martes, 16 de junio de 2015

Del "memento" al momento.

Tal vez por la propia naturaleza del recuerdo, evocación del pasado, sea sorprendente la insistencia que el contexto judeocristiano de nuestra cultura otorga al recuerdo del futuro. Si ser judío supone la inmersión en una herencia materna y en una tradición que mira hacia un futuro prometido colectivo y terrenal desde el recuerdo de una alianza pasada con el Dios de los padres (en el caso de que persista la creencia al lado de la tradición), el cristianismo mira más bien a un futuro personal trascendente. Como indica Aussman (“Poder y Salvación”) el cristianismo parece más próximo a Egipto que el judaísmo, atendiendo más a la salvación individual que a la de un pueblo. 

La visión apocalíptica del judío Jesús fue transformándose en una religión cristo-céntrica paulina, con todas las variantes a las que dio lugar y con casi todas ellas centradas progresivamente en la muerte como el gran momento, el del tránsito hacia un juicio, incluso aunque todo estuviera predeterminado, predestinado, como en el calvinismo. 

A lo largo de la Historia del Cristianismo, la responsabilidad individual, entendida principalmente como culpa, fue haciéndose mayor; ya no bastaba con ser bautizado y enterrado “ad santos”; ya no bastaba con que, en algún momento, uno sabría que había llegado su hora. Entre los siglos XIV y el XVI proliferan las “artes moriendi” y a partir del XVII el purgatorio entra con fuerza en el imaginario creyente. 

Fuera con confianza o con angustia, el cristianismo miró demasiado a la muerte (incluso son frecuentes en la pintura las miradas a restos humanos, calaveras principalmente, por parte de santos) y eso tuvo como efecto algo tan llamativo como vivir recordando lo que no se puede ni imaginar: el acontecimiento futuro de la propia muerte, del que sólo se sabe que ocurrirá. 

Se suele decir que esa reflexión sobre la propia mortalidad se imponía a cada triunfador romano por el portador de la corona triunfal (“Respice post te, mortalem te esse memento”) pero eso es algo recogido por Tertuliano, lo que hace sospechar de una realidad generalizada; parece incoherente que en pleno principado, cuando cabía incluso la posibilidad de divinización apoteósica post-mortem, pudiera alguien aguantar tales monsergas en el mejor de sus días.

Ese “memento” cuajó con el triunfo de la propia Iglesia que, cada miércoles de ceniza,  insiste en esa expresión macabra: “Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”. La angustia de tal memoria sólo podía paliarse implorando el propio recuerdo del Salvador, y ningún modo más adecuado para hacerlo que rezar el requiem franciscano: “Recordare, Iesu pie quod sum causa tuae viae, ne me perdas illa die”

Y ahora , ¿qué? Ahora tenemos la Ciencia. En ese nuevo contexto vivimos, como colectivo, con confianzas cuasi - mesiánicas y, como individuos, con esperanza salvífica, no en la trascendencia, sino en la negación o el retraso indefinido de la muerte. Los transhumanistas llevan esta esperanza en la singularidad tecno-científica a extremos claramente psicopatológicos. 

Desde la óptica pragmática individual, se confiere omnipotencia a la Medicina. Se sigue recordando el momento de la muerte pero ya no como algo que acontecerá cuando menos esperemos sino como algo que está en nuestras manos retrasar. Con razón decía Bauman que ya nadie se muere de mortalidad y es que, si uno se muere, es por no haberse mirado y cuidado. De ese modo, la vida pasa de considerarse como algo con calidad y cualidad a concebirse desde una métrica, a cuantificarse. Sea desde la obligación cristiana de cuidar el cuerpo otorgado por Dios, sea desde la perspectiva atea de que no hay tal Dios, hay demasiada obsesión ahora con vivir muchos mañanas, incluso a expensas de estar muerto cada hoy. Del memento del momento se ha pasado a ver éste como algo a retrasar, y el “carpe diem” ha dado lugar en muchos casos a una vida tristemente higiénica.


La vida es demasiado hermosa para confundirla con supervivencia. Vida y amor van de la mano y ya dijo Machado que “en amor locura es lo sensato”.  Y es que, al final, todo será "in icto oculi".

viernes, 5 de junio de 2015

No podemos cambiar el pasado... pero lo parece.

"Denn wenn man nicht zunächst über die Quantentheorie entsetzt ist, kann man sie doch unmöglich verstanden haben"
Niels Bohr

"If you think you understand quantum mechanics, you don't understand quantum mechanics."
Richard Feynman


Una partícula elemental puede comportarse como tal partícula o como una onda (principio de complementariedad), dependiendo esa elección del sistema de observación elegido. No sólo ocurre con partículas elementales, pero es en ellas en donde ese extraño comportamiento es más fácilmente observable. 

Ya en 1927 se observó que un haz de electrones que atraviesa una doble rendija forma un patrón de interferencia, incluso aunque los electrones pasen de uno en uno. Si se usa un láser con muy baja intensidad, de modo que los fotones pasen de uno en uno a través de una doble rendija, pueden registrarse flashes de partículas en detectores situados frente a cada rendija o, si no hay tales detectores, podemos ver un patrón de interferencia en una pantalla. Es decir, el modo de observación hace que cada fotón “elija” comportarse como partícula o como onda. Se plantea una cuestión: ¿Cuándo toma el fotón esa “decisión” para un sistema observacional dado?

