viernes, 27 de marzo de 2015

Lejos de casa

Exceptuando casos de grandes exploradores, nuestra casa es nuestro espacio habitual y referencia de retorno cuando viajamos. Nos vamos sabiendo que volveremos a ella. Tal vez los más caseros sean los nómadas, que la llevan consigo.

Quizá nadie olvide su casa, ni siquiera quienes sufren la enfermedad de Alzheimer, que quieren a veces retornar a ella, a la suya propiamente, a la de su infancia. En las trincheras eran tan frecuentes las llamadas de soldados heridos a su madre como el deseo de regresar a casa; en cierto modo, la madre y la casa son lo mismo. No cabe el olvido de algo esencial. Incluso el viaje heroico tiene la perspectiva del retorno, como canta la Odisea.

Quien se ve forzado a emigrar, algo tristemente habitual en estos tiempos, lo hace con la idea de volver aunque después eso no ocurra y, en cierto sentido, el retorno a casa suponga un cambio geográfico de la casa misma, una adaptación al nuevo medio.

Por eso, algo que puede horrorizar es la imposibilidad de volver, especialmente cuando más próxima está esa casa y cuanto más hermoso es lo que nos separa de ella.

En la película Gravity se muestra la gran soledad de la protagonista en el Universo tan bello como hostil, con la casa, concebida en este caso como la Tierra misma, tan aparentemente cercana. La belleza natural no siempre es acogedora y esos “espacios infinitos” pascalianos pueden suponer el máximo horror si se está solo en ellos para siempre.

Una pintura de Wyeth, “El mundo de Christina”, simboliza lo mismo: la cercanía insalvable. También, como en Gravity, estamos ante la belleza natural que oculta al principio lo terrible. En esta pintura, lo observable a primera vista es una joven tendida en un espacio abierto con unas casas al fondo, una imagen de serenidad, de sosiego. Sólo cuando sabemos de la parálisis de Christina es cuando nos damos cuenta de la fatal situación.
En ambos casos se da una cercanía aparente sólo para el observador. En Gravity hay alejamiento real por un fallo técnico. En la pintura de Wyeth el fallo es neurológico. En ambos casos, la belleza de la que podría surgir un sentimiento extático se convierte, por el contrario, en cruel elemento de separación, de aislamiento en la proximidad.

Los dos ejemplos nos recuerdan la soledad esencial, la que se da en este “ser arrojados” que dijo alguien, algo que puede paliarse si concebimos el ser como siendo para otros, como apuntaba Lévinas.

lunes, 23 de marzo de 2015

El necesario recuerdo de nuestra ignorancia



“Frente a los enigmas del mundo material, el investigador de la naturaleza está habituado desde hace tiempo, con viril renuncia, a pronunciar su ignoramus... donde él ahora no sabe, pero podría acaso saber, o sabrá un día, en ciertas condiciones. Pero frente a los enigmas relativos a qué sean materia y fuerza y cómo ellas puedan ser capaces de pensar debe, una vez por todas, plegarse a un veredicto mucho más duramente renunciatorio: ignorabimus!”  
Emil du Bois-Reymond. “Über die Grenzen des Naturerkennens”.

No sabemos.

Cualquier persona sensata estará de acuerdo en que ignoramos mucho de nuestro mundo y de nosotros mismos. Pero Du Bois-Reymond fue mucho más allá al declarar que hay cosas sobre las que nunca podremos saber y no se refería a la metafísica sino a la propia física.

Esa ignorancia esencial puede extenderse o no a todos los ámbitos del conocimiento. Pero no parecía que también afectara a las matemáticas. Hilbert decía que “La convicción en la resolubilidad de todo problema matemático es un incentivo para el trabajador. Escuchamos dentro de nosotros el canto imperecedero: he ahí un problema. Busca su solución. La podrás encontrar mediante la razón pura, pues en la matemática no hay ignorabimus”.
Mucho más tarde en su vida, al retirarse, insistió en que “En lugar del necio ignorabimus, nuestra respuesta es la contraria: “Debemos saber, sabremos”. Esa frase, tal como él la pronunció figura como epitafio en su tumba en Göttingen  Y así, en alemán, tiene hasta cierta tonalidad poética: “Wir müssen wissen, wir werden wissen”. Sabemos que Gödel desbarató esa afirmación transformándola en deseo imposible al demostrar que las matemáticas no pueden ser completas y consistentes a la vez.

En Fisica, Heisenberg mostraba límites esenciales al conocimiento posible en el ámbito cuántico haciendo así afirmación tanto del ignoramus como del ignorabimus, en forma de principio de incertidumbre.

Esos límites en el conocimiento físico y matemático lo son, en cierto modo, ahora y para siempre. Nunca tendremos una aritmética completa y consistente a la vez y nunca podremos medir simultáneamente el momento y la posición de una partícula. Ese “nunca” en cierto modo trasciende al tiempo: que lo sepamos ahora supone que siempre ha sido así (aun cuando no hablásemos de partículas) y que siempre será así, aunque hablemos de cuerdas. Pero podemos vivir con ello. A fin de cuentas, las matemáticas siguen avanzando y la indeterminación cuántica no sólo no nos impide hacer predicciones magníficas en ese ámbito sino que ofrece un panorama de ricas posibilidades epistémicas.

