jueves, 12 de marzo de 2020

MEDICINA. Un experimento de la naturaleza.




"Die Rose ist ohne Warum.
Sie blühet, weil sie blühet." 
Angelus Silesius

Et voilà. Un paréntesis en el relato mítico cientificista del progreso incesante. Ya no hablan en los telediarios del gen recién descubierto o del artificio que usan las células para esconderse o de cómo podríamos inducirlas a suicidarse, con publicaciones en Nature y demás que augurarían la curación del cáncer o, como dijo algún clarividente, “la muerte de la muerte”.

Ahora no somos nosotros quienes jugamos con células o con adenovirus vectores de terapias génicas. Ahora resulta que un virus diferente, tipo ARN, que siempre pinta mal, puede aguarnos la fiesta. Ese virus es peor que los ladrones que pedían “la bolsa o la vida”. Este virus nos pide las dos cosas, la Bolsa, que cae en picado, y la Vida de muchos.
Es geométricamente hermoso, tanto como dañino, aunque menos malo que algún primo suyo responsable de la mal llamada “gripe española” que hace poco más de un siglo se llevó por delante a mucha más gente que la guerra mundial de esa época.

Luce bien al microscopio electrónico, con su corona espiculada, preparada para introducirlo en nuestras células y reproducirse en ellas.

Es seguro que, como especie, sobreviviremos a ese ataque que, en nuestro país, está ahora mismo en plena fase exponencial, a pesar de contenciones, reforzadas en “focos” y de situaciones “controladas”. Pero habrá gente que llore (o lloremos) por culpa de algo que incluso se discute si es vivo o no ya que propiamente solo se reproduce gracias a células, a las nuestras en este caso. Eso, un virus, sí que es la plasmación real de la metáfora informativa. Desde la visión antropocéntrica, hasta Dawkins tiene razón, estamos ante un gen egoísta (un genoma más bien, un tanto reducido), muy, muy egoísta, y que entra en pleno narcisismo procreador atacándonos porque "ve" en nuestros cuerpos un excelente caldo de cultivo y en el genoma de nuestras células un ordenador a su servicio. 

Las consecuencias van siendo sabidas. La mayoría de los infectados sobreviven prácticamente sin darse cuenta de la enfermedad; otros la sufren y tienen que ser hospitalizados. Algunos incluso se mueren. Como antes de la época científica. ¿Cómo es posible?

Y no hay nada que hacer más allá de medidas de prevención, siendo muy discutibles las tomadas, por ausentes o insuficientes, y confiar en que el cambio estacional atempere ese peligro vital. ¿Quién lo iba a decir? Casi como en el siglo XIV, aunque entonces, en vez de un virus, fuera la Yersinia, un personaje que requería la complicación de vectores intermedios como las pulgas de ratas, cosa que el virus, mucho más elegante, no precisa.

Y resulta que algo así nos sitúa en nuestra fragilidad, en nuestra miseria. Nos iguala a todos por una vez, como la hermana muerte. Cosa de chinos, pensábamos muchos a principios de enero; cosas de autoritarios que cierran una ciudad superpoblada. Quién iba a decir que en la hermosa Italia se instalara eso, algo que recuerda lejanamente a la película “La cosa”. ¿Qué hace en Italia, fuera de donde debe estar? ¿Y qué hace Italia, país culto, europeo, avanzado, rico en memoria histórica? Cerrarse al mundo, pasar a la cuarentena total. Y no solo eso, nos señala a la vez que otro país, el nuestro, la seguirá en unos cuantos días en su evolución si Dios no lo remedia, porque la ciencia, que tanto sabe ya del virus, justo es reconocerlo, es impotente aquí y ahora para luchar contra él de forma claramente superior a cómo se hacía en la Edad Media, salvando, eso sí, los avances higiénicos de limpieza.

¿Por qué?  Es una pregunta tan natural como inútil. Así es la vida. Como decía Angelus Silesius, “la rosa es sin porqué, florece porque florece”. Así ha sido y así será. Cae un meteorito, se produce un brusco cambio climático y los grandes dinosaurios desaparecen, a la vez que pequeños mamíferos siguen su rumbo. Acabamos apareciendo. Somos fruto del azar. O no solo eso, pero ahí ya entra la creencia de cada cual. 

Desde la fe, un Deus absconditus, un Deus ludens, juega a los dados con el Universo a todas las escalas, desde el ámbito de las partículas hasta el caos clásico. Somos resultado de ese juego divino, que algunos vemos como amoroso, lo que no excluye la perspectiva trágica, al contrario; más bien sostiene la posición de la rebeldía, de la desmesura.

Y un simple virus nos muestra como seres frágiles, trágicos, que pueden rebelarse contra la adversidad y, a la vez, ayudar a otros en medio de ella. De ahí, de esa rebeldía y fraternidad procede a la vez, en medio de la ignorancia y fragilidad que nos es constitutiva, también nuestra grandeza, pues podemos, a pesar de todo, disfrutar de la música, de las flores y las estrellas. Podemos, a pesar de todo, amar y quizá hasta llegar a saber morir cuando eso ocurra (que no hay prisa), sabiendo que hemos sido habitantes de un mundo maravilloso, y responsables, para bien y para mal, de su cuidado.

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