jueves, 7 de julio de 2016

El mito de la eterna juventud renace. Plasma juvenil.



La sangre, además de haber sido uno de los cuatro humores y lo que ahora sabemos que es, representa uno de los grandes símbolos de vida y de muerte. Sangre de mártires que mancha una bandera sacralizándola, linajes de sangre, sangre que hace prodigioso al Santo Grial, vino eucarístico que se transforma en sangre divina…
Es fácil asociar sangre y vida. Andreas Libavius postuló en 1615 que "la sangre caliente y espirituosa del joven será para el viejo como fuente de vida". La sangre vieja debe eliminarse y ser sustituida por sangre nueva o por un elixir como el que, según Ovidio, usó Medea para rejuvenecer a Esón. Bram Stoker supo dar una forma siniestra a esa asociación entre sangre y vida.
¿Por qué no usar la sangre de alguien sano para restablecer la salud de otro? La primera transfusión documentada fue realizada por James Blundell en diciembre de 1818. Después, en Obstetricia a lo largo del siglo XIX y, especialmente, en las grandes guerras del siglo XX, se puso de manifiesto el valor de la hemoterapia, limitado por algunas extrañas reacciones que acabó aclarando Karl Landsteiner en 1900, y ensombrecida porque la sangre donada podía transferir enfermedades infecciosas como las debidas al VIH y al VHC.

A veces surgen hermanos siameses que comparten su sangre. Hay un modo de reproducir en modelo experimental animal ese extraño intercambio, suturando la piel de dos animales en sus flancos. Se llama parabiosis Introducida por Paul Bert con su tesis “La greffe animale” en 1860, fue relativamente poco valorada hasta que en 1969 Coleman, la realizó entre ratones mutantes diabéticos y ratones normales, viendo que éstos perdían peso y concluyendo así la existencia de un factor de saciedad en los mutantes y que, casi treinta años más tarde, Friedman identificó dándole el nombre de leptina.
A principio de los años 70 se unieron animales de edades diferentes (parabiosis heterócrona). De este modo, Ludwig y Elashoff comprobaron que los animales viejos vivían más al ser unidos a jóvenes. Weissman, Wagers y Rando redescubrieron la parabiosis en la universidad de Stanford. En 2005, el grupo de Conboy hizo experimentos de parabiosis heterócrona (animales de distintas edades). Una nueva aproximación experimental al estudio del envejecimiento estaba servida.

Como un nuevo elixir mágico, resultó que el plasma juvenil tenía un efecto rejuvenecedor en ratones viejos y no sólo en su cerebro, también en el corazón, hígado y páncreas. El grupo de Tom Wyss-Coray consiguió publicar un artículo en Nature Medicine en junio de 2014 mostrando que la administración de una serie de infusiones de plasma mejoraba aspectos cognitivos de ratones viejos y que tal cambio se correlacionaba con modificaciones en un perfil transcripcional asociado a plasticidad neuronal; al menos una proteína del hipocampo (Creb) estaba implicada.
Rápidamente surgió una empresa spin-off, Alkahest, dedicada a evaluar la potencialidad de componentes plasmáticos para frenar o revertir el envejecimiento cerebral humano. En la actualidad, la empresa Grifols ha comprado el 45% de Alkahest y lleva a cabo un ensayo clínico, internacional y multicéntrico, conocido como AMBAR (Alzheimer’s Management by Albumin Replacement) basado en “la extracción de plasma de pacientes y su sustitución por Albúmina Grifols (recambio plasmático)”
Sugerir que el plasma juvenil puede ser útil en el tratamiento del Alzheimer es decir poco y, a la vez, demasiado. Se dice poco porque en estos tiempos sería deseable que la publicación de resultados, en una revista de la categoría de Nature Medicine o similar, esperara a que éstos fueran más completos, revelando las moléculas implicadas en el efecto descrito y su mecanismo de acción. A la vez, se dice demasiado al sugerir que el plasma juvenil puede frenar o revertir el envejecimiento. Según indica “The Guardian” Wyss-Coray recibió muchos correos de pacientes millonarios que querían tratamiento con sangre joven. Uno de los remitentes indicaba que podía proporcionar sangre de niños de cualquier edad requerida por los científicos. The Guardian señala que, ante eso, Wyss-Coray se mostró conmocionado; “es terrorífico”, dijo. Pero… ¿Qué esperaba? ¿No tuvo un claro empeño comercial desde el primer momento más allá de la ciencia? ¿No saben los científicos que viven en un mundo globalizado en el que se venden niños por un módico precio? Basta con echar un vistazo a la base de datos Havocscope. Si un viejo millonario sin escrúpulos escucha que el plasma de jóvenes o de niños puede revitalizarlo, ¿no lo comprará en el mercado negro?
¿Tampoco ven los científicos películas como “Al cruzar el límite” o “La isla”, que, más que de ciencia ficción parecen ser anuncio de tristes posibilidades? ¿No recuerdan lo hicieron unos cuantos científicos en la Alemania nazi en donde las circunstancias facilitaron el paso al acto de los peores deseos epistémicos?

