jueves, 23 de noviembre de 2017

MEDICINA. El mal paciente no ingiere su medicación… Pero lo sabremos.




Controlemos al loco. Ese parece el objetivo de lo que se presenta como un importante avance tecnológico, la “píldora digital”.


Tal cosa ha sido recientemente aprobada por la FDA y consiste en un medicamento en forma de píldora inserta en un sensor que, en contacto con el jugo gástrico, emitirá una señal. Ésta será a su vez registrada por un receptor en un parche torácico que la reenviará por Bluetooth al “smartphone” del paciente, quien podrá añadir a la "App" correspondiente otros datos clínicos como su estado de ánimo (tal invento ha sido usado por primera vez con el psicofármaco aripiprazol). Finalmente, todo ello será enviado a la base de datos del médico que haya prescrito tal medicamento.


Se trata, al parecer, de potenciar la adherencia terapéutica desde el argumento de que es buena para la mejoría del paciente y supone un ahorro considerable al evitar hospitalizaciones, situaciones de incapacidad laboral, cambio a otros fármacos potencialmente peores, etc.


Es llamativo que este sistema de control (con buena o mala intención, no cabe otro término para definirlo) se inicie con un psicofármaco. La reclusión manicomial se cambia por la hipervigilancia electrónica.


La intimidad más íntima (el propio jugo gástrico) será cómplice necesario para acusar al enfermo de su mal comportamiento como tal, porque, a fin de cuentas, de eso se trata, de un control de comportamientos y de gastos. 


Sucede así que algo que ocurre en la propia casa y con el propio cuerpo, algo tan habitual como la ingesta de un fármaco, es susceptible de generar datos que alimenten ordenadores de otros del mismo modo que lo hace Facebook.

Al final, no sólo nuestras historias clínicas, en las que se dice si bebemos, si somos VIH positivos o si somos esquizofrénicos, sino también nuestra bondad como pacientes, expresada como el grado de nuestra adherencia a la medicación, estarán en “la nube”, eso que tanto se cita, como nebuloso resulta.


Es probable que cualquier persona con dificultades de memoria, desde las que supone la demencia a las simples distracciones, tenga más facilidad para manejar una cajita con sus píldoras o una libreta en la que tiene anotadas las pautas de medicación, que para usar la "App" en cuestión, pero se intuye fácilmente que el próximo paso sea el envío directo de señales a la base de datos sin pasar por el “móvil” del paciente. Por nuestro bien, se nos hará más indefensos de lo que ya estamos ante un Gran Hermano que suponemos incorpóreo pero que tiene un cuerpo bien constituido e integrado por todos los que se pueden lucrar con datos tan sensibles.


Por supuesto, tal avance requiere un consentimiento informado, pero eso también ocurre si uno se tiene que operar de apendicitis. ¿Quién está en situación de no firmarlo?


Es más que previsible que, por el bien de los enfermos y, sobre todo, de los proveedores de semejante engendro y sus simpatizantes, la píldora inteligente acabe usándose para cualquier medicación requerida por una dolencia crónica o por un factor de riesgo, sea la artritis reumatoide o la hipertensión. Pero la psiquiatrización generalizada hace previsible un paso más allá. Será posible establecer, por ejemplo, si la ingesta de metilfenidato guarda una adecuada correlación con las calificaciones escolares, para actuar en consecuencia en el caso de niños diagnosticados de TDAH, que ya se sabe que es algo bastante frecuente.


La vigilancia implícita en algo tan personal como la ingesta de un medicamento puede acompañarse del correspondiente castigo si uno lo hace mal, sea en términos económicos (con un seguro médico que pudiera no estar dispuesto a mantener en su listado de clientes a un mal paciente), sea en términos de libertad, de la que pueden ser privados pacientes psiquiátricos ambulatorios.


La “píldora digital” abre las puertas de la fantasía prospectiva a las más elevadas calenturas. Nuestro estómago, digiriendo, que es lo que sabe hacer, se convierte en nuestro detective, y, en vez de alimentarnos a nosotros solos, alimenta también los deseos informativos de otros. 


De nuevo estamos ante el ideal de pureza. El buen paciente será el que haga lo correcto, de grado o a la fuerza. Tal situación recuerda otra, la de la fidelidad asegurada por el cinturón de castidad. Si siempre hubo alguien pendiente de salvaguardar la bondad de otros, la tecnificación permite la generalización de ese perverso afán.


sábado, 18 de noviembre de 2017

Ciencia, creencia y subjetividad. En defensa del Psicoanálisis.





No deja de sorprender que el gobierno de Macri intente eliminar el Psicoanálisis de un país, Argentina, en el que está tan ampliamente extendido. Para ello pretende reformar la Ley de Salud Mental con un decreto en el que el argumento básico parece bondadoso. En efecto, en el artículo 5 se dice que “para determinar el diagnóstico deberá ajustarse a las normas aceptadas internacionalmente y basadas en evidencia científica”.  El artículo 7 insiste en ello resaltando que las prácticas en la atención deben basarse en fundamentos científicos ajustados a principios éticos y prácticas fundadas en evidencia científica”. Es decir, todo por el bien de los ciudadanos y en nombre de la Ciencia.

Eso ha creado un movimiento de resistencia amplio que va más allá del interés profesional de un colectivo, residiendo su valor no sólo en defender el Psicoanálisis, sino al propio ser humano en su singularidad, en lo que le es más propio, incluso cuando es presa de la locura.

En nombre de la Ciencia se habla ya de todo lo divino y lo humano. De lo divino, para afirmar o negar a Dios, como si ese fuera cometido de los científicos. De lo humano, para reificarlo.  

Es cierto que hay las llamadas ciencias humanas, tomando el término “ciencia” en sentido amplio, de estudio sistemático de algo empírico. Lo es la Historia, la Sociología, la Economía… ¿Y la Psicología y la Medicina y, dentro de ésta, la Psiquiatría? Sólo si contemplamos al sujeto como individuo. Esto es perfectamente admisible, pues cada persona puede adoptar el valor de individuo en un estudio, sea como individuo económico, histórico, social, como votante, como infectado por un virus, como fumador, etc. Es así posible construir una Medicina Preventiva basada en la estadística o hacer ensayos clínicos que fundamentan la “medicina basada en la evidencia” (una evidencia cada día más degenerada por conflictos de interés y afán curricular).

También es factible, con ese enfoque, estudiar comportamientos individuales, conductas. Eso sostiene la opción conductista, eso apoya el marco cognitivo-conductual, que es lo que parece pretenderse con la reforma de Macri.

