Mostrando entradas con la etiqueta Cientificismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cientificismo. Mostrar todas las entradas

jueves, 6 de febrero de 2020

El alma del águila.


Es curioso el mundo de las noticias. Hoy supimos del estudio genómico de más de 2.600 cánceres primarios abarcando 38 tipos distintos. Se trata de los resultados del Pan-Cancer Analysis of Whole Genomes recogido por Nature
  
Un gran resultado, de grande, más que de revolucionario, pero importante, a fin de cuentas, ya que el cáncer dista de ser algo comparable a un microbio, por dañino que éste sea.

El cáncer tiene mucho de aleatorio y su “solución”, a no ser que venga de un gran hallazgo empírico, parece requerir una medicina de detalle (tan mal llamada “personalizada”), iluminada por eso, por el estudio genético, y ligada a una integración de miradas, desde la genética, como la recogida en esta colección específica de Nature, a la quirúrgica, pasando por la celular, ejemplificada por los linfocitos T-CAR.

La gran ciencia, la de los grandes descubrimientos, es tan importante como la trabajosa, masiva, de acumulación de datos. Fue importante saber de la existencia de oncogenes en una época en la que algo así fue revolucionario; también lo es obtener datos y más datos sobre todo ese amplio abanico de mutaciones que pueden matarnos en forma de cáncer.

A la vez, también noticia actual, el afán científico se ocupa de reducir algo como el amor maternal a un correlato neuronal. ¿Cuántas veces se nos seguirán presentando hallazgos descriptivos (un correlato lo es) con relaciones explicativas? 

Y parece ya que ningún día, sea hoy, mañana o cualquiera, podremos prescindir de ser asombrados por la estupidez cientificista, esa que llega a medir la belleza masculina  No es nuevo referirse a la proporción áurea para decir tonterías.

Ah, el cerebro, los genes… ¿Cuándo nos hartaremos de la soteriología cotidiana? 

La información es causa y diana de todo, incluso del ser, se nos dice o sugiere insistentemente. La metáfora informativa ha cobrado una fuerza tan grande como pobreza tiene la teoría  de la consciencia centrada en ella, la teoría de la información integrada de Tononi, Koch y seguidores, una teoría que les impone recurrir a un panpsiquismo tan totalizador como absurdo, que ni Teilhard de Chardin soñó y que el propio Koch asume. De ser cierta, cabría legítimamente asociar consciencia al conjunto de eso que puede matar a uno, un cáncer. A fin de cuentas, no mata una sola célula cancerosa, sino un conjunto de ellas, algo complejo, también con su información integrada, en cierto modo como si una neoplasia fuera un neo-individuo consciente desarrollándose en el cuerpo huésped al que derrota tantas veces con la muerte de ambos, una consciencia letal.

Las imágenes cientificistas son el peor ataque que la Ciencia sufre a día de hoy. 

Hay, a la vez, otras imágenes, más realistas y misteriosas que tantos “modelos” científicos, sean de células intencionales o de rostros humanos.

Si en mi anterior entrada me referí a un potro que no se separaba de su madre muerta en una carretera, hoy muchos habremos sido tocados en lo más íntimo al saber de la visita de un águila al cementerio que aloja el cadáver de quien fue su dueño (así dicen, aunque habría que decir más bien amigo inseparable). 

El potro que no se alejaba de su madre, tantos perros que esperan pacientemente en los aledaños de hospitales a sus amigos enfermos, el águila que visita el cementerio, muestran algo físico, pero en el sentido griego. Es la Physis, lo misterioso, lo que ahí contemplamos, esa unión tan extraña como real por la que compartimos los átomos del universo, siendo nosotros tan diferentes por singulares; es eso que podemos percibir como amor. 

Amor animal, de anima, de esa alma que anima al cuerpo impregnándolo, haciéndose cuerpo. Es esa alma que no podrá reducirse jamás a una secuencia de bits ni a una imagen cerebral. Hoy, un águila nos lo ha vuelto a enseñar, aunque consideremos algo tan bello, tan misterioso, como mera anécdota. 

Esa águila nos hace partícipes de la gran posibilidad de tocar el Misterio, indicándonos a la vez que una tumba no es necesariamente signo de un término, sino muestra de que el amor es más fuerte que la muerte, aunque sea amor animal que corresponde a quien a ese animal amó.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

ATEÍSMO




“De verdad desearías decirle a un hombre así: “Conócete a ti mismo”. Comprender que tú no eres nada, menos que una sombra, más insignificante que una gota de agua en el océano, más efímero que la ilusión de un sueño. ¿Tal cosa desearías?”.

(Citado en “Siete formas de ateísmo” de John Gray).



“Galileos, ¿qué hacéis mirando el cielo?” 
(Hechos de los Apóstoles.1,11)




Es muy difícil ser ateo. También lo es creer en Dios.

Ambas posiciones solo pueden darse propiamente si ha habido un suficiente despojo de influencias biográficas que elimine hojarascas religiosas y reacciones frente a ellas, porque una cosa es la creencia y otra la religión. Con carácter general, podemos asumir que somos religiosos por ser míticos, simbólicos. Es una herencia que se ancla en las raíces de la hominización. Pero ser religioso no significa creer ni dejar de creer en una trascendencia. No es lo mismo el “religare” que el “relegere”.

En Europa hemos recorrido un largo tiempo histórico tras el que los animismos y politeísmos parecen residuales. Creer se asocia en general a creer en Dios, según alguna de las religiones del libro y así la creencia, si se da, es monoteísta. Ser ateo sería exactamente lo contrario, es decir, no creer en Dios. Siempre habrá quien crea que “hay algo”, “en las energías”, o cosas así, y quien se sitúe en la onda mágico-ritual,  pero tampoco eso es fe ni ateísmo.

Solo desde un cierto grado de libertad puede asumirse lo que uno ve. La fe en Dios o su carencia no dejan de ser un modo de percibir el mundo. La fe o su carencia se dan desde una mirada singular. Ser creyente o ateo implica, en esencia, aceptar en la vida, con la vida, hacia la muerte, lo que uno ve en el fondo de su alma.

Entiendo personalmente que el ateísmo supone aceptar lo que a uno le parece más obvio. Solo tenemos esta vida, no hay intervenciones divinas en ella ni una vida eterna después. En esta vida tenemos la posibilidad de hacer algo con nuestra libertad y seremos responsables de lo que realicemos, aceptando que somos seres con posibilidad ética, aunque no haya perspectiva de sentido, hasta la gran castración que supone morir. La ciencia sostiene esa postura desde el avance epistémico, un avance que nos interroga filosóficamente.

