domingo, 19 de abril de 2020

MEDICINA.Covid-19. Anestesia generalizada.





"O Herr, gieb jedem seinen eignen Tod".
R.M.Rilke


El pasado año, como en otros anteriores, se recordó a las víctimas del atentado del 11-S contra las Torres Gemelas. Fueron 2.983 nombres los que se leyeron en el acto celebrado 

Ante lo absurdo, lo traumático, eso que, no debiendo ocurrir, sucede, caben mejores y peores respuestas. Una de ellas consiste en buscar enemigos. Sabemos lo que pasó a raíz del 11-S, desde guerras asimétricas hasta controles exagerados de pasajeros en aeropuertos.

El trauma, sea un accidente de circulación o un ataque por terroristas en el que ellos mismos mueren, suscita el deseo de reparación, de solución, algo que induce a buscar un enemigo, aunque no exista.

Y quien haya sido afectado por lo traumático, podrá ser o no traumatizado en mayor o menor grado, porque eso depende de cada cual, más que del propio trauma. No hay respuesta “correcta” a lo brutal. Alguien recibe un diagnóstico infausto, o simplemente es jubilado, y se suicida, mientras que otro reacciona de un modo muy distinto. 

Cuando lo traumático afecta a lo colectivo, sobre todo si incluye el símbolo de la unidad de lo plural, como lo fueron las Torres Gemelas, el recuerdo ritual que evoca a la vez lo plural y lo singular se impone. “Fuimos atacados” puede decirse, y murieron estas personas, con nombre y apellidos. Arde una llama y se revive el duelo colectivo y personalizado a la vez.

En estos momentos, ahora mismo, alguien está falleciendo en una UCI. Estamos siendo atacados, según la tan manida metáfora bélica, por un virus. Una metáfora que sirve para todo, desde tratar de aglutinar a todos en torno a decisiones estúpidas del gobierno, hasta para aplaudir a héroes que lo son solo si están alejados, por su posible contaminación.

Bien podría decirse que algo así es traumático, pero resulta que no. No como algo colectivo. 

Tal vez si el coronavirus matara solo un día y a 2.983 personas, ese día fuera recordado con actos anuales de conmemoración, con el ritual de banderas a media asta, con la lectura de los nombres de fallecidos y el reconocimiento a los que se llama héroes en la lucha habida. 

Pero no ha sido, no es así. No, porque ese virus, que se pretendió identificar con algo banal, con una “gripe” (médicos muy reconocidos lo afirmaron apresuradamente), persiste en llevar su vida, sin consciencia alguna del bien y del mal, ni de ser enemigo de nadie, pero matando a muchos. Muchos más de dos mil, muchos más de tres mil, de veinte mil y solo en nuestro país a día de hoy. O más. O menos, porque no se cuentan bien los que fallecen por esa causa. Ni siquiera eso.

En realidad, ¿Qué más da si son diez mil o veinte mil? Lo importante ha pasado a ser el individuo colectivo, el que no es representado por un rostro o por veinte mil caras, sino por una simple curva. Esa que, como buena noticia, nos dicen las lumbreras que coordinan, del modo más descoordinado imaginable, la situación, que se aplana. Hoy, de hecho, “sólo” se han registrado 410 muertes por coronavirus en España, la cifra más baja desde que esto empezó a ser un problema, tras desmoronarse la negación frívola de lo que ocurría. Ah bueno, sólo unos cuatrocientos. Menos mal, esto va mejor, sobre ruedas. El problema será la economía, pero ya se solucionará. De momento, como humanos que somos, atendemos a la imagen del ser que sufre, a la curva estadística. Ya sabemos que está mal calculada, mal hecha, pero aun así… se aplana. Entre todos lo lo lograremos. “Este virus lo paramos entre todos” nos dicen, con pretensión infantilizadora. 

El individuo colectivo podrá cantar con el Dúo Dinámico que “resistirá”. Que no lo hayan hecho veinte o treinta mil (¿a cuánto ascenderá la cifra?) es un efecto colateral, un conjunto de “casualties”. Por cierto, muchos de ellos ya viejos, con patologías previas, en geriátricos… Ya les tocaba. 

No se leerán nunca sus nombres. Ninguno de esos muertos tendrá la dignidad que le fue reconocida a los que murieron un 11-S en EEUU o un 11-M en España. 

¿Qué más nos da que sean hoy cuatrocientos que quinientos o trescientos? Lo importante es la dichosa curva, que iluminará el momento de salir del confinamiento casero. 