La Ciencia puede estudiar el organismo humano y la conducta del individuo humano en los distintos ámbitos en que actúa, pero no al sujeto singular, no al ser hablante. Se dice que cada persona es un mundo y es verdad, aunque se intente desterrar algo tan obvio. Lo subjetivo es ajeno a la Ciencia, que sólo puede basarse en datos observables y, a poder ser, medibles, siguiendo la obsesión de Lord Kelvin. 

Más aún, lo fundamental subjetivo, lo que influye en las grandes determinaciones personales, en las elecciones vitales, llega a ser ajeno al conocimiento propio, es inconsciente y, si la consciencia escapa a la reducción neurobiológica, lo inconsciente personal menos podrá ser abordado científicamente, lo que no obsta para que el encuentro clínico, singular también, pueda facilitar que el paciente haga un mejor uso, más propiamente humano, de su vida. Ese es el valor del Psicoanálisis. Pero no hace falta ir tan lejos pues ése es también el valor de la Medicina misma, que ha de lidiar en mayor o menor grado con lo inconsciente de cada cual, razón por la que un encuentro clínico nunca podrá sustituirse por un enfoque algorítmico, ni siquiera en el aspecto que parece más claro, el diagnóstico.

Al ser imposible que la Ciencia pueda alcanzar lo singular de cada ser humano en su sufrimiento mental, más allá de proporcionar fármacos que lo alivien, que no es poco, es llamativa esa insistencia, en un texto legal, de la expresión “evidencia científica” para referirse a terapias en el campo de la salud mental. Las terapias a las que se alude son las que reclaman para sí el carácter de científicas, cosa que no hace el Psicoanálisis (aun siendo fruto del empirismo clínico). Pero esas evidencias lo son del individuo reducido a organismo que responde a estímulos; dicho de otro modo, del sujeto reducido a cosa maleable, algo que está de moda en la época del “coaching”.

Pero vayamos al término radical, la evidencia. ¿Qué es eso? ¿Cuándo hay evidencia de algo? Dejando al margen que lo evidente no es universal (hay gente que cree en el relato bíblico e ignora la evolución, del mismo modo que otros consideran evidentes las visitas de alienígenas) y también las dificultades de definirla con propiedad, podemos entender por evidencia científica la que es intersubjetiva por reproducible y comunicable.

Por ejemplo, los físicos tienen una buena base para acordar entre ellos que la Tierra no es plana o para asumir que la teoría de la relatividad es verdadera a la luz de todos los datos observacionales que comparten. Los biólogos asumen que ha habido una evolución de las especies considerando el registro fósil y teniendo el marco de la Genética Molecular. En el caso de las ciencias llamadas duras, como la Física, esa evidencia es sostenida por la capacidad de confirmar predicciones, sean eclipses, sean ondas gravitacionales. Bastará con que falle una predicción para que una teoría haya de ser mejorada o simplemente olvidada, algo que atiende al criterio de “falsabilidad” de Popper.

Pero incluso en lo más básico, la evidencia científica, que es intersubjetiva (no basta con que la tenga uno solo), se basa en una comunicación que ha de ser lo más clara y simple posible, algo que se alcanza de modo especial cuando es expresable en lenguaje matemático. Y sucede que esa evidencia requerida implica en general pérdida de comprensión por parte de quien no es investigador en un campo dado. La demostración por Wiles del último teorema de Fermat fue comprendida por muy pocos, a quienes, sin embargo, se les hizo evidente. Lo cuantitativo es ajeno a la evidencia real, pudiendo haber poca gente capaz de acceder a lo evidente o, por el contrario, pudiendo ser muchos los que creen evidente la realidad del relato del Génesis. Las “fake news” se sostienen por esa necesidad de creer y de creer ya, de forma tan inmediata como poco rigurosa.

Por eso, para hablar de evidencia científica se requiere cierto rigor, algo que no parece darse en un discurso como el político, que puede conducir a mejoras sociales, pero también a lo peor, como apunta el decreto de Macri.

Se dice a veces que estamos en la Era de la Ciencia, pero eso no es del todo cierto ni mucho menos. Seguimos y seguiremos siendo más bien creyentes. Estamos en la creencia y la Ciencia sólo nos sirve para sostener la mejor de las creencias posibles, la que apunta a lo Real, aunque no lo alcance. A partir de ellas, cada cual podrá componer su propia cosmovisión.  

Ocurre que la propia Ciencia se basa en la creencia misma, sin la que no sería posible. La Ciencia se construye desde la creencia en la lógica deductiva que nos permite afirmar lo contra-intuitivo, como que hay tantos números naturales como números pares. Se construye desde la inducción, por la que el hecho de que hayamos visto tantas veces salir el sol nos permite asegurar que lo hará mañana incluso aunque nosotros no estemos para verlo, pero resulta que no todas las afirmaciones inductivas son tan claras, como sería afirmar que, ya que han caído asteroides en la tierra, volverán a caer en el próximo siglo. Y supone la isotropía de la legalidad física, es decir, que las leyes fundamentales de la Física son tan respetadas en mi calle como en una estrella de neutrones muy lejana. La Filosofía sigue subyaciendo a la propia Ciencia.

Finalmente, podemos creer en la Ciencia desde la apariencia de que algo es científico. Es habitual; se muestran datos, registros, números… Pero no todo lo que parece ciencia lo es. Tomemos un ejemplo de la “Ciencia” que parece defender Macri. Un fármaco inhibidor de la recaptación de la serotonina (ISRS). Se le llama antidepresivo porque en ensayos clínicos (al margen de que haya meta-análisis que lo cuestionen) se encuentra que el grupo de deprimidos que lo toma mejora en una escala, como la de Hamilton, que “mide” la depresión, y esa mejoría tiene significación estadística. ¿Qué concluimos científicamente? Sólo que es probable que su administración ayude a un paciente deprimido. Nada más ni nada menos, pues nunca hay que menospreciar el valor potencial de un medicamento que alivie. Pero suponer una relación causal entre un déficit de neurotransmisores en determinadas hendiduras sinápticas y la depresión es, en el mejor de los casos, una hipótesis de la que partir para ahondar en los mecanismos neurobiológicos implícitos y, en el peor, un salto al vacío que prima lo biológico ignorando lo biográfico.

