Uno de los grandes avances
científicos fue la visión atomística de la Naturaleza. Los átomos, supuestos ya
por los griegos, se manifestaron de modo científico gracias a personalidades
como Dalton, Boltzmann y Einstein. Sabemos que no son tales, que están a su vez
compuestos, pero eso importa poco conceptualmente.
En el mundo biológico, el atomismo
acogió la visión de la célula como unidad de vida. Más tarde ese atomismo se
hizo bioquímico y acabó siendo informativo, genético.
Hay un ámbito en el que, para bien y
para mal, también triunfó el atomismo. Ocurrió cuando pasó a verse cada
organismo como entidad individual de un conjunto de organismos similares de su
misma especie. Eso facilitó la irrupción de la herramienta estadística a la
hora de plantearse cuestiones clínicas. Podemos comparar un grupo de individuos
con otro, similares en todo (cosa difícil de lograr a base de “randomización”)
pero diferentes en una variable (la exposición a un tóxico, la ingesta de un
fármaco, un hábito de vida, lo que sea) y ver el efecto de esa variable sobre
otra u otras de interés. Los estudios comparativos pueden revelar relaciones
entre dos o más variables y sostienen los estudios de tipo caso – control, los
ensayos clínicos, análisis multivariantes, la observación de cohortes, etc.
Si hay semejanza en la inmensa
mayoría de variables que puedan interferir con la relación a analizar en los
grupos de individuos usados, la estadística concluirá si los efectos observables
se deben a una relación entre variables concretas o son fruto del azar. Es desde
esta concepción del ser humano como individuo, como átomo muestral, que el
contraste estadístico ha permitido en muchos casos pasar, como se ha dicho a
veces, de la eminencia clínica a la evidencia científica. Lamentablemente, esa
aproximación, conocida como “Medicina basada en la evidencia”, no ha sido
inmune a artefactos inherentes a sesgos por interés curricular o económico.
La concepción del ser humano difiere
según el observador, aunque éste sea médico. No son equivalentes las miradas de
un internista, de un médico de familia, de un psiquiatra, de un patólogo, de un
radiólogo, de un pediatra o de un neumólogo. La Medicina es apoyada por la ciencia, pero no es una
ciencia en sí, ya que cada encuentro clínico es singular, por serlo de dos
subjetividades.
Hay una mirada en la que la
perspectiva clínica se evapora. Es la que confunde a cada sujeto con un átomo,
con un individuo. Como tal, pasa a ser elemento de un conjunto (la población
española, por ejemplo) o de uno o varios de sus subconjuntos (regiones
geográficas, sexo, rangos de edad, etc.). Es la perspectiva epidemiológica.
Tenemos estos días una imagen triste de lo que eso
supone. Los informativos solo hablan prácticamente del coronavirus o, más
bien, de sus efectos. Desde que apareció en China y poco después en Italia, se
supo de su alta contagiosidad y de una letalidad que, aunque aparentemente baja
en términos porcentuales, está resultando extraordinariamente elevada y
concentrada en el tiempo en términos absolutos.
No parece que se hayan hecho bien
las cosas, pasando en un mes de una cierta frivolidad aparente a tener UCIs
colapsadas y miles de muertos por Covid-19, pero no es esa la cuestión en la
que deseo fijarme ahora. No en la eficacia muy dudosa de la prevención previa
al confinamiento, sino en la propia mirada de la Medicina Preventiva, que, en
este caso, es una mirada contable asociada al discurso político. Cada día se
proporciona el “parte”. Tantos contagiados (cifra sencillamente increíble a
falta de una métrica adecuada), tantos fallecidos, y la buena noticia de los
que se han curado.
Pero el discurso,
político-científico, va más allá del recuento y, de modo aparente, se ancla en
la repetición de lemas supuestamente tranquilizadores para un cierto ideal de
individuo muestral, el que es joven y sano. Son los siguientes:
- Sólo se mueren los viejos y con patologías previas. No se dice con esa crudeza, pero sí se dice. Las muertes de personas jóvenes y previamente sanas son la excepción que confirma la regla. Eso supone un cierto supremacismo que idealiza la juventud y que sintoniza con el abandono que sufren las personas mayores.
- Esto es una guerra. Se insiste en la metáfora bélica, en la que todos (pasando a ser individuo colectivo) podremos vencer al enemigo, el virus, con distancia social, confinamiento, higiene de manos, no tocándonos la cara, etc. Una guerra en la que, como en todas, hay héroes, los curativos, pero a los que se pretende lejanos, confinados en el hospital, no vaya a ser que, si viven al lado, si se nos acercan, nos contagien. En ese contexto metafórico se muestra el avance victorioso en forma de una curva que dejaría de ser exponencial.
