradabilísima lectura, con toques de excelente humor, nos orienta en la mirada a lo que llamamos progreso. No nos proporciona ningún consejo, pero sí nos advierte con sabiduría de los efectos de un desarrollo tecnológico que puede hacerse inhumano.

 

Otros autores, como John Gray, ya habían incidido en el nuevo mito del progreso incesante.

 

Es bueno estar alertados ante lo que pueden suponer los principales logros que afectan y afectarán en mayor grado a nuestras vidas. Tenemos un buen ejemplo en la suplantación electrónica de la palabra hablada, con los despidos y jubilaciones anticipadas consiguientes, haciendo de internet la oficina universal y mostrando que quien no tenga y use un “Smartphone” sencillamente no existe en la vida cotidiana, algo sencillamente terrible por segregador. Los ejemplos proporcionados en el libro de Dessal lo ilustran muy bien.

 

El libro es una recopilación de textos breves que el autor ha ido publicando periódicamente en Facebook, una vez superada, como nos dice al principio, su reticencia a la inmersión en ésta y otras redes sociales. De ahí el acertado título, pues será usando Facebook que nos fue dando a conocer inicialmente tantos y tantos casos “casos” de su “Manicomio Global”. 

 

Aunque el trabajo que se condensa en este libro se basa en una inmensa revisión bibliográfica que ya de por sí le confiere un gran valor, importa especialmente la luz que Dessal aporta al contemplar, con la sencillez que lo caracteriza, todo ese material. Nos dice que lo hace asido a dos grandes “cuerdas”, “el discurso del psicoanálisis y la ficción literaria”.  Contempla así aspectos de la realidad actual en la que el lenguaje, lo más propiamente humano, se convierte, gracias en buena medida a la perversión alienante del uso de la técnica, en diana de dominación. Por ello, desde una larga trayectoria como psicoanalista y escritor, bien puede afirmarnos que “el psicoanálisis y el decir poético tienen la enorme responsabilidad de organizar la Resistencia contra la toma del lenguaje”. Y es que lo poético remite a lo poiético, a ese mundo habitable al que se refirió Hölderlin.

 

No se destaca en el libro un intento que pudiera llamarse prioritariamente filosófico, aunque ese contexto se halle presente, sino que estamos ante otra cosa, algo que sintoniza mucho más propiamente con el psicoanálisis, acercándolo de un modo tan claro como impactante a quienes nunca hubieran oído hablar de él. Y lo hace con respeto y rigor, sin ceder a la tentación excluyente ni a la divulgadora. Tampoco cae en nostalgias que se opongan al avance tecnológico; le basta con la advertencia sensata dirigida a nuestra responsabilidad moral en las implicaciones que dicho progreso puede tener. 

 

Aun siendo muy variados los temas que el autor ha ido recogiendo en el “Manicomio Global”, los agrupa aquí en nueve apartados de extensión heterogénea, pero todos ellos de gran riqueza.

 

Desde las limitaciones que me son propias, diría que es en el capítulo IV, “Realdistopik”, donde mejor se puede apreciar el valor incuestionable del psicoanálisis a la hora de reflexionar sobre los cambios tecnológicos que, como la inteligencia artificial, ya son cosa del presente. El capítulo V, “El amor, el deseo y otras enfermedades oportunistas”, realza también la mirada analítica, ofreciéndonos la esperanza basada en lo más importante, el amor, no como emoción sensiblera, sino correctamente entendido, como el mejor motor humano, del que la Historia ha proporcionado grandes ejemplos. Dessal lo muestra con una frase espléndida, “el amor puede abrirse camino entre los intersticios del mayor espanto”. 

