Hubo
un tiempo en que los vendedores de lo que fuera asumían el lema “el
cliente siempre tiene razón”. Algo lejano pero que retorna del
peor modo, por dos motivos. Uno deriva de asumir que todo es
vendible, desde pares de zapatos hasta la salud y casi uno mismo. Otro descansa en la
facilidad de hacer registro contable indeleble de la opinión del
cliente universal.
Asistimos
a una provisión de servicios que, en tanto no sea posible realizar
con máquinas, se efectúa a través de individuos indiferenciados en
aspecto, vestimenta y modales, sea en tiendas de ropa, de teléfonos
o talleres de mantenimiento de coches. Pero también en los
hospitales es frecuente que el protocolo de actuaciones haga
intercambiables a los médicos que las prestan.
En
una sociedad mercantil impera el criterio de la calidad, pero no ya
entendida como un buen hacer, sino como algo reconocible como tal por
agentes externos ajenos a lo que juzgan. Los servicios ofertados
llevarán un marchamo ISO y se tendrá en cuenta la satisfacción del
cliente.
La
industrialización progresiva hace que las personas que trabajan en
un sector determinado sean fácilmente intercambiables, pues basta
con que sigan un protocolo establecido. Ya se pretenden lejanos los
tiempos en que se precisaba un mecánico de coches experimentado o un
médico con buen “ojo clínico”. Basta con los protocolos, los
diagnósticos electrónicos y sustituciones de piezas y la
intermediación con el cliente (término que se ha universalizado
para englobar incluso a pacientes). De ese modo, dicho cliente,
aunque se relacione con personas, lo hace más bien con una empresa
en la que tales personas son individuos intercambiables y que será
la que requiera de él una encuesta de satisfacción, criterio
supremo de la calidad del producto que se compra (sea un teléfono o
un trabajo).
Todo
es ya susceptible de comparación por un sistema de votos deificado.
Incluso alguien puede “venderse”, como dicen los modernos, en las
redes sociales, haciendo que sus selfies u otras ocurrencias colgadas
en YouTube alcancen altas cotas de popularidad, lo que los puede
convertir en “influencers”.
No
es malo poder echar un vistazo a internet y tener en cuenta opiniones
de otros a la hora de elegir un hotel o un restaurante. Pero hay algo
de perverso en este criterio de pretendida calidad. Es habitual que,
tras la reparación de un coche o después de resolver una duda sobre
un teléfono, se nos pregunte si estamos poco, mucho o sumamente
satisfechos con el servicio. Si nuestra puntuación no es la máxima,
y no somos los únicos en mostrarla, las potenciales consecuencias
perjudiciales no serán para un proceso a revisar sino para personas
concretas que podrán perder su trabajo. Así las cosas, uno pasa de ser sujeto trabajador a
individuo obediente de pautas y susceptible de ser examinado por sus sonrisas aun
cuando no sea responsable de un trabajo que no sólo depende de él.
Las estrellas han pasado de Michelin a todos los sectores del
mercado. Y no caben justificaciones tras una caída en el estrellato
correspondiente.
Lo humano es considerado como un gran mercado que incluye valores posicionales
incluso a la hora de encontrar pareja (las habituales que se dan
entre futbolistas y modelos son ejemplares). En ese mercado la
singularidad cede ante lo individual que, a su vez, pasa a
reificarse. De ese modo, la autenticidad de cada cual tiende a
descender progresivamente en aras de una pretendida adaptación
social.
Uno
de los episodios de la serie “Black Mirror”, “Caída en picado”, mostraba cómo la imagen pública era evaluada
constantemente por los demás mediante puntuaciones otorgadas desde
sus teléfonos móviles. No estamos lejos de esa distopía.
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