- Ha sido una sorpresa. Se afirma la novedad, la sorpresa del ataque vírico, que nadie lo esperaba, pero las epidemias siempre han existido y existirán, como los terremotos. Aunque no se sepa cuándo, tras ésta, otras vendrán y podrán encontrarnos como ahora, prácticamente como en 1918. Desde esa supuesta novedad, la improvisación ha sido una constante, especialmente en lo relacionado con la protección básica. Si hace poco se desaconsejaban las mascarillas a sanos, ahora, que parece haberlas, se aconsejarán a toda la población. En esa sorpresa, más sorprendentes acabaron resultando los geriátricos, en donde el escaso personal sanitario facilitó una alta tasa de mortalidad.
- Esto pasará. Eso parece y es deseable que ocurra antes de que se haga frecuente una pregunta ya formulada ¿Y si se acaban las UCIs disponibles? ¿Y si hay que elegir? En películas antiguas, en situaciones de catástrofe, se decía “las mujeres y niños primero” (en un naufragio, por ejemplo) o, de un modo muy duro, “sálvese quien pueda”. Pero, ¿Cómo priorizar entre pacientes? En un artículo reciente, aparecido en "Letras Libres", se analiza esta cuestión que, Dios no lo quiera, puede llegar a ser realista. Y se habla de “valor social” de los pacientes, un serio problema ético.
- El aplauso generalizado. A él se insta, con imágenes reiteradas. Aplauso a médicos, a policías, a militares, también a quienes han tenido la fortuna de salir de la UCI (no sabemos si para curarse definitivamente o no).
Si hay una imagen en la que se
muestra lo que significa ser individuo olvidando al sujeto es la que ofrecen las improvisadas
morgues, con ataúdes iguales y alineados (suponemos que también “trazables”).
Sabemos que la muerte es igualitaria (de aquella manera, porque el coronavirus podría
cebarse con quienes malviven en campamentos de refugiados), pero tan brusco
destino, infeccioso, casi medieval, no será conciliable con los sentimientos
de quienes han querido y siguen queriendo al que murió.
Cada cadáver compartirá con los
demás no solo ese terrible espacio, también el carácter excepcional de la
higiénica distancia con los vivos. Se bloquea el duelo convencional y aumenta
el dolor de la pérdida, que lo es, no ya de un individuo anciano o joven, con o
sin patologías previas, sino de un sujeto querido, con una biografía única, singular
en toda la historia del mundo.
Frente a la frágil, a veces falsa, unión a la que se nos
insta, existen casos realmente ejemplares de amor. Mi amigo el psicoanalista
Gustavo Dessal publicó recientemente un hermoso y cariñoso artículo al
respecto, “También amor”.
La responsabilidad puede exigirse;
el amor no, ya que brota o no del corazón de cada cual para ayudar a otro en lo
que precisa. Alguien puede hacer sonreír a un niño enfermo. Habrá quien haga compañía
a pesar de los pesares. Otro brindará el apoyo que pueda proporcionar a una
persona discapacitada. Colegios de Psicólogos han brindado teléfonos de ayuda. Hay sacerdotes que proporcionan asistencia espiritual a creyentes católicos.
Ninguna de esas personas serán
consideradas heroicas; no lo precisan. La fragilidad humana es una buena prueba
para proporcionar el mejor contagio, el que el amor permite. Incluso desde la
creencia, el Gran Misterio, la Alteridad Inmanente se muestra en la belleza de
lo que existe, pero, sobre todo, en la concreción de quien sufre, de quien,
siendo moribundo, encarna en sí la gran pregunta existencial.
Aunque, como seres humanos, tengamos
esa tendencia a la repetición de lo peor, esa pulsión de muerte que tan
brillantemente mostró Freud, también lo bueno compensa muchas cosas. Si esta
pandemia nos encontró casi como en 1918, no es menos cierto que, en el siglo
transcurrido, el desarrollo científico ha sido y sigue siendo impresionante. Es
por eso que cada día que pase sabremos más de éste virus, de otros que puedan
afectarnos y de cómo prevenir sus infecciones con vacunas adecuadas y
tratamientos mejores. Esa es la esperanza racional en la ciencia, algo alejado
del cientificismo cargado de promesas.
En este sentido, proporciono a
continuación una serie de enlaces que creo útiles para el lector interesado en
aspectos científicos relacionados con el coronavirus (basta con pulsar los
textos para ir a los enlaces correspondientes):
- Un excelente artículo de Mukherjee (premio Pulitzer por su libro “El emperador de todos los males”): How Does the Coronavirus Behave Inside a Patient?
- Un conjunto de artículos de Scientific American
- La experiencia de una investigadora que lleva muchos años trabajando con coronavirus: Forty years with coronaviruses
- Artículos del National Geographic
- Colección de artículos de The Lancet
- Colección de artículos del NEJM