Éste es uno de tantos ejemplos que muestra la falacia de que toda la ciencia es neutra y sólo son malas o buenas sus aplicaciones. No siempre es así. Si el plasma juvenil es bueno para rejuvenecer cerebros envejecidos, habrá que estudiarlo adecuadamente a todos los niveles de complejidad; la prisa por obtener una publicación de alto impacto supone que una idea tan simplista sea transferida inmediatamente a la opinión pública y abra la vía a la potencial extensión del tráfico de órganos o, en este caso, de plasma humano.



sábado, 2 de julio de 2016

Entre religiones anda el juego. Ecologismo versus Cientificismo.



Un reciente artículo de “El País” realzaba que “el rechazo irracional de Greenpeace a los alimentos transgénicos ha logrado irritar a 109 premios Nobel, la voz de la mejor ciencia disponible”.


Efectivamente, son muchos los galardonados con el premio Nobel que han firmado una carta en la que instan a Greenpeace a que reconozca los descubrimientos de organismos científicos competentes y agencias reguladoras, y a abandonar su campaña contra los GMO (organismos modificados genéticamente) en general y el arroz dorado en particular. Llegan a invocar al final de la carta el “crimen contra la humanidad”.


El autor del primer artículo señala que esa resistencia a los transgénicos sería una muestra de “una de las nuevas religiones de nuestro tiempo, una especie de panteísmo donde el papel de Dios lo representa la Madre Naturaleza”.


Parece, efectivamente, que hay un ecologismo cuasi-religioso en el sentido indicado, pero no es menos cierto que se da otra forma de religión tanto o más dañina (incluso para la propia ciencia), el cientificismo.  Referirse a "la voz de la mejor ciencia disponible" es no decir nada. Alguien recibe un premio Nobel por su contribución a un área de investigación científica, de creación literaria o de la paz. La posesión de un Nobel, siendo extraordinariamente importante, no supone necesariamente un mayor aval a la hora de hablar de ética o de política, incluso de ética de ciencia aplicada, como en este caso. Y el criterio cuantitativo no supone un cambio cualitativo, pues da lo mismo que ese artículo lo firme uno o cien; lo importante son los argumentos. No es lo mismo, pero no sobra recordar que fueron científicos de primera línea los que se involucraron en el proyecto Manhattan. Ciencia y ética no necesariamente van unidas.


La respuesta de Greenpeace parece sensata al señalar que los transgénicos no son la solución, al menos no precisamente la única, al problema de la nutrición en un mundo en el que sobran guerras e injusticia, con una gran desigualdad en el reparto de riqueza que afecta a la distribución de comida y al acceso a la educación y sanidad.

Se mezcla de un modo aparentemente cínico en la carta de los Nobel la inocuidad de la ingesta de un alimento transgénico y sus potenciales beneficios (como el enriquecimiento en vitamina A), con los problemas de biodiversidad y económicos, que incluyen poderosos intereses comerciales potencialmente inherentes a la colonización por determinadas semillas novedosas y superiores con respecto a resistencias frente a cultivos locales.


Nadie sensato criticaría la bondad de los transgénicos, siempre y cuando estén bajo control. No es lo mismo producir insulina por bacterias transgénicas en un laboratorio farmacéutico bajo condiciones controladas que lanzar semillas transgénicas al campo, con un riesgo obvio de perturbación no controlada de la biodiversidad. 