Y entiendo personalmente que creer en Dios supone aceptar lo que a uno le parece más obvio. Solo tenemos esta vida, pero, como todo el universo, remite a Dios. En ella tenemos la posibilidad de hacer algo con nuestra libertad y seremos responsables de lo que realicemos, aceptando que somos seres con posibilidad ética, aunque no percibamos sentido, hasta la gran castración que supone morir. La ciencia sostiene esa postura desde la asombrosa belleza que desvela el avance epistémico, un avance que nos interroga filosóficamente. Lo que después ocurra está en manos de Dios y, como dice un escrito anónimo (“que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera”), no es relevante para el aquí y ahora. ¿Para qué mirar al cielo?

En realidad, lo que importa es, se sea ateo o creyente, tratar de ser buena persona. Pero considero que, a diferencia de ser ateo, ser creyente supone una confianza en que, a pesar de lo aparente, del horror, de la muerte, del mal natural y humano, un sentido amoroso impregna el mundo y que solo una cosa es necesaria (Lc.10,42), abandonarse en el Gran Misterio, en Dios, incluso ante el abandono de Dios mismo.

En la creencia no es relevante la explicación, sino la significación, la admisión de una extraña mezcla de sentido y absurdo, no el credo sino el modo de vida. A veces, creer es claramente ver y eso es íntimo y, con frecuencia, inefable.“Nada te turbe, nada te espante… Solo Dios basta”, decía Santa Teresa. Y, sin embargo, la angustia no es sofocada por la fe más que raramente. Tal vez porque, siendo creyentes o ateos, asumir lo humano supone que la duda existencial siempre nos acompañará, la angustia básica será componente vital de lucidez ante la última frontera… o la otra orilla. Saber de la finitud puede realzar la vida mucho más que esperar lo eterno. He visto mayor serenidad en ateos que en creyentes. La fe no suele calmar, más bien desasosiega.

En realidad, quizá no haya una gran antinomia entre el ateísmo y la creencia en Dios, como sugiere John Gray en su libro “Siete formas de ateísmo”. Siete formas, nada menos, pero en las que no se ve ateísmo más que en apariencia, pues incluyen modos de sustitución de un monoteísmo por otro y de un milenarismo por otro. Se ha sustituido a la religión por la ciencia, a Dios por la humanidad, por el hombre nuevo político o por el soñado desde la purificación racial o eugenésica. El cientificista Harari habla últimamente del “Homo Deus”, posibilidad negada claramente por Gray. A la vez, el milenarismo medieval se contempla ahora bajo el modo del progreso transhumanista.

Tal parece que John Gray, a quien debemos obras magníficas como “Misa negra” o “La comisión para la inmortalización”, hace un esfuerzo por revelarnos o revelarse a sí mismo, sin conseguirlo plenamente, lo que es el ateísmo, algo que no existe en realidad en ninguna de las siete formas que presenta.

Gray parece desconocer que sí hay, incluso abundan, ateos auténticos, que mantienen coherentemente esa posición toda su vida y en el lecho de muerte. Quizá solo sea admisible como tal en su texto el caso de los epicúreos, que considera aparentemente obsoleto.

En cierto modo, si cabe hablar de una teología negativa, también parece que procedería hablar de un ateísmo negativo; podemos decir lo que no es ser ateo porque, como sugiere Gray, hay y hubo ateos que son, en realidad, fanáticos creyentes aunque no sea en Dios. Quizá la forma más absurda de ateísmo es la que él llama “los odiadores de Dios”, ya que solo quien crea que existe podría odiarlo.

Y, si tal dificultad se muestra con lo que es el ateísmo, parece mucho mayor si se intenta definir y clasificar de modo universal las formas de creencia, tantas veces confundidas entre sí con variantes y herejías.

Se dice que Laplace le indicó a Napoleón que no precisaba la hipótesis de Dios para su “Mecánica celeste”. Lo mismo, pero de forma más refinada, sostenía Hawking. Por su parte, Dawkins, con su curioso ateísmo proselitista, ataca cualquier idea de “relojero ciego”. Pero, al margen de creacionistas, aunque sea en la versión moderna del “diseño inteligente”, ¿quién precisa una cosmogonía teológica o ya no digamos una teogonía? A la vez, la apuesta pascaliana se revela fútil.

Reducir el Misterio a ecuaciones y cálculos de probabilidades es sencillamente absurdo. Y el Misterio, ese en el que somos y nos movemos, lo seguirá siendo para creyentes y ateos, le pongamos nombre o no. En el fondo, la línea de separación, si existe, es muy sutil siempre y cuando no incurramos en dogmatismos y a pesar de que la distinción tenga consecuencias vitales para cada cual.

lunes, 15 de julio de 2019

La sonrisa de la vida



"Después del temblor, fuego, pero no estaba Yhvh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave"
(1 Ry 19,12).


El viejo problema de la teodicea (si existe el mal en el mundo, una de dos, o Dios no es bueno o no es omnipotente) es una estupidez sólo compatible con la limitada imagen antropomórfica de lo divino.Y afirmo esto a pesar de Auschwitz, que ya puede parecer osado.

Y es que cargamos aun con la imagen que, con razón en caso de asumirla, atacan Dawkins y demás, la de un dios con barba, túnica o bata de casa y zapatillas, que diseña personas, animales y cosas (haciéndolo tan mal muchas veces). Y es que un dios así no existe más que en imaginaciones infantiles y abundantes pastorales infantiloides que, tantas veces, se hacen inmunes al propio desarrollo intelectual, como parece suceder con una versión del cientificismo (hay la opuesta, no menos insensata).

Lo terrible ocurre. En todas sus formas. Y sólo contradice una imagen del dios adánico y edénico. Pero ocurre que no estamos en ningún Edén. El Gran Espíritu que todo lo abarca, que sostiene amorosamente el Universo (en eso creo), es tan próximo a la mística como aparentemente lejano, oculto, a la tragedia. Y, si podemos alcanzar alguna vez, algún segundo eterno, la perspectiva mística, lo propiamente nuestro es, más bien, la tragedia que ve la propia vida en su fragilidad y en su dignidad, que percibe la acción ética, noble, como la gran posibilidad de pérdida de la propia vida si el amor mismo lo requiere (Jn.15,13).

A veces, lo trágico sólo puede ser simplemente aceptado como pasividad coherente más que como donación activa. No queda otra opción humanamente digna. 

