jueves, 20 de febrero de 2020

MEDICINA Y ESCRITURA. “Pavillón de repouso” de Pablo Vaamonde.






           
Hay una curiosa relación entre el ejercicio clínico y la escritura. Tal parece que la mirada al paciente induce a la reflexión, a la propia mirada. El resultado, a veces, se plasma en algo que es dicho, escrito. Y, en raras ocasiones, lo escrito reverbera en quien lo lee, tal vez porque un clínico sepa tocar lo que vibra, eso que nos hace humanos, el alma, término esencial, soplo de vida, por más que se haya degradado por el uso.

            Tengo la fortuna de contar con amigos que, desde su posición de médicos, han mostrado las vicisitudes de lo singular. Alguno, como Fidel Vidal, ya ha tenido el modesto eco de quien esto escribe aquí, en este blog que, desde un principio, aunque no siempre se exprese, se refiere a esas siniestras o balsámicas aguas (quién sabe) del río Leteo. 

            Hoy recojo a otro autor amigo. Se trata de Pablo Vaamonde. Es médico de familia. Tiene una larga trayectoria clínica en una especialidad que paradójicamente es ajena a la especialización misma y al brillo aparente que ésta puede conferir. Ser médico de familia supone ser, en el mejor de los sentidos, generalista, algo cuya necesidad cada día es más urgente para todos. Necesitamos la mirada clínica como el agua. Necesitamos internistas, pediatras, geriatras, psiquiatras, psicoanalistas, fisioterapeutas, precisamos de todo aquel que no se ciña a un órgano, por importante que sea tal dedicación, sino que abra la mirada a todo tipo de acontecer biográfico, al nacimiento, la enfermedad y la muerte. Necesitamos a alguien que acompañe siempre, que palíe con cierta frecuencia y que, a veces, incluso cure, como decía Trudeau. No es fácil asumir esa vocación clínica que implica soportar día tras día tanto sufrimiento humano y muchas frustraciones e ingratitudes, sabiendo mantener esa milagrosa mezcla de distancia terapéutica y compasión realista, esa peculiar armonía de conocimiento y sensibilidad.

            ¿Por qué es soportable algo así como el ejercicio clínico cotidiano, con todas las limitaciones que supone involucrarse en la Atención Primaria, tan ignorada en nuestro medio por el poder político, por tantos gestores que no hacen más que reuniones de despacho? Hay una palabra que podría expresarlo; se trata de vocación. Alguien es vocado, impulsado, a poner lo mejor de su vida, de su saber, en la ayuda a enfermos, en absorber algo de su pathos, en compadecer auténticamente. Por qué sucede eso tiene algo de enigmático, incluso de misterioso, pero, sea como sea, se ancla en la propia biografía. Nadie se hace médico o psicoanalista como pudiera hacerse ingeniero so pena de incurrir en un gran error vital, pues ser clínico es un modo de eso, de ser, que no es poco, pues va mucho más allá del mero hacer, tener o estar. 

Hay casos en los que, seguramente sin pretenderlo, sólo aceptando la necesidad de escribir, alguien nos transmite las claves de lo que lleva a eso, a ser médico y, sobre todo, a soportarlo. En cierto modo, al Dr. Vaamonde, que ya tiene su trayectoria como escritor, esta actividad “complementaria” lo ha traicionado del más feliz modo, haciéndole responder a la pregunta. Lo hace con su último libro, “Pavillón de repouso”. Es un texto hermoso, escrito en la lengua materna, gallega, y bellamente editado por “Medulia”, con ilustraciones de Jesús Cubillo y Xosé Cobas. Como ocurre en general, la propia lengua impregna lo que se dice de un modo especialmente personal. 

He tenido el honor de redactar su prólogo, su “Limiar”. Me fue fácil hacerlo porque me bastó con ver lo esencial que todo el libro destila. Se trata de gratitud. Se agradece la vida, las oportunidades que ha dado, la familia en la que uno fue acogido y a la que ahora uno acoge. Se agradece la tierra y el buen “contagio” que los pacientes transmiten. Es incluso desde el agradecimiento que surge la crítica con la decisión política cuando ésta amenaza el ejercicio clínico, la correcta asistencia sanitaria que los pacientes merecen. Tal crítica responde a la posición ética que lo bueno de la vida, eso que tantas veces nos pasa desapercibido, exige de cada uno. Responde también así a la gratitud. 
 
No es poca cosa ser agradecido. Ya se dice y con razón que es de bien nacidos. Y uno puede dar las gracias a muchos o a pocos. Puede darlas a Dios si cree en ese Misterio. Puede darlas incluso sin objeto ni sujeto a quien referir tal agradecimiento. “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”. Así cantaba Violeta Parra. Así lo hizo Joan Baez y así se inicia un libro cuyo título es acertado. Quien lo lea, quien entre en ese saludable pabellón de reposo, saldrá bien restablecido, lo suficiente para agradecer a la Vida lo que en ese brevísimo tiempo en la historia del mundo que es el acontecer biográfico le haya concedido.
           

jueves, 6 de febrero de 2020

El alma del águila.


Es curioso el mundo de las noticias. Hoy supimos del estudio genómico de más de 2.600 cánceres primarios abarcando 38 tipos distintos. Se trata de los resultados del Pan-Cancer Analysis of Whole Genomes recogido por Nature
  
Un gran resultado, de grande, más que de revolucionario, pero importante, a fin de cuentas, ya que el cáncer dista de ser algo comparable a un microbio, por dañino que éste sea.

El cáncer tiene mucho de aleatorio y su “solución”, a no ser que venga de un gran hallazgo empírico, parece requerir una medicina de detalle (tan mal llamada “personalizada”), iluminada por eso, por el estudio genético, y ligada a una integración de miradas, desde la genética, como la recogida en esta colección específica de Nature, a la quirúrgica, pasando por la celular, ejemplificada por los linfocitos T-CAR.