Conviene siempre diferenciar el conocimiento científico de la opinión de los científicos. No hacerlo supone confundirlos como sacerdotes de ese cientificismo asociado a un nuevo y peligroso mito, el del progreso imparable. 

martes, 28 de junio de 2016

El oráculo estadístico olvida lo subjetivo. Elecciones y Medicina



¿Qué me pasará a mí? ¿Qué le ocurrirá a mi ciudad?
Viejas preguntas que antes eran respondidas en Delfos, entre otros santos lugares. Sabemos algo de cómo era esa respuesta; era enigmática, ambivalente. Las murallas de madera tuvieron que ser traducidas a barcos para que Atenas se salvara. Temístocles supo interpretar el oráculo de la ciudad. Edipo fue mucho más torpe con el suyo personal.

Las preguntas subsisten aunque sea en un modo más descaradamente pragmático ¿Quién gobernará el país? o ¿Cuánto tiempo me queda de vida? También, ¿Seré afortunado? ¿Encontraré el amor? ¿Tendré trabajo?

La necesidad oracular persiste. Hay quien se gana la vida respondiendo. Una respuesta que puede darse con el auxilio de viejos métodos: echando las cartas, leyendo la mano, mirando una bola de cristal, consultando el I Ching…

También responde algo pretendidamente más serio, las matemáticas, la estadística. Cuanto más científico es o pretende ser un oráculo, más pierde su respuesta en riqueza cualitativa optando por lo cuantitativo o simplemente lo dicotómico. El oráculo genético es, en muchos casos, determinante. O lo era hasta que se descubrió la llamada resiliencia genética, un modo de decir que hay casos de personas que, “debiendo” ser enfermas porque lo dictan sus genes, no lo son.

Hay muchas preguntas que uno se hace sobre la vida misma y sus condiciones.
¿Se morirá, doctor? Probablemente sí. Y es más, podemos estimar esa probabilidad, por regresión logística, en 0.857.  
¿Cuál será la proporción de votos alcanzada por el Partido de Defensa Arbórea en las próximas elecciones? Pues se sitúa en una horquilla del 1,23 % al 2,35 % con una confianza del 95%. 
¿Debo tomar estanoles o estatinas si mi colesterol es superior a 200 mg/dL? ¿Qué dosis y cuánto tiempo? ¿Toda la vida? ¿Cuál es mi riesgo de sufrir un infarto si no me trato? Deberá tomar diez miligramos de la X-statina cada noche todos los días. De no hacerlo, la probabilidad de que sufra un infarto en los próximos cinco años, teniendo en cuenta su edad y demás factores de riesgo es de 0,32. Si lo hace, esa probabilidad se reduce muchísimo, pasando a ser de 0,19.

Esas son muestras de preguntas y respuestas “científicas” posibles. En la práctica, aunque no se proporcionen datos numéricos a pacientes (ni los sepan sus médicos), las respuestas ante cuestiones tan diversas como las electorales y las clínicas suponen una métrica, probabilística, pero métrica al fin. 

Desde que Fisher utilizó la estadística en sus experimentos con plantas han pasado unos cuantos años. Él, Pearson, Student (pseudónimo de William Sealy Gasset) y tantos otros, hicieron furor en el asentamiento de lo que se llamó “Bioestadística”.

Cualquier trabajo médico que se precie implica un análisis estadístico, algo que dice hasta qué punto los resultados obtenidos son “significativos” o no. Parece simple. Se trata de contrastar una sencilla hipótesis, llamada nula, que dice que toda relación observada entre variables se debe al azar. Si el análisis estadístico muestra que eso es muy improbable, rechazamos tal hipótesis y admitimos una relación que, en el mejor de los casos (el experimental), llega a ser entendida como causal. Es así que se han hecho posibles los ensayos clínicos, el cálculo de riesgos relativos y absolutos, el número necesario de pacientes a tratar con un medicamento dado para evitar una muerte por una enfermedad concreta, etc., etc. 

El cálculo estadístico se inició con varios términos, siendo curioso uno de ellos, “esperanza matemática”. Esperanza. Eso es lo que hay cuando hablamos de estadística. Esperamos que el Partido de Defensa Arbórea consiga tantos escaños, esperamos que un paciente sobreviva, esperamos que un medicamento sea eficaz, esperamos poder disminuir un riesgo de muerte. Esperamos y cuantificamos esa esperanza.

Y esas esperanzas son muchas veces frustradas porque el oráculo estadístico no es enigmático pero sí sensible. No precisa ser interpretado subjetivamente pero requiere prescindir de la subjetividad misma, y una buena muestra de ello son los ensayos clínicos controlados a doble ciego que tratan de neutralizar el efecto placebo.

