viernes, 24 de abril de 2015

No hay recuerdos ahí fuera. Estamos solos.

No recibimos mensajes del espacio exterior. En realidad, no recibimos recuerdos, ya que lo que pudiéramos detectar sería algo del pasado más o menos lejano, dependiendo del tiempo que la luz tardase en llegar desde el lugar de origen hasta nuestros sistemas de recepción.

Se ha argumentado que, dada la potencial cantidad de mundos habitables en el Universo, sería una extrañeza que la vida sólo se diera en un planeta; el mismo razonamiento sugiere que, si aquí ha sido posible la aparición de vida inteligente, es razonable que haya civilizaciones más o menos avanzadas en otros planetas de nuestra galaxia o de otras. El tiempo implícito en la separación entre el "homo sapiens" y sus vecinos primates más próximos es muy reducido en comparación con el tiempo total transcurrido desde la aparición de las primeras formas de vida hasta ahora; siendo así, no es descartable que la evolución tecno-científica de algunas civilizaciones alienígenas se haya iniciado antes que la nuestra dando lugar a “super-civilizaciones”.

El mantenimiento de una super-civilización podría suponer la colonización de un sistema estelar o incluso de una galaxia entera. Para ello sería necesario el uso de sistemas adecuados de captación de energía, habiéndose postulado por Nikolái Kardashev tres tipos de civilizaciones:  desde las que usarían la energía de su planeta (tipo 1) hasta las que podrían usar la energía de toda una galaxia (tipo 3). Entre ellas, las de tipo 2 podrían lograr un uso óptimo de la energía de una estrella mediante una esfera Dyson (un sistema de colectores de luz en órbita formando una estructura más o menos compacta).

La esperanza de descubrir inteligencia extraterrestre subyace al proyecto SETI, basado en detectar señales electromagnéticas asociables a posibles mensajes del exterior. 

Hay otra alternativa de detección de vida inteligente extraterrestre. Una super-civilización que hiciera uso, por ejemplo, de esferas Dyson, y que llegara a colonizar una galaxia entera, aumentaría claramente la producción de entropía y dicho aumento supondría un desplazamiento hacia longitudes de onda situadas en el infrarrojo medio en comparación con el espectro de galaxias no colonizadas. Esa posibilidad se ha examinado en el proyecto WISE (Wide-field infrared survey explorer). Tras analizar unas cien mil galaxias “cercanas”, los resultados apuntan, según Jason Wright, a que ninguna de ellas alberga signos de civilizaciones altamente avanzadas.

Los resultados negativos no excluyen la existencia de vida extraterrestre inteligente. Pudiera ocurrir, como señala Karl Schroder, que una civilización avanzada no se caracterizase por una gran explotación de recursos observable desde el exterior como una alta producción de entropía, sino más bien por un desarrollo óptimamente sostenible.

Las galaxias observadas son lejanas en el espacio y, por ello, ya que la velocidad de la luz es limitada, también en el tiempo. No es descartable que condiciones de entonces, como una mayor frecuencia de estallidos de radiación gamma, esterilizaran literalmente cualquier posible adelanto en una evolución que abocara a vida inteligente.

Fermi era pesimista. Pensaba, coincidiendo con su trabajo en el Proyecto Manhattan, que, aunque fuera muy alta la probabilidad de vida inteligente alienígena, también lo sería la probabilidad de auto-destrucción, por lo que nunca alcanzaría un estado de super-civilización detectable.

¿Y si, simplemente, no hay nadie? Hemos de tener en cuenta que, si pensamos en inteligencia alienígena, lo hacemos necesariamente de modo antropomórfico, aunque la concepción de esa vida exterior esté abierta a la imaginación más calenturienta. Es antropomórfico incluso suponer que la evolución, proceso crudamente aleatorio, implique la aparición de consciencia como algo necesario. De hecho, en un mundo en el que han aparecido millones de especies, somos la única que habla y, por ello, ha podido dar paso a la cultura. Bien podría ocurrir que nunca se diera vida inteligente en nuestro propio planeta. ¿Por qué habría de ocurrir en otros?

¿Y nuestra especie? También podría tener un desarrollo tecno-científico muy alto y aun así acabar desapareciendo. Quedan muchos millones de años para que el sol se convierta en una gigante roja; tal vez haya tiempo para colonizar antes otros planetas extra-solares, pero en el camino muchas catástrofes nos acechan y no sólo exteriores. Freud nos habló de la pulsión de muerte, algo manifestado de forma masiva en el siglo XX. Tal vez sea esa pulsión la que alimentó perspectivas filosóficas y míticas que ven en la muerte de la especie la única salida, la única solución al dolor generalizado. En un libro reciente, Thomas Ligotti alude al pesimista Peter Wessel Zapffe, quien sitúa nuestra pérdida de la inocencia en el momento en que adquirimos “un excedente abrumador de consciencia por el que la vida humana se sobrepasa, se hace paradoja y pasamos a ser un absurdo en el paisaje”. Indica también Ligotti que “la consciencia, madre de todos los horrores, nos hace creer que estar vivos no es un error, que algo tiene sentido.” 

La primera de las nobles verdades enunciadas por Buda es que toda existencia es sufrimiento. Ligotti rechaza cualquier “solución” budista o cristiana al sufrimiento porque entiende que la única salida real al mismo es que simplemente no exista porque no haya quien lo perciba, dejando de ser como especie, cesando en la reproducción. 