Los claros avances tecnocientíficos que nos facilitan la vida han inducido a creer sólo en la Ciencia y, lo que es peor, a creer que todo lo que se proclama como Ciencia lo es. El gran problema que tenemos hoy en día con los científicos es que han descuidado la filosofía que sostiene a la Ciencia, tanto en su construcción como en su interpretación. Eso supone la transición, en amplios sectores, de la Ciencia al cientificismo, que es algo muy distinto y que deviene incluso autoritario, como un amo incorpóreo. En tal contexto, es explicable algo tan difícil de entender como que, en Argentina, reino del psicoanálisis, éste esté en peligro por la visión cientificista de algún asesor de Macri, sin descartar que el propio Macri haya tenido una mala experiencia con el Psicoanálisis, como parece haberle sucedido al auto-declarado cientificista Mario Bunge.  

El Psicoanálisis sigue y seguirá vigente, a pesar de Macri, como ocurrió a pesar de otras derivas autoritarias, pero tal permanencia dependerá, como siempre, de la decisión de quienes defendemos la libertad y la dignidad humanas.

martes, 14 de noviembre de 2017

La popularidad distópica.


Hubo un tiempo en que los vendedores de lo que fuera asumían el lema “el cliente siempre tiene razón”. Algo lejano pero que retorna del peor modo, por dos motivos. Uno deriva de asumir que todo es vendible, desde pares de zapatos hasta la salud y casi uno mismo. Otro descansa en la facilidad de hacer registro contable indeleble de la opinión del cliente universal.

Asistimos a una provisión de servicios que, en tanto no sea posible realizar con máquinas, se efectúa a través de individuos indiferenciados en aspecto, vestimenta y modales, sea en tiendas de ropa, de teléfonos o talleres de mantenimiento de coches. Pero también en los hospitales es frecuente que el protocolo de actuaciones haga intercambiables a los médicos que las prestan.

En una sociedad mercantil impera el criterio de la calidad, pero no ya entendida como un buen hacer, sino como algo reconocible como tal por agentes externos ajenos a lo que juzgan. Los servicios ofertados llevarán un marchamo ISO y se tendrá en cuenta la satisfacción del cliente.

La industrialización progresiva hace que las personas que trabajan en un sector determinado sean fácilmente intercambiables, pues basta con que sigan un protocolo establecido. Ya se pretenden lejanos los tiempos en que se precisaba un mecánico de coches experimentado o un médico con buen “ojo clínico”. Basta con los protocolos, los diagnósticos electrónicos y sustituciones de piezas y la intermediación con el cliente (término que se ha universalizado para englobar incluso a pacientes). De ese modo, dicho cliente, aunque se relacione con personas, lo hace más bien con una empresa en la que tales personas son individuos intercambiables y que será la que requiera de él una encuesta de satisfacción, criterio supremo de la calidad del producto que se compra (sea un teléfono o un trabajo). 

Todo es ya susceptible de comparación por un sistema de votos deificado. Incluso alguien puede “venderse”, como dicen los modernos, en las redes sociales, haciendo que sus selfies u otras ocurrencias colgadas en YouTube alcancen altas cotas de popularidad, lo que los puede convertir en “influencers”.

No es malo poder echar un vistazo a internet y tener en cuenta opiniones de otros a la hora de elegir un hotel o un restaurante. Pero hay algo de perverso en este criterio de pretendida calidad. Es habitual que, tras la reparación de un coche o después de resolver una duda sobre un teléfono, se nos pregunte si estamos poco, mucho o sumamente satisfechos con el servicio. Si nuestra puntuación no es la máxima, y no somos los únicos en mostrarla, las potenciales consecuencias perjudiciales no serán para un proceso a revisar sino para personas concretas que podrán perder su trabajo. Así las cosas, uno pasa de ser sujeto trabajador a individuo obediente de pautas y susceptible de ser examinado por sus sonrisas aun cuando no sea responsable de un trabajo que no sólo depende de él. Las estrellas han pasado de Michelin a todos los sectores del mercado. Y no caben justificaciones tras una caída en el estrellato correspondiente.

Lo humano es considerado como un gran mercado que incluye valores posicionales incluso a la hora de encontrar pareja (las habituales que se dan entre futbolistas y modelos son ejemplares). En ese mercado la singularidad cede ante lo individual que, a su vez, pasa a reificarse. De ese modo, la autenticidad de cada cual tiende a descender progresivamente en aras de una pretendida adaptación social.

Uno de los episodios de la serie “Black Mirror”, “Caída en picado”, mostraba cómo la imagen pública era evaluada constantemente por los demás mediante puntuaciones otorgadas desde sus teléfonos móviles. No estamos lejos de esa distopía.



viernes, 10 de noviembre de 2017

PÁNICO.



Suele ocurrir gradualmente. O no. 

Pasan días de cierta sensación de absurdo, con pesadillas, ansiedades, sudores y taquicardias; al final, una caída angustiosa en el absurdo.


Lo aprendido en el pasado, lo que se ha sido en el pasado, todo lo conquistado en la configuración del propio ser, parece esfumarse. El cuerpo no parece propio, sino enemigo, renunciando a la homeostasis cotidiana. Nada sirve. Todo lo que nos rodea es inútil excepto para recordar la inutilidad del propio estado, su brutal e incontrolable absurdo.


De repente, ha surgido. Aparece el demonio. Un demonio que se recuerda, que se recordará siempre, haciéndolo temible. Tiene un nombre: ataque de pánico. Su poder es extraordinario. Nos trae el infierno mismo. Nuestro Dios amoroso nos abandona en sus garras. Sería igual ser ateo porque nuestra racionalidad se desmorona. La imagen de la locura se hace perceptible. La necesidad de apoyo se asemeja a una regresión infantil, fetal; se necesitaría un amnios en el que refugiarse, porque el frío penetra hasta la médula ósea. Se encarna lo absurdo.


Ni siquiera se percibe la inminencia de muerte, tal vez porque en la muerte misma parezca que nos instalamos. Sólo hay necesidad de escapar. Pero no hay escape del demonio interior. No hay distracción que valga ante lo que nos precipita a un extraño Hades en vida.


El exorcismo es ineficaz, pues el auxilio de otros será un paliativo breve. El recurso a medicamentos puede ayudar. Ansiolíticos, antidepresivos… Habrá quien recomiende terapias de afrontamiento, de relajación… ¿Una relajación en medio de esa agitación demoníaca? 


Amanece un sol negro. La negra noche puede calmar. Como para un vampiro, la luz se hace molesta porque no hay claridad admisible en esa negritud. El contraste de la luz exterior con la oscuridad anímica es insoportable.