 

Estamos, pues, ante un libro amoroso, de un autor al que nada humano le es ajeno, y por ello no podía faltar en su obra un nutrido conjunto de reflexiones, contenidas en su último capítulo, relacionadas con la pandemia que aún nos afecta, y que fueron redactadas en su época inicial, llena de incertidumbres y sin vacunas, mostrándose “a posteriori” como proféticas en no pocos aspectos. Ya nos advirtió entonces, en línea con Fromm, que “los seres humanos no soportan demasiado ni la vida ni la libertad”; abundan los ejemplos cotidianos al respecto. Cerramos el libro con un final pronosticado que se ha hecho presente en forma de un hogar transformado en otra cosa.

 

En este último capítulo, afianzándose en la “cuerda” literaria, nos induce a leer de nuevo a Shakespeare, aduciendo que “allí está todo”. Y es curiosamente ese recurso del autor el que me ha hecho especialmente breve el capítulo VIII, dedicado a “La curación por la Literatura”. Sería deseable que Gustavo Dessal nos brindase un futuro trabajo dedicado a esa “cuerda”, a la ficción literaria, quizá no tanto como un canon al estilo de Bloom, sino como una reflexión sobre los autores que más han influido en su lúcida mirada al mundo y al ser hablante, pues, aunque todo esté en Shakespeare, Dessal da muestras de un vasto conocimiento literario que no se limita a ese autor, por gigante que haya sido.    

 

En síntesis, es éste un texto con una sólida base de conocimiento sobre el avance tecno-científico, que analiza la realidad, no sólo con rigor sino también de un modo extraordinariamente ameno, y que nos permitirá un cierto “déjà vu” con el que encajar los nuevos retos de un mundo que, a pesar de los pesares, puede seguir siendo maravilloso. De nosotros depende.

 

 


viernes, 3 de septiembre de 2021

MEDICINA. Los síndromes y el reverendo Bayes

Imagen tomada de Pixabay

 “Guerir quelquefois, soulager souvant, consoler toujours” (BMJ.1967;4:47-48)

 

    El diagnóstico médico es fundamental para ayudar a un paciente y, aunque la Medicina ha tenido un avance extraordinario en los últimos cincuenta años, lo ha recibido más del lado diagnóstico que del terapéutico. Exagerando un poco, podría decirse que todo mal es diagnosticable pero no todo es tratable.  Esa posibilidad incide en la mirada del médico que, en ocasiones, se orienta de un modo obsesivo hacia la marca diagnóstica, como un naturalista decimonónico lo haría hacia la identificación taxonómica de una especie. 

 

    El logro de un diagnóstico certero alcanza una importancia que puede ser vital, ya que a partir de él podrá establecerse una terapia adecuada o un pronóstico realista, aun dentro de la variabilidad individual.  

 

    Nombrar adecuadamente es la primera actividad del enfoque científico. Y la Medicina, aunque no sea una ciencia, avanza gracias al desarrollo científico. Muchas enfermedades se refieren al órgano, tejido o sistema que afectan, y su nombre incluye sufijos que apuntan a un carácter inflamatorio, degenerativo, neoplásico… Abundan las denominaciones epónimas en situaciones en que se asiste a la aparición de una semiología peculiar con diversos síntomas y signos de diferente origen orgánico y que se manifiestan a la vez o de modo relacionado. De ese carácter de simultaneidad proviene precisamente un nombre abarcador, surgido del griego, “síndrome”. La evolución conceptual de ese término ha sido analizada por Stanley Jablonski  quien, en su “Dictionary of syndromes and eponymic diseases” de 1991 incluyó más de quince mil síndromes. Uno de los investigadores que tuvo una mirada clara en la maraña de manifestaciones clínicas fue Robert J. Gorlin. Aunque se doctoró incialmente como dentista, describió más de cien síndromes relacionados con patología oral, craneofacial, otolaringológica y ginecológica, constituyendo su obra cumbre el libro “Syndromes of the Head and Neck”.

 

    El valor de ese término, “síndrome”, deriva de que las diversas manifestaciones de muchos de ellos suelen deberse a una etiología concreta, con frecuencia genética. No sorprende así, por ello, que Gorlin colaborase con Victor McKusic, fallecido en 2008, y creador, con otros colaboradores de la Universidad Johns Hopkins, de la base OMIM (Online Mendelian Inheritance in Man), un catálogo de desórdenes genéticos.