No es algo novedoso ya que en el seno del cristianismo se dio algo similar a ese deseo de acabar con lo que se veía intrínsecamente malo. Ocurrió con una secta herética en el siglo XII. Nos dice Pierre Labal que para los cátaros “el mundo es eminentemente desdeñable… no podía ser de otro modo ya que es obra del Diablo. Esta tierra es el infierno. El acto sexual es diabólico puesto que es un medio a través del cual el hombre y la mujer participan en la perversa empresa de ir metiendo, generación tras generación, almas en cuerpos de barro”. No deja de ser paradójico que la brutalidad inquisitorial asociada a una cruzada interna lo fuera, sin pretenderlo, contra una forma de extinción considerada utópica.

De momento, estamos solos contemplando el grandioso Universo desde este pequeño planeta. No sería descartable que, cuando llegaran las señales esperadas de otras inteligencias exteriores, no hubiera aquí nadie para recibirlas. Pero, de momento también, podemos maravillarnos extáticamente ante la gran belleza cósmica, intentando, desde la contemplación estética y científica, percibir su misterio.

jueves, 16 de abril de 2015

Angustia, recuerdo y esperanza.

“Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor”
Jorge Luis Borges

Algunas personas, en unos casos antes, en otros después, muchas veces con ayuda, acaban contemplando el vacío, percibiéndolo como angustia a atravesar. Tal vez eso, que no es miedo ni ansiedad, sea la angustia a la que se refirió Heidegger. O no. Quizá desde ese vacío sea posible la comunicación entre existencias dispares y, de ser así, parece entendible la aparentemente extraña afirmación de Borges.

Desde el vacío la poesía sería adecuadamente atendida y concebida como “poiesis”, pudiendo así lo más  auténticamente humano ser construido y dicho. Heidegger no paró de hablar, tan pesado como era, de eso, y lo hizo tomando como caso ejemplar un poema de Hölderlin, aquel en el que están contenidos unos versos: 
“Voll Verdienst, doch dichterisch, 
wohnet der Mensch auf dieser Erde” 

(que tal vez podría traducirse por: “Lleno de méritos, sin embargo, poéticamente habita el hombre en esta tierra”). “Habitar poéticamente” suena bien, más sabiendo que quien lo dijo se trastornó después, quizá por amor a una Diotima inalcanzable. Y resulta acogedor y estimulante en un mundo que no es precisamente poético sino burdamente mercantil.

En su recomendable libro “La edad de la nada”, Peter Watson nos recuerda que, tras habérsele diagnosticado a Richard Rorty un cáncer de páncreas, un hijo suyo y un primo que era pastor protestante le preguntaron, respectivamente, sobre qué le había sido de utilidad en la filosofía y si su pensamiento había tornado a lo religioso. Se limitó a contestar que la poesía le había servido de mucho (era un pragmatista y las cosas servían o no, simplemente). Se refirió a dos poemas; uno de ellos, “El jardín de Proserpina” de Algernon C. Swinburne, del que resaltó estos versos:

“Por eso agradecemos a los dioses
Sean quienes sean
Que la vida no dure eternamente, 
Que nada perturbe el sueño de los muertos, 
Que hasta el río menos impetuoso
Haya siempre de retornar al mar.”

En cierto modo es la afirmación de Jorge Manrique convertida en deseo.
Por su parte, Harold Bloom refería que “a las puertas de la muerte me he recitado poemas, pero no he buscado un interlocutor para entablar una conversación dialéctica”. ¿Para qué discusiones metafísicas cuando uno se va a morir? Quizá todo esté ya dicho y baste con recordar sólo lo que valga la pena para afrontar lo que los viejos llamaban el tránsito (es curioso que en el idioma gallego permanezca una noción desaparecida en otras lenguas y aun hablemos aquí de “o pasamento" de alguien. En Galicia la muerte es la muerte, no una banalidad).

Una gran película tiene como título unas palabras tomadas de William Wordsworth, “esplendor en la hierba”. La belleza y tragedia de Natalie Wood subrayan aun más hoy que entonces, la fuerza de este fragmento que leía: 

“Though nothing can bring back the hour
 Of splendour in the grass,
 of glory in the flower,
 We will grieve not, rather find
 Strength in what remains behind”.

(“Aunque nada pueda hacer volver la hora
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos, pues encontraremos
fuerza en el recuerdo”).

¿Fuerza en el recuerdo? Tal vez consuelo o nostalgia, cierta alegría incluso, pero la fuerza, aunque pueda apoyarse en el pasado, surge de un presente que mira al futuro como posibilidad abierta. 
Se dice, generalmente, cínicamente también, ante la enfermedad mortal de alguien, de otro, no de uno mismo, que mientras hay vida hay esperanza. Y resulta que no; que es más bien al revés, que sólo hay vida mientras existe esperanza. ¿En qué? No en nada, no en todo. Sólo en lo más cercano y misterioso a la vez,  como la rosa que contemplaba Freud al ser entrevistado al final. 
Wittgenstein aludía a la conveniencia de callar cuando no se puede hablar. Santa Teresa insistía en la paradoja de hablar de lo inefable "tenido" recomendando que nada nos turbe, que nada nos espante pues "quien a Dios tiene nada le falta: Sólo Dios basta.”

Y es que todo es demasiado complejo, demasiado amoroso, para ser turbados por lo superfluo. A pesar de la angustia o quizá precisamente por ella. Pero sabemos ya por muchos que en la poesía tenemos algo que nos acerca a lo auténtico y eterno.

domingo, 5 de abril de 2015

No nos olvidemos de hablar.


