domingo, 9 de abril de 2023

Resurrección

 



    “Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Jesús le dice: «¡María!». Ella se vuelve y le dice: «¡Rabbuní!»”, Jn. 20, 15-16 


    "Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas, en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas". S. Francisco de Asís. Laudato si.


    La resurrección de Jesús es la piedra de toque del cristianismo. Ser cristiano supone asumir eso que parece inaceptable. Los motivos para la creencia son dispares o inexistentes. Pero creer tal cosa supone esencialmente aceptar como válidos, aunque susceptibles de la exégesis correspondiente, los testimonios escritos del Nuevo Testamento, y confiar en que Dios existe y su amor sostiene el sentido de la Vida frente a lo absurdo y brutal.


    Un misterio éste que no se resuelve aduciendo a otro. Por ejemplo, el problema de la consciencia en sentido fuerte, el de la subjetividad, mostrado a veces como el problema de los “qualia”, no se soluciona invocando una interpretación cuántica, al menos por el momento, entre otras cosas porque la comunicación sináptica parece abordable en términos clásicos.


    El gran escéptico y científico Martin Gardner resultó ser a la vez un gran creyente en su cosmovisión, con una fe de tintes unamunianos, y tratando de mostrar la eficacia de la oración intercesora como una acción elegante de Dios sobre el comportamiento de la función de onda antes de que ésta colapsase tornando en fenómeno observable. Explicándolo así, propiamente no explicaba nada. Pero hay algo que parece oportuno recordar; se trata de la expresión del extraordinario físico Feynman que decía lo siguiente: “Creo que puedo decir con seguridad que nadie entiende la mecánica cuántica”.


    Quiero decir con todo esto que el mundo es misterioso y milagroso en el sentido de los mirabilia a los que se refería Jacques Le Goff. Lo maravilloso natural lo es tanto que milagro parece. Lo más corpóreo, lo material, no es, en su belleza, accesible a la intuición, por más que el comportamiento de las partículas elementales pueda ser expresable en un formalismo matemático cuya hermosura suele asociarse a la verdad.


    La fe puede ser razonable para uno mismo, pero difícilmente comunicable. Menos procedente parece el vano intento proselitista (no es mi pretensión), pero sí es defendible la expresión de lo que para uno mismo resulta importante, se comparta o no por amigos y extraños. Es por eso que me permito esta entrada, que conecta con algunas más anteriores a ella.

    

    En el evangelio de Juan, Jesús resucitado es confundido por María Magdalena (primera persona a la que parece presentarse) con un hortelano o jardinero (según las traducciones). Ese modo de aparición de Jesús resucitado resuena en mí esta vez porque remite al cuidado de un jardín. Antes de su muerte ya aludía a la belleza de los lirios del campo. Fue uno de sus más similares discípulos, Francisco de Asís, quien se hermanaba con él en su alabanza a Dios por todas las criaturas. Belleza, verdad y bondad parecen inexorablemente unidas en un término, amor, que remite en mi alma a Dios.


    Con el mayor respeto y admiración a la coherencia de personas extraordinarias y que son agnósticas o ateas, entre las que se encuentran mis mejores amigos, hoy, día de la pascua cristiana, me he  permitido esta expresión de mi perspectiva fundamental de la Vida. 

miércoles, 29 de marzo de 2023

Jubilación y Adolescencia





    “Es esencial a las trayectorias biográficas el poder empezar a cualquier altura". Julián Marías. Breve tratado de la ilusión. 


    “Nicodemo le preguntó: ¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?” Jn. 3,4


    “La muerte, tu sirvienta, está en mi puerta. Ha cruzado el mar desconocido y ha traído tu llamada hasta mi hogar. La noche está oscura y mi corazón temeroso. Pero cogeré la lámpara, abriré la puerta y me inclinaré para darle la bienvenida”. R. Tagore. Gitanjali.

