sábado, 8 de mayo de 2021

MEDICINA. Un gran cirujano.

 


Las manos y el lenguaje han permitido que pasáramos, hace unos cuantos millones de años, del mundo de la Biología al de la Cultura. 

 

Llegamos a la fase de “Homo faber” por tener manos. Más tarde, nos hicimos “Homo ludens” también por ellas. Un dedo oponible a los demás hizo posible que pudiéramos hacer cosas manuales con las finalidades más dispares, desde cazar hasta simbolizar. La propia mano alcanzó tal valor que se hizo símbolo a sí misma. Estrechamos la mano de otra persona para presentarnos, para cerrar un trato. Con las manos escribimos, comemos, nos aseamos, trabajamos, creamos. Hasta la mirada mágica pretendió augurar el futuro contemplándolas.

 

Vivimos inmersos en un excesivo “cerebro-centrismo”, el que identifica lo anímico con lo neuronal. Si Lacan dijo un día irónicamente que pensamos con los pies, en contra de esa reducción excesiva, la ironía es menor si pasamos a decir que pensamos con las manos. 


Somos teniendo, habitando, un cuerpo. Y en él, las manos permiten tocar incluso lo inefable. En el ámbito de las creencias religiosas, las manos han sido y siguen siendo esenciales. Con ellas se bendice a alguien, ellas hacen perceptible el milagro eucarístico partiendo el pan. Ellas reconcilian.

 

Hemos necesitado un virus con potencia letal para echar en falta la riqueza ritual de esas manos que se estrechan, que se posan en el hombro, que acarician. 


Somos humanos hablando y tocando… con las manos, sin las que todo contacto es pobre suplencia. 

 

Y, por eso, quien restituye la movilidad de las manos de otro, muestra la extraordinaria nobleza de la cirugía.

 

La cirugía muestra la singularidad de cada acto operatorio… y su milagro. Son las manos de un cirujano las que pueden obrar el milagro de oír la música lograda con unas manos recuperadas que vuelven a tocar un instrumento, el de facilitar la gestualidad de quien tropieza verbalmente sin ellas, el de permitir volver a ser como se era, antes de que una enfermedad o un accidente quebrara la posibilidad de expresión manual. 

 

Recuperar las manos en su funcionalidad es, en cierto modo, recuperar un lenguaje, algo literal en el caso de sordomudos, pero reconocible de modo universal. 

 

Hay muchos modos de mirar a la Medicina, desde la perspectiva dura, y realista a la vez, que mostró Klimt, hasta la que es sostenida por la fraternidad entre compañeros que acoge la admiración hacia lo que un amigo es capaz de hacer. 

 

Admiro a los cirujanos. De niño, presencié la seguridad curativa de mi amigo Norberto. Ya, siendo médico, contemplé la capacidad de mi amigo Antonio para ayudar a nacer, la de mi amigo Santiago de restaurar la visión. Muchos más he admirado y querido. Ahora, es otro cirujano y amigo, Ángel, a quien ya le había dedicado otra entrada, el que me anima, al verlo en el periódico, al recordarme con su semblante de seguridad, en estos tiempos tristes, que ser médico vale la pena, aunque sólo sea como observador de la proeza magnífica que otros realizan de forma cotidiana en un quirófano.

 

Como él, como Ángel Álvarez Jorge.


miércoles, 14 de abril de 2021

Sobre "El caso Mike" de Gustavo Dessal.

 


 

“Los sentimientos constituyen un terreno infinitamente más complejo que las ideas o los pensamientos. Están directamente conectados a esa rara red del habla de la que estamos cautivos.” Gustavo Dessal.

La nueva obra de Gustavo Dessal, de reciente aparición, es interesante, entendiendo este término tal y como lo recoge el diccionario de la R.A.E.: “que interesa o es digno de interés”. Es un doble sentido, aunque parezca único. 

Por un lado, interesa, que no es poco. Estamos ante una novela que induce a su lectura mantenida y, a la vez, reposada, “despaciosa” como decía García Gual, prestando atención al mundo en que se encuadra y al torbellino que en sus personajes se desencadena. 

Es y no es nuestro mundo el que ahí se nos muestra. La acción se desarrolla en una ciudad estadounidense, Boston, cuyas calles y barrios son descritos con el detalle suficiente para que la imaginación nos lleve a ellos, para que nos situemos allí aunque nunca hayamos estado en esa ciudad. Pero, a la vez, el protagonista principal, Mike, se mueve en un espacio que no sabemos si es real, virtual o esa extraña mezcla a la que la tecno-ciencia nos está conduciendo. Mike es un hacker cuya capacidad, de la que a veces dudamos, se mezcla con una gran fragilidad. Podría decirse, de modo rápido, que estamos ante un joven con una mezcla de síntomas o con un síntoma novedoso hasta cierto punto, propio de la civilización actual. 

Se trata de una novela en la que hay buenas dosis de intriga, de sorpresa, de acción… en la que las condiciones de entorno son las que son, una mezcla de desestructuración familiar, en la que ha nacido y se ha desenvuelto el personaje, y de un orden social que oscila entre el extremo perturbado y perturbador y una continuidad que abarca desde el turbio clima de los hackers de poca monta hasta el de las agencias de inteligencia.

¿Quién espía a quién? ¿Quién gana y quién pierde en ese juego solitario y a la vez extrañamente relacional que se produce ante la pantalla de un ordenador? Son preguntas que surgen a lo largo de las páginas en las que, a la vez, se sugiere algo inquietante: esto, el nuestro, es o parece un mundo de locos. Y el protagonista sería sólo uno de ellos. Ni héroe ni antihéroe, sólo un ser abocado a la repetición de lo peor en forma de suicidio frustrado.

Por otro lado, el libro es digno de interés en sentido de la R.A.E., porque no sólo es una novela, sino algo más. 

Podríamos decir, utilizando un término que no aparece en el texto, pero que sería compatible con él, que hay un atractor caótico como núcleo del mundo en que se mueven todos los personajes. Los atractores caóticos tienen que ver con lo extrañamente repetitivo, con lo determinista que se muestra como aleatorio. Un cambio en las condiciones iniciales y surge el caos. Y la novela juega con eso. Todo parece determinado pero está tocado con el indeterminismo que nos permite, a la vez que sorprendernos ante lo azaroso, ser humanos, gozar de la libertad. 

