El pasado día 4 de
octubre tuve el honor de ser invitado a participar como ponente en el XIV
Congreso Internacional de Bioética. Hablé sobre la problemática que supone la
colisión de dos miradas en el ejercicio de la Medicina. Por un lado, la científica,
en la que se sostienen las bases de comprensión del organismo humano, con las
consiguientes aplicaciones diagnósticas, preventivas y terapéuticas y el uso y
abuso de la estadística en la Medicina Basada en la Evidencia. Por otro, la
singular, clínica, que supone el caso por caso, iluminada por la ciencia, pero
no solo científica.
Incidí en los
excesos cientificistas que, con aproximaciones como el Big Data, muestran un
afán oracular, predictivo, que ignora la singularidad del sujeto en una visión
frecuentista de la probabilidad. Una predicción que abre el retorno inquietante
a una gran tentación eugenésica.
Tuve el
privilegio de ser matizado en el debate posterior, algo que siempre es de agradecer,
por un compañero internista, que me subrayó de un modo exquisito la diferencia
entre esa obsesión predictiva en la que me centré y la conveniencia de tener en
cuenta siempre el pronóstico, algo que parece lo mismo pero que no lo es en
absoluto.
Cuando lo oí,
percibí la gran carencia en la que yo había incurrido, y lo asocié al gran
García Gual quien, en un prólogo a una selección de textos hipocráticos,
afirmaba lo siguiente: “El pronóstico y no el diagnóstico es lo característico
de ese saber médico, que ve al enfermo como paciente de un proceso”.
Es bien cierto
que, sin un diagnóstico adecuado, el pronóstico no puede establecerse con un
mínimo de rigor, aun cuando, incluso con diagnósticos plenamente acertados, los
pronósticos entendidos como esperanza de vida entren siempre dentro de la
incertidumbre que caracteriza la práctica clínica.
Pero hoy, como en
tiempos de Hipócrates, lo que cuenta en realidad es eso, el pronóstico. Nadie
va al médico (en general) por mera curiosidad diagnóstica, sino por saber qué
hacer con su vida en el futuro en función del criterio médico tras un malestar
o signo que le haga recurrir a la consulta. A veces, no se pregunta ni se dice
la verdad en su crudeza tras un diagnóstico infausto, pero, en cierto modo, da
igual; será algo sabido, intuido, aunque sea negado de una u otra manera,
consciente o inconscientemente. (“¿Qué es la verdad?” Jn.18,38).
Un pronóstico
puede modificarse mediante un tratamiento adecuado. Pero no se trata solo de
eso. No se trata de hacer o pensar solo en función de cantidad de tiempo
previsto de supervivencia o de riesgos asociados a una elección terapéutica. El
excelente matiz de mi compañero apuntaba a otra cosa, a algo que suele
olvidarse, a lo cualitativo, al acompañamiento siempre necesario del paciente
por su médico, especialmente cuando “no hay nada que hacer”, una compañía que
está siendo cada vez más insólita.
Y es que no
precisamos solo al médico oracular, sino al médico que puede cambiar, mejorar
ese oráculo, o ser, si ello no es factible, compañía paliativa, consoladora,
compasiva en el más noble sentido.
Se dice
habitualmente que, mientras hay vida, hay esperanza, cuando en realidad es al
revés. No se trata de ayudar a sobrevivir malamente, de decir que hay que
“luchar” contra ese “emperador de todos los males”, cuya “historia” tan bien
supo describir Mukherjee, como si uno no tuviera ya bastante. Mucho menos se
trata de decir que la Medicina ya no tiene nada que hacer (como si acompañar
fuera poco) ni bastará con hacer derivas protocolarias a especialistas en paliativos,
aunque sean necesarias. Se trata de ayudar a vivir, que no es lo mismo, por
poco que quede, pues el tiempo de vida no es mero tiempo de duración, por muy
importante que ésta sea. Y se tratará también de ayudar a morir, cuestión de
resolución tan complicada como urgente en nuestra sociedad.
La vida auténtica
no sabe de Krónos sino de Kayrós. Es por ello que la muerte, aunque la concibamos
como la gran castración, no clausura propiamente nada para quien termina esta
vida. Quizá no sea exagerado decir, con independencia de creencias, que la muerte no es
el final. Si así lo sintiéramos, parecería algo incoherente amar a lo que es solo recuerdo y resto
inorgánico, no diríamos de alguien querido que se ME ha muerto, sino solo que
se murió. Esa afirmación va mucho más allá de la huella mnésica; supone con
frecuencia un amor más fuerte que la muerte.
La muerte puede, a
pesar de su absurdo, tantas veces brutal, y no siempre, por supuesto, realzar la
vida por el mero hecho de limitarla. Creer en Dios, en un Gran Misterio
amoroso, no suprimirá esa limitación ni la angustia derivada de saberse
mortales. De hecho, es factible que esa angustia de ser para la muerte se
incremente de forma notable, quizá por realzar la maravilla de la vida y la responsabilidad
a ella asociada.
Un médico, por
bueno que sea desde el punto de vista técnico, científico, no será propiamente
médico si no palía; no lo será si no consuela, incluso cuando todo está
perdido, algo que además no es cierto. Nunca nada está perdido para el alma
humana, polvo estelar animado por el soplo divino, aunque a ese polvo retorne.