 

    En los últimos años de mi vida laboral me obsesionó algo la idea de preparar un futuro no deseado, el de la jubilación, aun a sabiendas de que me parecía peor no poder realizar el penúltimo rito de paso. 


    Finalmente, llega el día. Se celebra con compañeros de trabajo el haber alcanzado la temida edad. Se es animado por otros que dicen que, en esa etapa vital, no tienen tiempo para nada, algo más atribuible a la perspectiva psíquica de la aceleración del tiempo con la edad que a algo real, pues antes, en la etapa laboral, habría menos tiempo para lo que fuera que tras haberla concluido.


    Ayer recibí la llamada de felicitación de cumpleaños de un compañero y amigo que es sabio; en la conversación se reveló una comunidad de un sentimiento inesperado para mí y que él lleva disfrutando desde hace años. Tal coincidencia me anima a producir esta entrada en el blog. 


    Había ido construyendo planes de actividad, pero parecen ahora superfluos, los lleve o no a cabo, ante la curiosa e inesperada sensación a que acabo de referirme, la de momentos en que percibo algo tan curioso como una nueva adolescencia. 


    Es una sensación magnífica de estupor que probablemente desaparezca, pero es algo bueno e inesperado, vital en el mejor de los sentidos. No se trata de la ya habitual “adultescencia”, esa prolongación de inmadurez a la edad en que uno debe madurar. Tampoco se relaciona con el patético intento de rejuvenecer, aunque no se descarten medidas saludables. Mucho menos pienso en esa estúpida asociación de la vejez a la infancia, de terribles consecuencias en nuestra sociedad gerontofóbica. 


    Es una percepción extraña y sorprendente. En pocos días se han desterrado planes hechos en años anteriores. Mi sensación aquí y ahora es que no me importa el allí y mañana más de lo que me importaron cuando tenía 16 años. Entonces imaginaba futuros, ahora estoy abierto a contingencias posibles. Lo atribuyo a una percepción más clara de mi gran ignorancia, algo de lo que era consciente, pero menos que ahora mismo. Y supongo que es esa ignorancia la que me impulsa a la imposible tarea de conjurarla a base de acoger ansias en vez de ansiedades. ¿Durará? No lo sé.

 

    La sensación es peculiar, de ausencia de tiempo, no de carencia de él. Diría que es una cierta entrada en el tiempo de Aión, ante el que los temores de finitud implícitos en la perspectiva cronológica decaen y, a veces, casi desaparecen.


    Lo inconsciente en nosotros no sólo nos perturba con su goce peculiar, que suele manifestarse en modos que nos hacen sufrir y mucho (se acierta cuando se dice que "en el fondo" es lo que uno quiere). Russell ya nos había contado que dejaba que su inconsciente trabajara, tras haber luchado sin éxito con un problema matemático; transcurrido un paréntesis de días de “no hacer nada”, la solución se desvelaba. Y tengo la fuerte sensación de que ese fondo de lo bueno inconsciente se me revela ahora con el regalo de una nueva perspectiva que sólo puedo comparar a la que se dio en la adolescencia. 


    No se trata de recordar años concretos, no caben nostalgias ni añoranzas, aunque pueda concretarse la edad de entonces, sino de momentos de tiempo auténtico. No se recuerda tanto la juventud, ese tiempo en que pasan al acto las grandes elecciones, generalmente inconscientes, y que, en la madurez, se afianzan con la construcción de una vida laboral, a veces de triste obsesión curricular cuando surge de una trayectoria académica, universitaria, y con el mantenimiento de la relación de pareja. Sabemos que los cambios en ambos aspectos cruciales, si se dan, son, en su esencia, mera insistencia en la repetición que lo inconsciente requiere. En la adolescencia, en cambio, quizá porque lo inconsciente no se haya manifestado en sus consecuencias, el horizonte de posibilidades parece claramente abierto, tal vez porque todo se intuye a punto de ser desvelado, algo bello porque sugiere esa inminencia de una revelación que no se produce, de la que Borges dijo que quizá fuera el hecho estético.


