sábado, 4 de abril de 2020

MEDICINA. Covid-19. Del sujeto al individuo muestral.





Uno de los grandes avances científicos fue la visión atomística de la Naturaleza. Los átomos, supuestos ya por los griegos, se manifestaron de modo científico gracias a personalidades como Dalton, Boltzmann y Einstein. Sabemos que no son tales, que están a su vez compuestos, pero eso importa poco conceptualmente.

En el mundo biológico, el atomismo acogió la visión de la célula como unidad de vida. Más tarde ese atomismo se hizo bioquímico y acabó siendo informativo, genético.

Hay un ámbito en el que, para bien y para mal, también triunfó el atomismo. Ocurrió cuando pasó a verse cada organismo como entidad individual de un conjunto de organismos similares de su misma especie. Eso facilitó la irrupción de la herramienta estadística a la hora de plantearse cuestiones clínicas. Podemos comparar un grupo de individuos con otro, similares en todo (cosa difícil de lograr a base de “randomización”) pero diferentes en una variable (la exposición a un tóxico, la ingesta de un fármaco, un hábito de vida, lo que sea) y ver el efecto de esa variable sobre otra u otras de interés. Los estudios comparativos pueden revelar relaciones entre dos o más variables y sostienen los estudios de tipo caso – control, los ensayos clínicos, análisis multivariantes, la observación de cohortes, etc.

Si hay semejanza en la inmensa mayoría de variables que puedan interferir con la relación a analizar en los grupos de individuos usados, la estadística concluirá si los efectos observables se deben a una relación entre variables concretas o son fruto del azar. Es desde esta concepción del ser humano como individuo, como átomo muestral, que el contraste estadístico ha permitido en muchos casos pasar, como se ha dicho a veces, de la eminencia clínica a la evidencia científica. Lamentablemente, esa aproximación, conocida como “Medicina basada en la evidencia”, no ha sido inmune a artefactos inherentes a sesgos por interés curricular o económico.

     La concepción del ser humano difiere según el observador, aunque éste sea médico. No son equivalentes las miradas de un internista, de un médico de familia, de un psiquiatra, de un patólogo, de un radiólogo, de un pediatra o de un neumólogo. La Medicina es apoyada por la ciencia, pero no es una ciencia en sí, ya que cada encuentro clínico es singular, por serlo de dos subjetividades.

Hay una mirada en la que la perspectiva clínica se evapora. Es la que confunde a cada sujeto con un átomo, con un individuo. Como tal, pasa a ser elemento de un conjunto (la población española, por ejemplo) o de uno o varios de sus subconjuntos (regiones geográficas, sexo, rangos de edad, etc.). Es la perspectiva epidemiológica.
Tenemos estos días una imagen triste de lo que eso supone. Los informativos solo hablan prácticamente del coronavirus o, más bien, de sus efectos. Desde que apareció en China y poco después en Italia, se supo de su alta contagiosidad y de una letalidad que, aunque aparentemente baja en términos porcentuales, está resultando extraordinariamente elevada y concentrada en el tiempo en términos absolutos.

No parece que se hayan hecho bien las cosas, pasando en un mes de una cierta frivolidad aparente a tener UCIs colapsadas y miles de muertos por Covid-19, pero no es esa la cuestión en la que deseo fijarme ahora. No en la eficacia muy dudosa de la prevención previa al confinamiento, sino en la propia mirada de la Medicina Preventiva, que, en este caso, es una mirada contable asociada al discurso político. Cada día se proporciona el “parte”. Tantos contagiados (cifra sencillamente increíble a falta de una métrica adecuada), tantos fallecidos, y la buena noticia de los que se han curado.

Pero el discurso, político-científico, va más allá del recuento y, de modo aparente, se ancla en la repetición de lemas supuestamente tranquilizadores para un cierto ideal de individuo muestral, el que es joven y sano. Son los siguientes:
    