El ignorabimus al que nos resistimos se da más bien en el orden más pragmático. ¿Ignoraremos siempre lo necesario para predecir con tiempo suficiente catástrofes geológicas o meteorológicas? ¿Podremos algún día prevenir crisis económicas o guerras? ¿Podremos curar el cáncer y, en general, cualquier enfermedad?  Se trata de un orden práctico y que mira al futuro aunque use el presente y el pasado como “base de datos”.

La utopía cientificista supone asumir como postulado la inexistencia del ignorabimus en el ámbito de lo humano. Pero como toda utopía, o es inalcanzable o se transforma en lo peor, en distopía realizable. Y es que, además del hecho tan cuestionado por muchos científicos del libre albedrío, son tantas las variables que intervienen en el proceso histórico, que la predicción, o prospectiva como prefieren decir algunos estudiosos, se hace inviable a tal punto que, en el mejor de los casos, podemos saber, como dicen que decía Sócrates, que no sabemos nada. Ello es así porque incluso en el caso de fenómenos dependientes de pocas variables asistimos en general a procesos no lineales, a situaciones en las que rigen leyes de potencia en vez de desviaciones de curvas gaussianas y que darán cuenta retrodictivamente, pero no a priori, de sucesos como la desigualdad económica o el éxito social o político, o el desencadenamiento de una guerra, hambrunas o epidemias.

Nada parece programable por mucha potencia de cálculo que haya. De vez en cuando suceden acontecimientos que cambian todo drásticamente. Un disparo en Sarajevo, aviones que chocan con las Torres Gemelas, un suspenso a quien quería ser pintor de Academia… Pero también grandes descubrimientos como la penicilina o la radiación de fondo de microondas. Son los llamados “cisnes negros” por Nassim Nicholas Taleb.

La Historia no es precisamente algo meramente incremental, ni siquiera revolucionario; también contempla catástrofes. Según Cicerón, “Historia magistra vitae est et testis temporum”. Ese magisterio no nos dirá propiamente nada de lo que pueda ocurrir, aunque lo consideremos con instrumentos científicos. Ahora bien, nos servirá para estar advertidos ante acontecimientos sorprendentes para bien y, demasiadas veces, para mal, pero sucesos de los que, en mayor o menor grado, seremos responsables. La advertencia de nuestra ignorancia parece la mejor de las formas con que mirar hacia el futuro, incluso el más inmediato.

viernes, 13 de marzo de 2015

¿Qué recuerdan los que más olvidan?


 “Can dementia’s frozen walls be broken so that hearthside warmth of home again is known?”
Daniel C. Potts.

¿Qué siente una persona que padece la enfermedad de Alzheimer?
La pregunta suele enunciarse así, preguntando por el sentir, por un sentir básico, primordial, ya que se supone que el saber ha desaparecido o va desapareciendo. ¿Y si no fuera así? ¿Y si el paciente supiera lo esencial? Porque… ¿Qué es saber lo esencial?

Lo peor de quien padece Alzheimer no es que olvide, sino que es olvidado por quienes están o creen estar a su lado, por quienes hemos estado aparentemente a su lado.

La historia natural de esta demencia es bien conocida. Una vez diagnosticada, es predecible lo que ocurrirá. Pero es una enfermedad neurológica o psíquica (los psiquiatras biologicistas aspiran en el fondo a ser neurólogos) y no es comparable, por ello, a una enfermedad del aparato digestivo o del riñón. Lo que ocurrirá será sólo marca exterior, visible, del deterioro interno, profundo.

Somos seres hablantes y la afasia, no poder decir al principio lo que se desea o hacerlo dando largos rodeos, la dificultad posterior de nombrar incluso a quien se quiere, apunta a la mortalidad en vida del demente, que está vivo sin vivir, sin hablar después de haber tenido durante meses un discurso tan estereotipado como absurdo.

Desde ese estado es factible, sin embargo, poder gritar… con pinceles. Ese fue el caso de William Utermohlen, a quien se le diagnosticó Alzheimer a los sesenta y un años. Pintaba antes y siguió haciéndolo. Se pintó a sí mismo, y la evolución de sus autorretratos mostró la tragedia oculta. En pinturas sucesivas Utermohlen era dicho por sí mismo, por lo que quedase de él. Lienzos distintos evocan la única pintura que se transforma terriblemente, evocando injustamente a Dorian Gray.

¿Qué quiso mostrar Utermohlen? Quizá todo, tal vez nada. A veces la diferencia entre todo y nada es sutil, incluso cuando nos referimos a Dios, según sermoneaba el Maestro Eckhart.

Hay quien quizá prefiera, al pintar demente, ignorarse a sí mismo, fascinándose por una imagen, como le sucedió a Carolus Horn con el puente Rialto de Venecia.