Es en la pérdida brutal que el sentimiento místico, si se dio, troca en sentimiento de absurdo, de un absurdo brutal que pone a prueba, a veces de modo insoportable e insuperable, la fe como confianza radical en el Misterio, en lo que, de existir, se contempla ya como un Deus absconditus. Es en esa pérdida que el sentimiento de abandono radical, de soledad inaudita, puede ser la única, terrible y paradójica compañía. Es ahí que el océano de la perspectiva mística pasa a ser el mar tenebroso para quien ha pasado a la condición de trágico náufrago.

Un buen amigo me habló serenamente de que en su familia habían perdido la “sonrisa de la vida”. Serenamente. No es poco. Así de simple. La contingencia en forma de insensatez humana causa un accidente letal y una sonrisa esencial desaparece para siempre.

La sonrisa es término femenino, y femenino suele ser quien o que la proporciona, la madre de uno, una mujer, una hija, la madre Tierra, la Vida. Hasta los que se ganan la vida en el mar hablan frecuentemente de "la mar"…  No extraña que la creencia cristiana se hunda lejanamente en la raíz mítica, anterior a Cristo, de la maternidad virginal y divina, en esa aporía anticientífica, ilógica, tan absurda como verdadera por íntimamente humana, porque la propia sonrisa de Dios parece inconcebible sin la aceptación, sin la sonrisa de una mujer. “Angelus Domini nuntiavit Mariae”. Fra Angelico imaginó ese momento en el que el ángel esboza una respetuosa sonrisa para recibir la esencial. “Gratia plena, Dominus tecum”

Una sonrisa que también un hombre puede proporcionar, pero desde su manifestación espontánea de lo que es femenino por antonomasia, la Vida, esa vida que florece en los sueños de adolescentes, de jóvenes, en la creatividad posible. 

Aunque también la muerte se escriba en femenino y hagamos bien en llamarla hermana, como hacía San Francisco, hay otro término femenino que facilita un duro consuelo, pero consuelo y sosiego a fin de cuentas. Se trata de la esperanza. No todo puede estar perdido para siempre. No pueden haber sido inútiles los millones de jóvenes que sembraron de sangre los campos y las playas de Europa en el pasado siglo, las penurias de tantos que murieron como cosas numeradas en los ignominiosos campos concentracionarios, el terror del hongo atómico en Hiroshima, los vietnamitas arrasados con napalm, tantos y tantos en todo el mundo que han sido sacrificados en el altar de la barbarie. Cada uno de esos cadáveres ha dejado de sonreír, pero es contemplable que sea sonreído, acogido por la singularidad materna, eterna, divina. 

Creer es esperar, es aceptar lo inaceptable; es asumir que, si maravilloso es que vivamos, cabe concebir una maravilla que lo es más aún, la de ser aceptado en nuestro desvalimiento, la de que nuestra tragedia personal sea aceptada al final por lo que no tiene nombre, por quien Es el que Es, por quien Será el que Será, por el Absoluto amoroso, cuyo Nombre es indecible y sólo audible en el suave susurro que acaece tras la tormenta, el huracán y el fuego.

A un buen amigo.



lunes, 1 de julio de 2019

Disfunción




El escritor Romain Gary se suicidó a los 66 años disparándose un tiro. Al parecer, un galán de su clase no pudo tolerar el declive sexual inherente a la edad; de hecho, había confesado no poder satisfacer a la mujer amada, la actriz Jean Seberg, quien, tras su separación y una vida azarosa, se había suicidado antes que él. Que el cuerpo no responda al deseo es traumático y no hay que despreciar el valor de todo lo que ayude a llevar una vida placentera. No es malo contar con la ayuda química que permita la satisfacción pulsional. Quién sabe cuántos males habría evitado y evita esa pastilla llamada Viagra. 

Pero hay algo que va más allá de la relación entre un problema y un fármaco que facilita afrontarlo. La Viagra, descubierta como efecto secundario interesante, ha removido a su vez de modo secundario el universo simbólico asociado al ser humano, reforzando la triste concepción de Julien Offray de La Mettrie.

El prefijo “dis” suele indicar que algo va mal. Uno se disgusta, está disconforme, disiente… En Medicina, estudio de males diversos, se utiliza con cierta frecuencia. Disnea, dispepsia, disuria, disentería, dislexia o disfagia, expresan una molestia, una dificultad, que puede ser un síntoma alarmante. No es tan usado como otros prefijos (“hipo” o “hiper”) o sufijos como “itis”, “osis” o los temidos “oma”. A veces, en vez de usar prefijos y sufijos, se habla crudamente de insuficiencia o directamente de fallo (renal, cardíaco, hepático…) cuando un órgano funciona mal o, en la práctica, deja de hacerlo al mínimo exigible. Y cuando las cosas se ponen mal de verdad, uno puede entrar en fallo multi-orgánico en donde decir “dis” sería quedarse corto.

Hay dos grandes “dis” y que saltan a la vista en internet en cuanto uno empieza a escribir esas tres sílabas. Se trata de “discapacidad” y de “disfunción”. Con una extraña mezcla de cinismo e intención bondadosa, el término discapacidad ha desterrado afortunadamente a otros de carácter peyorativo para referirse a personas que sufren alguna limitación psicofísica.  

Si el término discapacidad engloba muy diversas situaciones personales, el de disfunción parece ir ligado a una sola carencia, la falta de respuesta genital al deseo sexual masculino. Disfunción eréctil se llama. No se habla de otras disfunciones. Ser disfuncional es serlo en el terreno sexual; así de simple. No hace tantos años que no existía una expresión así; había trastornos de impotencia esporádicos o que se iban haciendo perennes y que eran generalmente atribuidos a problemas psíquicos, tóxicos, al “stress”, o simplemente a la edad avanzada. Siempre hubo supuestos afrodisíacos y, más recientemente, curiosos instrumentos, como bombas de vacío o prótesis peneanas con los que poder lograr la erección en el momento adecuado. 

Pero hace poco más de veinte años surgió el milagro conocido como Viagra. Se trataba del sildenafilo, algo que se estaba probando en ensayos clínicos con una finalidad bien distinta. En un estudio así se valoran mucho los potenciales efectos secundarios surgidos y que son, generalmente, de carácter negativo, pero en este caso los hombres afectados no se quejaban de uno de esos efectos, sino que más bien lo alababan. Y fue el inicial efecto secundario lo que reconvirtió la investigación que acabó en la patente de la Viagra, para felicidad de muchos, incluyendo a los accionistas de Pfizer, firma que consiguió ventas millonarias y que propició la aparición de webs sobre la “disfunción eréctil”, algo que incluso se pretendió cuantificar. 