  • Sólo se mueren los viejos y con patologías previas. No se dice con esa crudeza, pero sí se dice. Las muertes de personas jóvenes y previamente sanas son la excepción que confirma la regla. Eso supone un cierto supremacismo que idealiza la juventud y que sintoniza con el abandono que sufren las personas mayores.
  • Esto es una guerra. Se insiste en la metáfora bélica, en la que todos (pasando a ser individuo colectivo) podremos vencer al enemigo, el virus, con distancia social, confinamiento, higiene de manos, no tocándonos la cara, etc. Una guerra en la que, como en todas, hay héroes, los curativos, pero a los que se pretende lejanos, confinados en el hospital, no vaya a ser que, si viven al lado, si se nos acercan, nos contagien. En ese contexto metafórico se muestra el avance victorioso en forma de una curva que dejaría de ser exponencial.
  • Ha sido una sorpresa. Se afirma la novedad, la sorpresa del ataque vírico, que nadie lo esperaba, pero las epidemias siempre han existido y existirán, como los terremotos. Aunque no se sepa cuándo, tras ésta, otras vendrán y podrán encontrarnos como ahora, prácticamente como en 1918.  Desde esa supuesta novedad, la improvisación ha sido una constante, especialmente en lo relacionado con la protección básica. Si hace poco se desaconsejaban las mascarillas a sanos, ahora, que parece haberlas, se aconsejarán a toda la población. En esa sorpresa, más sorprendentes acabaron resultando los geriátricos, en donde el escaso personal sanitario facilitó una alta tasa de mortalidad.
  • Esto pasará. Eso parece y es deseable que ocurra antes de que se haga frecuente una pregunta ya formulada ¿Y si se acaban las UCIs disponibles? ¿Y si hay que elegir? En películas antiguas, en situaciones de catástrofe, se decía “las mujeres y niños primero” (en un naufragio, por ejemplo) o, de un modo muy duro, “sálvese quien pueda”. Pero, ¿Cómo priorizar entre pacientes? En un artículo reciente, aparecido en "Letras Libres", se analiza esta cuestión que, Dios no lo quiera, puede llegar a ser realista. Y se habla de “valor social” de los pacientes, un serio problema ético.
  •  El aplauso generalizado. A él se insta, con imágenes reiteradas. Aplauso a médicos, a policías, a militares, también a quienes han tenido la fortuna de salir de la UCI (no sabemos si para curarse definitivamente o no).

Si hay una imagen en la que se muestra lo que significa ser individuo olvidando al sujeto es la que ofrecen las improvisadas morgues, con ataúdes iguales y alineados (suponemos que también “trazables”). Sabemos que la muerte es igualitaria (de aquella manera, porque el coronavirus podría cebarse con quienes malviven en campamentos de refugiados), pero tan brusco destino, infeccioso, casi medieval, no será conciliable con los sentimientos de quienes han querido y siguen queriendo al que murió.

Cada cadáver compartirá con los demás no solo ese terrible espacio, también el carácter excepcional de la higiénica distancia con los vivos. Se bloquea el duelo convencional y aumenta el dolor de la pérdida, que lo es, no ya de un individuo anciano o joven, con o sin patologías previas, sino de un sujeto querido, con una biografía única, singular en toda la historia del mundo. 

Frente a la frágil, a veces falsa, unión a la que se nos insta, existen casos realmente ejemplares de amor. Mi amigo el psicoanalista Gustavo Dessal publicó recientemente un hermoso y cariñoso artículo al respecto, “También amor”.

La responsabilidad puede exigirse; el amor no, ya que brota o no del corazón de cada cual para ayudar a otro en lo que precisa. Alguien puede hacer sonreír a un niño enfermo. Habrá quien haga compañía a pesar de los pesares. Otro brindará el apoyo que pueda proporcionar a una persona discapacitada. Colegios de Psicólogos han brindado teléfonos de ayuda. Hay sacerdotes que proporcionan asistencia espiritual a creyentes católicos. Ninguna de esas personas serán consideradas heroicas; no lo precisan. La fragilidad humana es una buena prueba para proporcionar el mejor contagio, el que el amor permite. Incluso desde la creencia, el Gran Misterio, la Alteridad Inmanente se muestra en la belleza de lo que existe, pero, sobre todo, en la concreción de quien sufre, de quien, siendo moribundo, encarna en sí la gran pregunta existencial.

Aunque, como seres humanos, tengamos esa tendencia a la repetición de lo peor, esa pulsión de muerte que tan brillantemente mostró Freud, también lo bueno compensa muchas cosas. Si esta pandemia nos encontró casi como en 1918, no es menos cierto que, en el siglo transcurrido, el desarrollo científico ha sido y sigue siendo impresionante. Es por eso que cada día que pase sabremos más de éste virus, de otros que puedan afectarnos y de cómo prevenir sus infecciones con vacunas adecuadas y tratamientos mejores. Esa es la esperanza racional en la ciencia, algo alejado del cientificismo cargado de promesas.

En este sentido, proporciono a continuación una serie de enlaces que creo útiles para el lector interesado en aspectos científicos relacionados con el coronavirus (basta con pulsar los textos para ir a los enlaces correspondientes):
 
  • Colección de artículos del NEJM 


lunes, 30 de marzo de 2020

MEDICINA. Covid-19. Aplausos hipócritas y estigmas.