Quien pinta sigue pintando y, ya diagnosticado de demencia, Willem de Kooning siguió haciéndolo para delicia de críticos (o mercaderes) de arte e inspiración de un grupo musical

¿Será bueno pintar cuando no se puede hablar? Eso es lo que propone el Dr. Potts al comprobar que a su padre demente, Lester, parecía satisfacerle tal actividad.

Hay cierta obsesión en ligar la enfermedad psíquica, principalmente la psicosis, ahora la demencia, a brotes de creatividad. Kay R Jamison, psicótica y psiquiatra, escribió un libro al respecto, “Touched with Fire”, pero… maldito sea ese fuego.

Me quedo con Utermohlen, que me evoca a Munch, porque gritó no sólo a los suyos. A todos nos hizo llegar una vez más la trágica diferencia para el ser que sufre entre la burda aproximación cientificista, esencialista, a la enfermedad, frente al cuidado existencial al enfermo.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Lo animal o el recuerdo del alma

“Modern humanism is the faith that through science humankind can know the truth – and so be free. But if Darwin’s theory of natural selection is true this is impossible. The human mind serves evolutionary success, not truth. To think otherwise is to resurrect the pre-Darwinian error that humans are different from all other animals. John Gray

El fisicalismo considera al ser humano como un mero sistema biológico. A la vez, soporta una nueva utopía, la cientificista, la que considera el progreso ilimitado, sin pensar que una utopía o bien no es realizable haciendo honor a su nombre o bien se transforma en lo peor, en la distopía. Ya vimos sus efectos en el siglo XX. Ese “progreso” puede acabar con todos nosotros de modo literal o privándonos de nuestra libertad.

Ante el avance científico, el Dasein parece evaporarse pero a la vez, paradójicamente, el propio sentimiento de lo animal también se oculta. Entre un dualismo anticuado y un monismo bastante naïf, no nos entendemos a nosotros mismos. Seguimos viéndonos como cuerpos y almas o, como alternativa, como genes que informan una compleja organización molecular. Hay perspectivas holísticas, de sistemas emergentes, pero no basta nada de lo que tenemos a mano para explicarnos. 

Es llamativo que ninguno de esos extremos asuma lo biológico en sentido auténtico, el misterio de la animalidad que compartimos con tantos seres diferentes. Curiosamente, podríamos ver a Freud como un biologicista en sentido noble, pues al mostrar la misteriosa relación de lo inconsciente a nosotros con lo que creemos ser y con nuestras acciones, ancló su teoría en nuestra animalidad subyacente, como organismos que se alimentan y se reproducen. El pecho nutricio, los esfínteres, lo genital… Es lo animal lo que, extrañamente mezclado con lo cultural, con lo familiar, nos lleva por el único río de cada biografía.

El lenguaje nos hace humanos y, por serlo, somos conscientes de muerte y, según Heidegger, seres para ella. Dice Bauman que es precisamente por la ausencia de motivos ulteriores que la expresión espontánea de vida puede ser radical. Pero la muerte no sólo se instala como pensamiento; también lo hace más poderosamente, más enraizadamente de modo pulsional. Quizá sea eso lo que paradójicamente más nos separa de la animalidad, en donde la muerte de unos no es más que medio para la vida de otros.

“En la vida y en la muerte somos de Dios”, les escribió San Pablo a los romanos” (Rom 14:8). También lo son los animales, motivo de alabanza a Dios por parte del humilde Francisco de Asís, quizá porque sólo Dios (a saber qué queremos decir con esa palabra desgastada) comprenda lo animal, porque sólo el Gran Espíritu se compadezca de todas sus criaturas. Hay un hermoso poema de Salvador Rueda (“La dignidad de la muerte”)  que roza esa percepción factible de compasión (de "padecer con") íntima:

“Cerca de la fuentecilla que no suena,
ni con su brillo la retina hiere
un doloroso pajarito muere
roto su iris de plumas por la pena.

La soledad tan sólo ve la escena;
ningún lamento lírico profiere;
solemne, estoica, acata el miserere
con que la muerte sabia lo condena.

No estudia su postura, no declama,
no se desgreña ni a las aves llama;
sólo agoniza el leve pajarito.

Y entre el dolor que trágico lo azota,
Dios baja a recoger su última nota,
y es tan grande que llena lo infinito”

¿Qué es propiamente eso que compartimos con monos, perros, gatos, pájaros o serpientes? Ningún análisis ni síntesis posterior desde la ciencia podrá aclararlo. Nada nos evitará ese “Abgrund”. Sólo desde el arte, desde la poesía, podremos tratar de comprender sin éxito, de maravillarnos ante la enigmática belleza de todos los animales grandes y pequeños, de ese gran conjunto del que formamos parte pero con la carga responsable aún más misteriosa de poder asombrarnos ante la vida, ante algo que sólo desde la humildad socrática podremos amar. Tal vez baste y sobre con entender que el alma vital a todos nos llena para sufrir por la muerte de un animal o alegrarnos con su vida, pues es esa alma universal, la que percibió Teilhard, la que nos contagia e identifica. Quizá el conocimiento de lo animal sólo sea posible desde el animismo, desde lo que apunta al "anima", desde esa forma de religiosidad mística, pura, de identidad ignorante con el universo, desde ese gran vacío espiritual que puede dejar que conectemos con el misterio esencial. 

martes, 24 de febrero de 2015

El olvido de los inocentes

San Pablo parece dar a entender que la misión de Cristo fue “compensar” el pecado de Adán: “Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1ª Cor; 15:22).