R. M. Rilke es claramente de otra época. Hoy sería un play-boy o un muerto de hambre. Y escribía bien. Una de sus obras es “El libro de horas” en el que encontramos la siguiente expresión: “O Herr, gieb jedem seinen eignen Tod”. Sugerente, inquietante, llamativa en todo caso. Se podría traducir así: “Oh Señor, dale a cada uno su propia muerte”. Pero alguien sabio, François Cheng, lo ha traducido de un modo más acertado: “Señor, da a cada cual la muerte que le es propia”. Parece lo mismo, pero no lo es del todo. Cheng afina mucho.

Rilke murió a causa de una leucemia. Hay quien dice que la espina de una rosa facilitó una sepsis en su organismo, ya muy debilitado. No parece inapropiado para un poeta que la hermana muerte tenga forma de rosa.

“La muerte que le es propia”. No es de temer esa muerte, envés en donde el haz es la vida. Porque solemos olvidar que, sin muerte, tampoco habría vida.

Ante esa singularidad de la muerte, que lo es de la vida, la cifra del individuo colectivo carece de significado. Cada muerte, como cada vida, lo es de una en una. Y cada cual merece eso, “la muerte que le es propia”, la que realzará su vida desde la negación absoluta, desde la gran castración. O… desde la Vida. El propio Cheng, que no se confiesa creyente sino “adherente” crístico y taoísta, nos dice “¿Tendrá la muerte la última palabra? Esto es improbable”, recordándonos a San Pablo (1 Cor. 15,55).

En realidad, nacimos desde el deseo que nos convocó, sin que tengamos un porqué obvio, y moriremos sin un para qué evidente. El Misterio nos envuelve y constituye.

Pero precisamente, por la singularidad de cada vida, que es clausurada con la muerte, ésta ha de ser bien acompañada, bien sentida, asumida, propia, con la vida agradecida y perdonada por uno mismo. Quien pasa a ser algo, ese polvo estelar o ceniza de la que emergió, no dejará con la muerte de ser alguien, querido, dolido y que mantendrá un nombre para el recuerdo de otros mortales. De eso, del duelo con su ritual, se nos priva en nombre de la higiene anti-vírica. ¿A qué extremo de deshumanización hemos llegado?

Lo que suponemos que pasa en las UCIs en estos días con cada uno de los que vislumbran la otra orilla o la Nada, no es que vayan a tener una muerte propia, que sería un proceso, en el que la palabra fuera viático (religioso o ateo), en el que la mano, la cara, pudieran ser acariciadas, besadas. En el mejor de los casos… hay un “móvil” o una “Tablet”. A veces, un sacerdote unge la frente y consuela con viejas palabras de amor divino.

Cada una de esas muertes, impropias, pasan a ser elementos del conjunto “muertos”, un sumatorio irrespetuosamente mal calculado incluso. Un sumatorio que se nos muestra como mejora posible de una situación que jamás podrá ser colectiva sino solo singular. 

Quienes no hemos visto aun en la puerta a la hermana muerte que presenció Tagore, debemos resistirnos a esa anestesia inhumana que nos considera a todos elementos de un subconjunto. Una anestesia robustecida con mensajes pueriles que abarcan desde abstenernos de criticar al gobierno por su estupenda gestión de esta crisis a enriquecernos con la amplia gama de posibilidades que nos ofrece el confinamiento en casa, obviando que muchos no la tienen o que la perderán en muy poco tiempo, aunque sobrevivan. 

Es una anestesia inhumana, repugnante, que precede a la amnesia que sobrevendrá después en quienes no hayan, o hayamos, sido afectados por este horror secundario a tanta estupidez revestida del manto de Galileo.


sábado, 11 de abril de 2020

MEDICINA. Covid-19. Smartphones al rescate.


Parece muy interesante la iniciativa de Google y Apple de unir esfuerzos a la hora de controlar la pandemia.

Se trata de ser alertado si alguien con quien hemos coincidido resulta haber sido un potencial contagioso. 

Las cuarentenas se simplificarían. ¿Para qué estar confinado en casa si se es asintomático y se tienen anticuerpos IgG que evitarían que contagiemos (cosa que aún presenta algunas dudas)? Y ¿Por qué no imponer políticamente la cuarentena sólo a quien puede estar contagiando por ahí? Si se está haciendo ahora de modo masivo, bien podría hacerse de modo selectivo una vez que pase la gran oleada.

Hay quien dice que eso de los "smartphones" puede suponer un ataque a la privacidad, como si no fuéramos vulnerables a tal cosa todos los días que usamos el "móvil", a no ser que utilicemos teléfonos “clásicos”, que sólo sirvan para eso, para hablar a distancia a través de ellos, algo que parecen hacer los directivos de esas dos grandes compañías. ¿Quién no usa redes sociales, whatsapp, maps, apps de salud, etc.?