    La perspectiva que ahora tengo es que siempre podemos alcanzar la salvación, aunque no sepamos bien en qué consiste eso, tantas veces tomado en un contexto estrictamente religioso.


    No sé lo que durará esto, pero mi miedo a la propia muerte parece haberse esfumado. Ojalá sea así y, recordando a Mark Twain, diría que las múltiples enfermedades que padecí (alguna incluso real) ya no sostienen ahora la vieja hipocondría, algo que no me ocurría tampoco en la adolescencia, época en la que despreciaba a los aprensivos.


    No puedo obviar el hecho de que, por mi fe, considero esto un efecto colateral del hecho de ser, de “ser-me”, de "ser-nos", porque sólo somos en relación con la alteridad y no desprendidos egocéntricamente de ella, algo tristemente de moda con el "mindfulness" y cosas así. Es en la gran Alteridad en la que creo, Dios, quien nos otorga no sólo el nacimiento sino la posibilidad de metanoia, de renacimiento, como instaba Jesús al viejo e ilustrado (no sabio) Nicodemo, aunque muramos en el intento.


    Entro así de un modo inesperado, pero compartido, al menos por un buen amigo, en la posibilidad de vibrar con lo bueno de algo similar en aspectos espirituales a la adolescencia. Y es tan extraño como animoso que eso ocurra en el último tramo de un recorrido maravillosamente singular, reino de contingencias que ponen a uno a prueba, y que conduce al Gran Misterio, a lo que algunos, con criterio apofático, llamamos Dios.  También en esto me encuentro como ese adolescente del que me separan más de cincuenta años. 

    

    A Dios agradezco aquella y esta adolescencias. 


    A Dios agradezco que, sin merecimiento alguno por mi parte, me haya concedido una trayectoria profesional tan larga y rica en compañeros y amigos con los que tuve la fortuna de trabajar. 


    A Dios agradezco toda la belleza que me ha sido posible contemplar en estos años.


    A muchos compañeros y amigos agradezco su amabilidad, cortesía, profesionalidad, tantas cosas buenas que me han dispensado en esta larga etapa que acaba hoy.    


    Espero saber, como Tagore, cuando llegue el final,  recibir, aunque sea con corazón temeroso, a la mensajera divina, a la franciscana hermana muerte, cuando esté en mi puerta. Seguro que es factible porque he visto demasiada belleza, tanta como para aceptar el milagro de la vida. 



 

miércoles, 15 de marzo de 2023

MEDICINA. Del pronóstico al horóscopo.

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons

    “Tiene una demencia fronto-temporal”. El paciente que escucha eso se queda, como su esposa, sólo con un término, “demencia”. Algo terrible, una condena que se augura desde las imágenes que arroja un estudio SPECT, tras el cual vendrán otras pruebas de imagen.


    Lo que era psicológico se ha hecho psiquiátrico y se ha transformado en neurológico. La Psicología miró a la Psiquiatría y ésta ha sido abducida, en su afán biologicista, por la Neurología.


    El paciente se encuentra bien; de hecho, puede seguir trabajando como siempre hizo, enseñando. Le pagan por eso; afortunadamente, no piden la opinión del médico que recuerda al astrólogo, con la diferencia de que, en vez de mirar los astros, consulta brillos asociados a riego sanguíneo de regiones cerebrales. El paciente supone que se le habla de una mera posibilidad, porque no percibe alteraciones de memoria y se ve lejano a lo que la expresión diagnóstica le anuncia. Si se le ocurriera acudir al doctor Google para entender más sobre su diagnóstico, se tropezará con Bruce Willis, que ya no reconoce a su madre … por causa de la demencia frontotemporal, lo mismo que le han dicho a él. 


    ¿Será verdad? ¿Por qué no? Su madre ya sufrió  “alzheimer”, como su abuela, pero… a saber. Hasta no hace muchos años toda demencia era enfermedad de Alzheimer, un diagnóstico que sólo podía establecerse con rigor en necropsias. 