Creo que esa idea de un pecado original universal no es propia del judaísmo aunque sí lo sea de modo particular. De hecho, en el Evangelio de Juan se nos dice que Jesús “vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: “Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres para que haya nacido ciego?” Respondió Jesús: “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9;1-4).

Parece así que San Pablo era más papista que el papa o, mejor dicho en este caso, más cristiano que Cristo.

Vivimos en un estado aconfesional (que ya podría ser laico de una santa vez), pero seguimos bajo la influencia poderosa de esa concepción de pecado transmisible, sea de modo universal, paulino, sea bajo la concepción judaica: “Soy un Dios celoso, que castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian” (Deut. 5,9; los párrafos siguientes de ese capítulo del Deuteronomio son más amables).

El pecado original sigue pesando, por muy modernos y evolucionistas que seamos. Hay una concepción pecaminosa de la enfermedad a escala individual como si sólo le aconteciera al irresponsable que no se cuida, que no “se mira”, que no toma una medicación preventiva, etc. Pero también persiste la imagen de pecado transmitido en forma de malos genes, algo difícilmente predecible en el caso de homocigosis recesivas, a la espera de que se anticipe todo lo habido y por haber con el abaratamiento de los tests genéticos, lo que reforzará ese determinismo, esa implicación de la falta paterna que sufrirá el hijo aunque sus padres sean sanos. La tentación eugenésica está servida.

Pero hay otra forma de sufrir el pecado de los padres que no es biológica sino cultural, propiamente socio-económica. Recientemente surgieron dos noticias, dos de tantas, pero que no escandalizan más que a los sensibles, no a los que tienen la seria responsabilidad de tareas de gobierno:

Una se refería a un bebé desahuciado de su casa: 

La otra mostraba que, sin papeles, sin código de barras identificador actualizado, otro bebé no sería atendido por el sistema sanitario público.

Un gobierno de derechas, pro-católico, que dice promover la vida y que se escandaliza por ello ante el aborto, no parece que sea sensible a noticias como las anteriores. Tal vez, precisamente, porque asume el pecado original, según el cual la culpa de la situación de esos niños es de ellos mismos porque la heredan de sus padres, que no habrán sabido vivir de acuerdo a sus posibilidades o que habrán entrado aquí, en esta tierra visitada por la Virgen del Pilar, sin papeles. Esos niños podrán ser redimidos, por el bautismo, del pecado adánico, pero tendrán que cargar con la dura penitencia que les corresponde por el pecado familiar, el de sus padres, que no han estado en el lugar conveniente en el tiempo adecuado.

Ese olvido de los inocentes produce náusea, una náusea que impone el vómito cuando quien rige los destinos económicos del país que gobierna dice que la cosa va bien, que nos recuperamos (y vaya que si se recuperan algunos). La beatería política admite el darwinismo, pero no el biológico, sino el social, como ya expresó un egregio político del PP en su día. Los bebés manchados con el pecado de sus padres (el gobierno, los “mercados”, los banqueros, jamás tienen la culpa) sufrirán las consecuencias de esa “ley” pseudo-darwiniana: pasarán frío, hambre de alimentos y de saberes, morirán jóvenes. Y es que son pecadores.

Pero… quién sabe. Tal vez la maldición bíblica acabe cayendo algún día sobre quien de verdad la merece y no sobre tantos inocentes. Tal vez algún día nuestra patria se libre de semejante ignominia.

lunes, 16 de febrero de 2015

El extraño recuerdo de lo trivial

“Preguntóle Temístocles para qué servía aquel arte: respondió el maestro que para acordarse de todo; y Temístocles replicó: “Más te agradecería que me enseñases el arte de olvidar lo que yo quisiera””.

Cicerón. De Oratore 2, 299.

La memoria es básica para llevar una vida normal: abrocharse los botones de una camisa, tomar un bus, saber en qué día vivimos, quiénes son los que nos rodean… Lo cotidiano vive del pasado; lo sabido ahora, de lo aprendido antes.

No todo se recuerda porque no todo es ya importante o porque no lo ha sido nunca. A veces, aunque ahora no sirva, su valor emocional pasado, bueno o malo, hace de algo recuerdo imperecedero. La zona basolateral de la amígdala cerebral parece importante en ese recuerdo selectivo ligado a emociones. Un sentimiento biográficamente importante iría ligado a un baño adrenérgico interior al que serían sensibles adrenorreceptores localizados en el nervio vago que proyecta al locus coeruleus por medio de núcleos del tracto solitario. A tal punto los afectos del alma se encarnan, que se ha sugerido la atenuación de intensidad de un stress postraumático mediante propanolol u opiáceos administrados poco después de que eso que no debía producirse, el trauma, haya ocurrido. [1]

Al margen del recuerdo emocional, hay una memoria necesaria, la de todo lo que nos permite trabajar, una memoria que acumulará datos y esquemas operacionales adaptados a necesidades concretas de actuación laboral, sea como médicos, como taxistas o como cocineros. Y existe también la memoria dedicada a la actuación principal en la vida, la que rige el comportamiento ético y que se enmarca en el plano cultural en el que vivimos. Esa memoria ha sido conducida mucho tiempo por tradición oral hasta que nació la escritura. La historia ejemplar, el mito transmitido durante generaciones acabó así dando lugar a norma leída, a libros sagrados, y lo mítico y lo místico vivificadores cedieron al dogma extraño y al fanatismo letal. La letra sin alma acabó imponiéndose en muchas almas iletradas.