No estamos ante seres felices, precisamente, aunque la lectura nos depare magníficos momentos de sosiego de personajes aparentemente tranquilos, como esos que comparte el Dr. Palmer con el juez Casttan, en los que se nos transmite el valor de una buena compañía gastronómica en la que discurre el diálogo facilitado por selectos vinos, aunque alguna vez el mismo placer se obtenga en un bar de carretera con una cena rápida. Ambos personajes hablarán sobre un supuesto psicótico, haciendo de él con frecuencia el centro instantáneo de su universo mental, su aquí y ahora, tratando de ver hasta qué punto ese sujeto delira o dice algo sensato, algo que sería inquietante para todos. Acaba siendo más cómodo clasificar a alguien como un algo nosológico, cosa que ni Palmer ni Casttan harán.

El Dr. Palmer es psicoanalista y trata a muchos pacientes. Uno de ellos, el caso Anne, fue central en la primera novela de esta saga.

Quienes tenemos la fortuna de conocer al autor de la obra, sabemos que no es identificable con Palmer, pero sí tiene algo importante en común con él. Se trata del ejercicio del psicoanálisis, de esa humilde, humana y transformadora atención al sufrimiento humano, que inauguró Freud y que se siguió por otros, entre los que destaca la figura de un psicoanalista muy relevante, Jacques Lacan. 

Ese modo, singular siempre, de percibir al otro, de acogerlo, para ayudarle a que, partiendo del síntoma y siendo escuchado, haga algo mejor con su vida, es lo que proporciona la gran fuerza transformadora del psicoanálisis en general, aquí en su modo lacaniano. La palabra entra en juego analítico y terapéutico.. libremente, sin prisa, sin pausa, con tiempos de mirada, de comprensión y, tal vez, de conclusión.

Es difícil hacer bien la tarea a que uno está volcado por ser vocado a ella. Mucho más lo es cuando ese deseo se encarna en dos facetas, aunque se complementen, la de ser escritor y la de ser psicoanalista. Gustavo Dessal es maestro en ambas tareas y, por serlo, podemos entenderlo mejor en esas dos facetas, acercándonos en sus textos a lo que es el psicoanálisis y disfrutando de las obras literarias que produce. 

Todos sus lectores deseamos, por ello, que el Dr. Palmer tarde mucho tiempo en jubilarse y siga deleitándonos con sus nuevos casos.

sábado, 10 de abril de 2021

Sobre Hans Küng

 

Imagen tomada de Pixabay

Supe de Hans Küng en octubre de 1979. Y lo sé ahora porque tenía y tengo la costumbre, extraña o no, de marcar la fecha en que compro cada libro. El de entonces tenía un título al que no podía resistirme, “¿Existe Dios?”. 

Si alguien escribe un libro con ese título, sabemos de qué va desde el principio; la respuesta será afirmativa o todo lo contrario. Y Hans Küng dedicó toda esa obra a repasar la Historia de la Filosofía desde ese interrogante, a ver pros y contras en muchos autores. Nietzsche, Marx, Freud… tantos y tantos y tan importantes fueron descritos, analizados, justificados, con su bella escritura.

Después de eso, leí “Ser cristiano” y luego muchas más obras suyas. Es curioso. Uno puede marcar años de su biografía por lo que en ellos ha leído, y Küng siempre estuvo acompañándome. También cuando rasgó sagradas vestiduras al realzar la muerte digna.

Puedo decir que mi fe es como la suya en algún aspecto esencial, del de “fides”, el de confianza radical, absoluta, vital, en que Dios (qué término tan degradado) existe y, de un modo tan misterioso como el que nos hizo nacer, a cada uno como ser único, singular, en la historia del mundo, nos salvará del absurdo. Un Dios de deseo, deseable y deseoso. 

Mi Dios no es exactamente el de Küng, pero se le parece y mucho, porque es cristiano, porque, por serlo, se fija en los pájaros que ni siembran ni siegan, tiene a Jesús, alguien condenado por blasfemia, como la gran referencia ética. Mi Dios es un Dios de belleza, estético hasta lo más hondo. Es el Dios al que puede acercase lo mejor de la Ciencia, no como espisteme, sino como el Dios Estético, el Dios del Amor que sustenta todo lo real, a pesar de los pesares, a pesar de los cánceres infantiles, a pesar de Auschwitz, a pesar de que se desespere de Eso, de lo Innombrable. Es Lo que sostiene a los solos, a quienes todo les va mal en la vida, a los que se equivocan en lo más importante, a los que se derrumban, a los que desesperan de ese Misterio insondable de esperanza, Lo que acoge a quienes ya no tienen nada a que aferrarse. Y ese Dios estuvo en Auschwitz y vestía el pijama de rayas. Eso es lo que creo.

He visto notas de prensa sobre quien fue, no cabe duda, un gran intelectual, yo diría un buscador, alguien que sabía de todo, incluso de ciencia y cuyo libro sobre fe y ciencia indica hasta  qué punto sabía de lo que hablaba, de lo que escribía.

Fue fiel a su Iglesia, que también es la mía, a pesar de todo, a pesar de que no le apoyó, de que lo censuró. Probablemente le acompañó la soberbia, la altanería que sustentaba su potencia intelectual, impresionante, en la que reverberaba, creo, la idea arrriana. Parece que, como San Pablo, corrió la carrera, mantuvo la fe. No es poco. Es lo esencial. Algo que insta a toda persona, a ser coherente con lo bueno humano, se sea cristiano, budista o ateo.

Hans Küng mostró la compatibilidad de inexistentes opuestos. Podría decirse que esos opuestos son la fe y la razón, pero no es así. No, porque tanto la fe como la razón emergen de algo más real, más íntimo, más… inconsciente.