La gran ciencia, la de los grandes descubrimientos, es tan importante como la trabajosa, masiva, de acumulación de datos. Fue importante saber de la existencia de oncogenes en una época en la que algo así fue revolucionario; también lo es obtener datos y más datos sobre todo ese amplio abanico de mutaciones que pueden matarnos en forma de cáncer.

A la vez, también noticia actual, el afán científico se ocupa de reducir algo como el amor maternal a un correlato neuronal. ¿Cuántas veces se nos seguirán presentando hallazgos descriptivos (un correlato lo es) con relaciones explicativas? 

Y parece ya que ningún día, sea hoy, mañana o cualquiera, podremos prescindir de ser asombrados por la estupidez cientificista, esa que llega a medir la belleza masculina  No es nuevo referirse a la proporción áurea para decir tonterías.

Ah, el cerebro, los genes… ¿Cuándo nos hartaremos de la soteriología cotidiana? 

La información es causa y diana de todo, incluso del ser, se nos dice o sugiere insistentemente. La metáfora informativa ha cobrado una fuerza tan grande como pobreza tiene la teoría  de la consciencia centrada en ella, la teoría de la información integrada de Tononi, Koch y seguidores, una teoría que les impone recurrir a un panpsiquismo tan totalizador como absurdo, que ni Teilhard de Chardin soñó y que el propio Koch asume. De ser cierta, cabría legítimamente asociar consciencia al conjunto de eso que puede matar a uno, un cáncer. A fin de cuentas, no mata una sola célula cancerosa, sino un conjunto de ellas, algo complejo, también con su información integrada, en cierto modo como si una neoplasia fuera un neo-individuo consciente desarrollándose en el cuerpo huésped al que derrota tantas veces con la muerte de ambos, una consciencia letal.

Las imágenes cientificistas son el peor ataque que la Ciencia sufre a día de hoy. 

Hay, a la vez, otras imágenes, más realistas y misteriosas que tantos “modelos” científicos, sean de células intencionales o de rostros humanos.

Si en mi anterior entrada me referí a un potro que no se separaba de su madre muerta en una carretera, hoy muchos habremos sido tocados en lo más íntimo al saber de la visita de un águila al cementerio que aloja el cadáver de quien fue su dueño (así dicen, aunque habría que decir más bien amigo inseparable). 

El potro que no se alejaba de su madre, tantos perros que esperan pacientemente en los aledaños de hospitales a sus amigos enfermos, el águila que visita el cementerio, muestran algo físico, pero en el sentido griego. Es la Physis, lo misterioso, lo que ahí contemplamos, esa unión tan extraña como real por la que compartimos los átomos del universo, siendo nosotros tan diferentes por singulares; es eso que podemos percibir como amor. 

Amor animal, de anima, de esa alma que anima al cuerpo impregnándolo, haciéndose cuerpo. Es esa alma que no podrá reducirse jamás a una secuencia de bits ni a una imagen cerebral. Hoy, un águila nos lo ha vuelto a enseñar, aunque consideremos algo tan bello, tan misterioso, como mera anécdota. 

Esa águila nos hace partícipes de la gran posibilidad de tocar el Misterio, indicándonos a la vez que una tumba no es necesariamente signo de un término, sino muestra de que el amor es más fuerte que la muerte, aunque sea amor animal que corresponde a quien a ese animal amó.

sábado, 25 de enero de 2020

AMOR, ANIMA, ALMA ANIMAL.




No entendió de carreteras ni señales de tráfico.

Fue arrollada.

La vida de la que se iba, o que ya se había ido definitivamente, fue acompañada por su potro. También su muerte.

Ninguno de los dos, madre e hijo, habrán pensado propiamente nada. El logos no va con ellos. Son animales.

Y, sin embargo, estamos ante una imagen del alma misma, de la nuestra si sintoniza con la belleza del Cosmos, estamos cara a cara con las profundidades del alma universal. 

Es una imagen en la que se muestra el Amor puro, esencial, el que alcanza el tuétano de la animalidad.

Ante esa manifestación de Amor, que no sabe, que no precisa saber, el saber mismo es sencillamente imposible.

Alguien quizá trate de explicarlo aludiendo a los genes y neurotransmisores de los caballos, a la evolución de los mamíferos. Pero sabemos que quien haga eso no alcanza la inteligencia de un caballo, porque está ciego ante lo elemental, ante la existencia del alma.

El alma se ha revelado en esa imagen conmovedora. Todo está dicho ahí y el “mind – body problem”, que suena tan lindo escrito en inglés, es falso, absurdo, estúpido, ante un problema ajeno a a la ciencia galileana. 

Estamos ante el Gran Misterio. Y su solución no vendrá nunca de manos de la Ciencia. Las preguntas suscitadas sólo serán factibles desde la humildad filosófica, desde el viejo reconocimiento socrático. 

Pero hay algo que es accesible a la sensibilidad vital compartida, la que nos hace Uno con todo lo que existe en este maravilloso e inefable Universo. Se trata del Amor, así expresado, con mayúsculas, del Amor que mueve las estrellas y desconcierta a un potrillo, paralizándolo sobre el cadáver de su madre. 

Se trata del Amor, que siempre, siempre, será más fuerte que la muerte.  

sábado, 18 de enero de 2020

MEDICINA. Átomos de Vida.




Ocurrió de forma gradual y gracias a la ampliación de la mirada al mundo microscópico. 