Parecería que sólo lo importante es recordado y que sólo una alteración profunda como la que ocurre en el autismo puede trastocar la priorización de recuerdos. La película protagonizada por Dustin Hoffman, “Rain Man”, muestra ese contraste. Muchos “savants” son perfectos ignorantes. No siempre la buena memoria, brillante en algunos aspectos, va ligada a la normalidad psíquica. En esas personas parece regir una mezcla extraña de sensaciones ligadas, algo conocido como sinestesia, por la que los números o palabras pueden percibirse no sólo visualmente sino también como sabores y olores. El gran Borges fantaseó con la posibilidad de una memoria exhaustiva, completa, la que reflejó en el relato de “Funes el memorioso”, de quien dice que “pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez”. En esa narración se alude a un modo de sinestesia: “Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc.” El protagonista, Ireneo Funes, acaba muriendo pronto y no sabemos cómo podría soportar su vida, pues destaca Borges que “pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”.

Es ya un tópico decir que la realidad supera la ficción y ocurre que existen personas que recuerdan fuertemente a Funes. Solomon Shereshevskii fue una de ellas. Llegó a fascinar con sus demostraciones como mnemonista, recordando con todo su ser, pues los números eran para él personajes en acción y la apetencia por los alimentos dependía de cómo se le nombraran. Su prodigiosa memoria no le facilitó la relación social [2].

En el año 2000 una mujer llamada Jill Price le escribía al neurobiólogo McGaugh pidiendo ayuda. Decía literalmente que para cualquier fecha desde 1974 hasta el presente podía decir en qué día había caído, lo que estaba haciendo ese día y si había ocurrido algo importante en esa ocasión. McGaugh confirmó en su laboratorio tales afirmaciones y más tarde acabó encontrando unos cincuenta casos poseedores de lo que definió como memoria autobiográfica altamente superior (HSAM) [3]. Una memoria tan extraordinaria hizo que un locutor, Brad Williams, recibiera el apodo de “hombre Google”.

Son pocos casos los recogidos, pero indican algo llamativo: hay personas que guardan en su memoria todo lo trivial. Al margen de estudiar qué mecanismos fisiológicos subyacen a esa capacidad (parece que el fascículo uncinado, alterado en la enfermedad de Alzheimer, establece mejores conexiones en estos casos), es inevitable la cuestión heurísticamente finalista: ¿por qué se guarda lo trivial? No parece que en estos casos, a diferencia de personas como Shereshevskii, se den trastornos mentales; algunos suelen estar satisfechos de ese “poder”. Tampoco parecen más inteligentes ni dotados de mayor capacidad mnemonística. Dicho de otro modo, ese exceso de memoria ni les sirve ni les perturba 

¿Sería gente así la que pudo transmitir oralmente las grandes epopeyas antes de que surgiera la escritura? 




[1] McGaugh JL. Making lasting memories: remembering the significant. PNAS. 2013. 110:10402-10407.

[2] Yaro C, Ward J. Searching for Shereshevskii: what is superior about the memory of synaesthetes? Q J Exp Psychol (Hove). 2007 May;60(5):681-95.


[3] McGaugh JL, LePort A. Remembrance of all things past. Sci Am. 2014;2:41-45.

viernes, 6 de febrero de 2015

Memoria y presagio. Omina mortis.

Las diferentes formas de amnesia muestran que una memoria básica hace posible que vivamos nuestro presente.
Todo lo que sabemos, incluso la Ciencia, es construido desde el recuerdo. Vemos fenómenos que suceden a otros y de ahí inferimos relaciones causales. No son demostrables, sólo inducidas pero eso basta, o quizá no. Nos movemos en la explicación causal basada en la constancia de lo recordado y en la esperanza de que una relación fenoménica permanezca en el futuro. Desde esa inducción no sólo podemos predecir observables; también tratamos de explicarlos en términos de causalidad eficiente. Despreciando la finalidad el lenguaje biológico es heurísticamente más finalista que nunca.

Esa necesidad pronóstica siempre se dio y, en ese sentido, el pasado no sólo nos sitúa en el presente; también desvela en mayor o menor grado el futuro, aunque muchas veces los métodos utilizados para ese pronóstico sean inútiles y conduzcan a errores manifiestos. Hay gente que sigue ganándose la vida echando las cartas, leyendo manos o haciendo horóscopos.
Aunque no puede compararse la predicción mágica con la científica, ambas son sostenidas por nuestro modo de ser en el mundo, ambas dependen de que nosotros mismos somos temporales y queremos controlar lo que pueda sucedernos.
Es esa fe la que, en forma de magia, religión o ciencia confiere un sentido a nuestro mundo. Sin ella no hubiera sido posible la revolución neolítica ni ningunos de los bondadosos avances culturales que la siguieron hasta nuestros días. Pero tampoco serían posibles, sin esa fe, todos los males que han acompañado a la Historia humana.