La Electrónica va mucho más de prisa que la Biología. La ley de Moore parece seguir ajustándose a avances impresionantes y, a veces, también inquietantes.

El problema que puede retrasar el alcance del objetivo señalado anteriormente reside en la identificación. Sin pruebas analíticas (PCR, con sus límites, y anticuerpos, con los suyos), ningún sujeto asintomático podrá ser "marcado" como no infectado, infeccioso o curado. Hemos de tener en cuenta que tampoco disponemos de ningún signo patognomónico temprano que permita que baste con una clínica que inicialmente puede ser asintomática o muy leve.

Por eso, la propuesta de colaboración entre Google y Apple para poder alertar a alguien si ha tenido un contacto con posibilidad de contagio, tendrá un valor muy claro (en caso de lograrse, cosa que parece que ocurrirá antes de que haya vacunas o tratamientos mejores que los actuales) a la hora de vigilar "repuntes", una vez que este horror se haya amortiguado lo suficiente. 

De disponer de algo así ahora mismo, tendríamos un porcentaje probablemente muy llamativo de falsos negativos, dada la práctica ausencia de pruebas y el modo en que se hacen recuentos de casos, fallecidos y curados. 

Hay algo que parece claro. Desde el punto de vista de la vigilancia epidemiológica estaríamos aparentemente mejor en manos de los “smartphones” con sistemas iOS o Android que en las de muchos epidemiólogos, que parecen haber olvidado algo importante para todos sus modelos: contar casos realmente confirmados, muertos que lo han sido por coronavirus y sujetos efectivamente curados. Lo que no sea eso, un recuento riguroso (algo que se hace en cualquier recuento electoral), parece fantasía pseudocientífica. Y los modelos matemáticos no basados en el recuento con identificación confirmada, y que parecen obviar incluso muestreos aleatorios, evocan a un cuento en vez de un recuento. Decir “cuento chino” ahora sería ofender a quienes lo han hecho mejor que aquí, en UK o en EEUU, y eso a pesar de ser los primeros afectados y de haber tenido un aparente retraso "político" en iniciar medidas. Según parece, la aproximación tipo "Big Data" llamada BlueDot lo detectó poco antes.

También estaremos mejor siguiendo los consejos que nos proporcionen los "smartphones" que los sabios de la OMS, que ni con las mascarillas se aclaran, y que quizá debieran modificar su definición de pandemia (la que enunciaron en su día sobre lo que es la salud, por ejemplo, nos hace a todos enfermos; quizá se equivoquen algo en todo).

Hasta ahora, la mirada epidemiológica se ha dirigido más a lo curativo que a su propia tarea, la prevención. Por ello, el objetivo ha priorizado evitar el colapso de UCIs (cuando todo se fue de madre en medio de aparentes frivolidades) frente al ingreso en ellas mediante una prevención anticipada y basada, además de la higiene elemental de lavarnos las manos y, más recientemente, de guardar "distancia social", en pruebas diagnósticas y en medidas de barrera, esas que incluyen las mascarillas y las pantallas y máscaras de metacrilato, algo que ha ido improvisando el sentido común de mucha gente. Con el coste de una estancia en UCI... ¿Cuántas pruebas diagnósticas podrían hacerse? ¿Cuántos ingresos en UCI, cuantos muertos, se hubieran evitado?

Si ya hay problemas cuando se confunden la mirada clínica y la científica, que son diferentes aunque se complementen, nos ha ocurrido algo muy triste con la entrada de una mirada preventivista que no ha sido tal y que da la impresión, quizá falsa (es fácil criticar desde fuera) de ser discurso político, protociencia congelada o pura pseudociencia. Obviamente, la heterogeneidad entre preventivistas es alta, pero que hayan tomado ellos las riendas de cara a la decisión política, y no se haya atendido, como parece, a una visión en la que participaran clínicos, sobre todo los de primera línea, la "de choque", aparenta cierto grado de improvisación. Richard Horton (director de The Lancet), que no es tonto, llegaba incluso a escandalizarse

Afortunadamente, aunque no haya sido pronto, parece que las medidas que se han ido adoptando, incluyendo el confinamiento masivo (ahora parece que también pronto las mascarillas para todos) están dando buenos resultados. Y eso sostiene patéticos himnos, como el "resistiré" (solo como individuo colectivo, porque los muertos no lo han hecho; a diferencia del junco, se quebraron) o el "ahora más que nunca" y sotiene también aplausos de todos para todos. 