A día de hoy parece increíble que una lupa nos revele algo nuevo más allá de facilitarnos ampliar la imagen de lo observado. Pero una lupa muy pequeña, construida con una gran precisión por Antoni van Leeuwenhoek, fue el primer microscopio de una sola lente. Con algo tan simple, pero difícil de lograr, descubrió que, en su propio semen, fluía la vida en forma de pequeños “animálculos”, los espermatozoides. En 1675 pudo ver protozoos, unidades de vida o “átomos vivos” según les llamó. Fue acogido por la Royal Society en 1680. También vio bacterias y glóbulos rojos. Todos sus descubrimientos acabaron dando lugar a los cuatro tomos de los Arcana Naturae

El uso de varias lentes convenientemente ubicadas en un tubo, en el que ya cabría hablar de un ocular y un objetivo, permitía una visión microscópica más fácil de efectuar, aunque no consiguiera un poder de resolución claramente superior a la lente de Leeuwenhoek. Así, con un sistema compuesto construido por Christopher Cook, Robert Hooke observó el nuevo mundo microscópico. Hermosas imágenes nunca vistas hasta entonces ilustraron su "Micrographia". El corcho fue una de las materias analizadas con ese microscopio, descubriendo pequeñas cavidades separadas, a las que llamó células. Había nacido así un nombre que acabó siendo revolucionario en Biología.

La continuidad reinaba en las ciencias físicas, en donde el atomismo, formulado inicialmente por Leucipo y Demócrito, y transmitido por Lucrecio, tardaría en imponerse, principalmente con Boltzmann y Einstein (con su trabajo sobre el movimiento browniano). 

Esa continuidad regía en la concepción de la vida. En Medicina, a pesar de los descubrimientos anatómicos, (con el texto de Vesalio “De humani corporis fabrica”, publicado en 1543) regía la concepción humoral en conexión con una visión estructural macroscópica.

Fue en el laboratorio de Johannes P. Müller, donde el botánico Matthias Jakob Schleiden conoció al fisiólogo Theodor Schwann. Juntos propusieron la teoría celular. En 1839 aparecía el libro de Schwann, Mikroskopische Untersuchungen über dieUebereinstimmung in der Struktur und dem Wachsthum der Thiere und Pflanzen.

Esa teoría tenía dos postulados esenciales. Uno residía en afirmar que todos los seres vivos están integrados por células y los productos de éstas. El segundo defendía que las células son las unidades de estructura y función.
Fue Virchow en 1858 quien, en su “Cellular Pathologie” añadió el tercer postulado, diciendo que cada célula proviene de otra preexistente (“Omnis cellula e cellula”). 

Casi cien años más tarde, en 1953, ese atomismo pasó a ser definitivamente molecular con la presentación del modelo del ADN de Watson y Crick .

Hoy sabemos que el término “átomo” no es adecuado porque lo que así llamamos está formado por electrones y protones, estando estos a su vez constituidos por quarks. Lo que sea átomo aleja la mirada a las misteriosas y teóricas “cuerdas”. Pero, a efectos prácticos, el atomismo se refiere al carácter discreto de nuestro mundo y nuestro cuerpo. La materia no es continua sino constituida por átomos, la energía está cuantizada, existen teorías que afirman que no tiene sentido hablar de un espacio-tiempo continuo por debajo de las dimensiones de Planck. Y la vida también es una armonía de discontinuidades. Lo discreto subyace a ella.

Una anatomía macroscópica es entendible a la luz del microscopio, histológicamente, y, mejor aún, como conglomerado de átomos “menores”, las moléculas y macromoléculas en una danza de complejidad que no cesa de revelarse en un grado cada vez mayor.

Ocurre que la visión atomística es esencial, pero quizá haya que establecer niveles pragmáticos de lo que entendemos como “átomo vital”. El reductivismo actual está obsesionado con la mirada al ADN, una mirada que se conjuga con la metáfora informática y que plantea el cuerpo como un hardware codificado por el software de las secuencias de ADN y que soporta el gran software que supone el código neuronal, tan malamente confundido con el alma. Un torpe neo-mecanicismo ha cobrado fuerza y el dualismo cuerpo-alma no solo no desaparece, sino que se ha robustecido del peor modo dando lugar al probablemente falso problema de la relación mente-cerebro.

Las consecuencias del atomismo molecular han supuesto un avance científico, pero también, paradójicamente una parálisis. Si los “átomos” son las moléculas biológicas, los tratamientos serán a su vez moleculares. El escaso desarrollo de la farmacología, cuyos grandes avances han sido más fruto del empirismo que de la perspectiva racional, da cuenta del relativo fracaso de esa visión discreta molecular en todos los ámbitos, desde las crecientes resistencias bacterianas a antibióticos, hasta las insuficiencias en tratamientos psiquiátricos u oncológicos.

La ciencia sigue precisando la mirada filosófica para situarse, para ver con mayor claridad los problemas a los que se enfrenta y no esperar a que surjan, a pesar del lastre que supone la inmersión investigadora en “líneas productivas”.

Hay enfoques que facilitan retomar del mejor modo la mirada hacia el viejo atomismo biológico, el celular. No indaguemos sólo en las moléculas, sino también en las propias células. Ninguna molécula está viva, las células sí. 

En Oncología, la inmunoterapia es una posibilidad contemplada desde hace ya bastantes años. Muy recientemente, precisamente el avance en el conocimiento molecular ha permitido retomar la célula como “átomo” terapéutico. Los avances habidos en el tratamiento de neoplasias hematológicas debidas a la proliferación incontrolada de células B han ido de la mano del uso de otras células, no de fármacos moleculares. Se trata de los ya ampliamente conocidos linfocitos T-CAR . Son células obtenidas del paciente y modificadas genéticamente de modo que expresen en su membrana un receptor quimérico dirigido contra un marcador de superficie (el CD19) que se expresa en las células B (tanto en las normales como en las neoplásicas). Tras su expansión “in vitro” son reinoculadas al paciente. Los resultados obtenidos son altamente prometedores y refuerzan la esperanza en un uso de células modificadas molecularmente en el laboratorio, pero células, al fin y al cabo, como agentes terapéuticos, desplazando la mirada de una visión molecular simplista, aunque con cambios moleculares se juegue.