Dejó de haber problemas psíquicos o de edad que incidieran en el vigor sexual. Cualquiera podía ya emular a Príapo, cosa que a veces ha ocurrido del peor modo sin pretenderlo, requiriendo atención clínica urgente. Y ya no era sólo cosa de viejos. El temor al bajo rendimiento sexual se extendió a jóvenes que, sin precisarlo, también recurrieron a la pastilla azul en una época en la que el erotismo se ha genitalizado al máximo, reduciéndose en la práctica a la respuesta puramente anatómica. 

Pero, si existe una disfunción sexual masculina, también ha de existir el equivalente femenino, aunque no se llamará así sino “Trastorno de deseo sexual hipoactivo femenino” para el que la flibanserina seguirá dando que hablar en tanto no se encuentre algo que pretenda ser mejor que el placebo para un supuesto trastorno.

Con tales armas, se acabó aquella insensatez anticuada de envejecer juntos en pareja. ¿Por qué no cambiar? ¿Por qué no rejuvenecer?

Más allá de viejas represiones, las inherentes a la propia naturaleza fueron superadas. El término “impotencia” se desterró y triunfó la expresión “disfunción eréctil”, acertadísima al concebir al hombre como máquina, porque es como tal que funciona bien o no, pudiendo ser “disfuncional”. Acertadísima a la vez porque advierte a ese hombre - máquina que la disfunción no sólo es problema sexual sino global, vital, como tan acertadamente alerta la Fundación Española del Corazón. La disfunción presagia la defunción. Alguna vez surgieron sonrisas maliciosas en quienes atribuían la muerte súbita de alguien a sus ejercicios gimnásticos sexuales; hoy asistimos más bien a la situación inversa. Uno empieza con impotencia, no le hace caso, creyendo que es el apaciguamiento del deseo propio de hacerse mayor, y a los dos o tres años va y se muere por un infarto masivo. Si la sangre no entra como debe en los cuerpos cavernosos peneanos, ¿por qué había de hacerlo en las coronarias? La consulta urológica entra en sinergia con la visita al cardiólogo. Los psicólogos y psiquiatras pertenecen, en este terreno, al pasado.

Cicerón escribió un libro sobre la vejez en el que, en boca de Catón, alababa el apaciguamiento del deseo sexual, al que consideraba un incordio. Murió antes de alcanzar la llamada ahora tercera edad, pero no por infarto, sino por orden de Marco Antonio, que era poco receptivo a sus críticas y nada dado a la oratoria. En una historia – ficción en la que Cicerón tuviese acceso al sildenafilo, quizá no se hiciera tan pesado en el Senado, cuyas puertas nunca se verían adornadas finalmente con sus elocuentes manos.

Lo que ocurre con el sildenafilo va más allá de una ayuda, como podría ser un bastón, para convertirse en algo simbólico. En cierto modo, la erección, el alargamiento anatómico, se asocia al alargamiento vital que, por otra parte, parece ir relacionado con la longitud telomérica. Ya no se trata de vivir o morir, sino de durar, de alargar el tiempo “funcional” mediante el alargamiento de penes y, llegado el momento, de telómeros. La Medicina moderna no quiere saber de envejecimientos (hay quien anuncia “la muerte de la muerte” y alguna autoridad científica más modesta en sus pretensiones afirma en un libro la posibilidad de morir jóvenes a los 140 años, que no está aparentemente nada mal). 

El cientificismo no siempre sabe mirar. Helen Fisher indagó en el cerebro las claves amínicas del estado anímico de enamorados, y hasta en el PNAS se publicó algún artículo sobre genes de fidelidad y cosas así, pero eso, por más que explicara a mentes incautas la química del amor y de la estabilidad de pareja, no resolvió nada frente a sus problemas reales, más físicos que químicos, más mecánicos, puramente genitales. Como en la película Cocoon, el sildenafilo fue fruto del azar, le ganó al pretendidamente riguroso estudio genético y de imagen funcional y permitió saber de lo que realmente es “disfuncional”.  

Es difícil saber hasta qué punto el efecto benéfico para algunas personas del sildenafilo y similares no es sobrepasado por una concepción de la sexualidad humana tan excesivamente simplista que se hace métrica. La expresión “disfunción sexual” ha sido un hallazgo feliz para un mercado concreto, pero ahonda claramente en una reducción mecanicista del ser humano. En muchos jóvenes, el erotismo, con su calma y poesía, cede ante la anatomía, y lo hace del modo más crudo, a la vez que muchos viejos ven realizables sus patéticos sueños de juventud perenne. 

Esta civilización de la inmediatez y de la confusión entre vida humana y eficiencia de máquina pagará las consecuencias.

sábado, 18 de mayo de 2019

Hacerse médico.


Alguien lleno de vida obtiene una alta calificación en selectividad. No sabe bien qué quiere estudiar, qué desea “ser” en la vida. Pero la capacidad sugiere el destino. Ha superado la “nota de corte”. ¿Por qué no matricularse en Medicina? 

Ser médico parece algo bueno. Supone un rol social respetable ya que la salud es lo que se considera más valioso. A la vez, la Medicina actual es algo dinámico, que se nutre cada día del avance tecno-científico, algo apasionante. Además, quién sabe, quizá esa superación de la nota de corte indique en el fondo la existencia de una vocación que aún no se había descubierto.

Una vez tomada la decisión, o más bien una vez que se ha dejado que esa decisión sea tomada, los primeros cursos académicos introducirán a los supuestamente mejores, dada su puntuación, en un saber sobre el cuerpo como máquina química - estructural, con sus células como átomos vitales, lo que incluirá la contemplación directa de cadáveres y el estudio de imágenes proporcionadas por atlas y modernos recursos de internet. Se observarán fragmentos tisulares y también microbios al microscopio, se reconocerá el poder del cálculo matemático estadístico frente a la diversidad biológica, fascinará la historia y perspectivas del estudio de los genes, de esa información que parece determinante. Se ha entrado en la fase preclínica. Más tarde se sabrá del porqué del deterioro que conduce a las enfermedades, sea su causa conocida o no, se sabrá de su tratamiento médico o quirúrgico, de la prevención que incide en factores de riesgo, de técnicas de comunicación, de bioética, e incluso se tendrá como ornamento un saber sobre la propia Historia de la Medicina. 