Somos hermanos, pero, como se dice, "cuando esto pase, que pasará..." pues dejaremos de serlo, nos olvidaremos. Y quizá hagamos bien. El coronavirus no surgió ayer. Podríamos tener un mejor conocimiento de él, incluso quizá una improbable vacuna. Pero las demás especies sólo son o no utilitarias. Atrás quedaron, en los libros de los viejos naturalistas, la anatomía y fisiología comparadas. Quizá alguien se haya comido un murciélago, haciéndose así versión moderna de Drácula. Estamos vampirizados a tal punto que, incluso de día, vemos al otro como eso, como un posible vampiro letal, que ya ni se molesta en acercarse a chuparnos la sangre; le basta con estar y respirar.

Esto dará para muchas reflexiones de todo tipo. Por ejemplo, veo pocas corbatas negras en la televisión a la vez que se anuncia la incipiente victoria de un individuo colectivo (hay menos muertos, se dice). Veo aplaudir a los que salen de UCI, a sanitarios, a policías, a muchos. No a curas, que proporcionan apoyo a quien, siendo creyente, está en las últimas. Hoy hacían torrijas para moribundos. No ven a un familiar, pero pueden (¿pueden?) comer media torrija.

Y la muerte... Ni Philipe Ariès imaginaría que en estos tiempos llegaríamos, no ya a negarla, sino a no poder verla, a no poder tocar, en sentido literal, el cadáver de alguien querido. Algo que acepta quien lo acepta, claro.

Y "cuando esto pase, que pasará" (otra afirmación para todo tipo de anuncios y que resulta indecente para quien ha perdido a alguien), nos volverán a prometer la juventud hasta los 140 años, la edición genética eugenésica, las terapias que "engañen" a células (como si fueran agentes intencionales) y demás tonterías cientificistas. Ah, pero ahora no es momento de cientificismos sino de ciencia... y tiene su tiempo. Ya no se nos habla del microbioma ni del gen que podría curar el cáncer ni de demás bobadas. A la vez, esa ciencia está perturbada seriamente por la pseudociencia. Y no por la de quiromantes o astrólogos. No. Esta vez la pseudociencia es la enunciada por "expertos" asesores.

Y "cuando esto pase, que pasará", nos caerá otra pandemia con otro nombre, que arrasará, porque nos volverá a encontrar como ahora, como en 1918, indefensos y más estúpidos que hace un siglo.




sábado, 4 de abril de 2020

MEDICINA. Covid-19. Del sujeto al individuo muestral.





Uno de los grandes avances científicos fue la visión atomística de la Naturaleza. Los átomos, supuestos ya por los griegos, se manifestaron de modo científico gracias a personalidades como Dalton, Boltzmann y Einstein. Sabemos que no son tales, que están a su vez compuestos, pero eso importa poco conceptualmente.

En el mundo biológico, el atomismo acogió la visión de la célula como unidad de vida. Más tarde ese atomismo se hizo bioquímico y acabó siendo informativo, genético.

Hay un ámbito en el que, para bien y para mal, también triunfó el atomismo. Ocurrió cuando pasó a verse cada organismo como entidad individual de un conjunto de organismos similares de su misma especie. Eso facilitó la irrupción de la herramienta estadística a la hora de plantearse cuestiones clínicas. Podemos comparar un grupo de individuos con otro, similares en todo (cosa difícil de lograr a base de “randomización”) pero diferentes en una variable (la exposición a un tóxico, la ingesta de un fármaco, un hábito de vida, lo que sea) y ver el efecto de esa variable sobre otra u otras de interés. Los estudios comparativos pueden revelar relaciones entre dos o más variables y sostienen los estudios de tipo caso – control, los ensayos clínicos, análisis multivariantes, la observación de cohortes, etc.

Si hay semejanza en la inmensa mayoría de variables que puedan interferir con la relación a analizar en los grupos de individuos usados, la estadística concluirá si los efectos observables se deben a una relación entre variables concretas o son fruto del azar. Es desde esta concepción del ser humano como individuo, como átomo muestral, que el contraste estadístico ha permitido en muchos casos pasar, como se ha dicho a veces, de la eminencia clínica a la evidencia científica. Lamentablemente, esa aproximación, conocida como “Medicina basada en la evidencia”, no ha sido inmune a artefactos inherentes a sesgos por interés curricular o económico.

     La concepción del ser humano difiere según el observador, aunque éste sea médico. No son equivalentes las miradas de un internista, de un médico de familia, de un psiquiatra, de un patólogo, de un radiólogo, de un pediatra o de un neumólogo. La Medicina es apoyada por la ciencia, pero no es una ciencia en sí, ya que cada encuentro clínico es singular, por serlo de dos subjetividades.