Son pocos proporcionalmente los trabajos dedicados a la Biología Teórica en contraste con la abundancia de artículos observacionales y experimentales, que inciden especialmente en el aspecto bioquímico (mucho menos en el biofísico) de la vida.

Esa concepción teórica se ha nutrido casi calladamente de la simulación de procesos por ordenador. Es ya muy viejo el “juego de la vida” presentado por Conway y difundido por Martin Gardner, y que ha dado lugar a los llamados “autómatas celulares”, una aproximación o sustitución del cálculo diferencial por elementos discretos que evolucionan en una pantalla de ordenador. Con ellos, Wolfram ha defendido lo que llama un nuevo tipo de ciencia.

Es desde el ordenador que ha surgido un trabajo recientemente publicado en PNAS  y que parece revolucionario. Se refiere a los “biobots”. El objetivo no reside ahí en buscar nuevas moléculas, sino en hacer un nuevo uso de las células, tomándolas como unidades, como átomos, de entes biológicos novedosos dirigidos a fines concretos. El objetivo es topológico; se buscan formas biológicas, pluricelulares y originales destinadas a distintos fines, como si de micro-robots se tratara. 

El trabajo referido utilizó figuras policúbicas, es decir conteniendo N cubos (voxels) y estando cada par de voxels conectados por una cara (un voxel es el análogo a un pixel, pero en tres dimensiones en vez de dos). En el proceso de simulación, los policubos se sometieron a un algoritmo evolutivo destinado a promover la diversidad entre figuras, evitando a la vez la convergencia prematura entre ellas. Se simularon mutaciones que afectaban a cambios de forma y a dos posibilidades de comportamiento de voxels, pasividad o contractilidad, así como las características físicas de entorno. Se plantearon distintos objetivos evolutivos: locomoción, manipulación de objetos, transporte de ellos y comportamiento colectivo. Los modelos resultantes obtenidos (in silico) se copiaron en estructuras biológicas utilizando, mediante microcirugía, agregados de células embrionarias de Xenopus levis, cuyos elementos contráctiles eran las progenitoras de tejido cardíaco. El trabajo ha sido muy impactante porque abre vías a nuevos modos de manipulación biológica. Queda por ver si un aparente exceso de posibilidades futuras relatado al final del artículo es realista o mera promesa inútil.

El cambio de visión, incluso aunque parezca ir hacia atrás, puede resultar muy beneficioso. En una época en que la investigación se decanta en exceso por afanes curriculares y comerciales, con prisas que favorecen las “líneas productivas” y, a veces, con influencias de conflictos de interés, se echan en falta más visiones así, originales. El ADN ya ofreció un buen ejemplo. Estudiado hasta la saciedad como soporte de información genética, Leonard M. Adleman lo contempló simplemente como molécula informativa general, sentando las bases de una computación molecular en paralelo. Y otros lo percibieron como elemento de construcción, desde el que se crearon nanotubos de DNA  e incluso simpáticos origamis

A la vez que hay ausencia de reproducibilidad en muchas publicaciones, se repite lo peor en investigación, insistiendo en la prisa frente a la calma, esa que permite ver de otro modo lo mismo, lo que siempre estuvo ahí... esperando a la curiosidad. Una ciencia infantiloide tantas veces precisa recuperar paradójicamente la mirada infantil.



jueves, 2 de enero de 2020

La Alegría







“Freude, schöner Götterfunken: Tochter aus Elysium”
(Schiller)

Dura poco, igual que un relámpago, un chispazo, pero es algo propio de los dioses y que, a veces, nos es concedido. 

No es la felicidad, no precisa siquiera la altura del éxtasis místico; no es, desde luego, ninguna clase de ataraxia. No puede confundirse con la exaltación maníaca. No es sosiego. Tampoco tiene que ver con el placer derivado de una química cerebral alterada por drogas, aunque esa química se altere. 

Es un instante de comunión con los animales, con las plantas, con la arena, con el mar, con las estrellas, en la eternidad divina. Se relaciona con el enamoramiento, con el estremecimiento, con el temblor de la vida tan frágil como resistente y hermosa. Bella chispa divina, escribió Schiller y nos recuerda Beethoven.

Y, por ella, por la alegría, tan eterna como fugaz, pagaremos, cuando no exista, un precio que valdrá la pena a pesar de todo; pagaremos con la nostalgia, también con el miedo a la muerte, que será recordado en el frío de la tristeza, del absurdo con que tantas veces se muestra la vida. 

Lo divino desconoce la muerte, y la alegría supone esa participación de saberse eternamente vivos, aunque seamos mortales. Algunos la verán como insensatez o cosa de la juventud, pero valdrá la pena. 

Dura poco. O no. O no, porque, tal vez, por su carácter divino, sea asumible pensar en una perfecta alegría, la asociada al comportamiento ético, como la que recoge el hermoso libro “Las florecillas de San Francisco”. Y quien hizo posible el propio cristianismo, San Pablo, en su carta a los filipenses (Flp.4,4), insistía en estar alegres en Dios. Aunque expresado como imperativo para otros, San Pablo parecía transmitir su propio imperativo personal, absolutamente espontáneo, que induce a quien ha alcanzado esa perfecta alegría, que presagió a la franciscana, a tratar de contagiar su estado. 