Hay un experimento que indica que lo que el fotón haya decidido en el pasado dependerá, curiosamente, de lo que elija el experimentador en el futuro. En ese experimento, imaginado por Wheeler en 1978 y llamado de “elección diferida”, en vez de usar una doble rendija, se hace  incidir un rayo láser en un espejo semirreflectante que lo dividirá en dos, un haz que lo atraviesa y otro que se refleja en él. Ambos haces pueden ser reunidos mediante espejos de forma que incidan en una pantalla y en ella se encontrará un patrón de interferencia. Si, en vez de esa pantalla tuviésemos dos detectores obtendríamos flashes en uno o en otro (no simultáneamente en ambos). La elección de pantalla o detectores es retrasada con respecto a la “decisión” tomada por el fotón (actuar como partícula o como onda) pero influye en ella.  

Las dificultades de realizar ese experimento mental dependen de que hagamos un cambio efectivamente retrasado con respecto a la emisión de fotones y, a ser posible, aleatorio, entre detección de interferencia de ondas o de partículas aisladas.  Tales dificultades fueron solventadas en 2007 utilizando un interferómetro Mach Zender. El fotón se detectará como onda o como partícula según la disposición elegida del detector. 

El 25 de mayo de este año, 2015, se publicó otro experimento real de elección diferida, pero llevado a cabo con átomos de helio, en un camino lento pero progresivo hacia lo macroscópico.

Esa elección puede ser muy retardada, incluso millones de años, en otro experimento  posible, el de hacer elección diferida en el modo de detección de la luz emitida por un quásar muy lejano y que haya sufrido la influencia de una lente gravitatoria debida a una galaxia interpuesta. 

En síntesis, lo que decida un observador influye en la decisión tomada en el pasado, incluso muy remoto, por una partícula (o un átomo o… quién sabe dónde se alcanzará un límite). Aunque debe resaltarse que tal conclusión es una mera interpretación.  

Alternativamente, si no podemos cambiar el pasado, parece que lo que hagamos en el presente influye en el modo de narrarlo desde lo que observamos. 

Quizá haya que conformarse sólo con los hechos, con las excelentes predicciones de la mecánica cuántica, porque si pretendemos interpretarla, en el modo que sea, chocamos con algo muy extraño, incomprensible para una intuición que, filogenéticamente, parece haber sido construida para entendérselas con un mundo clásico. 

Referencias:
1. Greene B. El tejido del Cosmos. Espacio, tiempo y la textura de la realidad. Crítica. Barcelona. 2006.
2. Jacques V, Wu E, Grosshans F, Treussart F, Grangier P, Aspect A, Roch JF.  Experimental Realization of Wheeler's Delayed-Choice Gedanken Experiment. Science 2007; 315: 966-968.
3. Manning AG, Khakimov RI, Dall RG, Truscott AG. Wheeler's delayed-choice gedanken experiment with a single atom. Nature Physics 2015. Online. doi:10.1038/nphys3343



martes, 2 de junio de 2015

Nostalgia.

"He visto la luz
Hace tiempo Venus se apagó
He visto morir una estrella en el cielo de Orión."
(M-Clan

A veces la nostalgia nos invade. No es algo precisamente placentero. Remite penosamente a una felicidad anterior, más imaginada que real, pero que no volverá, o refiere a un lugar real o soñado al que aspiramos en el futuro.

El propio término expresa esa conjunción: νόστος y ἄλγος, lo que revela un componente esencial, el dolor, un modo de sufrimiento psíquico, pero es νόστος  el que muestra algo también importante aunque más general: el regreso. Los “nostoi" son relatos de ese regreso a casa, siendo la Odisea el mejor ejemplo. Se retorna a lo más deseado. La añoranza es sentida en presente y orienta la acción cuyo horizonte de futuro es, a la vez, lo bueno del pasado: el reencuentro con lo propio, con quien le espera a uno, con lo familiar y auténtico. 

Todas las peripecias del viaje a Ítaca podrían considerarse estimuladas por esa nostalgia, por el dolor, sentido como carencia, que induce al regreso; no es una nostalgia paralizante sino, por el contrario, un sentimiento que promueve la acción, en la que se incluye también saber rechazar ofertas interesantes, descartando, incluso con la fuerza, el atractivo y letal canto de las sirenas.

La buena acepción del término “nostalgia” apuntaría a ese regreso entendido, no tanto como retorno a un pasado inmutable, sino como un encaminarse hacia una referencia, que puede concretarse en un lugar o en un modo de ser. Tan es así que, en el caso de los creyentes místicos, puede hablarse de una nostalgia celestial, de la nostalgia de buscar lo no conocido pero sí esperado como lo mejor, porque “sólo una cosa es necesaria” (Lc. 10, 42). El dolor nostálgico no sería aquí propiamente tal, sino tensión creativa; no sería ansiedad sino ansia… de amor, de comprensión, de acceso definitivo al Misterio.

Pero no es raro que se dé un dolor real, el que insta a un regreso imposible porque la ubicación se da en el pasado, una imposibilidad debida a la distancia que cantaba Roberto Carlos o a la muerte misma a que aludía Gardel, en cuyo caso la nostalgia petrifica el duelo.

Hay quien queda anclado en un tiempo congelado, repitiendo incesantemente lo peor. Hay también momentos en los que el pasado hiere, momentos desencadenados por estímulos sensoriales aparentemente menores. Ese retorno nostálgico al momento en que uno decidió o fue decidido a una opción entre otras, puede abarcar desde un mero sentimiento emocional más o menos interesante hasta una parálisis cuando el propio estímulo desencadenante es buscado, como si se diera una adicción.