Ya lo sabemos. Es a las 20 h. cuando toca salir a las ventanas a aplaudir al personal sanitario. Sabemos de su abnegación, pero también esa “solidaridad” expresada en las ventanas es un recurso ante el confinamiento. Por un momento, descubrimos que tenemos vecinos, que nosotros mismos lo somos (aunque sea un instante) y se aplaude a héroes. 

Los aplaudidores se sienten hermanos en su confinamiento. Hay quien toca algo alegre. Y, de vez en cuando, hasta se oye una canción que ya se califica de himno de estos tiempos y que interpretaban dos jóvenes que hacían furor entre las chicas cuando Franco vivía, “resistiré”. ¿Resistiré qué? No lo sabemos; estar en casa, no poder ir a tomarse unas cañas, lo que resiste todo el mundo, lo que sea. Todos como el junco ese que se dobla, pero siempre sigue en pie. Resistiré. Emocionante.

Ah, cómo emocionan esos aplausos. Hasta las lágrimas. Todos dentro de casa, en donde hemos descubierto que podemos hacer de todo, incluso correr, y hasta descubrir cosas nuevas, como ordenar libros o ver películas, tareas insospechadas hasta ahora.

¿A quién se le aplaude? Pues a esos héroes que vemos en la televisión realizando su abnegada tarea en los hospitales, pero siempre y cuando estén ahí, no justo debajo de casa. Y es que hay héroes que no dan entendido que serlo supone vivir en el hospital y no acercarse a su casa, porque lógicamente asustan a vecinos, como seres potencialmente contagiosos. ¿Cómo se atreven a hacerse visibles en la calle, para ir o salir de casa, rompiendo el estado de alarma? Comprensible es que les caigan toda clase de improperios (a ellos o a sus madres, culpables de su existencia). Los héroes son para el cine o para los telediarios. Es a esos a los que siempre se aplaudió y a los que se aplaude ahora desde las ventanas de casa. No a la enfermera que regresa a la suya desde el lugar heroico que ha abandonado por unas horas. Lo que recoge un artículo de “Redacción Médica” es para nota. 

Los héroes hasta atienden a viejos. Pero, si a los héroes solo se les quiere a distancia, en la tele, a los viejos contaminados también. Lógico que vecinos de La Línea lo afirmaran con rotundidad, a pesar de la incomprensión de la policía. 
 
Hay aplaudidores que, en su justa ira, insultan a presuntos transgresores de la norma higiénica. Ya se la juegan teniendo que ver que hay gente que saca a sus perros a veces. Bueno, es perdonable, admisible, en su gran comprensión humana. Pero lo que no tiene nombre es que se saque a tomar una bocanada de aire a niños, diciendo que son autistas. Muchos no sabrán qué es eso, otros lo habrán visto en la Wikipedia o se habrán enterado por televisión. Hasta “The Good Doctor” es autista. Y entonces, vale, que salgan un rato, pero que se les controle y no solo por la policía sino por todos los aplaudidores que se autorizan a sí mismos como agentes del orden. Es sencillo, basta con que los autistas y sus padres lleven un brazalete azul. Y, aun así, a ver… De extrapolar eso al personal sanitario, éste tendría que llevar también un brazalete blanco o algo que indicara su profesión, que ya no sería reconocida como admirable, sino como opción de pecado de potencial contaminación contagiosa. ¿Se les aplaudiría?

Desde un lado y otro entramos otra vez, quién lo diría, en la valoración del estigma hecho marca. Como en los viejos tiempos, en los que había gente con la estrella de David bien puesta para ser reconocidos como los apestados, los Untermenschen.

Como si tuviéramos poco con el coronavirus apátrida (a pesar de que Trump diga de él que es chino), resurgen temores y odios, que no hacen distingos entre estigmatizados (como no se hicieron en la Alemania nazi) más allá de la marca segregadora que muestra el supuesto peligro de contaminación, de mezcla de sangre pura con fómites de impureza, por parte de médicos, ciejos contagiados, farmacéuticos o autistas.



sábado, 28 de marzo de 2020

MEDICINA. Ser Virus





La planta del tabaco sufre enfermedades que hacen que sus hojas tomen unas ondas de coloración extraña, en mosaico. Se suponía que se trataba de infecciones, pero … ¿dónde estaba el germen?

Charles Chamberland había creado un filtro de porcelana con un tamaño promedio de poro que no podían atravesar bacterias. Sin embargo, filtrando por ahí un extracto de plantas de tabaco “enfermas”, Dimitri Ivanovski vio que el líquido resultante seguía siendo infeccioso, aunque no se apreciara en él una sola bacteria. Se pensó en una toxina como causante de la enfermedad de las hojas del tabaco. Y de ese nombre, toxina, pero en griego, derivó un término bien conocido ahora, virus, otorgado por Beijerinck, quien repitió en 1899 los experimentos de Ivanovski. 