Sólo lo inconsciente llega a poder intuir, tocar incluso quizá, lo Real. Y eso, ese gran agujero negro, que paraliza el tiempo en el horizonte de sucesos atrayendo de modo irresistible a lo Desconocido, puede brillar y puede o no verbalizarse, poetizarse mejor dicho. Küng trató de hacerlo, trató de conjugar fe y razón. Y quizá por eso no fuera del todo razonable lo que afirma. Y es que lo religioso se ancla más en lo extraño, en lo inconsciente, que en la razón misma. La religión es "religare" y también "relegere". Tenemos una larga historia de experiencia de otros, a veces propia, de arrebatos místicos, de cultos mistéricos, de éxtasis ateos, de negaciones heroicas… Dios es lo Absoluto, lo Incognoscible, lo que sólo puede ser malamente soñado.

Uno de sus libros, autobiográfico, lleva el título de “Humanidad vivida”. Al margen de creencias, él mostró eso. Fue humano y vivió como tal. Humano, radicalmente humano. De eso se trata a fin de cuentas. 

Dios lo habrá acogido en esa realidad que no tiene que ver con la inmortalidad sino con algo profundamente más bello, humano, divino y hermoso, la eternidad. 

miércoles, 7 de abril de 2021

VACUNAS. Conjuntos y subconjuntos.

 



Hay dos afirmaciones contradictorias que flotan en el ambiente en estos días. 

Una es que la vacuna de AstraZeneca es peligrosa porque produciría trombos y, encima, raros, de esos que tocan el cerebro y pueden matar incluso.

Otra es que esa vacuna es segura. Se sostiene en que, a la luz de los datos, parece haber más casos de trombosis en los no vacunados que en los que sí lo están. Casi parecería que la vacuna protege de trombosis desde la mirada estadística simplista.

Y en algunos países esa vacuna se retira de forma cautelar. Y en alguno de ellos, como hoy mismo en España, se retira, también, con gente citada a vacunarse, por parte de una Autonomía. Por cautela, por prevención, dicen, que es no decir nada y decirlo todo y supone frustrar y asustar al personal.

Y surge la respuesta pretendidamente sensata, científica, en forma de pregunta: ¿Qué es mejor, asumir el riesgo de la vacuna o el del coronavirus? Y es que sabemos, a no ser que nos neguemos a ver la realidad, que este coronavirus no se anda con tonterías, ya que muchas veces, demasiadas, mata, que llega incluso a colapsar el sistema sanitario con efectos de morbi-mortalidad general. No sólo induce en pulmones afectados un daño alveolar difuso que puede acompañarse de fibrosis pulmonar con todos los efectos que eso tiene. También puede producir trombos, afectación neurológica, y en no pocos casos también acaba dando la lata en forma de lo que ya se llama “Covid persistente” o “long Covid”. Como hace un siglo la gripe española, este virus nos ha descolocado a base de bien. 

Y cualquiera que tenga sentido común, hará lo sensato, vacunarse, porque su riesgo trombótico al hacerlo es bajo. O no vacunarse porque, si está bien y toma medidas, no contraería la infección ni se expondría a ese potencial riesgo de trombosis quizá asociable a la vacuna pero no perfectamente delimitado. ¿Qué hacer?

La cosa estaría relativamente clara si contáramos sólo con una vacuna, pero hay varias. Y no sólo las que parece que no podemos adquirir por razones políticas o comerciales (la rusa o la china, por ejemplo), sino las disponibles en nuestro medio. En la práctica, aquí tenemos las propiciadas por fragmentos de DNA incluidos en un adenovirus de chimpancé como vector (AstraZeneca) y las basadas en el uso de mRNA modificado (para que no sea destruido por el organismo) e incluido en cubiertas nanolipídicas. Todas esas vacunas, genéticas, se basan en inducir proteínas en nuestro organismo similares a la "Spike" del virus, de forma que nuestras células desarrollen la inmunidad contra esa “llave de entrada” de la que dispone este molesto germen. 

La plataforma de mRNA, usada por Moderna y Pzifer-BioNTech, es absolutamente novedosa y puede suponer un paso trascendental en la génesis de nuevas vacunas y también de tratamientos oncológicos. Es de esperar que el premio Nobel de este año (de Medicina o Química) se otorgue a una de las principales investigadoras en ese campo, Katalin Karikó.

Bueno, la vacuna es la solución. No sólo a escala individual, también grupal (“herd immunity”), esencial para el paso a la normalidad real y salir de esta subnormalidad llamada "nueva niormalidad", eufemismo lamentable donde los haya. Y todas las vacunas probadas en ensayos clínicos y administradas tras ellos han mostrado ser seguras. Pero, siempre hay algún “pero”, la de AstraZeneca (AZ) se ha puesto en entredicho por su asociación temporal con algunos episodios letales (trombóticos o no). Una asociación que todavía se discute si es causal o casual, pero que genera confusión y alimenta negacionismos. 

Y, sin embargo, el problema parece fácilmente analizable desde una perspectiva de matemática elemental, de teoría de conjuntos. Si nos fijamos en el conjunto de vacunados comparándolo con el de no vacunados con AZ, parece estúpido y negacionista prescindir de esa vacuna, porque la tasa de incidencias en el primer grupo es despreciable en comparación con el segundo. Ahora bien, si, como parece, esas asociaciones en el tiempo se confirman y se dan más bien, por ejemplo, en mujeres jóvenes, quizá pase algo y no nos sirva razonar sobre el conjunto total, sino sólo sobre un subconjunto constituido por elementos que comparten algún o algunos factores de riesgo. Y ahí sí podría haber diferencias. 

Seguir optando por hacer comparaciones burdas, mezclando en un solo conjunto todos los vacunados, sin estratificación alguna, supone el pobre triunfo de una concepción atomística entendida del peor modo, alque nos tiene acostumbrados ya el cientificismo epidemiológico, la visión que equipara al sujeto a un individuo muestral, del mismo modo que se hace con los criterios de curvas (olas les llaman, a pesar de ser artificiales) de contagios y de muertos.

Es imprescindible investigar de verdad, evitando en la medida de lo posible la interferencia de sesgos político-comerciales, si hay subconjuntos que precisen ser excluidos de una opción y susceptibles de vacunación con otra alternativa, en cuyo caso compensaría probablemente el tiempo de espera si no se arbitra un criterio específico de prioridad.

No todas las vacunas son iguales. Recordemos la polémica generada por las vacunas de Salk y de Sabin contra la poliomielitis. Podríamos estar ante una situación análoga, por diferente que se muestre.