En una situación de pánico colectivo se intuye una acción, aunque pueda resultar letal; se sabe que hay que escapar de algo exterior a nosotros, sea un incendio, un atentado, un tsunami. Que se logre o no, es otra cosa. Cuando el pánico carece de fundamento aparente, cuando es demoníaco, no hay escape, pero el cuerpo moviliza todo su potencial para hacerlo posible por inútil que sea, con descargas hormonales, con una movilización bioquímica sólo perjudicial. 


No es depresión. Es angustia en estado puro, aunque los excesos químicos que induce produzcan una inundación de tristeza, desánimo, impotencia. Es ese afecto que, dicen los psicoanalistas, no engaña. Una extraña y siniestra Alteridad es mostrada. Sólo desde esa perspectiva, dura, brutal, quizá sea concebible tener esperanza en salir del pozo y en acogernos nuevamente a la luz que alimenta a los árboles.


jueves, 9 de noviembre de 2017

Cáncer. Drama personal y épica científica.


Un diagnóstico de cáncer no es fácil de asumir. Hay quien se derrumba, hay quien pasa por esas fases que Kübler Ross  describió a raíz de su trato con moribundos… No lo es por el paciente ni por sus familiares, especialmente cuando los afectados por la enfermedad son niños.

Hay incluso quien lo llega a vivir de modo aparentemente extraño a los demás, gozando de la vida que le resta más plenamente que de la vida anterior, porque ante una situación así, de perspectiva de muerte, los valores cotidianos se transforman a veces en los ontológicos, como diría Irvin D. Yalom  siguiendo a Heidegger. Esta posibilidad se plasma a veces en libros que narran experiencias personales, como "Momentos perfectos"
de Eugene O’Kelly. 

También hay algunas excelentes películas que muestran la dignidad y el sentido gozoso de vivir la vida que reste del mejor modo posible. Una es “Truman”. Otra,“The Bucket List” (en versión española, “Ahora o nunca”). 

Pero, se mire como se mire, cada uno es como es y, a quien se hunde, de poco le valdrá saber que otro se toma con aplomo un diagnóstico así. La vida definitivamente cambia (o no en la práctica) y eso, sea como sea, es dramático.

A la vez, vivimos tiempos de un avance tecno-científico impresionante. Ya lo fue, en su día, conseguir poner un hombre en la luna y traerlo de vuelta. Y eso indujo mediante fuertes presiones a la administración Nixon a lanzar una guerra contra el cáncer firmando el “National Cancer Act” en 1971. Si el proyecto Apolo había sido exitoso en poco tiempo, también era de esperar que el cáncer fuera derrotado. Pero la dificultad que suponen las restricciones físicas a la hora de ir a la luna es muy inferior a la que implica la complejidad de lo viviente. En el primer caso, hay pocas variables, en el segundo cada vez se ven más numerosas e intrincadas de forma no lineal. Y sigue siendo así. Por complicado que fuera, la detección de los quarks o del bosón de Higgs fue posible desde el proyecto. Pero no cabe hablar de un proyecto contra el cáncer. No, al menos, de un proyecto único; tampoco del cáncer como una entidad nosológica única.

Parece que estamos estancados, que sólo cabe insistir en una prevención primaria (no fumar, no beber, hacer ejercicio…) y en detectar “a tiempo” lo peor, mediante una proliferación de cribados de eficacia cuestionable. Los tratamientos siguen siendo agresivos, largos, cada vez más caros, muchas veces inútiles… Es fácil caer en la decepción.

Las promesas televisivas que surgen tras el hallazgo de un gen o de un nuevo tratamiento suelen ser eso, meras promesas y no hechos. Precisamente la proliferación de tantas novedades facilita la frustración ante la realidad del aquí y ahora.

Pero cierto optimismo es concebible no desde la imaginación del futuro sino desde la visión del pasado. Sólo desde su Historia es factible entender el marco filosófico en que la Medicina se desenvuelve o puede desenvolverse, algo descuidado pero que impregna todo acto clínico y toda tarea de investigación. 
 
En 2010, un médico estadounidense de origen indio, Siddhartha Mukherjee, publicó un libro de gran interés, “El emperador de todos los males. Una biografía del cáncer”. Ese interés, que le hizo merecedor del premio Pulitzer de 2011, es doble; reside en lo que narra y, sobre todo, en cómo lo hace, con una reflexión filosófica sobre la propia naturaleza de la vida, íntimamente asociada a la de la muerte, no pudiendo concebirse una sin la otra. 

El libro nos muestra el valor de lo empírico y de lo científico, una mezcla que, a fin de cuentas, es la que sigue haciendo que la Medicina sea un arte y que lo sea influenciada por la concepción filosófica de quienes la practican y de quienes la desarrollan mediante la investigación. 

Se nos describe lo que ha supuesto padecer cáncer a lo largo de la Historia y cómo la Medicina ha ido avanzando en los últimos siglos en una extraña mezcla de empirismo y ciencia, con una concepción de la enfermedad que ha ido también modificándose, conservando a la vez viejas influencias. Lo local y lo sistémico, lo fluídico y lo discreto celular, la base irracional de algunos enfoques terapéuticos exitosos, la impotencia de la investigación incipiente y su recientísima simbiosis con la clínica. No falta el contraste entre médicos abnegados y los que cometieron fraudes descarados. Podría decirse que todo lo humano con sus valores y defectos aflora en esta historia.

Si el avance terapéutico es perceptible desde hace unos doscientos años,
ha sido claro desde mediados del siglo XX. Esa claridad se hace obvia cuando tomamos perspectiva temporal realista, que nos permite ver no sólo avance sino avance acelerado. Cegados con los avances técnicos en microelectrónica, no percibimos la rapidez real pero más lenta habida en los avances oncológicos. Se sabe mucho del cáncer y se va incrementando el potencial terapéutico desde una causalidad molecular ignorada hace unas cuantas décadas y cuyo conocimiento se incrementa de día en día con proyectos como “The Cancer Genome Atlas”. Se diagnostica mejor y se trata mejor. Hay curaciones. No es lo que era, aunque haya formas tan letales como en la época en que se construyeron las pirámides.