Tras la obtención del título correspondiente, habrá la preparación para el examen MIR, del que saldrán también seleccionados los mejores en eso, en lo que supone ese examen. Los selectos de los selectos serán los primeros en elegir las especialidades y lugares de formación en ellas.
Después, con tesón, suerte y cierta capacidad social, se podrá acabar trabajando como especialista en la sanidad pública, integrarse en el cuadro médico de un hospital privado, o incluso simultanear ambas tareas. 

Y ya está. Ya se ha empezado, ya se ven pacientes o algo de ellos (muestras de sangre, biopsias, citologías, imágenes..) y se les diagnostica y trata como se debe, diferenciando por edades. Habrá médicos de niños, de adultos parcelados por órganos, aparatos y sistemas, incluso de viejos. Los habrá especializados en acompañar en esas últimas fases de la vida, proporcionando cuidados paliativos, y los que traten de que no sean aun tan últimas, viendo a los pacientes como críticos en las unidades con ese nombre.  

Muchos reconocerán que han acertado, que haberse hecho médicos era lo que realmente querían, que valió la pena el esfuerzo. También habrá quien se considere mal pagado por tanto esfuerzo e incluso existirán los que vean que no querían en realidad lo que parecían querer al principio. Habrá médicos que lo dejen tras la muerte de alguien y se dediquen a otra cosa, los habrá que se depriman, que acaben enfermos, que se hagan hipocondríacos, incluso que tengan brotes psicóticos. Además de satisfacciones, habrá competiciones en la aspiración a un reconocimiento profesional y social, no sólo durante la licenciatura; también para alcanzar una buena puntuación MIR y después para destacar en una carrera que lo parece literalmente y que no se acaba nunca.

En la situación más realista, más actual, moderna y común, un médico se verá a sí mismo como un profesional que sabe de Medicina y reconocerá en el paciente un objeto de estudio a mejorar por una pauta preventiva o terapéutica. Se fijará en lo que de ese cuerpo y alma dice un ordenador, intermediario real ya en cada consulta como fase previa al oráculo definitivo que dictará un algoritmo basado en la inteligencia artificial (en esa fantasía están ya inmersos muchos). 

El médico conservará su bata blanca y, en torno a su cuello, el fonendoscopio, ya no como instrumento sino como símbolo. Y entrará, quiera o no, en un sentido o en el contrario, en la dinámica inducida por las industrias farmacéutica y diagnóstica, siendo esta última la que define claramente qué Medicina ha de hacerse en los hospitales y fuera de ellos. Y se verá afectado por la política sanitaria, con sus restricciones e influencias mediáticas. Contemplará grandes diferencias geográficas, socioeconómicas, ante las que poco o nada podrá hacer.

Y surgirán quizá preguntas, siendo a veces traumática la propia respuesta de que uno se ha equivocado, que jamás tuvo eso que antes se llamaba vocación, que ojalá llegue el momento de jubilarse y dedicarse a viajar o a tocar el piano.

No parece que baste con notas de corte, tampoco con saber mucho de todas las disciplinas médicas, para ser un buen médico. Lo que ocurre con cualquier conocimiento es diferente a lo que acontece a la hora de ejercerlo cuando se trata del saber médico, un contraste que se da precisamente en lo que concierne a las ciencias. En Física hay leyes, los experimentos químicos conducirán a idénticos resultados si las condiciones iniciales y de contorno son las mismas, pero no hay leyes fisicalistas en Medicina, en donde reinan la incertidumbre y la incompletitud como anti-leyes que desasosiegan. Lo describió muy bien Siddhartha Mukherjee en un breve libro, “The Laws of Medicine”. No hay generalización posible ante la singularidad de cada paciente.

Es esa falta de legalidad física, esa generalidad de lo excepcional, lo que condena al fracaso la deriva cientificista de la práctica clínica, sea en forma de médicos obedientes de algoritmos, sea en el modo más radical de autómatas guiados por inteligencia artificial que diagnostiquen y traten.

Ante un paciente, un médico está con una incertidumbre que los años de ejercicio no sólo no eliminarán, sino que la harán más perceptible, algo con lo que contar siempre. Y para soportar eso se requiere temple, humildad, mucho estudio y, sobre todo, vocación de ayuda.

Si se tuviera en cuenta que la Medicina está impregnada de incertidumbre, de incompletitud, de sesgos y excepciones frente a las que plantar cara, tal vez procediera cambiar el plan de estudios. A día de hoy, no se puede ser médico sin saber anatomía, histología, patología médica, farmacología, etc., etc. Pero sí se puede ejercer la Medicina sin haber leído una palabra de la Literatura escrita por médicos o relacionada con ellos. Tolstoi, Mann, Chejov, Kübler Ross, Nuland, van der Meersch, Bulgakov, Waltari, Zweig, Kafka, Berger, Yalom y muchos más, tan heterogéneos, aproximan de modos muy distintos (no hay reglas tampoco ahí) a lo que significa ser médico. 

La Literatura nos acerca a la Medicina real más que la Genómica y la Informática. Y, con ella, la Historia de la Medicina, desde los templos de Asclepio hasta ahora, pasando por lo que hasta muy recientemente ha sido la práctica médica, pura magia pero curativa a veces, tantas como puede inducirse esa movilización interna que se simplifica llamándole efecto placebo. Creemos que hemos pasado claramente al logos también en la clínica, pero el contexto mítico no ha desaparecido en Medicina; sólo ha cambiado haciéndose cientificista y creyente en promesas salvíficas. 

Y no menos importante parece saber a qué se enfrentará uno cuando sea médico, que no será a un problema científico sino a un ser humano que vive, malvive o habita en un lugar, con su esperanza de tiempo o incluso de vida; que no se estará ante algo sino ante alguien que es como es, único en la historia del mundo, por más que su fémur sea indistinguible del de otro y aunque sus moléculas hayan estado en otros cuerpos o en el suelo y el aire. Y por eso será imprescindible el planteamiento filosófico, teniendo en cuenta a Skrabanek, a Illich, a Laín, a Gadamer, a Heidegger, a los grandes clásicos… Y al gran Freud, que, sin ser filósofo, lo parecía, y que reveló lo que, siendo lo más propio, pero sin ser conocido, puede inducir a uno mismo a las grandes elecciones como la que se da al optar por hacerse médico en vez de dedicarse a otra actividad. 