Hay una mirada en la que la perspectiva clínica se evapora. Es la que confunde a cada sujeto con un átomo, con un individuo. Como tal, pasa a ser elemento de un conjunto (la población española, por ejemplo) o de uno o varios de sus subconjuntos (regiones geográficas, sexo, rangos de edad, etc.). Es la perspectiva epidemiológica.
Tenemos estos días una imagen triste de lo que eso supone. Los informativos solo hablan prácticamente del coronavirus o, más bien, de sus efectos. Desde que apareció en China y poco después en Italia, se supo de su alta contagiosidad y de una letalidad que, aunque aparentemente baja en términos porcentuales, está resultando extraordinariamente elevada y concentrada en el tiempo en términos absolutos.

No parece que se hayan hecho bien las cosas, pasando en un mes de una cierta frivolidad aparente a tener UCIs colapsadas y miles de muertos por Covid-19, pero no es esa la cuestión en la que deseo fijarme ahora. No en la eficacia muy dudosa de la prevención previa al confinamiento, sino en la propia mirada de la Medicina Preventiva, que, en este caso, es una mirada contable asociada al discurso político. Cada día se proporciona el “parte”. Tantos contagiados (cifra sencillamente increíble a falta de una métrica adecuada), tantos fallecidos, y la buena noticia de los que se han curado.

Pero el discurso, político-científico, va más allá del recuento y, de modo aparente, se ancla en la repetición de lemas supuestamente tranquilizadores para un cierto ideal de individuo muestral, el que es joven y sano. Son los siguientes:
    
  • Sólo se mueren los viejos y con patologías previas. No se dice con esa crudeza, pero sí se dice. Las muertes de personas jóvenes y previamente sanas son la excepción que confirma la regla. Eso supone un cierto supremacismo que idealiza la juventud y que sintoniza con el abandono que sufren las personas mayores.
  • Esto es una guerra. Se insiste en la metáfora bélica, en la que todos (pasando a ser individuo colectivo) podremos vencer al enemigo, el virus, con distancia social, confinamiento, higiene de manos, no tocándonos la cara, etc. Una guerra en la que, como en todas, hay héroes, los curativos, pero a los que se pretende lejanos, confinados en el hospital, no vaya a ser que, si viven al lado, si se nos acercan, nos contagien. En ese contexto metafórico se muestra el avance victorioso en forma de una curva que dejaría de ser exponencial.
  • Ha sido una sorpresa. Se afirma la novedad, la sorpresa del ataque vírico, que nadie lo esperaba, pero las epidemias siempre han existido y existirán, como los terremotos. Aunque no se sepa cuándo, tras ésta, otras vendrán y podrán encontrarnos como ahora, prácticamente como en 1918.  Desde esa supuesta novedad, la improvisación ha sido una constante, especialmente en lo relacionado con la protección básica. Si hace poco se desaconsejaban las mascarillas a sanos, ahora, que parece haberlas, se aconsejarán a toda la población. En esa sorpresa, más sorprendentes acabaron resultando los geriátricos, en donde el escaso personal sanitario facilitó una alta tasa de mortalidad.
  • Esto pasará. Eso parece y es deseable que ocurra antes de que se haga frecuente una pregunta ya formulada ¿Y si se acaban las UCIs disponibles? ¿Y si hay que elegir? En películas antiguas, en situaciones de catástrofe, se decía “las mujeres y niños primero” (en un naufragio, por ejemplo) o, de un modo muy duro, “sálvese quien pueda”. Pero, ¿Cómo priorizar entre pacientes? En un artículo reciente, aparecido en "Letras Libres", se analiza esta cuestión que, Dios no lo quiera, puede llegar a ser realista. Y se habla de “valor social” de los pacientes, un serio problema ético.
  •  El aplauso generalizado. A él se insta, con imágenes reiteradas. Aplauso a médicos, a policías, a militares, también a quienes han tenido la fortuna de salir de la UCI (no sabemos si para curarse definitivamente o no).

Si hay una imagen en la que se muestra lo que significa ser individuo olvidando al sujeto es la que ofrecen las improvisadas morgues, con ataúdes iguales y alineados (suponemos que también “trazables”). Sabemos que la muerte es igualitaria (de aquella manera, porque el coronavirus podría cebarse con quienes malviven en campamentos de refugiados), pero tan brusco destino, infeccioso, casi medieval, no será conciliable con los sentimientos de quienes han querido y siguen queriendo al que murió.

Cada cadáver compartirá con los demás no solo ese terrible espacio, también el carácter excepcional de la higiénica distancia con los vivos. Se bloquea el duelo convencional y aumenta el dolor de la pérdida, que lo es, no ya de un individuo anciano o joven, con o sin patologías previas, sino de un sujeto querido, con una biografía única, singular en toda la historia del mundo. 