“Bajo el reinado del joven que recibió la soberanía de su padre, Señor de las Insignias reales, cubierto de gloria, el instaurador del orden en Egipto, piadoso hacia los dioses…”
Texto escrito en 196 a.C. en la piedra de Rosetta

“Civilization now happens digitally.
And it has no memory
This is no way to run a civilization.”
Danny Hillis

Sabemos de la importancia de que uno de tantos decretos se inscribiera en una estela de granodiorita en jeroglífico, demótico y griego antiguo. No se debe al texto en sí sino a la circunstancia de que éste fuera escrito en tres lenguas en un soporte que resistió el paso de siglos. Champollion pudo descifrar así los jeroglíficos egipcios mostrando el resultado de su trabajo en 1822.

¿Podría ocurrirle al inglés o al español lo que pasó con los jeroglíficos, de tal modo que nadie pudiera descifrar textos en estos idiomas al cabo de muchos años? No lo sabemos, pero sí es muy probable que lenguas minoritarias hoy en día desaparezcan sin dejar rastro en poco tiempo. 

En la actualidad se conoce la existencia de 7102 lenguas en el mundo, muchas de ellas habladas por muy poca gente. 

¿Por qué no salvar lo posible haciendo una piedra de Rosetta moderna? Con esa perspectiva se ha acometido un proyecto que intenta guardar como archivo digital (Internet Archive) unas cien mil páginas de documentos y registros en audio de unas 2500 lenguas.  Además de información relativa a aspectos gramaticales, se recogen en cada una de esas lenguas textos tan conocidos como el inicio del Génesis o la Declaración de Derechos Humanos. 

Si la piedra Rosetta sirvió para saber del pasado, fue por su estabilidad; por ello, se ha pensado también en un soporte que no sea digital sino físico, duradero y múltiple, lo que dio lugar en 2008 al Disco Rosetta, un disco de níquel de 7,62 cm de diámetro que contiene más de 13.000 páginas de información sobre unos 1.500 lenguajes humanos. No se precisa ordenador alguno para leerlo; sólo un sistema óptico que proporcione más de 600 aumentos, un microscopio relativamente simple.

Hay algo llamativo en este intento de conservar información lingüística. Retoma lo más clásico, tanto en “hardware” como en “software”, usando como soporte la consistencia sólida del níquel y sustituyendo el habitual lenguaje binario por los signos reales utilizados en cada lengua, mediante una grabación analógica. Un número de copias elevado facilitará sin duda la permanencia de, al menos, algún disco por muchos siglos.

El proyecto persigue conservar lo que presumiblemente se perderá rápidamente y es a la vez una llamada de atención al mantenimiento de la diversidad lingüística. 

En un tiempo en que parece que no podemos vivir sin informática, no es malo recordar la corta vida de los materiales que la sostienen, incluyendo los soportes de memoria física. Nadie puede hacer nada con un disco flexible de 8”. ¿Servirá para algo un “pendrive” dentro de diez años? ¿y un DVD? Pero también la propia forma de entenderse con los ordenadores es olvidadiza. No son lejanos los años en que se impartían cursos de Fortran IV o en los que se anunciaban academias prestas a enseñar el “lenguaje del futuro”, el Basic. Lo más novedoso y aparentemente universal, el lenguaje de ordenador, y las aplicaciones que permite, parecen lo lo más efímero. 

La intensa globalización facilitada por los sistemas de comunicación digitales es lesiva para la diversidad de lenguas, al favorecer la existencia de una lingua franca deteriorada a su vez, con un vocabulario muy restringido y una ortografía cada vez más ignorada. En España hemos asistido incluso a políticas activas en la destrucción de lenguas propias sin que ello lograra el supuesto beneficio de que nuestros jóvenes se expresen mejor en inglés. Más que hacia una lingua franca caminamos hacia una pobre neolengua infantiloide. Sabido es que cuantas mayores posibilidades de comunicación existen, menos comunicación real se da, lo que sugiere que un avance técnico como el que suponen los “smartphones” pudiera ser, en realidad, el peor ataque a lo que nos hace humanos: ser hablantes.

Si la tecnología sostiene un empobrecimiento cultural masivo, las políticas educativas inspiradas por el plan Bolonia parecen facilitarlo, haciendo del lenguaje (incluso del matemático) mera herramienta de servidumbre tecno-científica. Por ello, frente a la deshumanización cientificista se hace preciso recuperar el valor real de la ciencia misma, que sólo puede darse en un contexto humanístico. No es descartable que la buena ciencia (no la mera obsesión febril por publicar en revistas científicas) sólo pueda construirse si se retorna a los clásicos y se prioriza en la enseñanza básica y secundaria el estudio de las llamadas lenguas muertas, que nunca lo han estado propiamente.  


viernes, 27 de marzo de 2015

Lejos de casa

Exceptuando casos de grandes exploradores, nuestra casa es nuestro espacio habitual y referencia de retorno cuando viajamos. Nos vamos sabiendo que volveremos a ella. Tal vez los más caseros sean los nómadas, que la llevan consigo.

Quizá nadie olvide su casa, ni siquiera quienes sufren la enfermedad de Alzheimer, que quieren a veces retornar a ella, a la suya propiamente, a la de su infancia. En las trincheras eran tan frecuentes las llamadas de soldados heridos a su madre como el deseo de regresar a casa; en cierto modo, la madre y la casa son lo mismo. No cabe el olvido de algo esencial. Incluso el viaje heroico tiene la perspectiva del retorno, como canta la Odisea.

Quien se ve forzado a emigrar, algo tristemente habitual en estos tiempos, lo hace con la idea de volver aunque después eso no ocurra y, en cierto sentido, el retorno a casa suponga un cambio geográfico de la casa misma, una adaptación al nuevo medio.

Por eso, algo que puede horrorizar es la imposibilidad de volver, especialmente cuando más próxima está esa casa y cuanto más hermoso es lo que nos separa de ella.