Si la nostalgia es dolor asociado al regreso, bien podría decirse que sólo es aceptable, valiosa incluso, cuando ese regreso es propiamente progreso, transformación personal, la que busca ese despojarse de lo malo e inútil para encaminarse hacia lo que nos hace humanos, en un viaje a través de todo tipo de contingencias biográficas a recibir benéficamente, a incluir en esa flecha más errática que lineal que configura nuestra vida que siempre es, en mayor, menor o incluso mínimo grado, libre.

Tal ambivalencia del término, factible en el ámbito individual, nunca ocurre cuando la nostalgia es tomada de forma colectiva, en cuyo caso ese sentimiento siempre es potencialmente terrible. Si mira al futuro, porque lo hace desde una óptica utópica, lo que conduce indefectiblemente a la distopía, sea la de la conversión forzada al cristianismo, sea la del nazismo, la del paraíso comunista o, en nuestro tiempo, la del progreso científico. Y, si mira al pasado, porque supone algo peor que la parálisis, al implicar un camino de retorno mítico en el peor sentido, hacia el olvido de lo humano, despreciando lo que hizo posible la civilización misma.

Una hombre judío dijo muchas cosas sensatas, sabias. Una de ellas se la dirigió a un joven: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt. 8, 22). Esa recomendación sigue vigente, poderosa, porque la vida nos reclama.

sábado, 23 de mayo de 2015

Duino. No podemos recordar el futuro.

"¿Wer, wenn Ich schriee, hörte mich denn aus der Engel Ordnungen?"
"¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles?"
R.M.Rilke

La invariancia temporal de la dinámica newtoniana contrasta con la evolución macroscópica del mundo. Recordamos lo que aconteció en el pasado y no lo que ocurrirá en el futuro.  Se habla de tres flechas del tiempo, la cosmológica, la entrópica y la psicológica, siendo ésta la que más nos incumbe íntimamente. Decimos que el tiempo transcurre de prisa, cuando somos nosotros los que nos apresuramos en él, siempre que tenga sentido hablar propiamente de tiempo.

El contraste entre la invariancia temporal microscópica y la irreversibilidad macroscópica dista de ser conocido. Boltzmann aportó una aproximación extraordinaria: no es lo individual microscópico lo que es afectado por el tiempo sino lo colectivo, el conjunto de muchos entes individuales, moleculares, atómicos. La entropía, algo medible termodinámicamente, fue relacionada por él con un criterio estadístico: el número de microestados que son compatibles con un macroestado dado. Se suelen poner muchos ejemplos al respecto; desde gases confinados que se expanden, hasta líquidos derramados. En esos ejemplos, por mucho que esperemos, no veremos un retorno a la situación inicial. Ahora bien, resulta que también esa relación tiene invariancia temporal "a priori", pues, si es previsible que en el futuro el desorden aumente, también podría aumentar hacia el pasado desde un momento considerado, lo que no parece ocurrir. Y, si no ocurre, una de dos, o algo va mal con esa relación que liga la mecánica estadística y la termodinámica, o partimos, como se suele admitir, de un origen temporal de entropía mínima. Sería esa condición inicial, una situación altamente ordenada en el origen del universo, la que uniría la flecha cosmológica a la entrópica y, siendo nosotros seres biológicos, también a nuestro propio desorden en forma de envejecimiento y, finalmente, muerte, aunque la vida misma pueda construirse respetando el segundo principio, aumentando la entropía del universo.

Boltzmann parecía sufrir fuertes depresiones alternando con estados eufóricos; tal vez ahora fuera diagnosticado como bipolar, quién sabe. Él mismo relacionaba su situación, aunque fuera bromeando (¿se bromea sobre esto?), con haber nacido en la frontera que separa el martes de carnaval del miércoles de ceniza. 

En 1905 escribió escribió sobre su viaje a Berkeley en tono alegre (“Reise eines deutschen Professors ins Eldorado”). En septiembre de 1906 fue a pasar unas cortas vacaciones a Duino, un lugar hermoso que inspiró las elegías de Rilke. Antes de finalizar esa estancia, mientras su esposa y su hija menor se bañaban en las aguas del Adriático se ahorcó y así fue descubierto por su horrorizada hija Elsa, de quince años. 

No se le negó el funeral católico, tras el que fue enterrado en Viena en una zona conteniendo tumbas honorables (Ehrengraben): Beethoven , Schubert… Una peripecia post-mortem hizo que su cuerpo reposara finalmente en el cementerio central de Viena en 1922. En 1933 se erigió un monumento en el que se inscribió su célebre fórmula, que relaciona la entropía con la mecánica estadística.

¿Por qué se mató Boltzmann en Duino? Abundan quienes dicen que su depresión tuvo que ver con la hostilidad de otros científicos a la teoría atomística. Lidiar con Ostwald y Mach no debió ser fácil, pero Boltzmann fue reconocido y honrado como científico en vida y sería demasiado simplista asumir que el debate científico fuera causal en su suicidio. No tiene por qué haber “razones” para la depresión y, por otra parte, la depresión no queda en casa si uno se va de vacaciones; y un paisaje romántico no necesariamente sosiega. Un alma atormentada puede hallar en él el estímulo preciso para el paso al acto letal.

Su obra permanece vigorosa e influyente en el orden filosófico. Un trabajo reciente (2010) de Gressman y Strain publicado en PNAS ha revitalizado aun más el genio de Boltzmann, nos lo ha recordado y, al hacerlo, también indirectamente la imposibilidad, a la que ya estamos acostumbrados, de recordar el futuro. Somos en el tiempo.