Y ocurre que un oráculo así, tan matemático, falla demasiadas veces. Un buen ensayo clínico bastaría; no precisaríamos meta-análisis. Pero… ¿cuándo podemos hablar de un “buen” ensayo clínico? Por otra parte, la estadística parte de un criterio de igualdad. Todos iguales, todos individuos, con lo que una frecuencia muestral se hace equivalente a una probabilidad individual. Pero eso no sucede nunca en la clínica, que trata a sujetos y no individuos y, con razón, los bayesianos se oponen a ese criterio frecuentista y hacen de la probabilidad un grado de… fe, de confianza subjetiva (pero desde el punto de vista del médico), que se modificará a posteriori en función de pruebas. 

Muy recientemente hemos visto el fracaso aparente de la Estadística. En el Reino Unido se decidió un “Brexit” con el que no se contaba y en España no se dio el “surpaso” anunciado en la comparación de dos partidos. Se hicieron encuestas randomizadas y estratificadas que manejaban grandes cantidades de datos para obtener un alto grado de confianza (cuantificable en función del tamaño muestral). ¿Cómo es posible que fracasaran sus estimaciones? A fin de cuentas, estamos ante el problema aparentemente más simple en análisis estadístico: estimar una sola variable, la proporción de votos en cada caso.

Tanta fe hay ya en el cálculo estadístico que rápidamente ocurrió un fenómeno de los llamados “virales”. El resultado electoral, que negaba la conclusión estadística, sólo sería explicable por manipulación, por conspiración. Y desde esa conspiranoia se reclaman auditorías, vigilancias, se asume una vez más la infantilización de la sociedad que vota.

Si tales fracasos estrepitosos (y muy costosos económicamente) ocurren con la estimación de una proporción, con lo más simple, ¿Qué no ocurrirá en tanto meta-análisis que “demuestra” la eficacia de un medicamento o la maldad de un factor de riesgo? ¿Qué no sucederá en cualquier regresión logística a la que se le escapen variables importantes?

Es obvio que el problema no reside en el aparato estadístico ni en los ordenadores que calculan ni en los programadores ni en las agencias. La estadística acaba chocando con la subjetividad. Bien puede ocurrir que un pirómano arrepentido acabe votando al Partido de Defensa Arbórea  o que el más ferviente defensor de los árboles no tenga gana de votar ese día o que vote en contra por haber hallado trabajo en una industria papelera. Y todas esas decisiones, subjetivas, pueden cambiar sin saberse bien por qué entre el día de la encuesta y el día de la votación.

Y, en Medicina, un enfermo es él, sólo él, aunque se parezca a muchos más en los síntomas y signos que muestra y bien puede ocurrir que la salvación esperada en forma de cápsula roja le produzca náuseas, le dé taquicardia o le produzca un fallo hepático fulminante. Y también puede suceder que concluyamos, desde un estudio de correlación, que el número de cigüeñas en un pueblo tiene que ver con el número de niños que en él nacen (se han publicado conclusiones menos llamativas pero tanto o más estúpidas).

Los bayesianos han supuesto un soplo de aire fresco sólo aparente frente a los frecuentistas. Ambos acaban ignorando la subjetividad de aquél a quien dicen mirar, sea como votante o como paciente. Ese olvido conduce a lo peor, no sólo en expectativas de voto; también en cuestiones de salud.

lunes, 20 de junio de 2016

El olvido de la subjetividad. Ratones autistas




Muy recientemente (el 16 de junio), la revista “Cell” publicó un trabajo muy laborioso (por la cantidad de métodos que implica su diseño experimental) por parte del grupo de Costa-Mattioli.



Los autores, tras recordar que hay datos que avalan la relación de obesidad materna con una mayor incidencia de trastornos del espectro autista, así como alteraciones de la flora intestinal en estos pacientes con respecto a controles, muestran en su estudio que la descendencia de ratones hembra sometidas a una dieta muy rica en grasas fue socialmente perturbada y también tenía alterada su flora intestinal. La reintroducción de una bacteria, Lactobacillus reuteri, mejoró la sociabilidad en estos ratones. Esta bacteria promueve, por un mecanismo aun no claramente establecido, la síntesis de oxitocina cerebral que, activando neuronas del área tegmental ventral (algo que también ocurre en seres humanos), influiría en la sociabilidad.  En la discusión de sus resultados, proponen la utilidad potencial de una combinación adecuada de probióticos para el tratamiento de pacientes con trastornos del espectro autista.