En la película Gravity se muestra la gran soledad de la protagonista en el Universo tan bello como hostil, con la casa, concebida en este caso como la Tierra misma, tan aparentemente cercana. La belleza natural no siempre es acogedora y esos “espacios infinitos” pascalianos pueden suponer el máximo horror si se está solo en ellos para siempre.

Una pintura de Wyeth, “El mundo de Christina”, simboliza lo mismo: la cercanía insalvable. También, como en Gravity, estamos ante la belleza natural que oculta al principio lo terrible. En esta pintura, lo observable a primera vista es una joven tendida en un espacio abierto con unas casas al fondo, una imagen de serenidad, de sosiego. Sólo cuando sabemos de la parálisis de Christina es cuando nos damos cuenta de la fatal situación.
En ambos casos se da una cercanía aparente sólo para el observador. En Gravity hay alejamiento real por un fallo técnico. En la pintura de Wyeth el fallo es neurológico. En ambos casos, la belleza de la que podría surgir un sentimiento extático se convierte, por el contrario, en cruel elemento de separación, de aislamiento en la proximidad.

Los dos ejemplos nos recuerdan la soledad esencial, la que se da en este “ser arrojados” que dijo alguien, algo que puede paliarse si concebimos el ser como siendo para otros, como apuntaba Lévinas.

lunes, 23 de marzo de 2015

El necesario recuerdo de nuestra ignorancia



“Frente a los enigmas del mundo material, el investigador de la naturaleza está habituado desde hace tiempo, con viril renuncia, a pronunciar su ignoramus... donde él ahora no sabe, pero podría acaso saber, o sabrá un día, en ciertas condiciones. Pero frente a los enigmas relativos a qué sean materia y fuerza y cómo ellas puedan ser capaces de pensar debe, una vez por todas, plegarse a un veredicto mucho más duramente renunciatorio: ignorabimus!”  
Emil du Bois-Reymond. “Über die Grenzen des Naturerkennens”.

No sabemos.

Cualquier persona sensata estará de acuerdo en que ignoramos mucho de nuestro mundo y de nosotros mismos. Pero Du Bois-Reymond fue mucho más allá al declarar que hay cosas sobre las que nunca podremos saber y no se refería a la metafísica sino a la propia física.

Esa ignorancia esencial puede extenderse o no a todos los ámbitos del conocimiento. Pero no parecía que también afectara a las matemáticas. Hilbert decía que “La convicción en la resolubilidad de todo problema matemático es un incentivo para el trabajador. Escuchamos dentro de nosotros el canto imperecedero: he ahí un problema. Busca su solución. La podrás encontrar mediante la razón pura, pues en la matemática no hay ignorabimus”.
Mucho más tarde en su vida, al retirarse, insistió en que “En lugar del necio ignorabimus, nuestra respuesta es la contraria: “Debemos saber, sabremos”. Esa frase, tal como él la pronunció figura como epitafio en su tumba en Göttingen  Y así, en alemán, tiene hasta cierta tonalidad poética: “Wir müssen wissen, wir werden wissen”. Sabemos que Gödel desbarató esa afirmación transformándola en deseo imposible al demostrar que las matemáticas no pueden ser completas y consistentes a la vez.

En Fisica, Heisenberg mostraba límites esenciales al conocimiento posible en el ámbito cuántico haciendo así afirmación tanto del ignoramus como del ignorabimus, en forma de principio de incertidumbre.

Esos límites en el conocimiento físico y matemático lo son, en cierto modo, ahora y para siempre. Nunca tendremos una aritmética completa y consistente a la vez y nunca podremos medir simultáneamente el momento y la posición de una partícula. Ese “nunca” en cierto modo trasciende al tiempo: que lo sepamos ahora supone que siempre ha sido así (aun cuando no hablásemos de partículas) y que siempre será así, aunque hablemos de cuerdas. Pero podemos vivir con ello. A fin de cuentas, las matemáticas siguen avanzando y la indeterminación cuántica no sólo no nos impide hacer predicciones magníficas en ese ámbito sino que ofrece un panorama de ricas posibilidades epistémicas.

El ignorabimus al que nos resistimos se da más bien en el orden más pragmático. ¿Ignoraremos siempre lo necesario para predecir con tiempo suficiente catástrofes geológicas o meteorológicas? ¿Podremos algún día prevenir crisis económicas o guerras? ¿Podremos curar el cáncer y, en general, cualquier enfermedad?  Se trata de un orden práctico y que mira al futuro aunque use el presente y el pasado como “base de datos”.

La utopía cientificista supone asumir como postulado la inexistencia del ignorabimus en el ámbito de lo humano. Pero como toda utopía, o es inalcanzable o se transforma en lo peor, en distopía realizable. Y es que, además del hecho tan cuestionado por muchos científicos del libre albedrío, son tantas las variables que intervienen en el proceso histórico, que la predicción, o prospectiva como prefieren decir algunos estudiosos, se hace inviable a tal punto que, en el mejor de los casos, podemos saber, como dicen que decía Sócrates, que no sabemos nada. Ello es así porque incluso en el caso de fenómenos dependientes de pocas variables asistimos en general a procesos no lineales, a situaciones en las que rigen leyes de potencia en vez de desviaciones de curvas gaussianas y que darán cuenta retrodictivamente, pero no a priori, de sucesos como la desigualdad económica o el éxito social o político, o el desencadenamiento de una guerra, hambrunas o epidemias.

Nada parece programable por mucha potencia de cálculo que haya. De vez en cuando suceden acontecimientos que cambian todo drásticamente. Un disparo en Sarajevo, aviones que chocan con las Torres Gemelas, un suspenso a quien quería ser pintor de Academia… Pero también grandes descubrimientos como la penicilina o la radiación de fondo de microondas. Son los llamados “cisnes negros” por Nassim Nicholas Taleb.