A mi prima Teresa Peteiro, mujer vitalista ejemplar, In Memoriam. 

domingo, 17 de mayo de 2015

El olor del recuerdo



"En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar... el recuerdo se hizo presente... Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena... apareció la casa gris y su fachada, y con la casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles…"
Marcel Proust.

La experiencia de Proust suele citarse en cuanta revisión haya sobre la neurobiología del olfato, aunque Proust se refiera a sabor, más que a olor. Olfato y gusto van íntimamente ligados en lo que tiene que ver con el placer primordial de supervivencia: comer y beber.

En el olor, como en el gusto, hay química. A diferencia de lo que ocurre con el recuerdo visual o el auditivo, el desencadenante que un determinado olor produce es químico en su naturaleza y sorprendente en su resultado. En receptores asociados al rinencéfalo de Proust algunos componentes químicos de esa mezcla de una magdalena y té le hicieron revivir más que una experiencia puramente sensorial inmediata; como él indica, tuvo clarísimos recuerdos visuales asociados a ella, sugiriendo fuertes emociones implícitas en ese retorno a un tiempo pasado.

¿Por qué ocurre eso? Sabemos de la importancia del olfato en muchos animales, de cómo algunos perros policía pueden identificar trazas de droga o la existencia de un cadáver. En nosotros, ese sentido parece algo accesorio más allá de la experiencia de agrado o desagrado que un olor supone; en algunos casos, el olor advierte de algo malo, contaminante; en otros, el propio cuerpo alterado emite olores que son característicos para médicos experimentados. Se busca también facilitar el buen olor corporal no sólo con la higiene sino con el uso de perfumes y hay quien dice que su efecto se basa en potenciar mensajes químicos entre sexos, facilitando la acción de feromonas. Hay quien va más allá y alaba los pretendidos efectos de la aromaterapia. La tradición cristiana incluso reconoce santidad en alguien cuyo cadáver es delicadamente aromático (“murió en olor de santidad”, se dice). Süskind jugó con todo el impacto emocional asociable a olores en su célebre obra “El Perfume”.  

Sea como sea, la rememoración por medio del olfato se diferencia de otros modos de memoria en la necesidad de un desencadenante químico de mayor o menor complejidad, que se da las más de las veces por azar, y en su relación con la evocación brillante de vivencias antiguas. Podemos tratar de recordar a voluntad imágenes o sonidos, sean música o palabras, pero esa posibilidad no ocurre con la memoria olfativa: no recordamos ese olor que, si resurge por azar, haría revivir lo inefable de lo antiguo, lo que se alberga en el fondo biográfico. No recordamos bien los olores, pero los olores suscitan muy bien los recuerdos.

Con el oído y la vista percibimos respectivamente una banda de ondas sonoras y una parte muy pequeña del espectro electromagnético; también hablamos y reflejamos luz haciéndonos reconocibles a otros. Podemos grabar esas ondas y reproducirlas; podemos oír música, ver películas, hacer fotos… Pero ninguna foto, ningún video ni grabación sonora pueden situarnos en el pasado como puede hacerlo una conjunción de olores, porque el olor parece retrotraernos a lo más emocional, a lo más animal de nuestra sensibilidad, a ese punto en que lo biológico y lo biográfico se encuentran, cuando el mundo es olido de un modo único, para amarlo o devorarlo, para creer por un momento que el eterno retorno de lo mismo es factible. 

¿Por qué no grabar también olores? La respuesta no es sencilla, porque no estamos ante el registro de una onda sonora modulada o de un campo electromagnético, que puedan ser reproducidos, sino ante captación y reproducción de mezclas químicas cualitativa y cuantitativamente precisas. En ese intento se ha dado un paso tan aparentemente tosco como importante por parte de Amy Radcliffe con su prototipo “Madeleine”, con el que el olor de algo, emanado como mezcla gaseosa puede ser captado en una resina desde la que podrá establecerse la composición química de esa mezcla por espectrometría de masas. Ese espectro sería el análogo al negativo de una fotografía en una película sensible o, atendiendo a la complejidad implícita, al patrón de difracción de rayos X de una estructura cristalina. Si el revelado de un negativo parece sencillo, lo es menos la conversión de un patrón de difracción en un modelo estructural, como también lo es la transformación de una información analítica en la síntesis química en proporciones correctas de la mezcla detectada. 

Es decir, estaríamos en la primera fase del proceso: un registro analógico, en "negativo", del olor. ¿Qué ocurriría si se lograse el objetivo de reproducir lo que lo origina, la fase de revelado del negativo? Es difícil pronosticarlo pero algo así permitiría múltiples experimentos en modelos animales y en seres humanos, que abrirían las puertas a la comprensión del recuerdo que quizá sea más primordial, aquél en que lo más visceralmente biográfico entroncaría con nuestra animalidad. 

sábado, 9 de mayo de 2015

LA INFANCIA OLVIDADA. XIX Jornadas del ICF de A Coruña "El psicoanálisis hoy".



Mala cosa es olvidar la infancia, tanto la propia, porque ese olvido suele ser represivo y origen de síntomas neuróticos, como la de los demás, la de quienes aun están atravesándola. 

En las Jornadas del Instituto del Campo Freudiano habidas en mi ciudad se ha reflexionado sobre todo el arco que comprende desde lo más íntimo de cada uno, lo que remite a la propia infancia, hasta el niño como paciente, el que se muestra como sujeto de trastorno y que nunca ha de ser considerado como objeto, ni siquiera como objeto protegido. 