Quizá resida en eso una diferencia entre el cristianismo y el budismo, la de asumir una rara alegría y no conformarse con la serenidad, no siendo ésta poca cosa. 

El mundo es demasiado misterioso y, paradójicamente, lo es más cuanto más próximo, cercano, cotidiano, nos resulta. No sólo las estrellas lejanas, también la propia mesa en que nos apoyamos, el libro que leemos, el cuerpo que tenemos, son continuidades solo aparentes por estar constituidas por un amasijo de discontinuidades minúsculas. Si lo desconocido es enigmático, lo que creemos conocer es misterioso. Y el misterio aumenta con el grado de conocimiento. Cada célula se hace más misteriosa cuanto más creemos entenderla. Y estamos constituidos por millones de ellas, que mueren, renacen, permanecen, desafiando, aunque sea a veces malamente, el caos letal.

La alegría es fulgor divino porque surge del encuentro con lo claramente Otro y que,a la vez, nos permea, llamémosle como le llamemos, seamos creyentes o ateos, pero un otro más misterioso cuanto más cotidiano. Es ese otro que se muestra con una sonrisa, la de cualquier niño ante el mundo que empieza a percibir al poco tiempo de nacer. 

Todos los días tenemos ocasión de ver una sonrisa así. Y eso es suficiente; nada más es necesario para poder, quizá, quién sabe, sostenernos ante la tempestad del absurdo.



viernes, 13 de diciembre de 2019

NAVIDAD 2019.




“La encarnación redime al Dios de su corporalidad no realizada y al cuerpo de los límites de su pura corporalidad, pues lo hace cuerpo resurrecto”.
(José Ángel Valente)


La Navidad se encuadra en una larga tradición cristiana, en una confianza fundamental en lo que se expresa en el evangelio de Juan, en cuya introducción se refiere a que Dios se encarna y habita en medio de nosotros. 

El cómo es eso posible, esa pregunta de María al Ángel, que tan hermosamente plasmó Fra Angelico, solo es entendible en el contexto mítico y poético. Es una narración así la que incluyeron en sus evangelios Mateo y Lucas, mucho más tarde de que Jesús fuera crucificado, y bebiendo de fuentes catequéticas previas.

Esa creencia, vigente durante dos milenios, ha entrado en cierto declive con la Ilustración y ahora casi parece residual. El mito ha sido despreciado por un logos osado y la ciencia se ha hecho religión en amplios sectores. 

No es fácil creer en Dios, y a saber qué entendemos con un término que apunta a lo inaccesible al entendimiento. Pero tampoco es fácil ser ateo. En absoluto y así, más que agnósticos, hay creyentes cientificistas, creyentes en utopías políticas, transhumanistas, mágicas… como tan bien mostró John Gray en “Siete formas de ateísmo”.

Como raro gozo de suponer que Dios ha nacido como niño o como resto de una larga tradición, la Navidad es un tiempo de celebración y nostalgias.  También de regalos acompañados de la inmersión en la belleza del mito. Un día, el de Reyes, lo increíble pero soñado se realizará para muchos niños. Ocurrirá incluso a pesar del ridículo papá Noel con sus coca-colas y renos. También a pesar de los resucitadores de desconocidos ritos solsticiales.

Es tiempo de regalos. Y yo he recibido uno adelantado de mi amigo Fidel Vidal, médico del alma y que, como decía Hölderlin, habita poéticamente esta tierra, algo que no todos sabemos hacer. En un comentario realizado en un encuentro virtual de gente de la que aprendo (Café Barbantia), me transmitió el fragmento bellísimo que encabeza esta entrada, dándome a conocer a su autor, José Ángel Valente, de quien ya tenía referencias anteriores por otro amigo. Probablemente fue algo inconsciente por su parte, pero es lo inconsciente lo que apunta a la verdad. 

Difícilmente habrá forma más bella de decir lo que significa la Navidad, que lo que ha escrito Valente. Remite al misterio de tener un cuerpo. Es la afirmación poética de una necesidad tan humana como divina, la de una trascendencia en la inmanencia, la de que Dios no solo se pueda intuir en la belleza del universo que sostiene amorosamente, no solo como motor inmóvil, estático, no solo como el que Es, sino como también como el que Será. Es decir, como un Dios viviente, y nunca de muertos sino de vivos (Mc.12,27), aunque la hermana muerte sea implícita a la vida. Y algo así solo es factible con un cuerpo, encarnándose en un niño en un momento dado de la Historia. Eso, a su vez, también poéticamente nos diviniza, nos eterniza. Es la gran posibilidad mistérica que solo la mirada poética puede percibir. 

No es la parafernalia teológica antigua o su negación absoluta lo que realmente interesa. No se trata de razonar lo no susceptible de razonamiento, aunque no por ello irracional. No importa prácticamente nada asumir o no un credo, sino abrirse al misterio amoroso inducido por la contemplación de la materia. De la inerte, que resiste el paso de eones, y de la viva que confiere valor al tiempo.

Se trata de retornar a lo bueno de toda la gran evolución espiritual humana, sin parafernalias que tanto mal causaron. Las herejías se “solucionaron” con sangre y fuego. La “homoousia” y el “filioque” fueron tremendos problemas en su tiempo. ¿A quién le importan ahora? 

Lo relevante es reconocerse en el misterio del mundo, del ser, con él y en él. Y nada es comprensible, intuible, adorable, sin un cuerpo. El electrón no es imaginable sin un cuerpo. El fotón sólo puede ser intuido en su interacción con lo corpuscular. Dios mismo necesitaría un cuerpo como nosotros y, por ello, otro que lo cobije, un cuerpo femenino, virginal porque alberga al Misterio. No es que así nos redima, sino que se redime a Sí mismo, nos dice Valente. La aporía de la theotokos choca con la razón a la vez que nos abre a la orientación desde el mito que nos enriquece espiritualmente.