    Bien. Y ahora, ¿qué? Pues ahora nada, más allá de esperar lo peor y tratar de conjurarlo esforzándose en resolver problemas matemáticos o del modo que suponga un desafío intelectual; una creencia injustificada, pero a algo hay que aferrarse.


    Parece terrible. Un diagnóstico que implica un pronóstico infausto para el paciente y su familia, que no sabrán cómo enfrentarse al futuro que la expresión diagnóstica augura. Pero lo terrible, sin embargo, ya reside paradójicamente en que quizá al final la predicción no se cumpla, que se le haya proporcionado sin urgencia alguna la traducción simplista de una señal, algo que siempre ha acompañado a la incertidumbre del saber clínico.


    Estamos, con este caso, como con tantos otros que puedan darse, ante dos grandes horrores, y a la vez errores, de una medicina excesivamente cientificista.


    1. La ignorancia estadística, por la que se tiende a confundir probabilidad con certeza. La imagen SPECT carece de una sensibilidad y especificidad que sean del 100%, a diferencia de otras pruebas diagnósticas. Si tenemos en cuenta la prevalencia de la enfermedad evaluada, el valor predictivo positivo decae más que el publicado en ocasiones teniendo en cuenta sólo el tamaño muestral del estudio que lo expresa. Es decir, se augura algo que puede no acontecer jamás en la vida del paciente diagnosticado, en este caso, de demencia fronto-temporal. Lo probabilístico dice mucho a escala de grandes números, sugiriendo asociaciones de un patrón de imágenes con alguna enfermedad, pero dice poco a escala individual. 


    2. El olvido del alma. El otro horror y error reside en confundir el derecho del paciente a saber sobre su diagnóstico y pronóstico con el deber de saber, lo que induce con frecuencia a los médicos a expresar información no solicitada, a hacerlo con crudeza o incluso a mostrar un abanico de posibilidades en un diagnóstico diferencial no acabado. Un médico debe informar si se le solicita,  no está obligado a augurar crudamente lo peor. Y parece injustificable si además hay incertidumbre, intrínseca a las limitaciones de la propia técnica complementaria (es curioso que las pruebas complementarias dejen de merecer ahora tal nombre) y demás factores de confusión, incluyendo los farmacológicos.


    La medicina fue siempre pronóstica, ya desde los tiempos de Hipócrates. Y, en el ámbito de lo psíquico y psiquiátrico las técnicas de imagen son buenas herramientas de estudios de asociación frecuentistas, pero mucho menos a escala singular, que requiere, al menos, un enfoque bayesiano que reúna previamente a la brutal afirmación diagnóstica - pronóstica, otros factores que la avalen. La mirada frecuentista debe ceder a la singular, teniendo en cuenta además si hay una posibilidad de intervención que cure o palíe un acontecer infausto que se anuncia en el encuentro clínico, porque, de no haberla, ¿Para qué anunciar lo peor?


Demasiados médicos adoptan un criterio probabilístico frecuentista, tan burdo como infantiloide, que acaba haciendo de su pronóstico mero horóscopo. Tal enfoque confunde al sujeto con el individuo muestral, y a una herramienta de ayuda diagnóstica con el oráculo determinista inapelable.


Tenemos un cerebro, pero no somos un cerebro. El olvido de la ciencia acarrea soberbia cientificista. El olvido del alma corporeiza del peor modo al ser humano en una concepción neurocéntrica. Nos encaminamos así a una medicina que justificadamente puede calificarse de desalmada.

lunes, 6 de marzo de 2023

La primavera atacada




“Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos” (Mt. 5,43-45)

 

Tímidamente aparecen flores en algunos árboles que la ciudad alberga. Es un presagio de la primavera, que inaugurará el próximo equinoccio. La luna llena siguiente a ese día determinará cuándo se celebrará la pascua de resurrección; será el primer domingo que la siga.