En tanto eso no se haga, y no se está haciendo, reinará la confusión, un clima que sólo favorece la expansión del virus y la extensión de la muerte.

lunes, 15 de marzo de 2021

ALARMAS EN VACUNACIÓN ¿DÓNDE SE QUEDÓ EL MÉTODO CIENTÍFICO?

 


 

    Un plan de vacunación y la resolución de incidencias en él debiera ser científicamente consensuado. Pero la ciencia, que permitió el desarrollo de las vacunas, no parece estar presente en el ámbito epidemiológico / preventivo. Una entrevista televisiva a D. Fernando lo mostró este domingo de un modo tan claro como patético. Fue realmente triste volver a revivir cómo se gestionó este horror del que no hemos salido

    Ante la asociación temporal entre raros episodios trombóticos y una vacuna, aprobada por las altas agencias europea y española a las que eso corresponde, rápidamente un “experto” gallego afirmó que la vacuna en cuestión es segura, mucho más que una aspirina . Y este fin de semana se hizo una vacunación masiva en Galicia con ella, no como en otras autonomías en donde la paralizaron.

    No hacía falta que nos “convenciera” el experto. Ya sabemos que es segura… estadísticamente. También lo es una intervención de apendicitis (aunque siempre hay alguien a quien se le complica y se muere, pero es raro). Algún caso hubo de hepatitis fulminante por un paracetamol.
 
    ¿Descartaríamos por ello vacunas y tratamientos médicos o quirúrgicos? Un riesgo bajo es asumible cuando de mejorar o conservar la salud se trata.
 
    Por eso, no pasaría nada escandaloso si la vacuna no fuera segura al 100%, especialmente cuando la finalidad es protegerse de un virus terrible. Pero no es políticamente correcto sugerir que hay que estudiar más a fondo esa posibilidad. De hecho, esas afirmaciones en vacío, sin un estudio adecuado de posibles relaciones casuales o causales, sin una evaluación rigurosa del lote en cuestión, no sólo no valen para nada, sino que contribuyen a generar lo contrario de lo que se pretende, miedo. Una inquietud que se ve favorecida por el hecho de que haya países que se van sumando a una medida de retirada temporal por prudencia hasta que los datos aclaren la situación. Parece sensato, porque, en ciencia, los datos son importantes; en la adivinación simoniana, mucho menos. 
 
    Inquietud que aumenta al saber que la diversidad no solo afecta a países enteros, sino que también se da a escala autonómica en el nuestro, sugiriendo que unos expertos son más expertos que otros (y no sabemos cuáles). Se dijo que todo el mundo se creía epidemiólogo y, lo que son las cosas, va a resultar que sí, visto lo visto y viendo lo que vemos, en esta gestión del “sálvese quien pueda”.
 
    La vacuna es imprescindible. La vacuna en cuestión tiene un buen aval (tanto que fue la primera en mostrarse en una publicación científica de alto nivel), pero cualquier duda sobre posibles efectos secundarios ha de ser disipada o concretada porque, si la eficacia es importante, la seguridad también. E incluso, en caso de que la seguridad no fuera todo lo deseable (estamos en fase de dudosa farmacovigilancia), en el hipotético caso de una clara incidencia causal de acontecimientos trombóticos, que todos deseamos nula o muy rara, habría que tener presente la relación riesgo – beneficio. 
 
    Necesitamos ciencia; la ciencia que ha desarrollado las vacunas pero también la ciencia que nos proporcione, como adultos, la información adecuada sobre cada una de ellas. Si hay una alarma, ha de atenderse científicamente y no limitarse a despreciarla autoritariamente.
 
    No sobraría, en tal contexto, la recogida de datos básicos previos a la vacunación (enfermedades de base y medicación habitual) y posteriores (efectos secundarios fácilmente registrables).
 
    Y, además de ciencia, necesitamos ética, que pasa por convencer con datos y no con confianzas en cargos políticos o en sus “expertos”, en quienes hemos de creer aunque no los veamos, casi en plan religioso. 
 
    Es la ciencia también y no la creencia la que puede neutralizar adecuadamente posiciones pseudocientíficas negacionistas, no sólo perjudiciales para quien las asume sino también para quienes le rodean. Reitero que yo, ya vacunado y agradecido por estarlo, ya manifesté varias veces que me vacunaría con la primera opción que me ofrecieran.
 
    Et voilà: Últimas noticias nos muestran que nuestra flamante Ministra de Sanidad ha suspendido la vacunación Covid con AstraZeneca.  

 

viernes, 5 de marzo de 2021

EL VALOR DE LA CONVERSACIÓN. Sobre el libro “EL MUNDO POS-COVID”, de José Ramón Ubieto.

 



José Ramón Ubieto acaba de publicar un magnífico libro cuyo título ya nos anuncia un riesgo, el de imaginar algo hacia lo que vamos, pero en lo que aún no estamos. Todavía falta tiempo para acabar de superar o eludir este horror, una pandemia que, aunque producida por un virus distinto al de la gripe, nos recuerda a éste, con sus terribles efectos de hace prácticamente un siglo, la mal llamada “gripe española”.

El autor nos advierte y nos sugiere. Vale la pena una dosis de pesimismo advertido y es bueno, desde el punto de vista anímico, en un tiempo de tristeza generalizada, ir planificando el mejor modo de retornar a algo que no necesariamente será idéntico a la normalidad de hace pocos años.

Podría decirse que el coronavirus que nos trae de cabeza es, en la práctica, un catalizador del cambio social en todos los órdenes. Y, precisamente por eso, Ubieto nos habla del futuro que esperamos próximo, haciéndolo con la prudencia debida.

A la vez que nos recuerda el valor de suplencia de los nuevos modos de comunicación (tele-trabajo, comunicación con otros, juego...), también nos habla de la “fatiga Zoom”. Los algoritmos están destinados a satisfacernos; sabemos que eso nunca es gratis. Ubieto nos advierte de los riesgos de ese contexto en que lo virtual favorece una “hipertrofia del yo” asociada a “la vida algorítmica”.

Es realista, algo que se reconoce de un modo tan sensato como duro en la primera parte del libro. En ella, hay un capítulo, referido al duelo, que resulta bondadosamente estremecedor.