Incluso si se cree en la resurrección, se hace en la de un cuerpo. San Pablo escribió que “se siembra un cuerpo natural, se resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor. 15,44). Cuerpo siempre. 

El cerebro-centrismo que abunda en la actualidad neurobiológica no deja de ser, por avanzado que se muestre en muchos ámbitos, un reducto de la vieja escisión occidental entre cuerpo y alma ("mind-body problem"), siendo así que nada es concebible sin cuerpo, porque el alma es más inseparable de un cuerpo que éste del tiempo mismo, pareciendo así menos misteriosa la eternidad que el hecho mismo de nacer. 

Alma corporal, cuerpo animado; es lo mismo. Y, al final, si no hubiera un más allá, no sería lo importante para la vida, sino que ésta, como decía Tolstoi (recordado por M. Wiesenthal en su extensa obra sobre Rilke) fuera dotada por nosotros de un sentido tal que la muerte no pueda arrebatar. 

Feliz Navidad !!
 

lunes, 2 de diciembre de 2019

PSICOANÁLISIS. Los puros.





“De pie, oraba en su interior de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros”. (Lc.18,10)

El evangelio de Lucas prosigue contrastando esta expresión de agradecimiento soberbio con la humildad de quien no se atrevía a elevar los ojos por sentirse culpable y se limitaba a pedir la compasión divina.

Las parábolas de Jesús son hermosas por apuntar específicamente a lo humano y a sus limitaciones, a sus miserias. Porque ser humano parece incompatible con la inocencia animal. En realidad, salvando graves impedimentos, todos somos culpables de lo que hicimos mal, de lo que no se hizo debiendo haberse realizado, culpables porque somos libres y responsables. Quien sabe de sí propiamente algo, y el psicoanálisis facilita ese saber, jamás puede enaltecerse y mucho menos, si es creyente, haciéndolo como gratitud hipócrita ante el mismísimo Dios. 

Al contrario, la sensatez, aunque no excluya el juicio de acciones humanas, absolutamente necesario, es prudente a la hora de formular condenas a otros, especialmente si son cercanos.

Según uno de los Padres de la Iglesia, Orígenes, al fin de los tiempos todos seríamos reconciliados con Dios. Todos, incluidos los grandes asesinos de la Historia, incluida la encarnación satánica del mal. Fue mucho decir y la Iglesia condenó razonablemente este planteamiento, conocido como apokatastasis. No obstante, un cierto fundamento evangélico parece subyacer en esta idea que lleva al extremo la misericordia divina, porque Dios sería el ideal de justicia frente a tantos “justos” y “puros” que se atreven a condenar, desde su supuesta bondad, a quienes tienen al lado.

El gran valor del psicoanálisis reside en ayudar a reconocerse en lo esencial, no en lo que uno hace, no en su bondad aparente ni en logros curriculares, no en sus donaciones, en sus nobles sacrificios por otros o en su servicio a la sociedad desde su profesión, sino en la limitación radical, en aquello que le es oculto y con lo que, aunque sufra, goza en lo más íntimo de su ser. No es el quién sino el qué somos lo que nos es posible llegar a conocer algo mejor, lo suficiente para limitar nuestra tendencia a la propia alabanza y a contrastar nuestra pretendida bondad con los desvaríos biográficos de otros. Y es así que desde ese saber podemos aspirar a ser hermanos dignos de quienes, también solo en apariencia, serían peores a los ojos de tantos que se consideran puros y justos.

El psicoanálisis ayuda a saber de sí mismo y, de ese modo, hacer algo mejor con la propia vida y, así, también con la relación con los demás. Solicitado desde el síntoma, va mucho más allá, de tal modo que el valor del síntoma mismo se hace secundario. Eso lo sitúa fuera de una cura de sosiego, de una ataraxia, más allá del fármaco aunque se precise. Eso lo relaciona con las preguntas socráticas y con los tortuosos caminos míticos, religiosos y filosóficos de quienes intentaron a lo largo de los siglos tratar de saber qué somos, qué hacemos y qué debemos cambiar en el mundo y en nosotros mismos. Eso hace de él una lenta y difícil pero fecunda senda amorosa.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Hoy





Die Rose ist ohne Warum.
Sie blühet, weil sie blühet. 
(Angelus Silesius)

Hoy es un día gris. Llueve. Y, curiosamente, toda esa capa de nubes, la aparente ausencia de colorido que provoca, puede facilitar la atención a lo que esta más allá y de lo que, a la vez, somos parte. Todo se hace lejano e inmediato a la vez.

A pesar de lo cotidiano, de su rutina, puede recordarse por un momento todo el luminoso universo en el que estamos inmersos. Lo inconcebible real se vislumbra y asombra, la belleza paraliza y permite el instante en que la singularidad de lo eterno parece accesible.

Innumerables galaxias que forman grupos locales, que se alejan entre sí, albergan millones de estrellas. Gigantes rojas, enanas blancas… el diagrama de Hertzsprung-Russell sugiere un tanto toscamente una dinámica de miles de millones de años.

Hoy ya no es hoy. Solo hay un ahora cósmico, total, incluido misteriosamente en un tiempo desmesurado que alberga una belleza que es infinita a nuestros ojos.

La densa capa de nubes, la lluvia incesante, no ocultarán del todo la luz de una de tantas estrellas, la nuestra, el hermano sol, que, aunque no lo veamos, permitirá que la vida prosiga.