El libro concluye con una mezcla de realismo y optimismo. Es una gran obra, que debiera ser leída especialmente por los jóvenes médicos, porque nos sitúa, nos indica el valor humano de la Medicina y su necesidad de la Ciencia, que cede sin embargo ante la importancia de lo singular. En el texto se muestra cómo, a veces, no es factible el ensayo clínico bien estructurado, con sus controles y enfermos asignados al azar, por una razón bien simple: la gente se muere antes de que el ensayo concluya y no está para consideraciones estadísticas. A veces, lo individual revela la gran posibilidad. Otras, será el poder de la estadística el que muestre lo interesante. Ese balance entre método científico (desde el laboratorio hasta el ensayo doble ciego) y relación clínica siempre es, debe ser, muy delicado. Si, en general, cada paciente es distinto, esa singularidad es mucho más clara en el caso del cáncer, tanto por la diversidad de sus formas como por el modo de afrontarlas. Estamos ante un libro que recuerda vagamente a otro muy hermoso, "Cazadores de microbios", de Paul de Kruif

El tiempo de la Ciencia es una cortísima fracción del tiempo de la Cultura. La Medicina fue mágica, empírica y sólo recientemente también es científica. 
 
Tal vez el mayor valor del libro de Mukherjee sea mostrarnos la rapidez con la que, a pesar de lo aparente, se dan grandes avances en Medicina; a veces paso a paso, a veces de modo revolucionario gracias a felices contingencias. Desde 2010, fecha de la publicación del texto, hasta ahora, ese progreso sigue dándose centrado cada vez más en terapias científicas que en las simplemente empíricas. En 2011, la FDA aprobaba un anticuerpo monoclonal (ipilimumab) para el tratamiento de un tipo de cáncer, el melanoma. La inmunoterapia está abriendo perspectivas con enfoques múltiples. También el estudio de las bacterias que conviven con nosotros (microbioma). Y no son pocos los avances tecnológicos de diagnóstico y tratamiento físicos.

Es esa tarea de tantos, actuando en la relación clínica y en los laboratorios de investigación, la que hace de la Medicina una narración épica y de éste un momento de esa noble historia.

martes, 31 de octubre de 2017

El terrible goce de la pureza.


“Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: nadie, Señor”. (Jn 8,11).
“No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Lc 5,32)

Quizá el ideal más atroz, el más pernicioso, sea el de la pureza. 


Lo puro se muestra como límite, como lo más precioso. Lo puro atrae. Se habla de oro puro, de agua pura, pero también de filosofía pura, de matemática pura, como si hasta el intercambio de conocimientos con otros campos perturbara lo esencial de eso que se llama puro.


Lo puro es lo inocente, lo infantil. Que Freud hablara de una sexualidad perversa y polimorfa no es óbice para ver al niño como encarnación misma de la pureza. Si un niño muere, sus padres creyentes grabarán en su tumba que ascendió al cielo. Así, directamente, porque la pureza infantil es la angelical, la prístina. 


Lo puro es lo virginal, lo que no ha sido mancillado, lo que puede evolucionar a una pureza distinta, la que supone la relación de entrega única, para siempre, a otra persona, también pura. Pureza y castidad pasan a identificarse en seres que se pretenden casi asexuados. Es cierto que esa concepción parece desterrada, pero sólo lo parece porque las familias siguen existiendo y, con ellas, los amores y los grandes odios.


La pureza supone la rectitud, la coherencia, el cumplimiento del deber, la honorabilidad. En el ámbito religioso, el ideal de pureza ha neurotizado, enloquecido incluso, a muchos que lo vieron inalcanzable a pesar de penitencias y oraciones. Podría decirse que, en su ideal de pureza, los cristianos más religiosos se han hecho por ello anticristianos; el aspirante a puro no puede soportar las palabras de Jesús, buscador de almas perdidas. 


En nuestro tiempo, la pureza no afecta sólo al alma. Es también corporal, higiénica. Uno se purifica de toxinas, se libera de grasas aterogénicas, se protege contra virus, atiende a la pureza física que muestran hermosos cuerpos jóvenes, referentes con los que compararse. Desde esa perspectiva, el médico pasa a ser el exorcista moderno.
Lo puro es no beber, no fumar, chequearse, protegerse de una enfermedad a la que se le confiere ser, ontologizándola cada vez más. Y la impureza, que apunta a lo que uno es, puede hacerse sinónimo de lo que uno tiene, de enfermedad, en forma de alcoholismo, ludopatía, adicción al sexo…


La pureza parece intuitivamente exigible, especialmente a los demás. Y con ese ideal es contrastada la acción política. Robespierre, el incorruptible, se hizo ejemplar, aunque fuera por poco tiempo. El nazismo mostró la impureza asociada a ser judío o gitano, un mal terrible que justificaba la muerte industrializada en beneficio de la raza. Pero incluso los nacionalismos más humanistas tocan ese diabólico ideal: los nuestros, nosotros, somos distintos, hablamos nuestro idioma, creemos lo mismo, pisamos nuestro suelo, nos entendemos, no tenemos los vicios de los otros. Los grupos emergentes en política lo son desde la virginidad, desde la pretendida pureza que se desea transformadora de un orden corrupto. 


La pureza también es profesional y puede decirse de alguien que ha deshonrado su uniforme o traicionado su juramento hipocrático.


La idea de la pureza se hace afán purificador. Y, si los metales se hacen puros, libres de ganga, de otros elementos, mediante elevadas temperaturas, el fuego se ha hecho también purificador social. La Inquisición lo usó como medio para liberar al pueblo santo, puro, de brujas, herejes y endemoniados. Fuego santo como prevención del fuego infernal, el último y eterno fuego purificador ante un Dios veterotestamentario, viejo, monolátrico, que no admitiría el menor atisbo de impureza en su creación.


Hoy el fuego es otro, es el de la segregación social más o menos clara del impuro por los que no han caído en su bajeza. 


La falta, la caída que supone ser humano, lo que en tiempos se llamó pecado, esa falta en la que todos sin excepción acabamos incurriendo, sólo Dios puede perdonarla (sólo un dios puede salvarnos, decía Heidegger), porque los demás no lo harán. Y así, con demasiada frecuencia, los pecados del padre no serán jamás perdonados por sus hijos porque, aunque ellos mismos no sean puros, pues humanos son, su óptica sí lo será hacia los demás y, especialmente, hacia los más próximos; desde esa mirada justificarán un rencor, un odio, eternos.


Y, si en alguien es especialmente imperdonable la impureza, es en el envidiado. Si un gran escritor, por ejemplo, es sorprendido en cualquier tipo de falta moral, esa falta será tanto mayor cuanto más alto haya sido su mérito literario. Es la pobre y ansiada recompensa de los mediocres e infames que, por serlo, llegan precisamente a creer que ellos sí son puros.