Estamos  acostumbrados a oír hablar de cifras cotidianas de muertos por COVID (unidades, decenas, cientos... y ahora miles). Pero las cifras sólo nos hablan del individuo estadístico, de esa curva que aumenta, desciende, entra en meseta, etc. No de la realidad de cada persona que sucumbe, no del terrible impacto en sus familiares, que, en muchos casos, ni un digno ritual de duelo han podido hacer. Por eso, desde su práctica clínica, nos habla de la gran importancia, tan olvidada, de pasar de contar muertos a contar cosas de ellos.

En esa primera parte, se fija también en las peculiaridades que las edades y transiciones suponen ante la pandemia, analizando especialmente las infancias y las adolescencias, así, en plural, y con sus ritos de paso, porque nunca cabe la uniformidad de lo subjetivo.

Tras esa reflexión sobre lo que, de cerca o de lejos, hemos vivido y estamos aún viviendo, la segunda parte de este hermoso libro nos permite cobrar un impulso vital, esperanzado. Esto pasará, quizá tarde, también del peor y definitivo modo para muchos, pero, tras esta experiencia, la catálisis social que el virus propicia y a la que me referí al principio, puede ser amortiguada si nos damos cuenta de que lo virtual está a nuestro servicio, que no puede anularnos en aras de una finalidad biométrica de mercado con rostro saludable e incluso hedonista.

Se trata de diferenciar cosas y personas, de usar las cosas cuando las precisamos, como útiles, y de realzar el valor del Otro. Y aquí el autor resalta lo que ha supuesto un Otro roto, implícito al declive del patriarcado y a la desconfianza, muchas veces justificadísima, como ha ocurrido hacia el discurso político en la pandemia. Como indica Ubieto, necesitamos “un nuevo modo de anudar nuestras vidas”. Y referido a ese modo, al buen modo, dedica varios capítulos (en realidad, todo el libro acaba girando en torno a ello) a la conversación.

Es en esa reflexión en donde el discurso brilla especialmente, porque toca lo esencial, lo que sigue haciéndonos humanos con la incertidumbre que siempre tendremos ante la vida, con las sorpresas que nos hallamos en la relación con otros y con nosotros mismos, con tantos interrogantes que no resolveremos, pero sobre los que es preciso hablar y gestualizar. Con el síntoma también, porque puede ser, lo es generalmente, el desencadenante de un conocimiento propio si a él nos abrimos, si no lo "tapamos". Y todo eso implica mantener conversaciones, desde la psicoanalítica hasta la que se produce al comprar un periódico o el pan. Muchas veces somos demasiado trascendentes sin necesidad.

La conversación pone en juego eso de lo que no podemos prescindir, un cuerpo atravesado por el lenguaje. Es magnífica su interpretación del abrazo como el gesto que “rodea el vacío que se abre para cada uno”. Y es que ante el vacío estamos. Siempre. Es el gran reto vital, la gran ignorancia ante la que podemos situarnos … con el cuerpo, con la palabra. Dicho de otro modo, en cuerpo y alma, sin dualismos, pero con todo el ser.

Lo virtual es tan importante como un cuaderno de notas y un bolígrafo. Pero nada, ni siquiera una carta al modo antiguo, puede sustituir la presencia. Me permito evocar ahora esa expresión sobre fallecidos, cuando se dice en ocasiones que a alguien se le oficiará un funeral de cuerpo presente. Pues bien, Ubieto nos invita a recuperar, cuando la prudencia ante la pandemia lo permita, estar de cuerpo presente, pero como vivientes. Estar siendo. Ser estando. 

Su libro es, en cada página, una incitación a la vida, aquí y ahora.

Parece imposible la reflexión personal en aislamiento. Hasta la oración solitaria es un modo de hablar a un Otro bien distinto, incluso callando siguiendo a Wittgenstein.

El lenguaje nos ha hecho humanos, trascendiendo culturalmente lo biológico. No podemos retornar al silencio en forma algorítmica, en ninguna forma, sin incurrir en la enajenación o en la misma muerte.

De lo que se trata siempre, lo que necesitamos como el agua es, a fin de cuentas, conversar. A eso somos requeridos por este hermoso libro.
 

viernes, 26 de febrero de 2021

EN PANDEMIA. La necesidad de lo eterno.

 



"Cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado". 

Micea Eliade. "El mito del eterno retorno".


“Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor”. Y así seguía Thomas de Quincey en uno de sus célebres textos (“El asesinato como una de las bellas artes”), resaltando faltas progresivamente más terribles desde un punto de vista algo distinto al habitual. Todo empezaba por un desliz, asesinar. 


Y lo cierto es que hay una relación, no tan forzada, entre ese fragmento literario y lo que se viene en llamar "fatiga pandémica". Se trata del “dies Dominicus”. En el contexto católico era habitual ir a misa en domingo, pero hemos visto cómo, al igual que en los bares, la permanencia en lugares de culto se reducía o anulaba como medida preventiva ante un virus que no hace distingos, ni siquiera entre borrachos y piadosos creyentes.


Podríamos decir que, como civilización, empezamos permitiendo, no uno, sino muchos asesinatos, aunque sean efectuados por las manos espiculares de un virus con el que la estupidez humana entró en rápida complicidad, a pesar de lo recogido en la Historia y de las sabias advertencias de unos cuantos, tan ignorados como lo fue Casandra. 


De ahí pasamos a ver el incumplimiento cada vez más generalizado de la ley, desde la desobediencia a la normatividad epidemiológica novedosa, con sus confinamientos caseros o perimetrales, hasta los últimos desmanes de fuego y saqueos que vemos en la televisión, y cuyos autores invocan la libertad de su curiosa expresión. 


Pero volvamos al “día del Señor”. Es esa “inobservancia” o, más bien, su equivalencia ritual, lo que tiene que ver con un aspecto esencial de la llamada fatiga pandémica. Estamos ante un virus que, con ayuda humana, nos ha robado el tiempo en uno de sus modos. 


Nuestro tiempo (como S. Agustín, no sabemos en absoluto qué es tal cosa, que algunos sólo consideran elemento de correlación de variables) supone, en mayor o menor grado, una extraña mezcla de algo lineal y cíclico. 