 

    Hay dos polos negativos en la mirada clínica ante algo infrecuente. Uno es la ignorancia de una rara posibilidad, lo que conduce al tardío diagnóstico de muchas enfermedades de baja prevalencia. Otro es el agotamiento de posibilidades en busca del síndrome rarísimo cuya confirmación no aportará beneficios terapéuticos ni pronósticos. Su hallazgo puede ir acompañado de una estética peculiar, por no decir perversa, expresada a veces en el parloteo médico al hablar de algún caso bonito o precioso para referirse a situaciones que, a pesar de su muy discutible belleza, comportan un pronóstico o una calidad de vida infaustos.

 

    No es infrecuente que la obsesión diagnóstica centre su mirada en lo más extraño. Conan Doyle le hacía afirmar a Sherlock Holmes que “una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad”.  Pues bien, el exceso diagnóstico, que a veces torna en puro encarnizamiento, permite una ligera pero importante transformación de la frase anterior para decir que una vez descartado lo imposible, lo que queda, por PROBABLE que parezca, debe ser la verdad.

 

    Hay dos elementos importantes en Medicina, además del saber técnico. Uno es la intuición del médico, eso de lo que personalmente carezco y que suele conocerse como “ojo clínico”, y que responde a asumir una probabilidad a priori sensata de un diagnóstico, tras lo cual algunas pruebas lo sostendrían o no. Otro es la calma necesaria ante situaciones no urgentes, en la que un facultativo asuma la principal responsabilidad y, evitando el exceso de peregrinaciones a diversos especialistas, indique las pruebas complementarias precisas. Ambos elementos vienen a ser la aplicación pragmática de la perspectiva bayesiana, aunque no se haga ningún cálculo matemático en su adopción.

 

    Cuando alguien acude a un médico y se ve sometido a una cascada de pruebas diagnósticas, tiene, como siempre en la relación clínica, derecho a ser informado, pero no el deber de serlo, cosa bien distinta y que acarrea el riesgo de ser contagiado por la incertidumbre que todo médico debiera reservarse hasta tener un diagnóstico claro. Las consecuencias de ese afán de comunicar el abanico de posibilidades a “descartar” son claras, especialmente en estos tiempos en que cualquier nombre sindrómico será clave para una búsqueda por el paciente en internet, algo que siempre revelará lo peor, facilitando que pueda instalarse una deriva hipocondríaca perdurable si las condiciones biográficas la facilitan. 

 

    Un proceso diagnóstico puede hacerse largo antes de poder “curar a veces” o “paliar con frecuencia”. Pero también en ese transcurrir de pruebas y más pruebas en el que el paciente puede tener miedo e incluso angustia, el “acompañar siempre” sigue siendo preciso. Y esa compañía, imposible desde el academicismo cientificista, requiere del arte compasivo que supone ejercer la Medicina en cada encuentro clínico, algo que es siempre singular.


domingo, 15 de agosto de 2021

Hablar

 

 


 

    Aunque seamos sordomudos y ciegos a la vez (el síndrome de Usher no es tan infrecuente), hablamos. Eso es algo que reconoce con notables efectos terapéuticos el psicoanálisis.

 

    Podría decirse que en hablar nos va la vida. 

 

    Hablamos a otro, a nosotros mismos, a mascotas, a ordenadores… algunos, a veces, también a Dios. 

 

    Parece que no podemos dejar de hablar. 

 

    Se alaba muchas veces, y con gran razón, el silencio. Y es que, si no tenemos nada relevante que decir, cosa que ocurre con frecuencia, parece mejor callarse. También, como nos advirtió Wittgenstein, es posible que no podamos decir propiamente nada de lo que más necesitamos decir y, en tal caso, lo mejor también es callar. El sentimiento místico hace que lo más verdadero para uno sea inefable.