Es por todo eso que sólo desde el reconocimiento de la propia falta, de todo lo que en nosotros es defectuoso, maligno, aborrecible, podremos cambiar un poco a mejor, sólo un poco, llegando a perdonarnos antes de pretender perdonar a otros, llegando a ser literalmente compasivos.

sábado, 21 de octubre de 2017

Vida y gratitud. La creatividad amorosa.






 “Sólo puede ser conocido con el corazón, que se halla más allá de la sabiduría y la mente”. (Katha Upanishad, II,6:9).
“Porque quien quiera salvar su vida, la perderá”. (Mc.8,34).



Prácticamente cada día del año está siendo dedicado a una enfermedad. No faltan lacitos de colores, carreras, historias de supervivencia y ecos de avances científicos que podrían (siempre en condicional) eliminar una enfermedad ontologizada. Los supervivientes sostienen la promesa cientificista salvífica.

No es malo oír historias de supervivencia. Pero quizá fuera mejor escuchar relatos de vida porque, aunque no se esté muerto, no es lo mismo vivir que sobrevivir.

¿Cuánto tiempo vivimos o viviremos? Es una pregunta que, en realidad, carece de sentido porque suele asociarse a algo muy distinto: ¿Cuánto tiempo duramos o duraremos? Y es que no es lo mismo vivir que sobrevivir, que durar. 

Vivir de modo auténtico se asocia necesariamente a eternidad y gratitud. Si vivimos realmente, lo hacemos en el instante eterno. Si vivimos realmente, vivimos para siempre.

Vivir se asocia a gratitud, pero ¿a qué o a quién? Podemos agradecer estar vivos, pero eso es muy distinto a dar las gracias por vivir. Así, agradecemos a nuestros padres, hermanos, médicos, maestros, amigos, pareja, hijos, muchos o pocos que nos han ayudado a llevar la vida del mejor modo, a compartir nuestros problemas, etc. 

Pero vivir va más allá de existir. Y supone un sentimiento de gratitud sin alteridad a diferencia del que evoca la mera existencia como vivientes. Es un sentimiento claramente poético, místico, pues nos pone en comunión con toda la variedad de la vida, incrustada en el universo que la hizo posible. Nos recuerda nuestra raíz animal que precede al lenguaje, que lo sustenta mediante ese maravilloso proceso evolutivo que lo hizo posible. Nos indica la gran oportunidad del goce eterno aquí y ahora, a sabiendas de que tal goce no inmuniza de la muerte ni protege ante los terribles demonios de la depresión, de la angustia, del sinsentido, del hundimiento absoluto en el absurdo. 

Tal vez por eso, siendo seres hablantes, la gratitud sea el sentimiento más originario e inefable, incluso podría decirse que animal, y quizá también lo bueno en nosotros que nos es inconsciente, eso que un psicoanálisis puede ayudar a revelar.

Agradecimiento sin lenguaje, aunque hablemos. ¿A quién? ¿A qué? Podemos darle las gracias a Dios si somos creyentes, a las estrellas que formaron los átomos que nos constituyen, al Universo, a Todo, a Nada. En realidad, es una gratitud no dirigida. Antes de suicidarse, Violeta Parra había compuesto una hermosa canción, “Gracias a la vida”. Le daba gracias a la vida por la vida misma, resaltando lo que supone eso, mirar, oír, amar, reír, llorar... Tal vez fuera una canción plenamente acertada, por tautológica, porque no cabe expresión finalista, por no requerir la alteridad, aunque desde la creencia pueda ésta ser invocada, por no requerir siquiera la permanencia futura de quien la canta y en ese sentido, quién sabe, tal vez fuera también profética de su muerte.

Esa perspectiva gozosa supone el sentimiento poético de lo eterno, porque, si vivimos, vivimos ya para siempre; no en sentido cronológico, sino sumergidos en el río de la vida, que requiere de la franciscana hermana muerte, de tal modo que una eudaimonía no es ya concebible como un progreso de acumulación de saberes y posesiones sino más bien como una tarea de desapego y de un vaciamiento que mira al origen, a lo esencial, haciéndonos partícipes de la evolución cósmica, acercándonos al misterio del Ser.

Y ese agradecimiento esencial nos impulsa a lo mejor, a lo amoroso, a lo creativo. Lo intuimos en grandes ejemplos, aunque no los hayamos conocido, como Renoir, con sus viejas manos vendadas a pinceles para pintar la alegría. Y lo intuimos en desconocidos que lo expresan de forma cotidiana con la palabra transformadora, con el silencio contemplativo, con la acción de ayuda inmediata y constante.

La gratitud que nos recorre el cuerpo vivo con necesidad de expresión puede mostrarse como participación en el ser de un mundo que se despliega en su incomprensible belleza y tiene la imposible posibilidad de enriquecerlo con la humilde y pequeña participación en forma de creatividad amorosa, de vida poetizada.

viernes, 13 de octubre de 2017

La ausencia de voces.



Ya sólo los meteorólogos hablan del tiempo. Antes lo hacía todo el mundo; en el ascensor, en un mercado, al comprar el periódico. Era el tema más socorrido por común, por fácil. Qué buen día, pero dicen que lloverá mañana... Brevísimos encuentros pero suficientes para hablar de algo, aunque fuera irrelevante. 

Cuando el tiempo de compañía con desconocidos se hacía mayor, en un viaje en tren por ejemplo, surgían otros temas de conversación y algunas veces esa comunicación derivaba en el establecimiento de amistades, incluso en formación de parejas. 
 
Ahora, viajar en tren o en un bus urbano es hacerlo solo, aunque el vagón esté lleno de gente. Cada soledad puede pretenderse paradójicamente comunicativa. El “móvil” y las “tablets” son el elemento más usado; sirven para trabajar telemáticamente, para comunicar banalidades en redes sociales o para evadirse viendo películas u oyendo música. El resultado es que en un medio de transporte público rige el silencio.

Es llamativo que un teléfono acabe concentrando todos los poderes de un ordenador a la vez que se desposee de lo que le da nombre: ya no se habla con él; de hecho, en los trenes se recomienda que, en el raro caso de tener lugar una conversación real telefónica, se realice entre vagones, para no perturbar a los demás viajeros.

Pero el efecto va más allá. Tanto silencio se hace universal y se rompe sólo en conversaciones con amigos claramente definidos como tales. Las grandes superficies comerciales son atractivas en parte porque evitan la necesidad de hablar; hay de todo y basta con elegir lo que se quiera, que se pagará rápidamente al pasar por caja, respondiendo automáticamente al “buenos días”; nada más.