El tiempo lineal tiene que ver con proyectos, trabajos, tareas, investigación, progreso… con el "después" que trata de vencer al "antes", también con la proximidad a la muerte, una proximidad que trata de neutralizarse precisamente así, “aprovechando” el tiempo como un cierto substrato extraño en el que hacer cosas (algunos libros ya nos sugieren qué hay que hacer, leer o escuchar en ese tiempo, antes de que la muerte nos fulmine en él). Es el tiempo de los calendarios, relojes y agendas. Es, en términos más generales, el tiempo regido por las flechas direccionales conocidas, la cosmológica, iniciada con el Big Bang, la  termodinámica, que restringe todo a que la entropía universal aumente, y la psicológica (podemos recordar el pasado, pero no el futuro).


El tiempo cíclico, por el contrario, es el que no cesa de retornar; es el que, percibiendo el misterio de la permanencia del Ser, insiste en lo mítico, en lo ritual. Es el que rompe con color rojo la secuencia lineal de los calendarios, haciendo sus días parte de un ciclo. Es el que se fija en lo periódico astronómico, terrenal y biológico, el que resalta los ritmos circadianos, infradianos y ultradianos, los que regulan el sueño y vigilia, la danza de hormonas, las migraciones animales, los períodos menstruales o la frecuencia cardíaca. Van por libre, sin relojes, aunque los “Zeitgeber” los hayan puesto y mantenido en marcha. 


No hay flechas en el tiempo cíclico. El cosmos científico es lejano a él, que sólo sabe de ritmos solares y lunares, de planetas y algunas estrellas concretas. Lo es también la entropía, desconocida por nuestros antepasados. Incluso cede la direccionalidad psicológica porque recordamos lo que repetiremos. Es ese tiempo el ámbito de efemérides periódicas, que abarcan desde eclipses hasta descansos semanales, que comprende lo festivo como contraste de sentido a lo que nos hace trabajar, como hilo de unión con tiempos pretéritos y conocimiento de su permanencia futura. Es el posible momento dinonisíaco.


Pues bien, la pandemia nos ha quebrado el tiempo. Como cantaba Sabina, nos ha robado el mes de abril… y de mayo, junio, y así hasta no sabemos cuándo. Quedamos inermes en una ignorancia esencial.


El tiempo lineal ha dejado de serlo tal y como lo vivíamos hace poco más de un año. Para muchos, no hay un tiempo de desplazamientos al trabajo, ni un número de horas en él definidas; hay quien trabaja desde su casa o quien ya no lo hace porque ha perdido su empleo. Las promesas salvíficas de la investigación científica han dado paso en los informativos a un recuento diario de casos, ingresos y muertos por infección (quién lo iba a imaginar hace sólo dos años), un parte similar, pero mucho más dramático, al meteorológico, en el que se nos habla de un individuo estadístico y su tendencia, donde cada sujeto es elemento indiferenciable de otros en un gran conjunto. Las idas y venidas a reuniones de trabajo se han sustituido por el contacto telemático. El propio tiempo biológico lineal también se ha reducido como esperanza de vida, expresión fruto de grandes números. Y la incertidumbre existente nos hace contemplar el futuro de ese tiempo como "terra incognita", aunque siempre lo fuera propiamente. No sabemos de la finitud de este horror, a la vez que se nos hace más presente la pérdida de lo relacional, de lo vital, de lo lúdico y, con ello, la proximidad de eso de cuya visión la rutina anterior nos privaba, la muerte.


Se dice, cuando se habla de la fatiga pandémica, que tenemos nostalgia ante el pasado e incertidumbre ante el futuro. Pero quien lo dice sigue moviéndose en la linealidad, sugiriendo pensamientos positivos, vivir el presente y todos esos consejos de libros de autoayuda para mantenernos a flote. Y no es así, la cosa va más allá, porque la nostalgia lo es del pasado y del futuro, lo es de lo cíclico, de la vieja certidumbre perdida del eterno retorno de lo mismo, que no precisa y requiere a la vez, de modo paradójico, un religare a lo Otro y así, también a los otros (incluso con los tan apreciados abrazos, que no se daban tanto), y un relegere, un ritual que nos enmarque en lo que llevamos precisando desde que nuestros más viejos predecesores culturales pintaban en las cavernas.


El virus nos ha puesto bajo el dominio de Chrónos. Miramos el reloj como eje de abscisas de una gráfica inhumana que cuenta muertes, la curva de un individuo estadístico que propiamente no nos dice nada. Vemos pasar los días como tiempo de espera a que la Ciencia nos salve, y no del cáncer o el envejecimiento, sino de un virus, de algo tan simple en comparación con nuestros cuerpos (le bastan unos pocos genes) que humilla, tanto como una peste medieval. Y Chrónos a su vez nos recuerda a la hermana muerte, advirtiéndonos de lo no hecho, de lo no vivido. 


Ahí es donde radica la nostalgia, en no poder bailar el ritmo de la vida. 


Y, sin embargo, a veces, cuando menos lo esperemos, incluso ahora, en medio de tantas tristezas, puede pasar la ocasión, puede volar Kairós cerca de nosotros, con sus pies alados y su escasa cabellera. Es a esa difícil posibilidad de atraparlo a la que habrá que atender, y asumir que siempre, incluso ahora, bajo el dominio de Chrónos, es posible la inmersión en el instante eterno, en la aceptación heroica, amorosa, de la tragedia humana, a la que Aión nos sigue convocando, aunque no lo parezca en medio de tanto horror. Aión, ese tiempo de eternidad, tan distinta a la inmortalidad.


Ya se acerca el verano. Esperanzados, podemos solicitarlo como Hölderlin, “Nur Einen Sommer gönnt, ihr Gewaltigen !" Y también un otoño de maduración, y así, “saciado con tan dulces juegos, el corazón aceptará su muerte”.


Incluso ahora, cansados, tristes, podemos asumir que la vida no está sujeta a una métrica, que no está regida por Chrónos, por más que lo parezca, sino que hay siempre, en cada instante, la posibilidad de asumir el Ser, su eternidad por el hecho de ser mismo.               



domingo, 31 de enero de 2021

EN PANDEMIA. El horror y el escándalo.