La Historia no es precisamente algo meramente incremental, ni siquiera revolucionario; también contempla catástrofes. Según Cicerón, “Historia magistra vitae est et testis temporum”. Ese magisterio no nos dirá propiamente nada de lo que pueda ocurrir, aunque lo consideremos con instrumentos científicos. Ahora bien, nos servirá para estar advertidos ante acontecimientos sorprendentes para bien y, demasiadas veces, para mal, pero sucesos de los que, en mayor o menor grado, seremos responsables. La advertencia de nuestra ignorancia parece la mejor de las formas con que mirar hacia el futuro, incluso el más inmediato.

viernes, 13 de marzo de 2015

¿Qué recuerdan los que más olvidan?


 “Can dementia’s frozen walls be broken so that hearthside warmth of home again is known?”
Daniel C. Potts.

¿Qué siente una persona que padece la enfermedad de Alzheimer?
La pregunta suele enunciarse así, preguntando por el sentir, por un sentir básico, primordial, ya que se supone que el saber ha desaparecido o va desapareciendo. ¿Y si no fuera así? ¿Y si el paciente supiera lo esencial? Porque… ¿Qué es saber lo esencial?

Lo peor de quien padece Alzheimer no es que olvide, sino que es olvidado por quienes están o creen estar a su lado, por quienes hemos estado aparentemente a su lado.

La historia natural de esta demencia es bien conocida. Una vez diagnosticada, es predecible lo que ocurrirá. Pero es una enfermedad neurológica o psíquica (los psiquiatras biologicistas aspiran en el fondo a ser neurólogos) y no es comparable, por ello, a una enfermedad del aparato digestivo o del riñón. Lo que ocurrirá será sólo marca exterior, visible, del deterioro interno, profundo.

Somos seres hablantes y la afasia, no poder decir al principio lo que se desea o hacerlo dando largos rodeos, la dificultad posterior de nombrar incluso a quien se quiere, apunta a la mortalidad en vida del demente, que está vivo sin vivir, sin hablar después de haber tenido durante meses un discurso tan estereotipado como absurdo.

Desde ese estado es factible, sin embargo, poder gritar… con pinceles. Ese fue el caso de William Utermohlen, a quien se le diagnosticó Alzheimer a los sesenta y un años. Pintaba antes y siguió haciéndolo. Se pintó a sí mismo, y la evolución de sus autorretratos mostró la tragedia oculta. En pinturas sucesivas Utermohlen era dicho por sí mismo, por lo que quedase de él. Lienzos distintos evocan la única pintura que se transforma terriblemente, evocando injustamente a Dorian Gray.

¿Qué quiso mostrar Utermohlen? Quizá todo, tal vez nada. A veces la diferencia entre todo y nada es sutil, incluso cuando nos referimos a Dios, según sermoneaba el Maestro Eckhart.

Hay quien quizá prefiera, al pintar demente, ignorarse a sí mismo, fascinándose por una imagen, como le sucedió a Carolus Horn con el puente Rialto de Venecia.

Quien pinta sigue pintando y, ya diagnosticado de demencia, Willem de Kooning siguió haciéndolo para delicia de críticos (o mercaderes) de arte e inspiración de un grupo musical

¿Será bueno pintar cuando no se puede hablar? Eso es lo que propone el Dr. Potts al comprobar que a su padre demente, Lester, parecía satisfacerle tal actividad.

Hay cierta obsesión en ligar la enfermedad psíquica, principalmente la psicosis, ahora la demencia, a brotes de creatividad. Kay R Jamison, psicótica y psiquiatra, escribió un libro al respecto, “Touched with Fire”, pero… maldito sea ese fuego.

Me quedo con Utermohlen, que me evoca a Munch, porque gritó no sólo a los suyos. A todos nos hizo llegar una vez más la trágica diferencia para el ser que sufre entre la burda aproximación cientificista, esencialista, a la enfermedad, frente al cuidado existencial al enfermo.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Lo animal o el recuerdo del alma

“Modern humanism is the faith that through science humankind can know the truth – and so be free. But if Darwin’s theory of natural selection is true this is impossible. The human mind serves evolutionary success, not truth. To think otherwise is to resurrect the pre-Darwinian error that humans are different from all other animals. John Gray

El fisicalismo considera al ser humano como un mero sistema biológico. A la vez, soporta una nueva utopía, la cientificista, la que considera el progreso ilimitado, sin pensar que una utopía o bien no es realizable haciendo honor a su nombre o bien se transforma en lo peor, en la distopía. Ya vimos sus efectos en el siglo XX. Ese “progreso” puede acabar con todos nosotros de modo literal o privándonos de nuestra libertad.

Ante el avance científico, el Dasein parece evaporarse pero a la vez, paradójicamente, el propio sentimiento de lo animal también se oculta. Entre un dualismo anticuado y un monismo bastante naïf, no nos entendemos a nosotros mismos. Seguimos viéndonos como cuerpos y almas o, como alternativa, como genes que informan una compleja organización molecular. Hay perspectivas holísticas, de sistemas emergentes, pero no basta nada de lo que tenemos a mano para explicarnos. 

Es llamativo que ninguno de esos extremos asuma lo biológico en sentido auténtico, el misterio de la animalidad que compartimos con tantos seres diferentes. Curiosamente, podríamos ver a Freud como un biologicista en sentido noble, pues al mostrar la misteriosa relación de lo inconsciente a nosotros con lo que creemos ser y con nuestras acciones, ancló su teoría en nuestra animalidad subyacente, como organismos que se alimentan y se reproducen. El pecho nutricio, los esfínteres, lo genital… Es lo animal lo que, extrañamente mezclado con lo cultural, con lo familiar, nos lleva por el único río de cada biografía.

