Alguien lleno de
vida obtiene una alta calificación en selectividad. No sabe bien qué quiere
estudiar, qué desea “ser” en la vida. Pero la capacidad sugiere el destino. Ha
superado la “nota de corte”. ¿Por qué no matricularse en Medicina?
Ser médico parece
algo bueno. Supone un rol social respetable ya que la salud es lo que se considera más
valioso. A la vez, la Medicina actual es algo dinámico, que se
nutre cada día del avance tecno-científico, algo apasionante. Además, quién sabe, quizá esa
superación de la nota de corte indique en el fondo la existencia de una
vocación que aún no se había descubierto.
Una vez tomada la
decisión, o más bien una vez que se ha dejado que esa decisión sea tomada, los primeros cursos
académicos introducirán a los supuestamente mejores, dada su puntuación, en un
saber sobre el cuerpo como máquina química - estructural, con sus células como
átomos vitales, lo que incluirá la contemplación directa de cadáveres y el
estudio de imágenes proporcionadas por atlas y modernos recursos de internet. Se
observarán fragmentos tisulares y también microbios al microscopio, se reconocerá
el poder del cálculo matemático estadístico frente a la diversidad biológica,
fascinará la historia y perspectivas del estudio de los genes, de esa
información que parece determinante. Se ha entrado en la fase preclínica. Más
tarde se sabrá del porqué del deterioro que conduce a las enfermedades, sea su
causa conocida o no, se sabrá de su tratamiento médico o quirúrgico, de la prevención
que incide en factores de riesgo, de técnicas de comunicación, de bioética, e
incluso se tendrá como ornamento un saber sobre la propia Historia de la
Medicina.
Tras la obtención
del título correspondiente, habrá la preparación para el examen MIR, del que
saldrán también seleccionados los mejores en eso, en lo que supone ese examen.
Los selectos de los selectos serán los primeros en elegir las especialidades y
lugares de formación en ellas.
Después, con
tesón, suerte y cierta capacidad social, se podrá acabar trabajando como especialista
en la sanidad pública, integrarse en el cuadro médico de un hospital privado, o
incluso simultanear ambas tareas.
Y ya está. Ya se
ha empezado, ya se ven pacientes o algo de ellos (muestras de sangre, biopsias,
citologías, imágenes..) y se les diagnostica y trata como se debe, diferenciando
por edades. Habrá médicos de niños, de adultos parcelados por
órganos, aparatos y sistemas, incluso de viejos. Los habrá especializados en
acompañar en esas últimas fases de la vida, proporcionando cuidados paliativos, y los que traten de que no sean aun tan últimas, viendo a los pacientes como
críticos en las unidades con ese nombre.
Muchos
reconocerán que han acertado, que haberse hecho médicos era lo que realmente
querían, que valió la pena el esfuerzo. También habrá quien se considere mal pagado
por tanto esfuerzo e incluso existirán los que vean que no querían en realidad
lo que parecían querer al principio. Habrá médicos que lo dejen tras la muerte de alguien y se dediquen a
otra cosa, los habrá que se depriman, que acaben enfermos, que se hagan hipocondríacos,
incluso que tengan brotes psicóticos. Además de satisfacciones, habrá
competiciones en la aspiración a un reconocimiento profesional y social, no sólo durante la
licenciatura; también para alcanzar una buena puntuación MIR y después para
destacar en una carrera que lo parece literalmente y que no se acaba nunca.
En la situación
más realista, más actual, moderna y común, un médico se verá a sí mismo como un
profesional que sabe de Medicina y reconocerá en el paciente un objeto de
estudio a mejorar por una pauta preventiva o terapéutica. Se fijará en lo que
de ese cuerpo y alma dice un ordenador, intermediario real ya en cada consulta
como fase previa al oráculo definitivo que dictará un algoritmo basado en la
inteligencia artificial (en esa fantasía están ya inmersos muchos).
El médico
conservará su bata blanca y, en torno a su cuello, el fonendoscopio, ya no como
instrumento sino como símbolo. Y entrará, quiera o no, en un sentido o en el
contrario, en la dinámica inducida por las industrias farmacéutica y
diagnóstica, siendo esta última la que define claramente qué Medicina ha de
hacerse en los hospitales y fuera de ellos. Y se verá afectado por la política
sanitaria, con sus restricciones e influencias mediáticas. Contemplará grandes diferencias geográficas, socioeconómicas, ante las que poco o nada podrá hacer.
Y surgirán quizá preguntas,
siendo a veces traumática la propia respuesta de que uno se ha equivocado, que
jamás tuvo eso que antes se llamaba vocación, que ojalá llegue el momento de
jubilarse y dedicarse a viajar o a tocar el piano.
No parece que
baste con notas de corte, tampoco con saber mucho de todas las disciplinas
médicas, para ser un buen médico. Lo que ocurre con cualquier conocimiento es
diferente a lo que acontece a la hora de ejercerlo cuando se trata del saber médico,
un contraste que se da precisamente en lo que concierne a las ciencias. En
Física hay leyes, los experimentos químicos conducirán a idénticos resultados
si las condiciones iniciales y de contorno son las mismas, pero no hay leyes fisicalistas
en Medicina, en donde reinan la incertidumbre y la incompletitud como
anti-leyes que desasosiegan. Lo describió muy bien Siddhartha Mukherjee en un
breve libro, “The Laws of Medicine”. No hay generalización posible
ante la singularidad de cada paciente.