No fue fácil determinar esa fecha y, con ella, la de lo que en nuestro tiempo son días más festivos que religiosos. Roger Bacon se había dirigido al papa Clemente IV indicando que los cristianos estaban celebrando la Pascua de resurrección en una fecha errónea, algo terrible sin duda, y urgiendo a resolver el problema de un calendario o, lo que es lo mismo, a conocer la duración exacta de un año. Hubieron de pasar tres siglos para que esa reforma en una medida tan importante del tiempo tuviera lugar con el papa Gregorio XIII. 


La primavera viste de luz y color todo lo que nos rodea, aunque sea un entorno urbano. Nos alegra, y parece que esa alegría debiera ser anuncio de paz, cosa que lamentablemente no es de esperar ahora, cuando tantos jóvenes mueren en una guerra, en la que otros muchos quedan mutilados o, en el mejor de los casos, sobreviven ya sin casa. Una guerra en la que la brutalidad criminal coexiste con dirigentes que, habiendo enterrado la diplomacia, parecen jugar, muy mal, a una partida de ajedrez letal. Ahora, en 2023, en ese punto azul en el universo al que se refería Sagan, hay sitio para lo más descabellado y arcaico.


La operación Barbarroja se inició con el principio del verano de 1941. Recuerdo una imagen de un libro (“La segunda guerra mundial en fotografías y documentos”), que me impactó al final de mi adolescencia (creo que ahora ya no existe eso, que pasa a ser "adultescencia"). En esa fotografía, en la que no había nada macabro, a diferencia de otras abundantes en mostrar el horror, se veía la penetración de blindados en terreno soviético. Esos tanques alemanes, los “panzerkampfwagen”, generalmente llamados "panzer", contrastaban brutalmente con los campos florecidos que invadían. En esa foto, se apreciaba que la primavera misma era aplastada, como si fuera el enemigo real, más nefasto que el ejército rojo. Más de 80 años después se habla de la versión moderna de esos carros, también alemanes, los “Leopard”, y no usados para invadir, sino para defender. Invadir, defender… términos sólo en apariencia antagónicos, pues son simbióticos a una pulsión letal, cuando la palabra cesa, cuando su función mediadora decae. 


            Ese libro en tres tomos, con tantas fotos, tantos documentos, que parece ahora tan anticuado, no sólo relataba el pasado sino el presente actual. El libro también recogía las tristes imágenes que inauguraban una era atómica, como augur potencial de otro libro que ojalá no haya que escribir nunca, y no porque no quede quien lo haga. 


            La pulsión de muerte freudiana, con la insistente repetición de lo peor, se nos muestra a los afortunados que no estamos en Ucrania como espectáculo que sucumbe en las pantallas de nuestros televisores  ante el esperpento de amores y desamores de “influencers”. Quizá la paradoja de Fermi sea algo que universalmente reclama la misma “solución” que estamos viendo en nuestro civilizado planeta.


            No hemos aprendido del renacimiento de la vida que la primavera anuncia. Al final, ya se sabe, acaba ganando el invierno, algún invierno, con su nieve teñida del rojo que nutrió a seres vivos. Y acaban aumentando las ganancias económicas de quienes rigen en el mercado de armas. Al final, ya se sabe, los jinetes apocalípticos se muestran como son, inmortalmente repetitivos. Podrán sosegarse, saciada su sed de sangre y de muerte, pero volverán. Un quinto jinete galopa con los cuatro de siempre, es la tecno-ciencia al servicio de ellos. La misma ciencia que no puede comprender plenamente a una simple rosa, que es sin porqué, como decía Silesius, sabrá destruirla. 


            Iglesias cristianas ortodoxas, de creencia similar, con dogmas parecidos, se posicionan con los suyos, en contra del maligno encarnado en el otro, al que derrotar.


            Se acerca el equinoccio y, tras él, el recuerdo del dulce maestro Jesús, cuya palabra acabó induciendo, para ser difundida, la génesis del cirílico, esa lengua eslava en la que hoy se escriben los horrores de la guerra con bendiciones de insensatos patriarcas vestidos con cristianos ropajes litúrgicos.