Mucho cambiaría si la selección de futuros médicos no se hiciera en base a notas de corte sino por ellos mismos en un curso basado en la autoselección, tras la contemplación sosegada de cuadros como “The Doctor”, tras la lectura de narrativa relacionada con médicos y enfermos, con la muerte y la historia del morir, tras la visión de lo que ha hecho posible la evolución de la Medicina, sabiendo de los “cazadores de microbios”, de los premios Nobel, de absolutos fracasados e incluso de médicos capaces de lo más terrible si un régimen político lo facilita. 

Todo podría ser algo distinto si en ese primer curso las prácticas no consistieran en disección de cadáveres ni en observaciones histológicas o experimentos bioquímicos, sino en visitas, sólo visitas, a enfermos reales, a niños leucémicos, a autistas, a parapléjicos, a locos, a deprimidos, a jóvenes afectados por cánceres incurables, a moribundos solitarios, a pacientes críticos, a viejos aislados, a los que están siendo intervenidos en un quirófano, a enfermos por adicciones, por miseria, a quienes piden con su mirada la curación imposible. Una práctica de visitas hospitalarias y domiciliarias mostraría de qué va eso que llamamos Medicina, y que se complementaría también con la percepción de sus bondades manifestadas en la curación de enfermedades graves, en niños nacidos gracias a la asistencia médica en partos difíciles, en minusválidos que dejan de serlo... 

Tal vez ese curso imaginado y que considero deseable, fuera propiamente iniciático y sirviera para ver si se será capaz o no de dedicarse a estudiar Medicina, a aprender sin pausa y sin prisa su ciencia y su arte, pues arte seguirá siendo, y así, a saber curar, aliviar o al menos acompañar, a ejercer esa relación transferencial que proporcione serenidad incluso ante lo peor. 

Todo curso precisa maestros y también se necesitarían para ese imaginado período inicial; unos maestros que serían difíciles de encontrar porque suelen ocultarse en su propio trabajo vocacional, como médicos de a pie sin destacar como luminarias. Eso hace que el curso propuesto tenga mucho de utópico, pero hay utopías que vale la pena considerar, cuando, aunque irrealizables, orientan un buen cambio.

Un curso iniciático así serviría para intuir al menos si uno será capaz de ser estudioso constante y, en general, lo suficientemente compasivo para poder realizar de forma cotidiana el acto de amor que la relación clínica real implica, algo que la hace inmune a cualquier sustitución por un sistema algorítmico, por mucha inteligencia artificial en la que se sustente y por bondadoso que se pretenda. 

Es curioso que sea en el otoño profesional cuando puede percibirse este deseo. Si lo expreso, es porque, de haber ocurrido una iniciación como la aquí pretendida para otros, es probable que quien esto escribe no hubiera sido nunca médico. O sí, pero de otra manera.




sábado, 30 de marzo de 2019

MEDICINA. De médicos y premios




¿Por qué alguien decide hacerse médico? Es una pregunta distinta a las que se refieren a otras elecciones de profesión y sólo compartida con la opción por dedicarse a cualquier actividad sanitaria (enfermería, fisioterapia, psicología clínica...). 

Es una cuestión que tiene que ver con la cura y el cuidado. Sabemos que el término “cura”, aplicado a los sacerdotes católicos, se relaciona con la “cura animarum”. En el ámbito clínico estamos ante el intento de una cura más amplia, la de cuerpos y almas, la del ser humano integral en su extraña singularidad. Se intenta reparar, desde un conocimiento empírico, y que últimamente bebe de la Ciencia y sus aplicaciones técnicas y farmacológicas, la falta que orgánica o funcionalmente es reconocida como enfermedad, con su constelación semiológica, con el sufrimiento que implica y con el riesgo que puede comportar de muerte. 

A veces, la decisión de ser médico se toma desde un deseo claramente percibido. Muchas más veces, ese deseo, si existe, es reminiscencia más o menos inconsciente de una imagen infantil. En muchos casos, la vocación resulta de la admiración por otro que la mostró con su ejercicio profesional como médico y que, siéndolo, parecía algo más, un portador de vida, un salvador. En ese sentido, hay médicos que, sin proponérselo, facilitan una transmisión de deseo vocacional. Las relaciones transferenciales suelen ser tan importantes como ignoradas.

Ahora bien, el ejercicio de la Medicina no se contempla sólo como el resultado de un conocimiento al servicio de lo que implica la vocación por la cura y el cuidado del otro. También es contagiado por una cierta actualización del viejo “cursus honorum” para bien y para mal en modo curricular. A un profesional se le exige así no sólo un saber, sino que es más bien reconocido por lo que logra hacer como científico o como técnico, sea en el ámbito médico, quirúrgico o básico. La Medicina es así una “carrera” incluso tras la obtención de la licenciatura y ese término ya dice mucho, porque nuestros médicos jóvenes y no tan jóvenes entienden que el ejercicio profesional es carrera literal, de correr, de competir con otros por lograr un buen status económico y prestigio social. 

Esa concepción legítima por hacerse un nombre como médico, y que puede redundar indirecta y beneficiosamente en los pacientes, puede llegar a priorizar lo curricular frente a lo vocacional. Y este criterio no rige sólo entre médicos. La sociedad exige cada día más una competencia, entendida generalmente como rivalidad entre profesionales, de la que surgirán desde los premios Nobel hasta los “top doctors”.

La tentación está servida ya a los más jóvenes, de tal modo que es posible cada año pronosticar qué especialidades serán elegidas por los “mejores” en el examen MIR y que incluirán las que potencialmente permitan aspirar a buenos ingresos, más honores o ambas cosas. La Medicina de Familia o la Geriatría no serán las opciones predilectas.

El extraordinario desarrollo técnico ha facilitado, no sólo para bien, la especialización de la Medicina en detrimento de la concepción generalista, promoviendo una mirada médica técnica y parcelada y que, en el caso quirúrgico, lo es en sentido literal con la delimitación del campo operatorio. La escucha atenta, la palabra que anima y sosiega, son sustituidas cada vez más por el enfoque biométrico, algo que se hace delirante en el contexto anti-científico conocido como Big-Data, una deriva que ya se había anunciado con la perversión de la herramienta estadística que confunde sujeto con individuo muestral. 

Y, sin embargo, el sufrimiento es siempre subjetivo y singular y, como tal, exige a alguien, nunca a una máquina ni a un médico “algoritmizado” que se parezca a ella, que lo acoja. 