Hay muchas analogías en la fisiología y fisiopatología de distintos mamíferos, lo que ha propiciado el uso de los llamados modelos experimentales, que tienen ventajas e inconvenientes. Por un lado, facilitan una experimentación que no sería ética ni rápida en el caso de personas; por otro, no siempre es factible extrapolar directamente los resultados obtenidos en modelos animales a la situación humana (el caso de la talidomida ha sido un dramático ejemplo). La dificultad de esa extrapolación se hace claramente mayor cuando hablamos de lo psíquico.



Se ha intentado, con mayor o menor acierto, relacionar alteraciones psíquicas humanas con un comportamiento observable animal, es decir, lo subjetivo humano con lo medible animal. Eso ha ocurrido con la depresión y ocurre también con el autismo. En el ejemplo que proporciona este trabajo,  se evaluó la sociabilidad de los ratones midiendo la cantidad de tiempo que cada uno de ellos interactúa con una jaula vacía, con otro ratón familiar y con otro que le es extraño.



El trabajo realizado es riguroso, laborioso, y proporciona conclusiones interesantes… para estudiar la influencia de la flora intestinal sobre la sociabilidad observable en ratones. Nada más. Pero basta una sugerencia final en su redacción para que estemos de nuevo, como cada día, ante el condicional esperanzador, ante el “podría” y no es extraño que los periódicos se hagan inmediatamente eco de ese “podría”; en este caso, de la bondad de los probióticos.



La Ciencia no vive de condicionales, aunque precise hipótesis y teorías, sino de hechos contrastables empíricamente. Lo que ocurra en el comportamiento "social" de ratones es interesante, de momento, sólo para ratones. Estamos en un tiempo en el que, tal vez por la necesidad de captar fondos para líneas “productivas”, los resultados obtenidos en ellas han de impactar al gran público. Eso facilita que un trabajo riguroso en el método, como el aquí comentado, lo sea menos en su redacción, en la que parece confundirse con frecuencia correlaciones con causalidades, e impresiones con conclusiones.



En ausencia de relaciones lineales claras de causalidad, tenemos la peligrosa estadística. Una amplia revisión publicada en 2011 (The California Autism Twins Study) reveló que la influencia de factores genéticos en la susceptibilidad a desarrollar autismo puede haber sido sobreeestimada, destacándose la posible importancia de factores ambientales: edad parental, bajo peso al nacer, partos múltiples e infecciones maternas durante el embarazo. No es descartable que la flora intestinal tenga su importancia. Ver en ella el factor clave es, cuando menos, prematuro.



Suele ocurrir que la necesidad de solución ante algo dramático se satisfaga con respuestas simplistas. Así, se ha relacionado sin base el autismo con el conservante de vacunas, lo que ha propiciado en mayor o menor grado posiciones anti-vacuna, con consecuencias letales en algún caso. ¿Serán los probióticos la gran prevención o solución para el autismo? Sería magnífico pero precisamente los dislates del movimiento anti-vacuna nos advierten del riesgo de simplificar en exceso.

martes, 14 de junio de 2016

El recuerdo del árbol prohibido. ¿Creación o descubrimiento?



“… y seréis como dioses” Gen. 3, 6.

Pasó mucho tiempo desde que Aristóteles añadiera un quinto elemento (el éter) a los cuatro ya establecidos por Empédocles (aire, agua, tierra y fuego). En 1661 aparecía la obra “The Sceptical Chymist”, en la que Robert Boyle establecía el criterio moderno de elemento: una sustancia básica que puede combinarse con otras para formar compuestos. En 1799 Joseph Louis Proust mostró que había relaciones numéricas claras entre los pesos de los constituyentes de un compuesto dado, algo que John Dalton explicó en 1808 invocando la naturaleza atómica de la materia, remontándose a la teoría epicúrea que recogía las perspectivas de Leucipo y Demócrito. Fue Berzelius quien publicó una lista de pesos relativos (atómicos) de los elementos conocidos, tomando como unidad el peso del hidrógeno, algo que refinó Cannizzaro.