Frente a la frágil, a veces falsa, unión a la que se nos insta, existen casos realmente ejemplares de amor. Mi amigo el psicoanalista Gustavo Dessal publicó recientemente un hermoso y cariñoso artículo al respecto, “También amor”.

La responsabilidad puede exigirse; el amor no, ya que brota o no del corazón de cada cual para ayudar a otro en lo que precisa. Alguien puede hacer sonreír a un niño enfermo. Habrá quien haga compañía a pesar de los pesares. Otro brindará el apoyo que pueda proporcionar a una persona discapacitada. Colegios de Psicólogos han brindado teléfonos de ayuda. Hay sacerdotes que proporcionan asistencia espiritual a creyentes católicos. Ninguna de esas personas serán consideradas heroicas; no lo precisan. La fragilidad humana es una buena prueba para proporcionar el mejor contagio, el que el amor permite. Incluso desde la creencia, el Gran Misterio, la Alteridad Inmanente se muestra en la belleza de lo que existe, pero, sobre todo, en la concreción de quien sufre, de quien, siendo moribundo, encarna en sí la gran pregunta existencial.

Aunque, como seres humanos, tengamos esa tendencia a la repetición de lo peor, esa pulsión de muerte que tan brillantemente mostró Freud, también lo bueno compensa muchas cosas. Si esta pandemia nos encontró casi como en 1918, no es menos cierto que, en el siglo transcurrido, el desarrollo científico ha sido y sigue siendo impresionante. Es por eso que cada día que pase sabremos más de éste virus, de otros que puedan afectarnos y de cómo prevenir sus infecciones con vacunas adecuadas y tratamientos mejores. Esa es la esperanza racional en la ciencia, algo alejado del cientificismo cargado de promesas.

En este sentido, proporciono a continuación una serie de enlaces que creo útiles para el lector interesado en aspectos científicos relacionados con el coronavirus (basta con pulsar los textos para ir a los enlaces correspondientes):
 
  • Colección de artículos del NEJM 


lunes, 30 de marzo de 2020

MEDICINA. Covid-19. Aplausos hipócritas y estigmas.





Ya lo sabemos. Es a las 20 h. cuando toca salir a las ventanas a aplaudir al personal sanitario. Sabemos de su abnegación, pero también esa “solidaridad” expresada en las ventanas es un recurso ante el confinamiento. Por un momento, descubrimos que tenemos vecinos, que nosotros mismos lo somos (aunque sea un instante) y se aplaude a héroes. 

Los aplaudidores se sienten hermanos en su confinamiento. Hay quien toca algo alegre. Y, de vez en cuando, hasta se oye una canción que ya se califica de himno de estos tiempos y que interpretaban dos jóvenes que hacían furor entre las chicas cuando Franco vivía, “resistiré”. ¿Resistiré qué? No lo sabemos; estar en casa, no poder ir a tomarse unas cañas, lo que resiste todo el mundo, lo que sea. Todos como el junco ese que se dobla, pero siempre sigue en pie. Resistiré. Emocionante.

Ah, cómo emocionan esos aplausos. Hasta las lágrimas. Todos dentro de casa, en donde hemos descubierto que podemos hacer de todo, incluso correr, y hasta descubrir cosas nuevas, como ordenar libros o ver películas, tareas insospechadas hasta ahora.

¿A quién se le aplaude? Pues a esos héroes que vemos en la televisión realizando su abnegada tarea en los hospitales, pero siempre y cuando estén ahí, no justo debajo de casa. Y es que hay héroes que no dan entendido que serlo supone vivir en el hospital y no acercarse a su casa, porque lógicamente asustan a vecinos, como seres potencialmente contagiosos. ¿Cómo se atreven a hacerse visibles en la calle, para ir o salir de casa, rompiendo el estado de alarma? Comprensible es que les caigan toda clase de improperios (a ellos o a sus madres, culpables de su existencia). Los héroes son para el cine o para los telediarios. Es a esos a los que siempre se aplaudió y a los que se aplaude ahora desde las ventanas de casa. No a la enfermera que regresa a la suya desde el lugar heroico que ha abandonado por unas horas. Lo que recoge un artículo de “Redacción Médica” es para nota. 

Los héroes hasta atienden a viejos. Pero, si a los héroes solo se les quiere a distancia, en la tele, a los viejos contaminados también. Lógico que vecinos de La Línea lo afirmaran con rotundidad, a pesar de la incomprensión de la policía. 
 