La singularidad de cada paciente lo es también de la relación clínica y, en ésta, la función del médico va más allá de un saber, aun siendo éste imprescindible. Supone una aceptación amorosa del sujeto enfermo, compasiva con él en sentido riguroso, de ser permeable a un pathos y, a la vez, mantener la distancia necesaria que exige su comprensión y tratamiento del mejor modo. Y eso supone una posición que va más allá de la del científico, aunque su saber lo sea. Eso supone un arte, el de soportar la incertidumbre transmitiendo confianza, el de potenciar los recursos de cada cual desde el reconocimiento de su ser temporal. En las situaciones más miserables, la presencia del médico puede, paradójicamente, recordar la vieja aspiración de la Kalokagathia.
 
Podríamos concebir la Medicina como la relación armónica de dos actividades necesarias, la de los científicos y técnicos que permiten, con sus investigaciones e invenciones, un mejor conocimiento del organismo enfermo, de su diagnóstico y tratamiento, y la de los que podríamos calificar de médicos de batalla o de trinchera, esos que se enfrentan cada día al sufrimiento de muchos y que no tendrán tiempo para otra cosa.

Es bueno, es imprescindible, que la sociedad sepa reconocer no sólo brillos de avances epistémicos y tecnológicos, sino que también aprenda a valorar y agradecer la dedicación constante, abnegada, reservada, opaca tantas veces, de muchos médicos que siguen haciendo de su profesión algo extraordinariamente noble, porque poco lo es más que curar, paliar o acompañar a quien sufre en su cuerpo y a quien le duele el alma.

Este año, el Colegio Médico al que pertenezco ha tenido el acierto de reconocer ese trabajo callado y necesario, vocacional, premiando a un hombre que lo lleva realizando durante muchos años, en los que además ha sabido contagiar a otros la pasión por la Medicina. Conocer a alguien así es siempre un privilegio. Con su decisión, el Colegio Médico de A Coruña no sólo premia a una persona, sino que se premia a sí mismo al realzar su propia bondad como institución necesaria, especialmente en tiempos de derivas tecnicistas, para mostrar a la sociedad, a la que se debe, la noble aporía de la simple y, a la vez, difícil tarea que supone ser médico.


Con gratitud y admiración, a mi amigo el Dr. Alfonso Solar Boga

viernes, 22 de marzo de 2019

El trauma anestesiado




En un magnífico trabajo sobre la angustia, el psicoanalista Manuel Fernández Blanco dice que “lo traumático es algo que no podía ocurrir y, sin embargo, ocurrió” (1). Parece imposible expresarlo con mayor claridad. 

Hay traumas individuales y traumas colectivos. Una violación sexual o un accidente de coche suponen algo singular. Un tsunami, un atentado terrorista o la entrada en combate afectan simultáneamente a muchas personas. En cualquier caso, el trauma siempre acaba siendo singular, de cada uno, aunque implique a muchos simultáneamente, y la respuesta posterior al mismo también, porque es la subjetividad de cada cual, su modo de ser, su forma de afrontar algo tremendo, con ayuda o sin ella, lo que acabará influyendo en la implicación mayor o menor, de un modo u otro, del episodio traumático en su vida.

El trauma será recordado; a veces como acontecimiento, otras por los síntomas que derivarán de él. Existe, en ocasiones, una cierta congelación biográfica del trauma en forma de “stress post-traumático”. Se puede sobrevivir al trauma, pero quedar marcado por él; el síntoma lo recordará incesantemente. Basta con echar un vistazo a un texto tan manido (y pobre) como el DSM para hacerse una idea de qué significa esa expresión diagnóstica. Hay a quien el trauma le cambia la vida de un modo muy duro, hay quien logra superarlo en mayor o menor grado. Pero está ahí, en forma de memoria.

Si no hubiera sucedido… pero ocurrió. Si no se recordara… pero se recuerda. Y aquí es donde entra la salvación tan prometida como inalcanzable desde el exceso cientificista, un nuevo anuncio mesiánico en el que han incidido distintos medios de comunicación, haciéndose eco de una publicación reciente; la solución estaría en el olvido farmacológico del trauma.

Algún medio, como la cadena SER, recoge la cura prometida por Strange y su grupo: “La reconsolidación nos da un posible portal para acceder a memorias negativas. Si tienes un accidente de tráfico, te podría producir ansiedad la próxima vez que coges el volante y podría suceder que no quieras conducir un coche, aunque de ello dependa que vayas al trabajo o lleves a tus hijos al colegio. Si hay una manera de reducir la memoria del accidente, podríamos ayudar a esa persona".  No dice que, en caso de recordar, tal vez sea bueno que el traumatizado no vuelva a conducir un coche; nunca se sabe. Podría tratarse de alguien que repite lo que en su día hizo muy mal.

El artículo en el que el grupo de Strange publica sus hallazgos (2) recuerda que puede reactivarse por evocación una memoria consolidada hacia un estado lábil, del cual podrá “reconsolidarse” tras un tiempo. Su estudio muestra que tal reconsolidación puede perturbarse administrando un anestésico llamado propofol. Usaron dos grupos de sujetos tratados con ese fármaco para una endoscopia con sedación. Se les habían mostrado a todos dos series de imágenes que, en el medio, contenían una escena de carga emocional y se ensayó la memoria asociada a ese aspecto, el emocional, a corto plazo (27 a 105 minutos) en un grupo, o al cabo de 24 horas en el otro. Fue este último grupo el que permitió inferir la conclusión de que el propofol interfería en la reconsolidación de la memoria emocional.

En su apartado de “Discussion”, el artículo incide en la posibilidad de que el propofol, un agonista GABAérgico, actuara amortiguando la actividad de la amígdala y del hipocampo, así como el acoplamiento entre ambos. Admiten desconocer si la memoria emocional fortalece “per se” el recuerdo o si hay una diferencia cualitativa entre ella y una memoria neutra. Y concluyen sugiriendo la necesidad de ensayos clínicos con pacientes afectados por recuerdos traumáticos.

De eso se trata; hubo un trauma, borremos su recuerdo y se acabarán las consecuencias a que, en forma de stress, fobias o lo que sea, haya dado lugar ese episodio deplorable.

El trabajo que da lugar al artículo aparenta pobreza metodológica, por más estadística de la que se adorne. Estamos ante una sugerencia. Nada más en la práctica. Parece que ninguno de los participantes había sufrido un episodio traumático y que tampoco tomaban psicofármacos. Eran pacientes sometidos a exploración endoscópica (algo bastante alejado a episodios o exploraciones psiquiátricos) y a los que se sometió a un test de memoria que incluía una carga emocional. Algo así como si se estudia a gente sana que ve un melodrama en el cine. No parece que abunden los traumas psíquicos por el visionado de películas si no hay un contexto psíquico que lo facilite.