Es esa falta de
legalidad física, esa generalidad de lo excepcional, lo que condena al fracaso
la deriva cientificista de la práctica clínica, sea en forma de médicos
obedientes de algoritmos, sea en el modo más radical de autómatas guiados por
inteligencia artificial que diagnostiquen y traten.
Ante un paciente, un médico
está con una incertidumbre que los años de ejercicio no sólo no eliminarán,
sino que la harán más perceptible, algo con lo que contar siempre. Y para soportar
eso se requiere temple, humildad, mucho estudio y, sobre todo, vocación de
ayuda.
Si se tuviera en
cuenta que la Medicina está impregnada de incertidumbre, de incompletitud, de
sesgos y excepciones frente a las que plantar cara, tal vez procediera cambiar
el plan de estudios. A día de hoy, no se puede ser médico sin saber anatomía,
histología, patología médica, farmacología, etc., etc. Pero sí se puede ejercer
la Medicina sin haber leído una palabra de la Literatura escrita por médicos o
relacionada con ellos. Tolstoi, Mann, Chejov, Kübler Ross, Nuland, van
der Meersch, Bulgakov, Waltari, Zweig, Kafka, Berger, Yalom y muchos más, tan heterogéneos, aproximan de
modos muy distintos (no hay reglas tampoco ahí) a lo que significa ser médico.
La Literatura nos acerca a la Medicina real más que la Genómica y la
Informática. Y, con ella, la Historia de la Medicina, desde los templos de
Asclepio hasta ahora, pasando por lo que hasta muy recientemente ha sido la práctica médica, pura magia pero curativa a veces, tantas como puede inducirse esa movilización
interna que se simplifica llamándole efecto placebo. Creemos que hemos pasado
claramente al logos también en la clínica, pero el contexto mítico no ha
desaparecido en Medicina; sólo ha cambiado haciéndose cientificista y creyente
en promesas salvíficas.
Y no menos
importante parece saber a qué se enfrentará uno cuando sea médico, que no será a
un problema científico sino a un ser humano que vive, malvive o habita en un
lugar, con su esperanza de tiempo o incluso de vida; que no se estará ante algo sino ante alguien que es como es, único en la
historia del mundo, por más que su fémur sea indistinguible del de otro y
aunque sus moléculas hayan estado en otros cuerpos o en el suelo y el aire. Y
por eso será imprescindible el planteamiento filosófico, teniendo en cuenta a
Skrabanek, a Illich, a Laín, a Gadamer, a Heidegger, a los grandes clásicos… Y
al gran Freud, que, sin ser filósofo, lo parecía, y que reveló lo que, siendo
lo más propio, pero sin ser conocido, puede inducir a uno mismo a las grandes
elecciones como la que se da al optar por hacerse médico en vez de dedicarse a
otra actividad.
Mucho cambiaría si
la selección de futuros médicos no se hiciera en base a notas de corte sino por
ellos mismos en un curso basado en la autoselección, tras la contemplación sosegada
de cuadros como “The Doctor”, tras la lectura de narrativa relacionada con
médicos y enfermos, con la muerte y la historia del morir, tras la visión de lo
que ha hecho posible la evolución de la Medicina, sabiendo de los “cazadores de
microbios”, de los premios Nobel, de absolutos fracasados e incluso de médicos capaces de lo más terrible si un régimen político lo facilita.
Todo podría ser algo
distinto si en ese primer curso las prácticas no consistieran en disección de
cadáveres ni en observaciones histológicas o experimentos bioquímicos, sino en
visitas, sólo visitas, a enfermos reales, a niños leucémicos, a autistas, a
parapléjicos, a locos, a deprimidos, a jóvenes afectados por cánceres
incurables, a moribundos solitarios, a pacientes críticos, a viejos aislados, a los que están
siendo intervenidos en un quirófano, a enfermos por adicciones, por miseria, a
quienes piden con su mirada la curación imposible. Una práctica de visitas hospitalarias y
domiciliarias mostraría de qué va eso que llamamos Medicina, y que se complementaría también con la percepción de sus bondades manifestadas en la curación de enfermedades graves, en niños nacidos gracias a la asistencia médica en partos difíciles, en minusválidos que dejan de serlo...
Tal vez ese curso
imaginado y que considero deseable, fuera propiamente iniciático y sirviera para
ver si se será capaz o no de dedicarse a estudiar Medicina, a aprender sin
pausa y sin prisa su ciencia y su arte, pues arte seguirá siendo, y así, a saber
curar, aliviar o al menos acompañar, a ejercer esa relación transferencial que
proporcione serenidad incluso ante lo peor.
Todo curso precisa
maestros y también se necesitarían para ese imaginado período inicial; unos
maestros que serían difíciles de encontrar porque suelen ocultarse en su propio
trabajo vocacional, como médicos de a pie sin destacar como luminarias. Eso hace que el curso propuesto tenga mucho de utópico,
pero hay utopías que vale la pena considerar, cuando, aunque irrealizables,
orientan un buen cambio.
Un curso
iniciático así serviría para intuir al menos si uno será capaz de ser estudioso
constante y, en general, lo suficientemente compasivo para poder realizar de
forma cotidiana el acto de amor que la relación clínica real implica, algo que
la hace inmune a cualquier sustitución por un sistema algorítmico, por mucha
inteligencia artificial en la que se sustente y por bondadoso que se pretenda.
Es curioso que sea
en el otoño profesional cuando puede percibirse este deseo. Si lo expreso, es
porque, de haber ocurrido una iniciación como la aquí pretendida para otros, es probable
que quien esto escribe no hubiera sido nunca médico. O sí, pero de otra manera.