Incluso en un lugar de trabajo, el compañerismo que sustenta la conversación en tiempos muertos va en declive, desaparece. En los grandes hospitales, los médicos no se hablan entre sí; se mandan correos electrónicos, atienden sus móviles en los comedores de guardias, en las cafeterías. Lugares de encuentro como salas de descanso o bibliotecas sencillamente desaparecen. Ya nadie conoce a nadie.

En las casas, ese silencio lleva ya tiempo instaurado y es cada vez más corriente que nadie conozca a sus vecinos.

El resultado de tanto silencio, en la era de la información, con tanta supuesta comunicación en “tiempo real”, es la soledad. De vez en cuando, algún periódico resalta que alguien notifica su muerte en soledad por el molesto hedor de su cadáver al cabo de días. 

Cada vez más gente vive sola, sin tener ocasión siquiera de decir, mucho menos de oír, cualquier banalidad sobre la vida cotidiana. Esa ausencia de contacto humano cotidiano se suple con contactos artificiosos reglados, y así habrá quien se apunte a cursos de lo que sea o a un gimnasio con tal de estar con otros, de coexistir al menos una hora al día y no sólo de existir. Hasta las visitas al médico se reducen “gracias” a la conversión de la propia vivienda en un consultorio, con glucómetros, tensímetros, básculas... y “apps”, esas maravillosas aplicaciones que “cuidarán” de nuestra salud. Y cuando se produce esa visita clínica, habrá siempre en la consulta un elemento disuasorio, el ordenador, barrera entre médico y paciente, que registrará sólo lo que de nosotros valga, sólo datos digitalizables y que servirán para lo que tantos ven maravilla de maravillas, el enfoque “Big Data”.

No sorprende que calen con cierta fuerza iniciativas de resultado incierto como el “cohousing” ante el temor que supone la perspectiva de envejecer en soledad. Pero, si para viejos tanto silencio no es bueno, parece aún más pernicioso para niños, como los que vemos aturdidos ante tablets con las que entretenerlos para que ellos también se callen. 
 
A veces hay la tentación de creer en la existencia de un amo incorpóreo que nos mandara callar y suplir las voces con datos en teclados. Sólo ruidos masivos y gregarios, como los del botellón o de campos de fútbol rompen tanto silencio. Un silencio que ni tal es porque casi nadie se escucha siquiera a sí mismo. Un silencio de parloteo en la nube electrónica. 
 
En la película “Gravity”, la protagonista mostraba la necesidad de oír a alguien aunque no entendiera lo que dijera por hacerlo en chino. La necesidad de la voz del otro es vital si tenemos en cuenta que somos seres hablantes. Sin esas voces reales, no es descartable que uno las acabe oyendo de un modo psicótico, como alucinaciones auditivas. El tiempo dirá.

miércoles, 4 de octubre de 2017

MEDICINA. El premio Nobel de 2017 y los ritmos de la vida


El premio Nobel de Medicina de este año ha sido concedido a tres investigadores, Michael Rosbash, Jeffrey Hall y Michael Young por su trabajo sobre los ritmos circadianos

Hace ya muchos años que ha habido trabajos relevantes relacionados con lo que se ha venido en llamar “cronobiología”, es decir, sobre el hecho de que muchos fenómenos fisiológicos, bioquímicos, que ocurren en diferentes seres vivos, incluidos nosotros, varían cíclicamente con un período próximo a las 24 horas (con cierta tendencia a que sea de 25 horas más bien). 
 
Hay así un ritmo interno que acompaña al ritmo planetario. 

En general, hasta hace relativamente poco tiempo, los trabajos de investigación en este ámbito fueron esencialmente fenomenológicos: tratar de ver qué variables fluctúan y cuáles son los sincronizadores (“Zeitgeber”) relevantes en cada organismo. Una de las herramientas usadas en esos estudios descriptivos fue el llamado “cosinor” , un modo de representación gráfica de procesos biológicos rítmicos. 

La cronobiología tiene ya una edad. Hoy mismo he rescatado del olvido en mi casa un libro viejo, que adquirí hace tiempo, en 1974. Se trata de una obra editada en 1965 por Elsevier, cuyo título es “Biological Rhythm Research”. Su autor, Sollberger, se lo dedicó a dos pioneros, Erik Forsgren y Jakob Möllerström, desconocidos en la práctica. ¿Qué habrá sido de todos ellos? Un gran referente, Franz Halberg, que acuñó el término “circadiano”, murió en 2013.

Pero el enfoque fenomenológico no basta. Hay que ir más allá, desentrañando los mecanismos de ese reloj interno y, para ello, se recurrió, como suele hacerse siempre, a modelos experimentales más sencillos que nuestros cuerpos para tratar de alcanzar una explicación que acabe en los genes. Así lo hizo un gran investigador, Seymour Benzer figura esencial en la Genética Molecular, con su trabajo sobre la genética de estructura fina, y que utilizó moscas de la fruta (Drosophila melanogaster) para tratar de comprender mejor los mecanismos subyacentes a estos ritmos, llegando a descubrir, con Konopka, un gen relacionado con ellos. También usó sus moscas para estudios de neurociencia. Uno acaba encariñándose con los organismos que estudia; en algún artículo perdido vi que quien quisiera trabajar en su laboratorio tenía que pasar por una ceremonia iniciática de ingesta de esas moscas. 
 
En esa búsqueda de los genes involucrados en los ritmos circadianos, cobraron una gran relevancia los hallazgos de los tres galardonados con el Nobel, un premio que a veces se otorga a lo que, siendo importante, ha dejado de ser llamativo, si alguna vez lo fue. 

Muchos científicos han sido y son tentados por el impacto, tanto en publicaciones especializadas como en el ámbito social. Se descubre un gen involucrado en el cáncer, se descubre la importancia de un marcador de Alzheimer, surge un robot quirúrgico, etc., etc. Y resulta estupendo publicar en Nature y salir en la televisión. Siempre hay esa mirada pragmática y vanidosa de la Ciencia como una herramienta de aplicación para resolver un problema, y, a la vez, una carrera hacia el reconocimiento personal. 

Pero el afán real de la Ciencia es el conocimiento en sí. Nada más y nada menos y, a veces, lo que parecía olvidado es felizmente rescatado y valorado.