El lenguaje nos hace humanos y, por serlo, somos conscientes de muerte y, según Heidegger, seres para ella. Dice Bauman que es precisamente por la ausencia de motivos ulteriores que la expresión espontánea de vida puede ser radical. Pero la muerte no sólo se instala como pensamiento; también lo hace más poderosamente, más enraizadamente de modo pulsional. Quizá sea eso lo que paradójicamente más nos separa de la animalidad, en donde la muerte de unos no es más que medio para la vida de otros.

“En la vida y en la muerte somos de Dios”, les escribió San Pablo a los romanos” (Rom 14:8). También lo son los animales, motivo de alabanza a Dios por parte del humilde Francisco de Asís, quizá porque sólo Dios (a saber qué queremos decir con esa palabra desgastada) comprenda lo animal, porque sólo el Gran Espíritu se compadezca de todas sus criaturas. Hay un hermoso poema de Salvador Rueda (“La dignidad de la muerte”)  que roza esa percepción factible de compasión (de "padecer con") íntima:

“Cerca de la fuentecilla que no suena,
ni con su brillo la retina hiere
un doloroso pajarito muere
roto su iris de plumas por la pena.

La soledad tan sólo ve la escena;
ningún lamento lírico profiere;
solemne, estoica, acata el miserere
con que la muerte sabia lo condena.

No estudia su postura, no declama,
no se desgreña ni a las aves llama;
sólo agoniza el leve pajarito.

Y entre el dolor que trágico lo azota,
Dios baja a recoger su última nota,
y es tan grande que llena lo infinito”

¿Qué es propiamente eso que compartimos con monos, perros, gatos, pájaros o serpientes? Ningún análisis ni síntesis posterior desde la ciencia podrá aclararlo. Nada nos evitará ese “Abgrund”. Sólo desde el arte, desde la poesía, podremos tratar de comprender sin éxito, de maravillarnos ante la enigmática belleza de todos los animales grandes y pequeños, de ese gran conjunto del que formamos parte pero con la carga responsable aún más misteriosa de poder asombrarnos ante la vida, ante algo que sólo desde la humildad socrática podremos amar. Tal vez baste y sobre con entender que el alma vital a todos nos llena para sufrir por la muerte de un animal o alegrarnos con su vida, pues es esa alma universal, la que percibió Teilhard, la que nos contagia e identifica. Quizá el conocimiento de lo animal sólo sea posible desde el animismo, desde lo que apunta al "anima", desde esa forma de religiosidad mística, pura, de identidad ignorante con el universo, desde ese gran vacío espiritual que puede dejar que conectemos con el misterio esencial. 

martes, 24 de febrero de 2015

El olvido de los inocentes

San Pablo parece dar a entender que la misión de Cristo fue “compensar” el pecado de Adán: “Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1ª Cor; 15:22).

Creo que esa idea de un pecado original universal no es propia del judaísmo aunque sí lo sea de modo particular. De hecho, en el Evangelio de Juan se nos dice que Jesús “vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: “Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres para que haya nacido ciego?” Respondió Jesús: “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9;1-4).

Parece así que San Pablo era más papista que el papa o, mejor dicho en este caso, más cristiano que Cristo.

Vivimos en un estado aconfesional (que ya podría ser laico de una santa vez), pero seguimos bajo la influencia poderosa de esa concepción de pecado transmisible, sea de modo universal, paulino, sea bajo la concepción judaica: “Soy un Dios celoso, que castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian” (Deut. 5,9; los párrafos siguientes de ese capítulo del Deuteronomio son más amables).

El pecado original sigue pesando, por muy modernos y evolucionistas que seamos. Hay una concepción pecaminosa de la enfermedad a escala individual como si sólo le aconteciera al irresponsable que no se cuida, que no “se mira”, que no toma una medicación preventiva, etc. Pero también persiste la imagen de pecado transmitido en forma de malos genes, algo difícilmente predecible en el caso de homocigosis recesivas, a la espera de que se anticipe todo lo habido y por haber con el abaratamiento de los tests genéticos, lo que reforzará ese determinismo, esa implicación de la falta paterna que sufrirá el hijo aunque sus padres sean sanos. La tentación eugenésica está servida.

Pero hay otra forma de sufrir el pecado de los padres que no es biológica sino cultural, propiamente socio-económica. Recientemente surgieron dos noticias, dos de tantas, pero que no escandalizan más que a los sensibles, no a los que tienen la seria responsabilidad de tareas de gobierno:

Una se refería a un bebé desahuciado de su casa: 

La otra mostraba que, sin papeles, sin código de barras identificador actualizado, otro bebé no sería atendido por el sistema sanitario público.

Un gobierno de derechas, pro-católico, que dice promover la vida y que se escandaliza por ello ante el aborto, no parece que sea sensible a noticias como las anteriores. Tal vez, precisamente, porque asume el pecado original, según el cual la culpa de la situación de esos niños es de ellos mismos porque la heredan de sus padres, que no habrán sabido vivir de acuerdo a sus posibilidades o que habrán entrado aquí, en esta tierra visitada por la Virgen del Pilar, sin papeles. Esos niños podrán ser redimidos, por el bautismo, del pecado adánico, pero tendrán que cargar con la dura penitencia que les corresponde por el pecado familiar, el de sus padres, que no han estado en el lugar conveniente en el tiempo adecuado.