En cualquier brizna de hierba u hoja de árbol la fotosíntesis seguirá poniendo en marcha la construcción de lo complejo. La baja entropía asociada a los fotones solares que iluminan la tierra irá aumentando en los procesos de una cascada nutricia que permite la vida. El orden de lo viviente es posible porque aumenta el desorden universal. La segunda ley es respetada. El milagro reiterado, abundante, reside en la ausencia aparente del milagro mismo.

Las gotas de lluvia nos recordarán que el agua reconocible, sensible, molesta pero necesaria y gozosa, es posible desde la delicadeza de la estructura dipolar de sus moléculas, que permite la fluidez de su conjunto, manando en fuentes, formando ríos y océanos, bañando nuestro cuerpo y calmándonos la sed. Uno de los primeros elementos imaginados por los griegos no lo es propiamente desde la óptica científica, pero lo sigue pareciendo por esencial.

La lluvia y el mar aluden a esa identidad de lo exterior con nuestro medio interno en el que se bañan las células y por el que son permeadas para permitir en su seno multitud de reacciones químicas complejas, cuyo conjunto no parece acabarse nunca. Una poderosa maquinaria sintética asociada a destrucción cursa en un ámbito en el que los procesos físicos se dan a distintas y concatenadas duraciones temporales, desde las difusiones más simples o facilitadas linear o superficialmente, hasta la entrada en mitosis, pasando por la generación de gradientes eléctricos.

El propio arco iris, permitido por el agua atmosférica con la que juega la luz solar, fue la imagen mítica de una alianza divina. Hoy nos muestra una armonía que nos acoge y nos recuerda que de esa agua, del mar, hace millones de años, extraños antecesores nuestros emergieron para llenar la tierra de vida animal. Surgió un rico exceso de variabilidad abierta a la contingencia por la que extinciones masivas tuvieron efectos colaterales tan interesantes como nuestra propia aparición.

El enigma científico espera a ser resuelto, pero el misterio no reside en lo aun inexplicable sino que surge de lo ya conocido, en lo imposible y sin embargo visto una y mil veces como realidad. Las hermosas ecuaciones de Maxwell y la extraña mecánica cuántica no anulan sino que realzan la belleza que la luz, región minúscula del espectro electromagnético, muestra, iluminando nuestra tierra. Es esa belleza de una luz en sentido amplio (la que abarca todo el espectro) la que nos habla de la composición química de las estrellas y de sus distancias y velocidades.

Pronto empezará el invierno. Ritmos estacionales cobijan otras danzas cíclicas, fases lunares, ciclos menstruales, ritmos circadianos, pulsaciones cardíacas, acortamiento de telómeros... 

La sombra que, de día, proyecta un gnomon, sea un obelisco o un palo cualquiera, permite situarnos geográficamente en nuestro suelo, saber de nuestra latitud, del discurrir de estaciones, y construir una astronomía y una geografía iniciales. Pero serán la hermana luna y la danza de los planetas las que que dirijan nuestra mirada histórica a las puertas del misterio que tiene su lugar en la noche. Es desde las tinieblas que la luz se esperará y, con ella, la transformación mistérica, mística. El choque de los calendarios solar y lunar acabará armonizándose matemáticamente y la posibilidad mística será mayor de lo que fue.

Los ciclos astronómicos subyacen a los míticos, con una repetición que instaura una y otra vez el renacimiento posible, sosteniendo nuestro ánimo frente a la seguridad de un tiempo longitudinal en el que seremos llevados hacia la muerte. También aquí el agua como río es una buena analogía del flujo de vida en el que nos bañamos durante un tiempo insignificante en la historia del mundo, pero significativo a pesar de todo para cada vida; a veces, para varias. “Quien salva una vida salva el mundo”, se dice en el Talmud.

Es esa muerte, tan cotidiana vista en los demás, al mirar las esquelas y tumbas, lo que se presenta como el gran misterio propio más allá de imaginar una clausura biográfica. Un misterio que, sin embargo, parece más asimilable que el que supone que un día hayamos nacido y tengamos la posibilidad de renacer del mejor modo a lo largo de una biografía, en la que lo importante no es lo cuantitativo de su duración sino lo cualitativo de una posible eudaimonia.

Saber de la muerte no minusvalora la vida, sino que la realza desde el desconocido límite que le confiere, mostrando la gran posibilidad del deseo singular realizable.

Y después… Después el tiempo se acabará en la nada o en el amor. ¿Por qué no? Hay mucha belleza que sugiere eso, que el amor es más fuerte que la muerte, que el galopar de los caballos salvajes permanecerá, que los gorriones seguirán revoloteando, que "la rosa florece porque florece", que nada bueno será perdido definitivamente.

martes, 12 de noviembre de 2019

PSICOANÁLISIS. Lo inconsciente no es visible a la neurociencia.






La subjetividad se resiste al estudio científico y permanece más bien como cuestión filosófica abierta. Eso no implica la postura solipsista. Podemos intuir lo que percibe otra persona cuando nos dice que ve un color, aunque esa percepción no sea directamente transferible; a pesar del problema de los “qualia”, podemos comunicarnos, no como ordenadores, sino como seres que compartimos algo básico enraizado en la biología y en el mundo de la cultura. 

Nuestro centro sigue estando en el corazón, así lo decimos muchas veces, aunque sepamos que es más importante el cerebro. En realidad, es con todo nuestro cuerpo, en él, que nos movemos y somos. El dualismo cartesiano parece resurgir del peor modo, con la relación alma – cerebro (equivalente a la dualidad “software – hardware”), cuando ni siquiera la creencia religiosa lo aceptara nunca (a pesar de lo que se predicara en los púlpitos). 