Siempre se es sujeto, incluso siendo niño, y siempre hay un otro. Un otro acogedor o problemático. Un otro que puede ser la familia o la institución que trata de paliar su ausencia o sus fracasos o algo distinto y peor.

Las distintas ponencias presentadas el viernes en modo de “flash” por razones de tiempo mostraron mucho y bueno para la reflexión. La excelente conferencia impartida el sábado por Mariam Martin Ramos y el debate posterior, moderado por Manuel Fernández Blanco, tuvieron un efecto magnífico en lo que apunta a mostrar dos aspectos esenciales en la tarea clínica: sensatez y responsabilidad. 

El sentido común ha de ser verbalizado y eso no es tarea fácil. Cuando se oye hablar a psicoanalistas que reflexionan desde un saber empírico (nada mas falso que ver en el psicoanálisis un mero constructo formal), uno pasa a una situación especial, de gran riqueza espiritual, la de darse cuenta. Y es así como nos dimos cuenta de muchas cosas que, una vez dichas, expresadas con rigor y valentía, parecen auto-evidentes pero que distan de serlo.

El “buenismo”, el “humanitarismo”, no sólo no bastan, sino que pueden empeorar las cosas, incluso en circunstancias de partida terribles como son los orfanatos de determinados países. Olvidar la infancia supone olvidar al sujeto en una etapa que ha de atravesar con todas sus dificultades. Y es que no es lo mismo proteger que controlar. Por eso se insistió en que “cuando el hijo lo es a cualquier precio no hay deseo”, de tal modo que ese “querer” llega a ser la versión actual del niño no deseado. Por eso se repitió también una frase dura, tanto como acertada, al referirse a “la infancia olvidada en un campo de concentración protegido”.
La moda científica no es ajena a ese afán segregacionista, concentracionario, incluso en aras de las llamadas buenas causas. Del "uno por uno" que defiende el psicoanálisis en el mejor modo, podemos pasar al aislamiento cientificista, a la segregación, desde un pretendido saber que no es tal.

Son ya 19 las Jornadas celebradas por el Instituto del Campo Freudiano de A Coruña. De cada una de ellas se sale con una sensación difícil de describir, algo así como un realismo esperanzado, algo sustentado por el análisis riguroso de lo que ocurre en nuestra civilización, que muestra la crudeza de lo peor, pero que, sin nostalgias inútiles, apunta a la esperanza en lo humano, lo que hace que vivir valga la pena. 


Si la ciencia atiende a sectores de realidad, si la filosofía interroga sobre el saber mismo, el psicoanálisis se va haciendo desde el empirismo clínico y la reflexión honesta, con el ánimo de facilitar que cada uno pueda hacer de su vida algo valioso para sí mismo y, como consecuencia, también para los demás.

viernes, 1 de mayo de 2015

El olvido de la propia vida

“No hay nada que hacer, no hay ningún sitio donde ir, no hay nada que ser, no hay nadie a quien conocer”.
Expresión de Dick Cavett citada por Thomas Ligotti

¿Por qué una persona normal sucumbe sin más a una depresión? No es algo raro; se estima una prevalencia del orden de un uno por ciento.

Hay una tendencia que roza a veces la pseudociencia a ver en la teoría de la evolución la gran explicación para todo, y uno de los ejemplos más típicos es el de la anemia falciforme, una enfermedad que se mantendría porque los hematíes alterados en ella evitarían ser parasitados por el Plasmodium. Una enfermedad que evita otra. Pero… ¿evita algo la depresión? No lo parece. No hay explicación en el cuadro evolutivo. Es el absurdo absoluto.

De repente, a veces anunciada, se asiste a la caída inexorable, al desfondamiento del ser; más bien a le presencia del no ser, de un cuerpo deshabitado aunque esté vivo o aunque lo parezca más bien. Porque ¿es eso acaso estar vivo?

Nada más ridículamente inútil que los consejos o las palabras de ánimo en tal situación. Nada más perverso que creer comprender lo incomprensible. 

Nada que decir aunque se insista repetitivamente en la queja absurda por irreal, por ajena a la situación. Nada que escuchar. 

Se ve necesario desde la normalidad el recurso a la magia de los medicamentos que no funcionarán, o tal vez sí; nunca se sabe, pero, si hay un nombre idiota, es “antidepresivo”. Y si la magia alquímica no sirve, queda la eléctrica en forma de electroshock o, en plan moderno, la magnetoterapia. Ensayos clínicos y meta-análisis que muestran lo que no se quiere ver. Algún caso muestra mejoría, o no. Quién sabe qué ocurre ahí dentro, en esa maraña de miles de millones de neuronas. 

Habrá quien diga que, de algo tan cruel, uno sale reforzado. Y ocurre que no siempre se sale, porque uno a veces se mata. Y, cuando se sale, se sale anestesiado afectivamente, con dolor, con resentimiento, pero no mejor. Kay R Jamison tuvo sus brotes y se hizo psiquiatra y publicó libros en los que relaciona creatividad y psicosis. ¿Quién querría ser creativo a tal precio? 

Aminas, endorfinas, NGF, factores de transcripción… palabras vacías, tanto como lo que pretenden explicar. ¿Quién sabe si la isonazida, base de los IMAO iniciales simplemente “funcionó” porque mejoró el estado clínico general de algún tuberculoso? ¿Por qué algo que parece funcionar, estabilizar al menos, desde el loco experimento de Cade, queda relegado al olvido? En este caso sí sabemos la cruda respuesta: no tiene sentido investigar en lo que no es patentable.