Del afán pronóstico surgieron los calendarios y todo lo que los hizo posibles, la astronomía, el cálculo… El calendario sostuvo y fue sostenido a su vez por la religión. Tal vez sin esa necesidad no hubiera surgido Copérnico. Sólo es aparente la paradoja de que la Iglesia hiciera posible y condenara a la vez a Galileo.
El afán pronóstico impregnó la Medicina hipocrática, para la cual el diagnóstico era un medio como sigue siéndolo en nuestros días. La actividad clínica cristaliza en un diagnóstico del que deriva un pronóstico, un saber sobre el futuro del organismo y que deja abierta la posibilidad o no de una terapia que mejore las malas señales. Ha cambiado mucho la perspectiva clínica. De un empirismo observacional y un cuadro explicativo mítico en los que se movieron celebridades como Galeno, Avicena o Paracelso, hemos pasado a una aplicación de la Ciencia a la Medicina; hemos incluso matematizado el pronóstico siendo las ecuaciones de regresión logística uno de tantos ejemplos de ese intento cuantificador. La Ciencia es un buen marco, pero el cientificismo hace de la ciencia mito, el que señala a la utopía del progreso, a una nueva religión secularizada. El contexto en cierto modo no ha cambiado porque nosotros no lo hemos hecho como organismo biológico ni cultural. Seguimos precisando el mito, aunque sea un mito científico.
Lo que ocurre es que ese mito no retiene la fuerza explicativa de otros tiempos para vislumbrar el futuro.

El historiador Miguel Requena ha dedicado un precioso libro a los presagios de muerte (“Omina mortis”) a emperadores romanos. De su lectura deducimos que si los dioses nos abandonan, nos espera sufrimiento y muerte y que ese  abandono se acompaña de signos que anuncian la irrupción de lo salvaje, de lo caótico, en la ciudad que la divinidad protegía, signos que anuncian la muerte de su mayor responsable político. Pero el abandono divino no es caprichoso sino consecuencia de la falta ética, y los signos anuncian las mortales consecuencias. No sorprende que Cómodo haya sido objeto preferente de los omina mortis. A veces, esos presagios anuncian que, con la muerte del héroe, no hay tanto abandono del dios cuanto divinización de aquél, y auguran, por ello, más bien la apoteosis que la muerte que la precede.
La ambivalencia ritual de la sangre en la antigüedad, como contaminante o como fuerza vital, permanece en nuestros días. Lo apotropaico colectivo precede el afán soteriológico individual de los misterios, que también hace de la sangre elemento vivificador, sea con Mitra o con Cristo. El símbolo de la puerta que da paso a la vida pero que puede abrirse al infierno, también subsiste. El libro está centrado en la Roma republicana e imperial, pero mantiene su vigencia, con matices, en nuestro tiempo. No podría ser de otro modo siendo el sujeto un ser simbólico.

Y ocurre que precisamente por ser el sujeto más que un mero organismo, los pronósticos actuales científicos pierden fuerza en el ámbito clínico. Recientemente Enrique Gavilán ilustraba en un bello artículo la posibilidad de elegir incluso ante lo peor y cómo esa elección transforma el tiempo vital, de forma cualitativa y, a veces incluso también cuantitativamente. http://www.nogracias.eu/2015/02/04/las-dos-muertes-de-ivan-illich/#comments En el mismo sentido se había expresado Stephen Gould, desde una sólo aparente frialdad matemática http://cancerguide.org/median_not_msg.html


Y es que, viviendo en el tiempo, podemos sin embargo tener atisbos de eternidad, presentes eternos porque lo que importa es sólo eso: el presente pues, como dijo Wittgenstein, “tiene vida eterna quien vive en el presente”. Sólo desde esa “presentificación” puede también incluso la creencia imaginar lo eterno.

viernes, 30 de enero de 2015

ELLA. Promesa y olvido.

“…aunque se hundan en el mar saldrán de nuevo, 
aunque los amantes se pierdan quedará el amor; 
y la muerte no tendrá señorío”


(Death shall have no dominion. Dylan Thomas).

“Hoy te prometo amor eterno”… canta Il Divo.
Una promesa así, de lealtad amorosa perenne, sólo surge desde la imposibilidad de prometer nada, desde el enamoramiento. Creo que Lacan decía que amar es dar lo que no se tiene a alguien que no es, o algo parecido. Pero nadie está para reflexiones lacanianas ni de otro tipo cuando se enamora.