Hay aplaudidores que, en su justa ira, insultan a presuntos transgresores de la norma higiénica. Ya se la juegan teniendo que ver que hay gente que saca a sus perros a veces. Bueno, es perdonable, admisible, en su gran comprensión humana. Pero lo que no tiene nombre es que se saque a tomar una bocanada de aire a niños, diciendo que son autistas. Muchos no sabrán qué es eso, otros lo habrán visto en la Wikipedia o se habrán enterado por televisión. Hasta “The Good Doctor” es autista. Y entonces, vale, que salgan un rato, pero que se les controle y no solo por la policía sino por todos los aplaudidores que se autorizan a sí mismos como agentes del orden. Es sencillo, basta con que los autistas y sus padres lleven un brazalete azul. Y, aun así, a ver… De extrapolar eso al personal sanitario, éste tendría que llevar también un brazalete blanco o algo que indicara su profesión, que ya no sería reconocida como admirable, sino como opción de pecado de potencial contaminación contagiosa. ¿Se les aplaudiría?

Desde un lado y otro entramos otra vez, quién lo diría, en la valoración del estigma hecho marca. Como en los viejos tiempos, en los que había gente con la estrella de David bien puesta para ser reconocidos como los apestados, los Untermenschen.

Como si tuviéramos poco con el coronavirus apátrida (a pesar de que Trump diga de él que es chino), resurgen temores y odios, que no hacen distingos entre estigmatizados (como no se hicieron en la Alemania nazi) más allá de la marca segregadora que muestra el supuesto peligro de contaminación, de mezcla de sangre pura con fómites de impureza, por parte de médicos, ciejos contagiados, farmacéuticos o autistas.



sábado, 28 de marzo de 2020

MEDICINA. Ser Virus





La planta del tabaco sufre enfermedades que hacen que sus hojas tomen unas ondas de coloración extraña, en mosaico. Se suponía que se trataba de infecciones, pero … ¿dónde estaba el germen?

Charles Chamberland había creado un filtro de porcelana con un tamaño promedio de poro que no podían atravesar bacterias. Sin embargo, filtrando por ahí un extracto de plantas de tabaco “enfermas”, Dimitri Ivanovski vio que el líquido resultante seguía siendo infeccioso, aunque no se apreciara en él una sola bacteria. Se pensó en una toxina como causante de la enfermedad de las hojas del tabaco. Y de ese nombre, toxina, pero en griego, derivó un término bien conocido ahora, virus, otorgado por Beijerinck, quien repitió en 1899 los experimentos de Ivanovski. 

Virus. Algo referido a un germen infeccioso filtrable. Había una base racional para llamarle así, aunque no pudiera verse con los mejores microscopios ópticos de entonces. Émile Roux en 1903 se refirió a los “êtres de raison”, organismos cuya existencia podía deducirse de sus efectos, aunque no pudieran detectarse de modo directo.

Fue la llegada del microscopio electrónico la que permitió “ver” virus en la década de los treinta. Se vieron, se clasificaron, se identificaron algunos como agentes etiológicos de distintas enfermedades, se llegó a pensar erróneamente que todos los tipos del cáncer eran causados por virus (algunos sí); se pudieron cultivar en embriones de pollo, en líneas celulares y, desde esos cultivos, por pases sucesivos que atenuaban el poder mórbido de algunos virus, se lograron vacunas, conociendo ya a qué se enfrentaban, cosa que no le fue concedida a Pasteur con su vacuna contra la rabia.

Y la historia siguió. 

Y quién lo iba a decir, los virus, agentes infecciosos de plantas y animales, lo eran, a su vez, de bacterias. Fueron precisamente éstos, los virus bacteriófagos, los "fagos", los que permitieron un modelo experimental excelente para ir comprendiendo las bases de la Genética. 

Los virus, entes infecciosos, no se parecían a los gérmenes “convencionales”. Las bacterias pueden crecer “solas” en medios nutritivos. Koch hizo el gran descubrimiento metodológico de lograr crecimiento bacteriano en superficie, fuera en un trozo de patata o, más eficazmente, en un soporte de agar suplementado con nutrientes.  Un crecimiento en colonias, a partir de las que hacer identificaciones morfológicas y bioquímicas. Pero algo así no ocurría con los virus. Sean bacteriófagos, del mosaico del tabaco o del SIDA, los virus son absolutos parásitos. Sólo se multiplican en el interior de una bacteria, de una célula. El crecimiento de “fagos” puede verse en placas de agar, pero como halos equivalentes al vacío que dejan las bacterias destruidas.

Fuera de ese entorno celular, pueden conservarse, cristalizar, congelarse, permanecer, pero no multiplicarse. Fuera, son inertes.

¿Están vivos? Muchas veces se ha hecho esa pregunta, desde que se cree que la vida es eso, reproducción.

Nuestra concepción de la vida sigue siendo antropomórfica. No hemos avanzado en eso. Si algo se reproduce, parece que vive y, en caso contrario, no. 