Ese olvido de los inocentes produce náusea, una náusea que impone el vómito cuando quien rige los destinos económicos del país que gobierna dice que la cosa va bien, que nos recuperamos (y vaya que si se recuperan algunos). La beatería política admite el darwinismo, pero no el biológico, sino el social, como ya expresó un egregio político del PP en su día. Los bebés manchados con el pecado de sus padres (el gobierno, los “mercados”, los banqueros, jamás tienen la culpa) sufrirán las consecuencias de esa “ley” pseudo-darwiniana: pasarán frío, hambre de alimentos y de saberes, morirán jóvenes. Y es que son pecadores.

Pero… quién sabe. Tal vez la maldición bíblica acabe cayendo algún día sobre quien de verdad la merece y no sobre tantos inocentes. Tal vez algún día nuestra patria se libre de semejante ignominia.

lunes, 16 de febrero de 2015

El extraño recuerdo de lo trivial

“Preguntóle Temístocles para qué servía aquel arte: respondió el maestro que para acordarse de todo; y Temístocles replicó: “Más te agradecería que me enseñases el arte de olvidar lo que yo quisiera””.

Cicerón. De Oratore 2, 299.

La memoria es básica para llevar una vida normal: abrocharse los botones de una camisa, tomar un bus, saber en qué día vivimos, quiénes son los que nos rodean… Lo cotidiano vive del pasado; lo sabido ahora, de lo aprendido antes.

No todo se recuerda porque no todo es ya importante o porque no lo ha sido nunca. A veces, aunque ahora no sirva, su valor emocional pasado, bueno o malo, hace de algo recuerdo imperecedero. La zona basolateral de la amígdala cerebral parece importante en ese recuerdo selectivo ligado a emociones. Un sentimiento biográficamente importante iría ligado a un baño adrenérgico interior al que serían sensibles adrenorreceptores localizados en el nervio vago que proyecta al locus coeruleus por medio de núcleos del tracto solitario. A tal punto los afectos del alma se encarnan, que se ha sugerido la atenuación de intensidad de un stress postraumático mediante propanolol u opiáceos administrados poco después de que eso que no debía producirse, el trauma, haya ocurrido. [1]

Al margen del recuerdo emocional, hay una memoria necesaria, la de todo lo que nos permite trabajar, una memoria que acumulará datos y esquemas operacionales adaptados a necesidades concretas de actuación laboral, sea como médicos, como taxistas o como cocineros. Y existe también la memoria dedicada a la actuación principal en la vida, la que rige el comportamiento ético y que se enmarca en el plano cultural en el que vivimos. Esa memoria ha sido conducida mucho tiempo por tradición oral hasta que nació la escritura. La historia ejemplar, el mito transmitido durante generaciones acabó así dando lugar a norma leída, a libros sagrados, y lo mítico y lo místico vivificadores cedieron al dogma extraño y al fanatismo letal. La letra sin alma acabó imponiéndose en muchas almas iletradas.

Parecería que sólo lo importante es recordado y que sólo una alteración profunda como la que ocurre en el autismo puede trastocar la priorización de recuerdos. La película protagonizada por Dustin Hoffman, “Rain Man”, muestra ese contraste. Muchos “savants” son perfectos ignorantes. No siempre la buena memoria, brillante en algunos aspectos, va ligada a la normalidad psíquica. En esas personas parece regir una mezcla extraña de sensaciones ligadas, algo conocido como sinestesia, por la que los números o palabras pueden percibirse no sólo visualmente sino también como sabores y olores. El gran Borges fantaseó con la posibilidad de una memoria exhaustiva, completa, la que reflejó en el relato de “Funes el memorioso”, de quien dice que “pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez”. En esa narración se alude a un modo de sinestesia: “Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc.” El protagonista, Ireneo Funes, acaba muriendo pronto y no sabemos cómo podría soportar su vida, pues destaca Borges que “pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”.

Es ya un tópico decir que la realidad supera la ficción y ocurre que existen personas que recuerdan fuertemente a Funes. Solomon Shereshevskii fue una de ellas. Llegó a fascinar con sus demostraciones como mnemonista, recordando con todo su ser, pues los números eran para él personajes en acción y la apetencia por los alimentos dependía de cómo se le nombraran. Su prodigiosa memoria no le facilitó la relación social [2].

En el año 2000 una mujer llamada Jill Price le escribía al neurobiólogo McGaugh pidiendo ayuda. Decía literalmente que para cualquier fecha desde 1974 hasta el presente podía decir en qué día había caído, lo que estaba haciendo ese día y si había ocurrido algo importante en esa ocasión. McGaugh confirmó en su laboratorio tales afirmaciones y más tarde acabó encontrando unos cincuenta casos poseedores de lo que definió como memoria autobiográfica altamente superior (HSAM) [3]. Una memoria tan extraordinaria hizo que un locutor, Brad Williams, recibiera el apodo de “hombre Google”.

Son pocos casos los recogidos, pero indican algo llamativo: hay personas que guardan en su memoria todo lo trivial. Al margen de estudiar qué mecanismos fisiológicos subyacen a esa capacidad (parece que el fascículo uncinado, alterado en la enfermedad de Alzheimer, establece mejores conexiones en estos casos), es inevitable la cuestión heurísticamente finalista: ¿por qué se guarda lo trivial? No parece que en estos casos, a diferencia de personas como Shereshevskii, se den trastornos mentales; algunos suelen estar satisfechos de ese “poder”. Tampoco parecen más inteligentes ni dotados de mayor capacidad mnemonística. Dicho de otro modo, ese exceso de memoria ni les sirve ni les perturba 

¿Sería gente así la que pudo transmitir oralmente las grandes epopeyas antes de que surgiera la escritura? 




[1] McGaugh JL. Making lasting memories: remembering the significant. PNAS. 2013. 110:10402-10407.