Habiendo muchos elementos conocidos, se intentó relacionarlos en función de sus propiedades. A los intentos de Döbereiner (1816) y de Dumas (1859) y Newlands (1863), siguieron los trabajos de Lothar Meyer y, sobre todo, de Mendeléiev,  quienes, independientemente, vieron que, en orden creciente de peso atómico, se alcanzaban periodicidades con respecto a las propiedades químicas. Ese orden permitió apreciar la existencia de “huecos” a ser rellenados por elementos aun no conocidos entonces. 

Un gran hallazgo fue el de Moseley, quien, en 1914, estudió el espectro de emisión de rayos X producidos por distintos metales, viendo que su longitud de onda disminuía de forma regular al avanzar en la tabla periódica. Los elementos fueron entonces ordenados por algo distinto al peso relativo; lo fueron por un número de orden llamado atómico. 

La mecánica cuántica permitió entender qué era subyacente al orden numérico y a la periodicidad de propiedades. El número atómico indica la cantidad de protones que hay en el núcleo de cada elemento y se asocia a la vez a la configuración electrónica responsable de sus propiedades químicas. El peso atómico acabó siendo menos importante, ya que depende también de la cantidad de neutrones y tiene que ver, por tanto, con propiedades físicas, pero no químicas, del elemento en cuestión.

A medida que se iban descubriendo elementos químicos, la tabla periódica se iba “completando” lo que sugería el poder predictivo de una buena clasificación. Los primeros 94 elementos se han hallado en la Naturaleza, aunque sea en cantidades traza. No ocurre así con los siguientes, que han tenido que ser “construidos” bombardeando elementos pesados con núcleos más ligeros en aceleradores de partículas.

En general, estos elementos “creados” son muy inestables pero no se descarta que otros, aun más pesados, puedan ser especialmente estables. 

Muy recientemente se ha dado nombre a los últimos cuatro elementos conocidos, cuyos números atómicos son 113, 115, 117 y 118. Se completa así la séptima fila de la tabla periódica. ¿Se iniciará la octava?

¿En qué estriba el interés por obtener nuevos elementos? Hay razones pragmáticas (el caso del plutonio, fundamental para armas nucleares, muestra ese triste, inhumano, pragmatismo) pero en la investigación de la tabla periódica hay algo más, un fuerte atractivo epistémico y estético. Se trata de saber, de conocer lo elemental atómico (que sabemos que no es propiamente lo más elemental) en su diversidad, en su relación ordenada y periódica, intrínsecamente bella. También de alcanzar toda la diversidad existente, la completitud en este ámbito. Y esto supone plantear la cuestión del límite, ¿cuál sería el elemento de mayor número atómico con posibilidad de ser creado o encontrado? Por razones de mecánica cuántica, Feynman pensaba que sería el elemento 137. No deja de ser llamativo que la constante de estructura fina sea precisamente próxima a 1 / 137. 

Los números atómicos ejercen una fuerte fascinación estética, casi pitagórica. Hubo un apasionado por la química, el neurólogo Oliver Sacks recientemente fallecido, que se refería a su edad biológica asociándole el nombre del elemento cuyo número atómico coincidiera con ella. 

¿De dónde surge la belleza? Tal vez de que la tabla periódica es ejemplar para mostrar la necesidad taxonómica, la que desarrolla la cuestión del "¿Qué?" inicial. Primero nombramos, después clasificamos, y eso lo hacemos con animales, plantas, minerales, cristales, estrellas… No se trata sólo de poner orden. La tabla periódica ilustra que es desde las clases que podemos dar el salto a las causas. El orden requiere la explicación. Otro ejemplo sugerente es el de la clasificación estelar del diagrama de Hertzsprung-Russell.

Y surge una cuestión que suele plantearse más bien en matemáticas: ¿Estamos ante algo descubierto o creado? ¿Cabe una Química que sea, en cierto modo, platónica? Puede ocurrir que un elemento, como sucedió con el plutonio, sea creado antes de ser descubierto en la naturaleza en cantidades traza. ¿Pasará lo mismo con todos los elementos creados en el laboratorio? De no ser así, de no existir en la naturaleza, esa creación sería una mimesis que se ha quedado sin objeto que copiar y, en tal caso, tal creación sería algo propiamente humano, de tal modo que, a diferencia de otros ámbitos, en el de la Química esa antigua tentación de ser como dioses estaría en gran medida colmada.