El triunfo de la perspectiva atomística no sólo se dio, para bien, en los ámbitos de la Física y de la Química. También fue exitoso en el mundo de la vida. Para bien y para mal. El “átomo vital” acabó siendo la célula, como bien formuló Virchow. Más tarde, la influencia poderosísima del libro de Schrödinger (“¿Qué es la vida?”) hizo que investigadores procedentes de la química y de la física se volcaran en la búsqueda del supuesto cristal aperiódico, soporte de la información vital. Y lo lograron. En 1953, la presentación del modelo del ADN, por parte de Watson y Crick, en el contexto de experimentos como el de Harshey y Chase (el más elegante de la Biología Moderna) y de los que condujeron a la elucidación del “código genético”, sentaron las bases de una Biología Molecular, en la que el átomo vital ya no era la célula, sino la molécula informativa, el ADN. 

Pero, si consideramos la célula como unidad vital, sea eucariótica o bacteriana, tenemos un problema. ¿Es un virus algo vivo? Están los tiempos como para decir que no, en plena pandemia provocada por uno de ellos, por un coronavirus.  Y, sin embargo, solo así, invadiendo células para hacer copias de sí mismo, puede hablarse de un virus como de algo vivo según la concepción clásica.

Tal vez uno de los problemas que tengamos con la vida parezca erróneamente mucho más filosófico que pragmático. No sabemos definirla y, por ello, no la identificaríamos en otro planeta a no ser que sea muy parecida a la surgida en la Tierra. Tenemos el esquema celular impregnado en las mentes. Y en él un virus se hace problemático. Sin embargo, todo cambia si descartamos la concepción atomística por un momento y concebimos la vida como algo que abarca a todas sus manifestaciones. En ese sentido, un virus vive con (incluso aunque acabe siendo contra) bacterias, células, nuestro cuerpo mismo.

Hoy nuestros cuerpos son los potenciales medios de cultivo del coronavirus. Así es la vida, podría decirse en realidad. No se trata de amigos y enemigos, lo que deja fuera de lugar la pobre metáfora belicista en que nos movemos: la lucha contra el coronavirus, la lucha contra el cáncer… Ese es un criterio de la vida individual, pero la vida va más allá de lo atomístico, de lo individual. Aunque sea discreta, clasificable, modificable, se guarda un misterio, el “qué” es. 

La selección natural, que tantos han identificado con un demiurgo finalista, craso error, simplemente ubica las cosas, facilitando una evolución ciega, de la que resultamos por una serie de contingencias, del mismo modo que podemos extinguirnos también como tantas otras especies lo hicieron antes. 

¿Y ahora qué? Ahora nos vemos inmersos en la efervescencia de una forma de vida que sigue su curso y, lamentablemente para nosotros, ha topado con un medio de cultivo interesante, nuestras células, nuestros cuerpos, en los que se puede dar una reacción inmunológica que, en vez de “defensiva”, puede resultar catastrófica para nuestros pulmones, para nuestra vida. 

No hay sentido. O sí, pero eso ya entraría en el ámbito de la creencia. 

Ese virus ha puesto el mundo patas arriba. El mito cientificista del progreso incesante cesa en su delirio. Retornamos, ya con criterio sensato, a la esperanza en que la ciencia resuelva más pronto que tarde algo para lo que estamos a día de hoy tan preparados como lo estaban en 1918 frente a la gripe española. Esperamos, eso sí y con fundamento, que 2021 sea bien diferente a 1919.

El virus no tiene finalidad; es un ente. Nosotros le conferimos, le facilitamos propiamente el hecho de ser, de ser en nosotros, quién lo iba a decir, incluso de ser nombrado. Nosotros le dotamos de un poder maligno, el que nos dispersa, el que nos retiene confinados, el que hunde nuestra economía, el que nos puede matar, el que ve al otro como potencial portador de muerte, como enemigo. 

No habíamos caído en que la vida es como el viento evangélico, que sopla donde quiere y no sabemos de dónde viene ni a dónde va. 

Anclados en la perspectiva atomística y en el delirio de supremacía biblicista (el Génesis no se ha ido de mentes ateas), un simple virus toma su ser de nuestros propios cuerpos. Y, bien podría decirse, a la luz de la tragedia asociada a esas muertes que no pueden velarse, a esos cadáveres que no se tocarán, que también toma su ser de nuestras almas. 

Acontece, es, por nosotros, que nos creíamos invulnerables a epidemias y, ya no digamos, a pandemias, como algo del pasado.

Y, si no aprendemos la lección, acabaremos “salvando” el planeta… sucumbiendo como especie. Hay muchas más que son salvadoras potenciales de la Tierra, sin saberlo.