 

    Podemos escribir, pero no es lo mismo, aunque sea una buena suplencia. 

 

    Las cartas, por ejemplo, algo que parece propio de un pasado que no sabía de ese futuro, ahora presente, electrónico, tenían su liturgia asociada. Había un papel “de carta”, que podía tener o no sus renglones, que era más ligero en los correos “air mail” (así se indicaba en los sobres, aunque sólo supiéramos castellano), que recogía de un modo formal lo más informal del mundo, atendiendo a detalles hoy casi ignorados, como la ortografía y la caligrafía, y la esencia de lo que se deseaba decir. Encerrado en un sobre, tras su franqueo y entrega en un buzón, se instauraba un tiempo calmado o no de espera de respuesta a la dirección postal inscrita como remite. Había personas que, tras haberla meditado, dedicaban toda una tarde a redactar una carta, algo que hoy llamamos malamente correo.

 

    Por poder, podemos hasta escribir libros, sin saber si alguien los leerá alguna vez. También un diario personal, algo sólo aparentemente paradójico por ser lectura para no ser leída más que por quien “no debiera” hacerlo, deseando en el fondo ese fin.

 

    Pero escribir no es lo mismo que hablar. Tampoco lo es escuchar. Lo hacíamos más antes, atentos a la radio; ahora oímos (a veces también vemos) la televisión. Alguien habla, muchos escuchan, aunque sea como ruido de fondo, como “compañía” se dice incluso. La publicidad está incluida y, en un mundo mercantilizado, se registran índices de “audiencia”, algo realmente curioso, especialmente cuando se extiende a lo que no se escucha, sino que se lee, como los periódicos. 

 

    Nos es posible percibir sentimientos de otros, incluso antiguos, transmitidos en libros que recogen historias, poemas, correspondencia. Hay lecturas de estudio, de divertimento, de “cultura”. También se da la lectura del libro sagrado, algo que supone exégesis, hermenéutica, aunque a veces se haga crudamente literal para esclavitud de muchos. La religión como “religare” descansa en la mediación de ese libro santo. La religión como “relegere” lo precisa para la repetición del ritual salvífico.

 

    Casi todo lo que sentimos, no lo más importante, es decible, aunque sea malamente, desde una perspectiva toscamente intelectual. Hablamos para decirnos y lo hacemos constantemente en la relación familiar, laboral, social… Hablar tendría la finalidad de comunicar algo esencial, pero ocurre más bien que es al revés, que lo esencial, lo más básico, es el hablar mismo, aunque sea prescindible todo lo que se dice y se escucha en el acto de hablar, que pasa a ser más importante como tal, como acto de mostrarse, que como vehículo de transmisión de lo que se pretende decir. 

 

    En la relación psicoanalítica ese valor del habla se muestra del modo más claro, definitivo, cuando el lenguaje atraviesa al hablante, cuando su inconsciente lo “traiciona” del mejor modo mediante la palabra dicha, y revela del modo menos intelectual pero más íntimo y obvio lo importante sobre su biografía, su situación y su posibilidad realista de un cambio, de ser, que no es sino tratar de llegar a eso, a ser.

 

    Cualquier circunstancia, por nimia que parezca, puede enseñarnos humildad. Una mañana de domingo estaba esperando a entrar en un lugar de venta de prensa (de los que ya no quedan), donde el aforo pandémico permitía solo la presencia de una persona, y la que estaba no salía, instalada en una cháchara que parecía eterna. Cuando salió, reconocí la insensatez de mi prisa, porque todo apuntaba a que esa persona no sólo iba a comprar el periódico. Iba, de paso, pero esencialmente, a algo más, iba a hablar. No sé de qué; probablemente del tiempo o de cualquier noticia intrascendente, pero su necesidad fue paliada o colmada con un ratito breve de comunicación humana. 