            

            

            

 

lunes, 13 de febrero de 2023

Terremotos. Movimiento y conmoción.

 

Imagen tomada de "La Voz de Galicia"


    Las placas tectónicas van a su ritmo, los constructores de casas al suyo.


    Se anuncia desde hace años el nuevo terremoto que sufrirá la ciudad de San Francisco. Probablemente, en caso de ocurrir, no sea tan destructivo como lo que aconteció hace pocos días en Turquía y en Siria.


    Lo que vemos en los telediarios es impresionante. Edificios que se derrumban como si su demolición hubiera sido pautada, como castillos de naipes, con gente dentro, llevando vida normal, como la nuestra. Miles de muertos. Horrible. Y lejano. Parece que lo terrible se neutraliza con la lejanía, por ridícula que ésta sea en ese punto azul en el cielo que llamamos, con Carl Sagan, Tierra.


    Y, a la vez, una gran luz nos alumbra. Es la de gestos humanos, sencillos, simples, incluso podríamos decir que “naturales”. Enfermeras que abandonan su puesto de control, pero que no lo hacen para escapar de la debacle que supondría su posible muerte inminente, sino para salvar la vida de quienes aún son tan inconscientes como inmaduros biológicamente hablando, niños en incubadoras. ¿Cuánto “vale” un bebé?


    La zona sísmica se ve ahora, en la televisión, como algo de un país ajeno, extraño (qué horrible es la palabra “extranjero”). Pero no lo es tanto. Tenemos compatriotas allí, a donde han acudido para jugarse el tipo por salvar la vida de desconocidos. No buscan grandes ni pequeñas glorias, no tienen seguramente más de una decena de “likes” en redes sociales (quienes las usen), “instagrames” y demás historias de seguidores. Podríamos decir que es normal, que eso va incluido en su sueldo, y seríamos solemnemente estúpidos si nos atreviéramos a semejante despropósito, porque su heroicidad no es, no puede ser, mercantil, sino, quién lo diría, natural, vocacional, inscrita en su propia madera de buena gente.


    Yo no sé qué sentirían quienes han rescatado personas, algunos a niños muy pequeños, de esa masacre. Pero están justificados. Hagan lo que hagan o lleven la vida más normal del mundo a partir de ahora, salvando a indefensos se han salvado a sí mismos, parece que se han justificado sobradamente. No sé el nombre de ninguna de esas personas, hombres y mujeres que me han servido de espejo tan crudamente humano. Y tú… ¿Qué has hecho que valga realmente la pena? ¿Hay otra cosa, que no sean los otros, que te haya desviado la atención egocéntrica? Es eso lo que, sin querer, sin necesitar ellos saberlo, preguntan sin preguntar. La respuesta siempre parece pobre, burda.


    Vida y muerte van unidas, íntimamente. Y no hay mejor vida que la que se da por otros, ya nos lo dijo Jesús, ni mejor muerte que la tragedia de compartirla con y por los indefensos. 


    Un terremoto mueve de la peor de las maneras, a la vez que conmueve del mejor modo. Habrá la tentación de la arcaica teodicea de que no nos puede regir un Dios bondadoso, visto lo visto, pero es una idea paupérrima de Dios. Somos libres ante el Gran Misterio. Podemos hacerlo mejor, con las casas, con las personas, con nosotros mismos. Muchos científicos (hay más vivos que muertos, se dice) han dejado de perseguir el saber fundamental y también su aplicación en aras del afán narcisista. Muchos políticos han dejado hacer. No es que Dios se calle ante los despropósitos humanos; simplemente estos ocurren porque Dios no es escuchado. No hay silencio para oírlo. También es cierto que Dios tiene sus modos de hablar. Lo ha hecho en las miradas de esos bebés rescatados tras días de entierro en vida.


    La tierra se ha movido ... y ese movimiento, con sus efectos, ha conmovido el alma.