En plena depresión, el paciente no sería capaz de apretar un botón que lo sacara de ella. Ni esa fuerza es concebible en tal estado. A veces, el estímulo farmacológico da esa pequeña energía para apretar otro botón, el de apagado definitivo, el del suicidio. Y es que la muerte parece mucho más compasiva cuando es definitiva que cuando ha de soportar un cuerpo que conserva signos vitales y que sostiene sólo el absurdo.

Es fácil decirle a alguien desde una aparente objetividad, especialmente cuando es joven, que la vida le sonríe. Pero sólo uno mismo puede saber de la sonrisa cruel de su propia existencia. Porque la vida puede sonreír desde el tener a la vez que destroza al ser.

viernes, 24 de abril de 2015

No hay recuerdos ahí fuera. Estamos solos.

No recibimos mensajes del espacio exterior. En realidad, no recibimos recuerdos, ya que lo que pudiéramos detectar sería algo del pasado más o menos lejano, dependiendo del tiempo que la luz tardase en llegar desde el lugar de origen hasta nuestros sistemas de recepción.

Se ha argumentado que, dada la potencial cantidad de mundos habitables en el Universo, sería una extrañeza que la vida sólo se diera en un planeta; el mismo razonamiento sugiere que, si aquí ha sido posible la aparición de vida inteligente, es razonable que haya civilizaciones más o menos avanzadas en otros planetas de nuestra galaxia o de otras. El tiempo implícito en la separación entre el "homo sapiens" y sus vecinos primates más próximos es muy reducido en comparación con el tiempo total transcurrido desde la aparición de las primeras formas de vida hasta ahora; siendo así, no es descartable que la evolución tecno-científica de algunas civilizaciones alienígenas se haya iniciado antes que la nuestra dando lugar a “super-civilizaciones”.

El mantenimiento de una super-civilización podría suponer la colonización de un sistema estelar o incluso de una galaxia entera. Para ello sería necesario el uso de sistemas adecuados de captación de energía, habiéndose postulado por Nikolái Kardashev tres tipos de civilizaciones:  desde las que usarían la energía de su planeta (tipo 1) hasta las que podrían usar la energía de toda una galaxia (tipo 3). Entre ellas, las de tipo 2 podrían lograr un uso óptimo de la energía de una estrella mediante una esfera Dyson (un sistema de colectores de luz en órbita formando una estructura más o menos compacta).

La esperanza de descubrir inteligencia extraterrestre subyace al proyecto SETI, basado en detectar señales electromagnéticas asociables a posibles mensajes del exterior. 

Hay otra alternativa de detección de vida inteligente extraterrestre. Una super-civilización que hiciera uso, por ejemplo, de esferas Dyson, y que llegara a colonizar una galaxia entera, aumentaría claramente la producción de entropía y dicho aumento supondría un desplazamiento hacia longitudes de onda situadas en el infrarrojo medio en comparación con el espectro de galaxias no colonizadas. Esa posibilidad se ha examinado en el proyecto WISE (Wide-field infrared survey explorer). Tras analizar unas cien mil galaxias “cercanas”, los resultados apuntan, según Jason Wright, a que ninguna de ellas alberga signos de civilizaciones altamente avanzadas.

Los resultados negativos no excluyen la existencia de vida extraterrestre inteligente. Pudiera ocurrir, como señala Karl Schroder, que una civilización avanzada no se caracterizase por una gran explotación de recursos observable desde el exterior como una alta producción de entropía, sino más bien por un desarrollo óptimamente sostenible.

Las galaxias observadas son lejanas en el espacio y, por ello, ya que la velocidad de la luz es limitada, también en el tiempo. No es descartable que condiciones de entonces, como una mayor frecuencia de estallidos de radiación gamma, esterilizaran literalmente cualquier posible adelanto en una evolución que abocara a vida inteligente.

Fermi era pesimista. Pensaba, coincidiendo con su trabajo en el Proyecto Manhattan, que, aunque fuera muy alta la probabilidad de vida inteligente alienígena, también lo sería la probabilidad de auto-destrucción, por lo que nunca alcanzaría un estado de super-civilización detectable.

¿Y si, simplemente, no hay nadie? Hemos de tener en cuenta que, si pensamos en inteligencia alienígena, lo hacemos necesariamente de modo antropomórfico, aunque la concepción de esa vida exterior esté abierta a la imaginación más calenturienta. Es antropomórfico incluso suponer que la evolución, proceso crudamente aleatorio, implique la aparición de consciencia como algo necesario. De hecho, en un mundo en el que han aparecido millones de especies, somos la única que habla y, por ello, ha podido dar paso a la cultura. Bien podría ocurrir que nunca se diera vida inteligente en nuestro propio planeta. ¿Por qué habría de ocurrir en otros?

¿Y nuestra especie? También podría tener un desarrollo tecno-científico muy alto y aun así acabar desapareciendo. Quedan muchos millones de años para que el sol se convierta en una gigante roja; tal vez haya tiempo para colonizar antes otros planetas extra-solares, pero en el camino muchas catástrofes nos acechan y no sólo exteriores. Freud nos habló de la pulsión de muerte, algo manifestado de forma masiva en el siglo XX. Tal vez sea esa pulsión la que alimentó perspectivas filosóficas y míticas que ven en la muerte de la especie la única salida, la única solución al dolor generalizado. En un libro reciente, Thomas Ligotti alude al pesimista Peter Wessel Zapffe, quien sitúa nuestra pérdida de la inocencia en el momento en que adquirimos “un excedente abrumador de consciencia por el que la vida humana se sobrepasa, se hace paradoja y pasamos a ser un absurdo en el paisaje”. Indica también Ligotti que “la consciencia, madre de todos los horrores, nos hace creer que estar vivos no es un error, que algo tiene sentido.” 