Aunque se conocía la importancia de la cronobiología desde hace tiempo, se la llegó a asociar con publicaciones pseudocientíficas sobre biorritmos. El caso es que hay situaciones clínicas en las que se sabe de la importancia de la hora para medir un parámetro clínico o analítico o para ingerir un fármaco. Poco más. La cronobiología parecía cosa de unos cuantos chiflados. Ahora se reconoce su valor otorgando un premio Nobel a tres investigadores relevantes de ese campo. Curiosamente ahora, cuando hay tantos avances en el microbioma, en el epigenoma, en tantos “omas”, los del Instituto Karolinska deciden rescatar el valor de una variable física esencial, el tiempo, de un contexto, el bioquímico, en el que suele brillar por su ausencia. Y es que tenemos una visión demasiado estática de la Biología Molecular. Analizamos moléculas, secuenciamos genes, pero no atendemos a sus tiempos, a sus cinéticas. El avance en el conocimiento biológico sufre de esa visión empobrecida de la ausencia del tiempo, siendo así que la vida es dinámica.

Y, sin embargo, tantos tiempos particulares se integran en una gran armonía con el tiempo cósmico, que, a escala de la vida que conocemos, es el planetario, es el del sol, el de la luna, moviéndose a nuestro alrededor (nuestras células no tienen una visión heliocéntrica). Esa armonía es organizada por sincronizadores internos, que llegan a poder prescindir de señales externas aunque se hayan ajustado a ellas, a los ciclos diarios, semanales, mensuales, Esos “Zeitgeber” integran todos los flujos temporales de nuestras moléculas, de nuestras células, de nuestros órganos, para que nuestro cuerpo lo sea aquí y ahora, fluyendo en el tiempo cíclico del mundo. Es un ahora el que impulsará en especies de aves y peces movimientos migratorios. Un ahora también el que nos hará a nosotros sentir hambre o sueño, un ahora sin el que no sabríamos vivir. Y un ahora que retorna, cíclicamente. Día y noche, meses lunares, estaciones, años, enmarcan la vida periódica de nuestro organismo. 
 
Desde lo más básico, desde los estados estacionarios fuera de equilibrio que estudia la Termodinámica de procesos irreversibles, hasta las terribles alteraciones temporales maniaco-depresivas, pasando por los ciclos menstruales y los ritmos circadianos. Una repetición mantenida cíclicamente en un tiempo lineal. 
 
La narración mítica ha sabido armonizar esos dos modos de vivir el tiempo, el de la repetición cíclica y el del progreso lineal en él.

Como es habitual, alguien se preguntará (siempre sucede) ¿Para qué sirven los hallazgos reconocidos con el premio Nobel de este año? y muchos se esforzarán con mayor o menor acierto en responder. Pero es una pregunta extraña a la ciencia, insensata, porque la ciencia, aunque las otorgue, no persigue utilidades sino miradas. Y la mirada cronobiológica nos recuerda que nuestras células bailan la danza de las abejas, de las flores, del sol y de la luna.

Estamos incrustados en la maravilla del Ser, en la danza de Shiva.

Post dedicado a mi amigo, el Dr. Leopoldo García Alonso, quien concibió la Cronobiología como campo apasionante de investigación.

martes, 26 de septiembre de 2017

Psicoanálisis. Reseña imposible de un libro necesario.



Del psicoanálisis puede decirse con cierta facilidad sólo lo que no es. No es una “técnica”, aunque suponga un modo de encuentro clínico. No es una “teoría”, aunque no cese de construirla, no se instala en el “furor sanandi”, aunque asiste a quien precisa una cura. 


No es… no es… ¿Qué es?


Si acudimos al diccionario de la Real Academia Española vemos sólo una pobre acepción: “Doctrina y método creados por Sigmund Freud, médico austriaco, para investigar y tratar los trastornos mentales mediante el análisis de los conflictos inconscientes”. Hubiera sido mejor no haber dicho nada. Hasta se distorsiona la Historia, pues si es cierto que Freud desarrolló su actividad en Austria, no lo es menos que fue judío en una época, la de su vejez, en la que eso no era nada bien visto en su país.


Pero esa dificultad de definición del psicoanálisis no resulta de que estemos ante algo esotérico, sino que es inherente a la complejidad que supone ser humano, al hecho de ser en el mundo, de ser con otros, de ser dicho, traspasado por el lenguaje.


En realidad, sólo los psicoanalistas, a su vez psicoanalizados, pueden hablar de lo que supone el psicoanálisis desde el punto de vista clínico y de su importancia cultural, pues fenómeno cultural es, con una historia que se inicia en Freud, el gran revolucionario que nos mostró nuestro extrañamiento radical, la importancia de lo que desconocemos de nosotros mismos por próximo, por insistente que sea en nuestra vida.


Muchos tomaron fuego de la antorcha freudiana, una antorcha que quema las manos, que es difícil sostener y, sobre todo, alimentar. De todos ellos, una persona es considerada ampliamente como especialmente relevante. Se trata de Jacques Lacan. Su enseñanza ha sido seguida y desarrollada, lo es también hoy en día, por numerosos psicoanalistas, que no se limitan al encuentro clínico sino que también hablan de él, entre sí, en un lenguaje que puede percibirse como difícil desde fuera, pero todo lenguaje acaba siendo difícil si es riguroso. Lo es el matemático, lo es el físico, lo es el de cada área del saber que se precie. Y el psicoanálisis tiene que ver con eso, con un saber, quizá el más importante, al que nada humano le es ajeno en absoluto.


No cabe la vulgarización, una divulgación imposible. Pero sí es factible un esfuerzo de transmisión y eso es lo que han hecho todos los psicoanalistas lacanianos que han contribuido a una excelente compilación realizada bajo la batuta de Gustavo Dessal y Miriam Chorne. Sin pérdida alguna de rigor, su esfuerzo ofrece un libro que es sencillamente interesante, algo que sólo de pocos se puede decir.


La compilación, ofrecida como un texto cuya lectura es difícil pero apasionante, marca un hito en la aproximación de todo un mundo, como es el psicoanálisis, al lector ilustrado, inquieto, buscador. Da respuesta a una curiosidad que no se permite la asfixia de la rapidez que pretende una síntesis banal. 


Su título incluye el nombre del maestro de tantos, Jacques Lacan. Y el subtítulo apunta a la pretensión esencial, desde esa gran referencia: “El psicoanálisis y su aporte a la cultura contemporánea”. De eso se trata; de mostrar la extraordinaria influencia que el psicoanálisis tiene y, sobre todo, puede tener, en la cultura actual y futura.


Resumir un libro así equivaldría a amputarlo. Reseñarlo parece tarea imposible. Darlo a conocer es un mínimo y necesario gesto de gratitud a quienes lo han construido.