 

 

Cada situación, cada drama, es siempre escrito en singular. Contar el número de casos con evoluciones similares o el número de personas que sucumben a un virus y el de familias que hacen del peor modo un duelo, no evita, sino que amplifica el horror al que, en brutal aislamiento, algo tan “simple” como un virus, nos somete: miedo, enfermedad y muerte.

Abunda hasta el exceso la información que revela lo mal que se han hecho las cosas, lo mal que se siguen haciendo y, desde esos datos, es factible augurar lo mal que se seguirá gestionando esta pandemia, dado que las cabezas pensantes responsables siguen siendo las mismas.

El individuo estadístico, reflejado en curvas de incidencias acumuladas o de otra forma, es eso, algo inexistente, una simple gráfica, construida de un modo científicamente muy cuestionable, porque sus datos de apoyo carecen del más elemental rigor científico.

Estamos ante el peor de los cientificismos, el que pasa a no diferenciarse de la pseudo-ciencia. Estamos ante creencias infantiloides tomadas por quienes tienen una responsabilidad política y un supuesto saber científico asesor, que implican unas decisiones (salvar las navidades, ver las aulas como espacios “seguros”, etc.) tan insólitas, tan absurdas, como letales. Sabíamos, sabían nuestros múltiples políticos de “co-gobernanzas” lo que ocurriría con semejantes despropósitos. Y dejaron hacer.

El ya exministro de Sanidad se refirió al disfrute del cargo que traspasaba. Así, de disfrutar le habló a su sucesora. Tal vez no quiso producir esa expresión desafortunada, pero su inconsciente lo traicionó. O sí quiso. El resultado es el mismo.

Al primar lo cuantitativo sobre lo cualitativo, lo singular cede ante los sistemas y protocolos. Ya no se trata de salvar vidas, de evitar secuelas, de curar a alguien, a pocos o a muchos, sino de salvar a un sistema, el sanitario, que no da abasto. Se persigue evitar el horror de la indefensión absoluta, del inherente al colapso del sistema sanitario, reflejado en colas de ambulancias, como en Portugal, en “triajes” propios de una medicina mal llamada de guerra, etc. Si se producen cuarenta muertos en una UCI o en plantas hospitalarias, pues bueno, se dirá que se ha hecho lo posible, y será verdad. Pero si empieza a haber muertos en pasillos, ambulancias o en casas o calles, por colapso de hospitales, el escándalo social está servido y con razón. Es a eso, sólo a eso, a que la curva estadística sobrepase la capacidad hospitalaria, a lo que parece temerse, o no, por parte de quienes toman decisiones políticas restrictivas.

El cientificismo no es ciencia, sino una esperanza salvífica basada en ella, pero infundada porque omite factores asociados que son ajenos a la ciencia misma.

La ciencia ha permitido el desarrollo de tests y cribados, pero no se han hecho, no a la escala adecuada. El virus hizo turismo, sigue viajando, va a trabajar, va a clase (algún político osado dice que las aulas no universitarias son un espacio seguro), visita a la familia, etc.

La ciencia ha permitido desarrollar nuevas plataformas de vacunación que tienen una gran efectividad, pero los investigadores que lo han hecho posible son ignorados y el negocio filtra esa opción de tal modo que las vacunas prometidas por nuestros sabios políticos no aparecen. Qué raro. Unos cuantos negocian con la salud y, como consecuencia, ella y la economía de muchos, demasiados, se van al precipicio.

No estamos sólo ante una enfermedad que mate a muchos, como puede ser el cáncer en general, sino ante una peste que, a diferencia de otras, no da la cara en el rostro del otro, sino que se oculta en él, en el más próximo, que se hace el peor enemigo potencial. Podemos convivir tan tranquilos con asintomáticos contagiados y contagiosos. Estamos ante un vampirismo real, pero que actúa también, sobre todo, a la luz del día. El aislamiento que eso supone está servido y, con él, los recursos paliativos de toda índole, desde comunicaciones telemáticas hasta el atroz aislamiento absoluto en casa (si se tiene). Es natural que el consumo de ansiolíticos crezca tanto como las descompensaciones diabéticas y que mucha gente se desmadre haciendo todo tipo de estupideces.Y no es menos natural que la morbi-mortalidad por enfermedades distintas a la Covid-19 se eleve escandalosamente.

Teníamos una medicina maravillosa y nuestros políticos presumían del mejor sistema sanitario del mundo, ignorando la fragilidad sustancial del mismo, ídolo de pies de barro epidemiológicos. Muchas veces se ha hablado, y con razón, del avance de la Medicina y de la Cirugía. Y los telediarios han llegado a aburrir con promesas cientificistas de curación de todos los males. Ahora asistimos al gran fracaso de la Medicina Preventiva, que no supo prevenir nada en este caso (mascarillas, estacionalidades, aerosoles, vectores, filtración de aire, etc., etc.) unido al gran negocio de la aplicación técnica, industrial y comercial de la ciencia básica, ese negocio que nos deja, de momento, sin vacunas, alegando secretitos de relación comercial entre la Big-Pharma y Europa.

Un vulgar virus, de esos que sólo unos pocos investigan porque no es “productivo” en publicaciones, nos ha situado, haciéndonos ver que este planeta no es tan nuestro como creíamos. Ha contado para ello con una gran dosis de estupidez humana, incluyendo la de políticos y la de sus destacados asesores dóciles a quienes el calificativo de “científico” les queda demasiado grande.

miércoles, 20 de enero de 2021

Sobre IDEOLOGÍA Y MALDAD, de Antoni Talarn



Antoni Talarn, profesor de Psicopatología en la Universidad de Barcelona, ha publicado recientemente un excelente texto de análisis del mal humano.


La célebre expresión de Nietzsche, “humano, demasiado humano”, es aplicable no sólo a lo bueno sino también a lo peor que gente corriente (¿quizá algún lector del libro?) puede realizar.


El texto de Talarn es extenso, pero el tema lo requiere, porque aborda el mal que ha cometido y puede cometer el ser humano, desde múltiples ópticas (histórica, filosófica, sociológica, psicológica…). También la literaria, en la que es elemento axial con frecuencia la dualidad Jekyll – Hyde mostrada por Stevenson. No obstante, incide especialmente en lo que el título ya sugiere, la relación de la maldad con la ideología.