 

    Hace años había un programa de radio que se emitía de madrugada, “Hablar por hablar”. ¿Hay algo más necesario tantas y tantas veces? En ocasiones, esa necesidad imperiosa puede, incluso, aunque parezca extraño, prescindir de la palabra misma. Ocurre cuando sobrevaloramos el valor de algunas amistades (amigos siempre hay pocos) frente al de la simple humanidad, que puede llegar a serlo de tal modo que parece angelical. Así, en un bello y duro poema, Octavio Paz se refería a algo impactante, experimentable raramente, pero afortunadamente real:

 

            …“tocar la mano de un desconocido

en un día de piedra y agonía

y que esa mano tenga la firmeza

que no tuvo la mano del amigo”…

 

    Esta cruel pandemia ha traído a muchas personas demasiados días “de piedra y agonía”, en forma de una soledad inaudita, insoportable. Pero también cabe esperar que algunos afortunados hayan tocado la mano de un ángel, de esos que existen de verdad, y que, a veces, se muestran como desconocidos.


martes, 3 de agosto de 2021

Necesidad de saber y pasión de ignorancia.

 

Imagen de Pixabay

 

 

    In der Mathematik gibt es kein “Ignorabimus”
David Hilbert.


    Sabemos que el gran Hilbert se equivocó, aunque muy pocos (me excluyo) puedan ver de forma realmente clara por qué. Una ignorancia esencial subsiste y subsistirá en el ámbito menos sensible a albergarla. No habrá nunca la completitud soñada, ni siquiera en Matemáticas.

     Gödel demostró que cualquier sistema consistente de la lógica formal que fuera lo bastante potente como para formular en él enunciados acerca de la teoría de números (aritmética) ha de contener enunciados verdaderos que no pueden ser demostrados.

     Ignoramos e ignoraremos siempre. Y, si eso ocurre en el ámbito matemático, ¿qué no sucederá en el de la vida?

     Y, siendo así, persiste de modo poderoso, asumible, otra de las expresiones de Hilbert, la que se llevó a su tumba en Göttingen como epitafio, “Wir müssen wissen, wir werden wissen”. La necesidad de saber se hace deber, magnífica obligación humana, aunque el futuro de esa expresión no sea del todo alcanzable. “Ignoramus” y, por más que nos devanemos los sesos y se desarrolle nuestra tecno-ciencia, “ignorabimus”… siempre.

     El misterio del mundo se nos escapa. Y siempre se nos alejará.

     Y ni siquiera es preciso mirar las estrellas o centrarse en la contemplación de la danza subatómica. Basta con vernos, con situarnos, albergados en una región minúscula del espacio-tiempo. Podemos incluso, desde nuestra perspectiva cotidiana que, naturalmente, es clásica (incluso aunque los fundamentos de la consciencia no lo fueran, algo que desconocemos), separar lo espacial, como contexto, de lo que nos hace seres temporales.

     Lo biológico y lo biográfico se interprenetran y es ahí donde surgen, cuando surgen, las grandes cuestiones, que lo son porque son de vida y muerte, de sentido y sinsentido, propias de cada cual y, a la vez, de todos, aunque no todos se las formulen. Y es ahí donde topamos con la ignorancia esencial, con ese no saber qué decir ante la gran cuestión, tan concreta, tan singular, ¿Por qué esto, un organismo muy complejo en términos moleculares, pero casi idéntico a tantos otros, se reconoce como un yo, por qué un algo biológico pasa a concebirse a sí mismo como un alguien? 

     Por su propia naturaleza, la Ciencia no puede responder de modo completo a ese tipo de pregunta. La Historia de la Filosofía puede ayudarnos a concretar las preguntas, el Psicoanálisis puede aclarar hasta qué punto yo no soy precisamente yo, no al menos como ser plenamente consciente. Pero, sea como sea, tomemos los asideros que tomemos, los grandes interrogantes que suscita la vida permanecen.