La primera de las nobles verdades enunciadas por Buda es que toda existencia es sufrimiento. Ligotti rechaza cualquier “solución” budista o cristiana al sufrimiento porque entiende que la única salida real al mismo es que simplemente no exista porque no haya quien lo perciba, dejando de ser como especie, cesando en la reproducción. 

No es algo novedoso ya que en el seno del cristianismo se dio algo similar a ese deseo de acabar con lo que se veía intrínsecamente malo. Ocurrió con una secta herética en el siglo XII. Nos dice Pierre Labal que para los cátaros “el mundo es eminentemente desdeñable… no podía ser de otro modo ya que es obra del Diablo. Esta tierra es el infierno. El acto sexual es diabólico puesto que es un medio a través del cual el hombre y la mujer participan en la perversa empresa de ir metiendo, generación tras generación, almas en cuerpos de barro”. No deja de ser paradójico que la brutalidad inquisitorial asociada a una cruzada interna lo fuera, sin pretenderlo, contra una forma de extinción considerada utópica.

De momento, estamos solos contemplando el grandioso Universo desde este pequeño planeta. No sería descartable que, cuando llegaran las señales esperadas de otras inteligencias exteriores, no hubiera aquí nadie para recibirlas. Pero, de momento también, podemos maravillarnos extáticamente ante la gran belleza cósmica, intentando, desde la contemplación estética y científica, percibir su misterio.

jueves, 16 de abril de 2015

Angustia, recuerdo y esperanza.

“Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor”
Jorge Luis Borges

Algunas personas, en unos casos antes, en otros después, muchas veces con ayuda, acaban contemplando el vacío, percibiéndolo como angustia a atravesar. Tal vez eso, que no es miedo ni ansiedad, sea la angustia a la que se refirió Heidegger. O no. Quizá desde ese vacío sea posible la comunicación entre existencias dispares y, de ser así, parece entendible la aparentemente extraña afirmación de Borges.

Desde el vacío la poesía sería adecuadamente atendida y concebida como “poiesis”, pudiendo así lo más  auténticamente humano ser construido y dicho. Heidegger no paró de hablar, tan pesado como era, de eso, y lo hizo tomando como caso ejemplar un poema de Hölderlin, aquel en el que están contenidos unos versos: 
“Voll Verdienst, doch dichterisch, 
wohnet der Mensch auf dieser Erde” 

(que tal vez podría traducirse por: “Lleno de méritos, sin embargo, poéticamente habita el hombre en esta tierra”). “Habitar poéticamente” suena bien, más sabiendo que quien lo dijo se trastornó después, quizá por amor a una Diotima inalcanzable. Y resulta acogedor y estimulante en un mundo que no es precisamente poético sino burdamente mercantil.

En su recomendable libro “La edad de la nada”, Peter Watson nos recuerda que, tras habérsele diagnosticado a Richard Rorty un cáncer de páncreas, un hijo suyo y un primo que era pastor protestante le preguntaron, respectivamente, sobre qué le había sido de utilidad en la filosofía y si su pensamiento había tornado a lo religioso. Se limitó a contestar que la poesía le había servido de mucho (era un pragmatista y las cosas servían o no, simplemente). Se refirió a dos poemas; uno de ellos, “El jardín de Proserpina” de Algernon C. Swinburne, del que resaltó estos versos:

“Por eso agradecemos a los dioses
Sean quienes sean
Que la vida no dure eternamente, 
Que nada perturbe el sueño de los muertos, 
Que hasta el río menos impetuoso
Haya siempre de retornar al mar.”

En cierto modo es la afirmación de Jorge Manrique convertida en deseo.
Por su parte, Harold Bloom refería que “a las puertas de la muerte me he recitado poemas, pero no he buscado un interlocutor para entablar una conversación dialéctica”. ¿Para qué discusiones metafísicas cuando uno se va a morir? Quizá todo esté ya dicho y baste con recordar sólo lo que valga la pena para afrontar lo que los viejos llamaban el tránsito (es curioso que en el idioma gallego permanezca una noción desaparecida en otras lenguas y aun hablemos aquí de “o pasamento" de alguien. En Galicia la muerte es la muerte, no una banalidad).

Una gran película tiene como título unas palabras tomadas de William Wordsworth, “esplendor en la hierba”. La belleza y tragedia de Natalie Wood subrayan aun más hoy que entonces, la fuerza de este fragmento que leía: 

“Though nothing can bring back the hour
 Of splendour in the grass,
 of glory in the flower,
 We will grieve not, rather find
 Strength in what remains behind”.

(“Aunque nada pueda hacer volver la hora
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos, pues encontraremos
fuerza en el recuerdo”).

¿Fuerza en el recuerdo? Tal vez consuelo o nostalgia, cierta alegría incluso, pero la fuerza, aunque pueda apoyarse en el pasado, surge de un presente que mira al futuro como posibilidad abierta. 
Se dice, generalmente, cínicamente también, ante la enfermedad mortal de alguien, de otro, no de uno mismo, que mientras hay vida hay esperanza. Y resulta que no; que es más bien al revés, que sólo hay vida mientras existe esperanza. ¿En qué? No en nada, no en todo. Sólo en lo más cercano y misterioso a la vez,  como la rosa que contemplaba Freud al ser entrevistado al final. 
Wittgenstein aludía a la conveniencia de callar cuando no se puede hablar. Santa Teresa insistía en la paradoja de hablar de lo inefable "tenido" recomendando que nada nos turbe, que nada nos espante pues "quien a Dios tiene nada le falta: Sólo Dios basta.”