Es decir, se hizo un estudio observacional que no concluyó propiamente nada ni sobre el trauma ni mucho menos sobre el stress post-traumático, sencillamente porque ni lo uno ni lo otro fue abordado sino sólo sustituido por una supuesta memoria emocional artificiosa, de película. De una observación de un posible efecto neurológico de un fármaco se hace una extrapolación prácticamente infundada sobre su potencial uso en un cuadro psiquiátrico completamente alejado de la realidad observada en el estudio. Dicho de otro modo, mucho más crudo, estamos ante fantasía, no ciencia.

Ahora bien, al margen del revuelo que algo así ha causado y que cesará rápidamente en este tiempo de noticias que aparecen y desaparecen con rapidez, es un hecho que la neurociencia avanza de modo extraordinario. No es imposible descartar a priori que esa fantasía fuera realizable en el futuro y que se pudiera, con el propofol, con otros fármacos o con electrochocks, borrar literalmente el recuerdo traumático. Y, en tal caso, surgen muchas cuestiones. Centrémonos en algunas.

¿Dónde estaría el límite? El substrato neurobiológico del miedo es algo que va siendo relativamente conocido a escala macroscópica aunque muchísimo menos en el orden microscópico y molecular. ¿Sería posible actuar sólo sobre un recuerdo concreto? ¿Valdría la pena llevarse por delante un trozo de biografía acompañante, borrar todos los recuerdos considerados traumáticos, aunque no lo sean? ¿Se acabarían los síntomas que ese episodio “borrado” de la mente puede seguir ocasionando?

De las consecuencias de un borrado un tanto generalizado sabemos, y muy poco, desde la observación de amnesias, incluso en su grado peor, la de dementes. Pero incluso en estos casos, ocurre a veces una situación que parece inversa al borrado, porque puede darse un trauma en plena enfermedad y tener efectos, aunque aparentemente el trauma no se perciba por terceros, que verán todo borrado en el paciente. Puede ocurrir que la persona que padece Alzheimer pregunte cuando nadie lo espera por lo traumático que no se ha oscurecido absolutamente por su enfermedad: ¿Qué pasó con …? ¿Por qué no está…? Y nadie querrá responder. Nadie esperaría que en el mar del olvido generalizado surgiera la cuestión biográficamente relevante para el enfermo. Nadie esperaría tener que contestarla. Y no habrá respuesta, pero sí permanecerá en el aire la pregunta. El límite sólo lo pondrá la hermana muerte.

En un neo-positivismo radical, parecen ignorarse las preguntas más elementales (y difíciles) ¿A qué le llamaríamos trauma? Ya sabemos que la estupidez reina en la educación de hijos a los que se desea libres de “traumas”, con cariñosas madres que sólo consienten que el pediatra explore a su hijo mientras ellas le dan de mamar, padres que dejan que sus hijos campen a sus anchas molestando a todo hijo de vecino, neuróticos que aspiran a que sus hijos “triunfen” como compensación a sus fracasos vitales, etc. La definición inicial de M. Fernández Blanco parece claramente operativa por afinar fenomenológicamente en lo esencial.

Qué borramos? La expresión “borrón y cuenta nueva” se pretende literal, tanto como imposible, en el dudoso caso de que fuera factible técnicamente, si no renegamos de nuestra condición humana.

Hay traumas y consecuencias de ellos, pero no estamos ante una relación de causalidad evidente como la que puede darse en el ámbito físico o en situaciones neurológicas simples (no está de más recordar que la causalidad en Biología es muy difícil de establecer, no digamos ya en Medicina y especialmente en Psiquiatría). Un trauma puede ser condición necesaria para generar un stress post-traumático, pero no causa suficiente. Y no lo es porque el trauma le acontece a alguien en un momento dado de su ser en el mundo. Y uno responderá de un modo, y otro de forma diferente. Y, así como hay soldados que sufren de ese tipo de stress, también hay héroes de guerra que lo son porque han tenido miedos ocultos, inconfesables por banales.

Estamos ante un revival del afán topográfico en su forma más idiota. La frenología tuvo su lógica en el contexto en que se desarrolló; no ahora. La lobotomía tuvo su tiempo, que no es éste. No hay un lugar para cada trauma, aunque todos impliquen modificaciones neuronales, moleculares, memorias a corto y largo plazo. Sí existen áreas relacionadas con esas memorias, con sentimientos de miedo y de asco. También las hay ligadas al lenguaje, pero nadie habla como otro, nadie siente como otro, nadie es como otro. El sueño del "lavado de cerebro" está bien como inspiración de torturadores, no en Medicina. Y el proyecto MKUltra fue lo que fue, quedando como aparente fascinación para algunos, un atractivo inquietante y perverso.

La biografía afectada no se puede corregir con amputaciones biológicas (exceptuando clara etiología orgánica), sea de áreas macroscópicas, sea de circuitos concretos mediante fármacos o editores de potenciales cambios epigenéticos. La época de las lobotomías enseñó (incluso con el reconocimiento de un premio Nobel) dónde se puede llegar en el frenesí curativo.

Un paciente debe ser ayudado en todos los órdenes, su dolor corporal y anímico debe ser tratado y los fármacos actuales y, sobre todo, los que se desarrollen, pueden ser de gran ayuda, pero mal enfoque es el que se encuadra en el marco de una anestesia perenne, por parcial que parezca.

Es de esperar que el avance neurocientífico facilite la perspectiva antropológica y dote a la Medicina de recursos magníficos como los que auguran los ya existentes sistemas de transducción de señal cortical a sistemas robóticos o las retinas biónicas. La neurociencia facilitará la comprensión del ser humano, pero es el ser humano el que debe plantearse qué neurociencia es posible y, sobre todo, aplicable, desde la ética.


Referencias

1)    Fernández Blanco M. “Lo viejo y lo nuevo de la angustia”. El Psicoanálisis. 2007; 11: 27-42

2)    Galarza Vallejo A, Kroes MCW, Rey E, Acedo MV, Moratti S, Fernández G, Strange BA. “Propofol-induced Deep sedation reduces emotional episodic memory reconsolidation in humans”. Sci. Adv. 2019;5:eaav3801. 20 March 2019