No cabe duda de que el cerebro es importante, pero no basta con abordarlo como se estudia el hígado. Por supuesto, la ciencia revela mucho sobre el funcionamiento de nuestro cerebro, al menos cuando es concebido en forma modular. Ya en 1981, se reconoció con un premio Nobel de Medicina a David H. Hubel y a Torsten N. Wiesel “por sus descubrimientos relativos al proceso de información en el sistema visual”, algo sin duda muy importante para establecer las bases de cómo percibimos el mundo.

No somos muy diferentes en muchas cosas a otros mamíferos, incluyendo el modo de ver, de captar un mundo propio, “das Umwelt”, que, en nuestro caso, supone la inmersión cultural, una relación singular con la alteridad mediada por el lenguaje en sentido amplio.

Los métodos de imagen cerebral funcional y de electroencefalografía con muchos electrodos facilitan una aproximación con mirada de tercera persona, con todas las restricciones que eso conlleva, a lo que puede ocurrir en el cerebro de alguien y así inferir, por ejemplo, si una persona en estado vegetativo está también consciente o no, que no es poco.

Pero la subjetividad, la experiencia real de primera persona parece resistirse a cualquier intento de objetividad científica. 

No obstante, la elucidación de los mecanismos de funcionamiento cerebral persiste y, aunque no sea en términos de causalidad, se persiguen correlatos neuronales desde los que tratar de comprender los trastornos mentales, analizar potenciales perturbaciones subyacentes a ellos e incluso relanzar la perspectiva topográfica en una forma moderna de frenología. 

Hay una amplia multiplicidad de métodos de estudio neurobiológico, que abarcan desde modelos experimentales como C. elegans hasta el uso de técnicas optogenéticas y de imagen funcional. Los tiempos ya no son lo que eran cuando Crick (que mostró con Watson el modelo del ADN) decidió volcarse en el estudio de la consciencia. Su visión era atea y materialista, y según ella somos lo que experimentamos. Tuvo un discípulo brillante, Christoff Koch, que, en la actualidad dirige los proyectos científicos del Allen Institute for Brain Science 

A diferencia de Crick, Koch permaneció dentro del catolicismo hasta que la lectura de Nietzsche le contagió la idea de que Dios, a quien llamó a gritos algún día en la playa sin resultado, callaba porque no existía; había muerto para Nietzsche y para él. Y no solo Dios. En la misma década también murieron su padre biológico y su padre intelectual, Crick. Y Koch vio así como nunca antes la aproximación del horizonte de mortalidad, algo que muchos llevamos mal.

Hombre ya maduro, cuyos hijos se habían ido de casa a centrarse en sus estudios, cedió ante la tentación biológica, ante la frescura de una joven que contrastaba con la rutina de su hogar y el envejecimiento de su esposa. No son pocos los que pretenden rejuvenecer enamorando a una joven. Confiesa esa aventura, que terminó mal, en un libro publicado en 2012. Y de esa confesión y una entrevista personal se hace eco John Horgan, en su texto “Mind-Body Problems. Science, Subjectivity& Who We Really Are”   

Una confesión llamativa en la que muestra su sorpresa por haber dejado inconscientemente, en un lugar bien visible a su esposa, algo que ésta no debiera ver, una prueba de que, a pesar de lo prometido, aún mantenía esa infidelidad. Él mismo se había traicionado. Y recordó a Freud. No lo recordó bien, porque su lectura parece demasiado simplista, lo suficiente como para afirmar que “nuevos avances en neurociencia y tecnología están revelando la neurobiología del inconsciente dinámico que Freud, Janet y otros contemplaron”, algo que contrasta con la realidad, pues parece confundir totalmente lo inconsciente freudiano con lo que no es consciente en aspectos perceptivos y, por otra parte, banales.

Koch se mostró creyente desde la incredulidad. En cierto modo, su apoyo a la teoría de información integrada, iniciada por Tononi, viene a serlo a un monismo peculiar, el panpsiquismo. Una creencia que, no obstante, le permite dirigir a un numeroso grupo bien dotado en recursos materiales para investigar desde las perspectivas más mecanicistas las bases neurobiológicas de la consciencia.

Se tropezó con lo inconsciente del modo más obvio, queriendo lo que creía no querer, “traicionándose” a sí mismo, a su lógica, que no era la descubierta por Freud, aunque este nombre resonara en él. Tuvo la opción de indagar de la buena manera en ese misterio que parece mayor aun que el de la consciencia, aunque ambos vayan ligados, entrelazados de un modo extraño, difuso y confuso.

Se vio ante el reto de indagar qué es eso que uno mismo no sabe de sí mismo y que le induce a vivir de un modo determinado, a seguir un enfoque de investigación, a creer sin creer, a creer creyendo o simplemente a no creer, algo bien difícil. 

No lo aceptó y tradujo el inconsciente freudiano a otro mucho más “light”, al que es mucho más llevadero, a ese que Russell, como otros matemáticos, tanto apreciaba porque dejaba que trabajara solo tras el planteamiento concienzudo de un problema y ocurría que ese trabajo inconsciente servía más tarde como destello luminoso la solución buscada. 

No será la imagen funcional lo que revele a Koch ni a nadie lo que supone lo inconsciente freudiano, incluso tras habérselo encontrado de frente. De querer indagar en su propio misterio, habría de recurrir a un psicoanalista. Tomó, a pesar de ser un gran científico, la opción errónea para buscar el alma.

La neurobiología tiene el extraordinario valor de indagar en lo que es causa necesaria, aunque no sea suficiente, de lo que somos y podemos llegar a ser, así como de facilitar el desarrollo de una psicofarmacología más adecuada que la tan limitada actualmente y, de paso, mostrarnos la extraordinaria belleza del cerebro. Pero quizá su mayor valor resida en mostrar la limitación al exceso reduccionista y, con ello, la imperiosa necesidad del pensamiento filosófico y del encuentro psicoanalítico.