Esa promesa puede cumplirse, incluso sin saberse, incluso casi sin querer, como muestra la hermosa “Carta a D.” de André Gorz, un hombre que se lamentaba en ese texto al recordar que para él “un amor naufragado, imposible, concedía nobleza literaria” y que “se sentía cómodo en la estética del fracaso y la aniquilación”. Esa aspiración romántica juvenil que pretende realzar el amor erótico mezclándolo con la fascinación de thanatos que lo haría imposible acabó en su caso cediendo al amor perenne… hasta la muerte de ambos. Fue la enfermedad de ella la que desencadenó un suicidio conjunto porque la vida de él dejaría de ser vida real sin su amor, el único, el suyo, sentido siempre pero tardíamente expresado en palabras, aunque ella no las necesitara… o tal vez sí.

El recuerdo actualizado de la gran pasión amorosa equipara el olvido que supondría el duelo a la muerte misma y, ante eso, la opción del suicidio parece la única posibilidad.
Es habitual que una promesa de amor se quiebre tras la legalización que supone el matrimonio. En la Iglesia católica, la promesa romántica cede ante la promesa sacramental, la que obliga…“hasta que la muerte os separe”. Y cuando la promesa se transforma en compromiso simplemente desaparece. Para dos enamorados, nada más fácil que prometer como puro sentimiento inefable que implica el deseo de envejecer juntos, algo no siempre posible y que ha inspirado un hermoso poema gallego cuya traducción a diecinueve idiomas conforma, con preciosas ilustraciones, un libro único, “Se envellecemos xuntos”. La inspiración del poeta (Xulio López Valcárcel) surgió del lamento de una joven al ver a su novio abatido por las balas (“Adiós amor, ya no envejeceremos juntos”).

El joven judío Jesús respondió a una pregunta farisaica sobre la pareja en el más allá desde la carencia de sentido de la cuestión planteada (Lc. 20; 27-37). Pero la promesa de amor eterno no contempla la muerte ni el olvido. Tampoco ningún cielo. Tal vez por ello, el libro de Haggard, “Ella”, ha sido tan interesante como para ser citado por Freud (“Un libro raro, pero lleno de un sentido oculto; el eterno femenino, lo imperecedero de nuestros afectos”) y por Jung (“El anima es impulso vital, pero además tiene algo extrañamente significativo, algo así como un saber secreto o sabiduría oculta”…“A su Ella, Rider Haggard la llama hija de la sabiduría”). Ayesha, la protagonista, “la que debe ser obedecida”, ha conseguido la inmortalidad tras el paso por el fuego purificador, e instalada en ella espera el regreso de su amor reencarnado. Invitándolo a la inmortalidad, para ella el segundo paso por la llama supone la muerte y eso hace que sea él, desde la invulnerabilidad adquirida, quien tome el testigo de la espera durante eones de la reencarnación de su amor perdido. El amor puramente erótico le había hecho olvidar a ella cualquier restricción ética, mostrando que quien ama no es necesariamente amable y pudiendo la insatisfacción erótica acompañarse tanto del mantenimiento de la esperanza en el único amor como de la tiranía odiosa hacia todos los demás que despliega la protagonista.

El deseo sustenta la necesidad del amor imborrable incluso tras la muerte porque más allá del mito, lejos de la religión, es necesaria la permanencia del amor desde el sentimiento de promesa inicial y, si hacemos caso a Dylan Thomas, ni siquiera la muerte tendrá señorío sobre ese deseo.

viernes, 23 de enero de 2015

Donde habita el olvido

"... donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia
...
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.”

Luis  Cernuda

En una canción de Sabina, antes en un poema de Cernuda y antes aún en un verso de Bécquer, se alude a ese extraño lugar en donde habita el olvido. Un lugar para ser buscado, generalmente desde el fracaso. Un lugar que no existe… o sí, quizá en nuestro hipocampo o en alguna de sus conexiones. Pero el lugar poético no es el anatómico y tampoco el camino a él. Una indagación que parece extraña al ser humano pero no por ello infrecuente. Se busca la calma donde no la habrá. “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido” decía Neruda. El oxímoron del olvido en el recuerdo, la imposibilidad de actuar sobre lo que es más ajeno a la voluntad.

Los hay que optan por atajos. Jorge Negrete, más sensible de lo que su machismo aparentaba, le cantaba a “Ella”
“Quise hallar el olvido 
al estilo Jalisco,
 

pero aquellos mariachis y aquel tequila;
 

me hicieron llorar.”
Y lo hacía mintiendo ya que no tomaba alcohol según dicen a pesar de lo cual murió joven por insuficiencia hepática. Así son las cosas; el alcohólico Leigh Fermor moría tras más de noventa años de vida lúcida y activa. Lo estadístico no tiene valor individual.

Quizá en el fondo estemos ante la pulsión de muerte liberada al fracasar el amor y que puede pasar al acto como suicidio o como lenta intoxicación. Porque querer olvidar no parece muy distinto a querer morir.