[2] Yaro C, Ward J. Searching for Shereshevskii: what is superior about the memory of synaesthetes? Q J Exp Psychol (Hove). 2007 May;60(5):681-95.


[3] McGaugh JL, LePort A. Remembrance of all things past. Sci Am. 2014;2:41-45.

viernes, 6 de febrero de 2015

Memoria y presagio. Omina mortis.

Las diferentes formas de amnesia muestran que una memoria básica hace posible que vivamos nuestro presente.
Todo lo que sabemos, incluso la Ciencia, es construido desde el recuerdo. Vemos fenómenos que suceden a otros y de ahí inferimos relaciones causales. No son demostrables, sólo inducidas pero eso basta, o quizá no. Nos movemos en la explicación causal basada en la constancia de lo recordado y en la esperanza de que una relación fenoménica permanezca en el futuro. Desde esa inducción no sólo podemos predecir observables; también tratamos de explicarlos en términos de causalidad eficiente. Despreciando la finalidad el lenguaje biológico es heurísticamente más finalista que nunca.

Esa necesidad pronóstica siempre se dio y, en ese sentido, el pasado no sólo nos sitúa en el presente; también desvela en mayor o menor grado el futuro, aunque muchas veces los métodos utilizados para ese pronóstico sean inútiles y conduzcan a errores manifiestos. Hay gente que sigue ganándose la vida echando las cartas, leyendo manos o haciendo horóscopos.
Aunque no puede compararse la predicción mágica con la científica, ambas son sostenidas por nuestro modo de ser en el mundo, ambas dependen de que nosotros mismos somos temporales y queremos controlar lo que pueda sucedernos.
Es esa fe la que, en forma de magia, religión o ciencia confiere un sentido a nuestro mundo. Sin ella no hubiera sido posible la revolución neolítica ni ningunos de los bondadosos avances culturales que la siguieron hasta nuestros días. Pero tampoco serían posibles, sin esa fe, todos los males que han acompañado a la Historia humana.

Del afán pronóstico surgieron los calendarios y todo lo que los hizo posibles, la astronomía, el cálculo… El calendario sostuvo y fue sostenido a su vez por la religión. Tal vez sin esa necesidad no hubiera surgido Copérnico. Sólo es aparente la paradoja de que la Iglesia hiciera posible y condenara a la vez a Galileo.
El afán pronóstico impregnó la Medicina hipocrática, para la cual el diagnóstico era un medio como sigue siéndolo en nuestros días. La actividad clínica cristaliza en un diagnóstico del que deriva un pronóstico, un saber sobre el futuro del organismo y que deja abierta la posibilidad o no de una terapia que mejore las malas señales. Ha cambiado mucho la perspectiva clínica. De un empirismo observacional y un cuadro explicativo mítico en los que se movieron celebridades como Galeno, Avicena o Paracelso, hemos pasado a una aplicación de la Ciencia a la Medicina; hemos incluso matematizado el pronóstico siendo las ecuaciones de regresión logística uno de tantos ejemplos de ese intento cuantificador. La Ciencia es un buen marco, pero el cientificismo hace de la ciencia mito, el que señala a la utopía del progreso, a una nueva religión secularizada. El contexto en cierto modo no ha cambiado porque nosotros no lo hemos hecho como organismo biológico ni cultural. Seguimos precisando el mito, aunque sea un mito científico.
Lo que ocurre es que ese mito no retiene la fuerza explicativa de otros tiempos para vislumbrar el futuro.

El historiador Miguel Requena ha dedicado un precioso libro a los presagios de muerte (“Omina mortis”) a emperadores romanos. De su lectura deducimos que si los dioses nos abandonan, nos espera sufrimiento y muerte y que ese  abandono se acompaña de signos que anuncian la irrupción de lo salvaje, de lo caótico, en la ciudad que la divinidad protegía, signos que anuncian la muerte de su mayor responsable político. Pero el abandono divino no es caprichoso sino consecuencia de la falta ética, y los signos anuncian las mortales consecuencias. No sorprende que Cómodo haya sido objeto preferente de los omina mortis. A veces, esos presagios anuncian que, con la muerte del héroe, no hay tanto abandono del dios cuanto divinización de aquél, y auguran, por ello, más bien la apoteosis que la muerte que la precede.
La ambivalencia ritual de la sangre en la antigüedad, como contaminante o como fuerza vital, permanece en nuestros días. Lo apotropaico colectivo precede el afán soteriológico individual de los misterios, que también hace de la sangre elemento vivificador, sea con Mitra o con Cristo. El símbolo de la puerta que da paso a la vida pero que puede abrirse al infierno, también subsiste. El libro está centrado en la Roma republicana e imperial, pero mantiene su vigencia, con matices, en nuestro tiempo. No podría ser de otro modo siendo el sujeto un ser simbólico.

Y ocurre que precisamente por ser el sujeto más que un mero organismo, los pronósticos actuales científicos pierden fuerza en el ámbito clínico. Recientemente Enrique Gavilán ilustraba en un bello artículo la posibilidad de elegir incluso ante lo peor y cómo esa elección transforma el tiempo vital, de forma cualitativa y, a veces incluso también cuantitativamente. http://www.nogracias.eu/2015/02/04/las-dos-muertes-de-ivan-illich/#comments En el mismo sentido se había expresado Stephen Gould, desde una sólo aparente frialdad matemática http://cancerguide.org/median_not_msg.html


Y es que, viviendo en el tiempo, podemos sin embargo tener atisbos de eternidad, presentes eternos porque lo que importa es sólo eso: el presente pues, como dijo Wittgenstein, “tiene vida eterna quien vive en el presente”. Sólo desde esa “presentificación” puede también incluso la creencia imaginar lo eterno.