     Podríamos, en plena ingenuidad, aspirar a la ignorancia socrática, llegar a saber que no sabemos, aspirar a una falsa humildad, pero no basta, porque ocurre que, por el mero hecho de vivir aquí y ahora, sabemos algo, muy poco, pero algo que puede interferir en mayor o menor grado con la posibilidad virginal de una docta ignorancia. Ese saber, aunque sea residual, elemental, soporta de hecho, incluso, la terrible pasión de ignorancia, esa que se cierra a la apertura trágica y, a la vez, luminosa.

     De las célebres preguntas kantianas, quizá la relevante no sea qué puedo saber, sino qué debo hacer, entendiendo, eso sí, el deber como impulso más que como obligación, como tarea amorosa sin atender a la tercera pregunta de Kant, pues basta con hacer sin esperar, aunque esperemos.

     Es lo amoroso como eros, el conocimiento como episteme, lo que subyace a lo ético de modo auténtico. Y eso supone asumir la soledad, la desaparición de los dioses, aunque en Dios mismo se espere, porque Dios sólo puede ser reconocible en el desapego y en la coherencia trágica, esa que no excluye la decrepitud, el absurdo y la muerte, salpicada por instantes numinosos de sentido, de unión, a veces, por gracia divina, mística.

jueves, 22 de julio de 2021

MEDICINA. Covid 19. Miedos y negacionismos.

 

 


Imagen tomada de Pixabay


“El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo”. 

Jean Delumeau. El miedo en Occidente.

 

 

    Parece darse cierto mecanismo de defensa que nos hace negar la realidad cuando es inquietante. Sucede a escala individual y también colectiva. Esa negación es propiciada frecuentemente por los gobiernos porque se considera que es peor el miedo que el peligro real de lo que se teme.

 

    La gama de temores posibles es extraordinaria, y abarca desde el miedo realista que induce a medidas de prudencia hasta el miedo al miedo mismo causado por los ataques de pánico aparentemente inmotivados. Es, en la práctica, imposible ponerse en el lugar de quien sufre un terror a la muerte inminente a causa de un infarto. Y también difícil entender el poder paralizante de muchas fobias.

 

    A la vez, el valor mostrado en un ámbito, bélico incluso, puede asociarse a una gran cobardía en otro, como tan bien lo describió Stefan Zweig en su obra “La impaciencia del corazón”. 

 

    Los objetos del miedo han ido cambiando a lo largo de la Historia, algo que nos muestra con gran sabiduría Jean Delumeau. También han cambiado las actitudes frente a lo temido, convirtiendo muchas veces a inocentes en chivos expiatorios de males reales o imaginados. 

 

    De los miedos posibles, no son menores los que surgen ante la enfermedad y la muerte. Con una Medicina muy avanzada, parecía que el problema lo teníamos con las distintas formas de cáncer, con enfermedades degenerativas, infartos de miocardio, ictus, … pero no con los microbios. Sí, se empezaba a tener más respeto a las resistencias bacterianas, pero quién iba a pensar en un virus. Ahora ya sabemos, no totalmente, lo que ocurrió con éste. El cuidado se dirigía en tiempos normales a pacientes; en 2020 y lo que llevamos de 2021 el cuidado se dirige al sistema sanitario mismo, a evitar su colapso.  

 

    Y, en plena pandemia asistimos, curiosamente, a la negación de lo evidente. Se hizo al principio, cuando los expertos y autoridades sanitarias se referían a que la situación estaba controlada, “en contención”. Se siguió haciendo fácticamente con la indecisión política reiterada y apoyada por pretendidos expertos. 

 

    Demasiados muertos, demasiados pacientes crónicos cuya evolución se desconoce todavía en su diversidad, ignorancia sobre cómo la nueva variante puede afectar a corto o medio plazo a niños. Un impacto económico brutal reflejado en las colas del hambre. Aplausos que se apagaron. Todo sobradamente conocido. Pero afortunadamente, gracias a la ciencia básica y a la avanzada técnica farmacéutica, la vacuna, en distintas versiones, todas eficaces, aunque con muy infrecuentes efectos secundarios serios, ha alcanzado ya a un amplio, pero insuficiente, sector poblacional en nuestro primer mundo y, en conceto, en nuestro país. La conveniencia de extender la vacunación a los niños en la actualidad o el criterio de cuándo sería adecuado hacerlo están siendo discutidos, especialmente para menores de 12 años (véanse este artículo y este enlace a los CDC) por lo que esta breve reflexión se refiere sólo al caso de adultos.