Pero tal vez tengan razón esos pocos que hablaron de “donde habita el olvido”. ¿Dónde puede habitar mejor que en casa? No en la casa actual, sino en la más propia, casi placentaria, en la de la niñez. Es curioso que quieran ir allí, a “su” casa quienes ya están propiamente instalados en un mal olvido (no el peor quizá), el que supone la enfermedad de Alzheimer. Es allí, en ese lugar del recuerdo primigenio, que en muchos casos no existe ya en el mundo físico (como tampoco los padres), donde habita ese olvido de terrible apariencia y que sólo la muerte dulcificará a los ojos de quienes contemplan el drama. “Quiero ir con mis padres”, “quiero ir a mi casa”… y de nada valen argumentos ante eso que se muestra como más real, ante esa atracción de la casa iluminada en la que habita el olvido.
De forma más rápida, esa vuelta a casa, tras la que seremos olvidados, es descrita por quienes han tenido experiencias próximas a la muerte, en forma de encuentros con familiares fallecidos, como luz que sosiega… 

El tiempo existencial no es el tiempo de reloj sino el de vida vivida, y, sea en años de demencia o en segundos de tránsito, nos espera al final la vuelta a casa, como tierra que acoge un cadáver o como misterio que trasciende al tiempo, según creencias. Pero se cierra así el ciclo. 

Y será en ese atardecer cuando quizá seamos juzgados en el amor, como decía San Juan de la Cruz, tal vez por nosotros mismos… ya no lejos, ya donde sí habita el olvido.

jueves, 15 de enero de 2015

¿Dónde está la sabiduría?

" Where is the wisdom we have lost in knowledge?
Where is the knowledge we have lost in information?"

T. S. Eliot

Es fácil hoy en día saber mucho más de lo que sabía Aristóteles, pero eso no supone ser más sabios de lo que él era.
Incluso en este tiempo de saberes especializados en que es habitual que investigadores científicos de renombre sepan mucho de un ámbito reducido de lo real y muy poco o nada de fuera de él, hay personas que pueden tener un afán enciclopedista y pretender saber de muchas cosas. La imagen del ideal renacentista permanece.
Hay incluso quien imagina una simbiosis con la máquina, cuando no una captación real de su pretendido saber, en forma de datos y más datos, una Wikipedia bionizada.
Pero tener mucha información sobre algo no equivale a conocerlo. Uno puede saber mucho de un país pero desconocerlo. Los datos, la información, esa triste palabra que alimenta el sueño cuantitativo, no suponen conocimiento. Es posible, desde luego, lograrlo, saber desde la experiencia real; no es lo mismo leer sobre la India que vivir una temporada en ella. No es igual leer sobre una religión que haber sido educado en una familia religiosa. 
¿Quién no aspira al conocimiento? Se habla de las supuestas (y falsas) virtudes del “aprender jugando”, sea ese aprendizaje de inglés o de matemáticas. Estamos en un tiempo en que el conocimiento se considera algo que se tiene, como una cosa, algo a lo que se le suele llamar curriculum vitae, como si la vida profesional fuera una acumulación de certificados y reconocimientos. Conocer como tener (antes se usaba la expresión “tengo estudios”), en forma de diploma o licenciatura o cualquier otro modo enmarcable. Hoy en día retornamos a esa triste concepción del saber bajo el modo industrial, el de la normativización ISO y tonterías similares.
Hay personas que conocen mundo, que saben mucho de muchas cosas. Pero ese saber sigue siendo algo ajeno a la sabiduría.

¿Dónde está? ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? 

El infatigable lector Harold Bloom se hizo esa pregunta al borde de la muerte y de ella surgió un precioso ensayo… sin respuesta. Porque no la hay propiamente. Él, un judío gnóstico, picó aquí y allá, en la fuente J, en la fuente Q, en Proust, en Freud, en Shakespeare, en Montaigne. Un gnóstico un tanto decepcionado incluso por lo que paradójicamente le ayudaría, por Nag Hammadi, donde el sueño se confrontó al hallazgo.
Si Harold Bloom no la da encontrado, ¿A quién recurrimos? ¿A maestros religiosos? ¿A filósofos? ¿A poetas? ¿Buscamos desde la ciencia? ¿Indagamos en la Historia?

Tal vez la clave resida en la imposibilidad. En que, si el conocimiento es alcanzable, la sabiduría no; en que si el conocimiento da respuestas, la sabiduría sólo puede ofrecer preguntas. Y tal vez por ello no fuera propiamente humilde Sócrates si dijo que sólo sabía que no sabía nada. Quizá así reveló en realidad un gran orgullo.
Tal vez también por ello, Kant fuera más sabio que otros que le precedieron, porque formuló preguntas… que respondió como respondió. Pero las hizo.
Y la gran pregunta es tan importante que surge como mandato, como norma de vida
buscadora. Se plasmó en Delfos y sigue vigente. Una cuestión que enlaza con otra formulada por un gran psicoanalista contemporáneo: ¿Qué quieres? Y que va más allá, por ir más al centro existencial, que las cuestiones kantianas.

No es descartable que la sabiduría se dé como la felicidad, sólo ocasionalmente. Un célebre y hermoso cuento proclamaba que el hombre feliz no tenía camisa. Diógenes, de quien dicen que era sabio, tampoco se vestía muy bien. El mal no reside en la imposibilidad de ser sabios sino en el olvido de que la sabiduría existe aunque no la alcancemos. Es probable que muchos nos muramos sin tocarla, pero valdrá la pena buscarla.