Y es que todo es demasiado complejo, demasiado amoroso, para ser turbados por lo superfluo. A pesar de la angustia o quizá precisamente por ella. Pero sabemos ya por muchos que en la poesía tenemos algo que nos acerca a lo auténtico y eterno.

domingo, 5 de abril de 2015

No nos olvidemos de hablar.


“Bajo el reinado del joven que recibió la soberanía de su padre, Señor de las Insignias reales, cubierto de gloria, el instaurador del orden en Egipto, piadoso hacia los dioses…”
Texto escrito en 196 a.C. en la piedra de Rosetta

“Civilization now happens digitally.
And it has no memory
This is no way to run a civilization.”
Danny Hillis

Sabemos de la importancia de que uno de tantos decretos se inscribiera en una estela de granodiorita en jeroglífico, demótico y griego antiguo. No se debe al texto en sí sino a la circunstancia de que éste fuera escrito en tres lenguas en un soporte que resistió el paso de siglos. Champollion pudo descifrar así los jeroglíficos egipcios mostrando el resultado de su trabajo en 1822.

¿Podría ocurrirle al inglés o al español lo que pasó con los jeroglíficos, de tal modo que nadie pudiera descifrar textos en estos idiomas al cabo de muchos años? No lo sabemos, pero sí es muy probable que lenguas minoritarias hoy en día desaparezcan sin dejar rastro en poco tiempo. 

En la actualidad se conoce la existencia de 7102 lenguas en el mundo, muchas de ellas habladas por muy poca gente. 

¿Por qué no salvar lo posible haciendo una piedra de Rosetta moderna? Con esa perspectiva se ha acometido un proyecto que intenta guardar como archivo digital (Internet Archive) unas cien mil páginas de documentos y registros en audio de unas 2500 lenguas.  Además de información relativa a aspectos gramaticales, se recogen en cada una de esas lenguas textos tan conocidos como el inicio del Génesis o la Declaración de Derechos Humanos. 

Si la piedra Rosetta sirvió para saber del pasado, fue por su estabilidad; por ello, se ha pensado también en un soporte que no sea digital sino físico, duradero y múltiple, lo que dio lugar en 2008 al Disco Rosetta, un disco de níquel de 7,62 cm de diámetro que contiene más de 13.000 páginas de información sobre unos 1.500 lenguajes humanos. No se precisa ordenador alguno para leerlo; sólo un sistema óptico que proporcione más de 600 aumentos, un microscopio relativamente simple.

Hay algo llamativo en este intento de conservar información lingüística. Retoma lo más clásico, tanto en “hardware” como en “software”, usando como soporte la consistencia sólida del níquel y sustituyendo el habitual lenguaje binario por los signos reales utilizados en cada lengua, mediante una grabación analógica. Un número de copias elevado facilitará sin duda la permanencia de, al menos, algún disco por muchos siglos.

El proyecto persigue conservar lo que presumiblemente se perderá rápidamente y es a la vez una llamada de atención al mantenimiento de la diversidad lingüística. 

En un tiempo en que parece que no podemos vivir sin informática, no es malo recordar la corta vida de los materiales que la sostienen, incluyendo los soportes de memoria física. Nadie puede hacer nada con un disco flexible de 8”. ¿Servirá para algo un “pendrive” dentro de diez años? ¿y un DVD? Pero también la propia forma de entenderse con los ordenadores es olvidadiza. No son lejanos los años en que se impartían cursos de Fortran IV o en los que se anunciaban academias prestas a enseñar el “lenguaje del futuro”, el Basic. Lo más novedoso y aparentemente universal, el lenguaje de ordenador, y las aplicaciones que permite, parecen lo lo más efímero. 

La intensa globalización facilitada por los sistemas de comunicación digitales es lesiva para la diversidad de lenguas, al favorecer la existencia de una lingua franca deteriorada a su vez, con un vocabulario muy restringido y una ortografía cada vez más ignorada. En España hemos asistido incluso a políticas activas en la destrucción de lenguas propias sin que ello lograra el supuesto beneficio de que nuestros jóvenes se expresen mejor en inglés. Más que hacia una lingua franca caminamos hacia una pobre neolengua infantiloide. Sabido es que cuantas mayores posibilidades de comunicación existen, menos comunicación real se da, lo que sugiere que un avance técnico como el que suponen los “smartphones” pudiera ser, en realidad, el peor ataque a lo que nos hace humanos: ser hablantes.

Si la tecnología sostiene un empobrecimiento cultural masivo, las políticas educativas inspiradas por el plan Bolonia parecen facilitarlo, haciendo del lenguaje (incluso del matemático) mera herramienta de servidumbre tecno-científica. Por ello, frente a la deshumanización cientificista se hace preciso recuperar el valor real de la ciencia misma, que sólo puede darse en un contexto humanístico. No es descartable que la buena ciencia (no la mera obsesión febril por publicar en revistas científicas) sólo pueda construirse si se retorna a los clásicos y se prioriza en la enseñanza básica y secundaria el estudio de las llamadas lenguas muertas, que nunca lo han estado propiamente.