     

    Parece que podemos respirar (incluso en sentido literal), gracias a las vacunas, como ha sucedido a lo largo de la Historia con otras enfermedades muy serias, pero tenemos un problema, el de la negación de muchas personas adultas a ser vacunadas. Una negación que parece surgir de dos miedos diferentes. Uno es el temor a efectos potencialmente graves, incluso letales, aunque muy raros, que se han asociado a vacunas. El otro es el miedo propio de la creencia mágica, el “conspiranoico”. 

 

    A efectos prácticos, poco importa el motivo de cada negacionista, pero sí y mucho sus efectos sobre la población, pues hay algo meridianamente claro. Mi inmunidad no depende sólo de que yo opte por estar vacunado, aun siendo esto crucial, sino de que quienes me rodean también lo decidan. Ese es el valor de la inmunidad grupal, que favorece la protección que confiere una vacuna y que incluso llega a proteger al sector minoritario que no la haya recibido todavía.

 

    Al negacionista “lógico” el cálculo probabilístico que compara riesgos altos de enfermar por Covid con los muy bajos asociados a vacunas no le convencerá casi nunca si se encuentra bien y confía firmemente en estarlo, pase lo que pase alrededor (muchos comparten ya, sin vacuna, conductas sumamente imprudentes), o si su miedo a los efectos de la vacuna son muy fuertes y prefiere esperar a que la situación remita por vacunación masiva… de los demás.

 

    En cuanto a los que creen ciegamente en tonterías (que el virus no existe, que el tratamiento bueno es agua de la fuente o la MMS, que las vacunas son un modo de enfermarnos o de controlarnos con tecnología 5G, etc., etc.), algo que, en vez de ser reducido a foros de “conspiranoicos”, resuena en los medios de comunicación con afán pretendidamente crítico, no hay mucho que hacer, porque la creencia mágica es, siempre lo fue, impermeable a cualquier evidencia. 

 

    Se habló en su día, y se sigue hablando, de la posible obligatoriedad de la vacuna, cuestión éticamente delicada, pero cuestión a plantearse en el orden pragmático restrictivo, porque, en el estado actual del conocimiento sobre la Covid y las vacunas relacionadas, sabemos ya que todo tiene su precio y que hay, aunque sea mínimo, un riesgo asociado a la vacuna. Vacunarse disminuye muy claramente el riesgo de enfermedad por Covid, especialmente de enfermedad grave y de muerte. En ese juego, quien no se vacuna pudiendo hacerlo, no sólo asume una actitud que podría considerarse suicida por jugar a una especie de ruleta rusa con un virus potencialmente letal o que puede dejar serias secuelas (“covid persistente”), sino una actitud con apariencia de homicidio imprudente porque su “revólver” también dispara a los demás, a quienes puede contagiar e incluso matar. 

 

    Por eso, el cuidado de la ciudadanía requiere una decisión política firme, como la enunciada recientemente en Francia por el presidente Macron. No vacunemos a quien no quiera, no obliguemos, pero que quien individualmente rechace algo colectivamente bueno asuma el propio coste personal en los ámbitos clínico, profesional, social o económico que su decisión puede conllevar. La solidaridad debe primar sobre egoísmos y magias. 

 

    Un artículo de la sección "News" de "Nature" indica que la mayoría de personas de países pobres habrán de esperar otros dos años para ser vacunadas. Según se recoge en “Our World in Data” sólo un 1,1% de los países pobres han recibido al menos una dosis. Presenciamos y permitimos coqueteos negacionistas a la vez que olvidamos el significado del término “pandemia”.