Es requerida una lectura sosegada porque se trata de un libro que, aunque atrapa al lector desde el inicio, se basa en una tarea de gran rigor intelectual y son muchos los aspectos analizados.


Talarn diferencia conceptos como agresividad, agresión, maldad, etc., que se prestan a tantas confusiones. Y usa una expresión feliz, la “violencia virtuosa”, para contemplar diferentes pasos al acto, incluyendo los propiciados en regímenes de terror.


Apoyado en una bibliografía muy abundante y en una reflexión personal de gran lucidez, el autor va desgranando los “cómo” y los “porqué” del horror que es facilitado por ideologías (principalmente, pero no sólo totalitarias). Un horror de cuya responsabilidad o ante cuyo efecto todos parecemos en mayor o menor grado actores o víctimas potenciales.


Sin duda alguna, el texto está llamado a hacerse un gran referente en la reflexión sobre el mal, a la que somos convocados. Y es que lo peor sigue ocurriendo y las grandes masacres pueden repetirse. De hecho, la expresión “violencia instrumental” acoge sensatamente esa escalada de horror que el sofisticado armamento, asociado a la lejanía del enemigo, propicia. No es lo mismo enfrentarse a un enemigo cuerpo a cuerpo que matar a muchos a distancia desde un helicóptero con una pantalla similar a la de un juego de guerra en ordenador.


Parece imposible imaginar algún aspecto sobre la maldad humana que no esté presente en un libro como éste, cuya lectura nos estremece con frecuencia al contemplar en nuestra especie, en nuestra historia y aquí y ahora que, por más que lo afirme Pinker (autor que también es citado) lo angelical no predomina en nuestra alma. No siempre.Más bien parece que cada vez menos a lo largo de la Historia.


Es, en fin, un libro necesario como advertencia y un manual referente para tratar de resolver o simplemente pensar adecuadamente esa pregunta que con tanta frecuencia nos hacemos ante el horror humano que salpica los medios de comunicación: ¿Cómo es posible? 

 

Referencia: Antoni Talarn. Ideología y Maldad.
Xoroi Ediciones. 2020


sábado, 9 de enero de 2021

Un milagro de la cirugía

 


Imagen con enlace a "La Voz de Galicia"

 

Un periódico, “La Voz de Galicia”, se hacía eco hoy de una proeza realizada hace unos meses. Se trata de la reimplantación con buen efecto funcional de una mano que una desbrozadora le había amputado a una persona. Un accidente laboral que pudo cambiar a algo claramente peor su vida y la de su familia. 

 

El titular, en estos tiempos de pandemias y nevadas, puede pasar desapercibido. Por otra parte, no es algo que ocurra por primera vez, pero a mí me ha impactado especialmente por dos motivos.  

 

Uno de ellos ya lo había comentado en otra ocasión. Aunque todos quienes somos médicos nos dediquemos a curar, paliar o acompañar, lo hacemos de un modo muy diverso. Además de quienes nos centramos prácticamente sólo en pruebas complementarias diagnósticas / pronósticas, lo que importa es usar todo el conocimiento que cada uno tiene para resolver problemas, para curar en la medida de lo posible y, en este sentido, suele diferenciarse entre patología médica y patología quirúrgica. 

 

Vivimos un tiempo en que se han ralentizado los avances médicos. Grandes impulsos como las revoluciones diagnósticas de imagen y de estudios moleculares, incluyendo los genéticos, así como en terapias, desde los antibióticos hasta una gama de anticuerpos monoclonales, parecen haber entrado en un cierto impasse. Si, como esperamos, las nuevas plataformas de vacunas funcionan adecuadamente y con seguridad, estaríamos ante un gran cambio en una defensa frente a gérmenes novedosos que, durante el año pasado, ha sido penosamente similar a la de 1918. Sería una excepción. También lo serían grandes promesas, como el uso de células pluripotentes inducidas, los métodos de edición genética, el desarrollo de nuevos citostáticos, de vectores nanotecnológicos o de antivirales, si se hacen realidad.  

 

Pero la necesidad del conocimiento básico, imprescindible para el desarrollo de la terapia médica es menor en el caso de la cirugía que, ya, ahora, puede beneficiarse del avance técnico existente para lograr metas inconcebibles hace relativamente poco tiempo, como la ayuda de robots, las conexiones cerebro-máquina, los accesos mínimamente invasivos, los implantes biónicos, etc. No cabe duda de que esta diferenciación tan tajante es simplista y requiere el concurso de diferentes ópticas en una tarea común. No obstante, a pesar de la simbiosis progresiva entre cirugía y tecnología, sigue persistiendo, más que nunca, la necesidad de un saber que funde la ciencia y el arte, un temple capaz de tomar decisiones en segundos y de tomarse un tiempo de horas si es preciso. 

 

El otro motivo por el que me impactó la noticia es personal. Ocurre que el autor de la proeza, el Dr. Ángel Álvarez Jorge, es amigo personal, fue compañero mío muchos años en el CHUAC, y tuve el honor de publicar con él un "paper" en el que describimos el uso de una citoquina, la interleuquina 6, como factor pronóstico en grandes quemados. 

 

El milagro recogido en el periódico no es el único realizado por mi amigo, fruto de un gran saber de su especialidad unido al temple al que me referí y a un magnífico seguimiento personalizado del paciente. 

 

Ángel ha sabido aprovechar el entorno en el que se hizo especialista, dirigido sabiamente por un excelente cirujano plástico, el entonces jefe de servicio, Dr. Martelo, quien, como todos los compañeros y amigos de Ángel, se habrá alegrado de ese éxito, viendo que, en Medicina y Cirugía, quizá en mayor grado que en otras actividades humanas, la buena transmisión del saber, que será constantemente actualizado por quien bien lo reciba, es imprescindible.  

 

Noticias así nos alegran a todos los que hemos convivido en un gran hospital y en épocas de más limitaciones, pero, quizá nostálgicamente, más entrañables en elementos como los criterios de autoridad científica, enseñanza y compañerismo, que han de regir entre médicos.

 

Dedicado al Dr. Ángel Álvarez Jorge.