Virus. Algo referido a un germen infeccioso filtrable. Había una base racional para llamarle así, aunque no pudiera verse con los mejores microscopios ópticos de entonces. Émile Roux en 1903 se refirió a los “êtres de raison”, organismos cuya existencia podía deducirse de sus efectos, aunque no pudieran detectarse de modo directo.

Fue la llegada del microscopio electrónico la que permitió “ver” virus en la década de los treinta. Se vieron, se clasificaron, se identificaron algunos como agentes etiológicos de distintas enfermedades, se llegó a pensar erróneamente que todos los tipos del cáncer eran causados por virus (algunos sí); se pudieron cultivar en embriones de pollo, en líneas celulares y, desde esos cultivos, por pases sucesivos que atenuaban el poder mórbido de algunos virus, se lograron vacunas, conociendo ya a qué se enfrentaban, cosa que no le fue concedida a Pasteur con su vacuna contra la rabia.

Y la historia siguió. 

Y quién lo iba a decir, los virus, agentes infecciosos de plantas y animales, lo eran, a su vez, de bacterias. Fueron precisamente éstos, los virus bacteriófagos, los "fagos", los que permitieron un modelo experimental excelente para ir comprendiendo las bases de la Genética. 

Los virus, entes infecciosos, no se parecían a los gérmenes “convencionales”. Las bacterias pueden crecer “solas” en medios nutritivos. Koch hizo el gran descubrimiento metodológico de lograr crecimiento bacteriano en superficie, fuera en un trozo de patata o, más eficazmente, en un soporte de agar suplementado con nutrientes.  Un crecimiento en colonias, a partir de las que hacer identificaciones morfológicas y bioquímicas. Pero algo así no ocurría con los virus. Sean bacteriófagos, del mosaico del tabaco o del SIDA, los virus son absolutos parásitos. Sólo se multiplican en el interior de una bacteria, de una célula. El crecimiento de “fagos” puede verse en placas de agar, pero como halos equivalentes al vacío que dejan las bacterias destruidas.

Fuera de ese entorno celular, pueden conservarse, cristalizar, congelarse, permanecer, pero no multiplicarse. Fuera, son inertes.

¿Están vivos? Muchas veces se ha hecho esa pregunta, desde que se cree que la vida es eso, reproducción.

Nuestra concepción de la vida sigue siendo antropomórfica. No hemos avanzado en eso. Si algo se reproduce, parece que vive y, en caso contrario, no. 

El triunfo de la perspectiva atomística no sólo se dio, para bien, en los ámbitos de la Física y de la Química. También fue exitoso en el mundo de la vida. Para bien y para mal. El “átomo vital” acabó siendo la célula, como bien formuló Virchow. Más tarde, la influencia poderosísima del libro de Schrödinger (“¿Qué es la vida?”) hizo que investigadores procedentes de la química y de la física se volcaran en la búsqueda del supuesto cristal aperiódico, soporte de la información vital. Y lo lograron. En 1953, la presentación del modelo del ADN, por parte de Watson y Crick, en el contexto de experimentos como el de Harshey y Chase (el más elegante de la Biología Moderna) y de los que condujeron a la elucidación del “código genético”, sentaron las bases de una Biología Molecular, en la que el átomo vital ya no era la célula, sino la molécula informativa, el ADN. 

Pero, si consideramos la célula como unidad vital, sea eucariótica o bacteriana, tenemos un problema. ¿Es un virus algo vivo? Están los tiempos como para decir que no, en plena pandemia provocada por uno de ellos, por un coronavirus.  Y, sin embargo, solo así, invadiendo células para hacer copias de sí mismo, puede hablarse de un virus como de algo vivo según la concepción clásica.

Tal vez uno de los problemas que tengamos con la vida parezca erróneamente mucho más filosófico que pragmático. No sabemos definirla y, por ello, no la identificaríamos en otro planeta a no ser que sea muy parecida a la surgida en la Tierra. Tenemos el esquema celular impregnado en las mentes. Y en él un virus se hace problemático. Sin embargo, todo cambia si descartamos la concepción atomística por un momento y concebimos la vida como algo que abarca a todas sus manifestaciones. En ese sentido, un virus vive con (incluso aunque acabe siendo contra) bacterias, células, nuestro cuerpo mismo.

Hoy nuestros cuerpos son los potenciales medios de cultivo del coronavirus. Así es la vida, podría decirse en realidad. No se trata de amigos y enemigos, lo que deja fuera de lugar la pobre metáfora belicista en que nos movemos: la lucha contra el coronavirus, la lucha contra el cáncer… Ese es un criterio de la vida individual, pero la vida va más allá de lo atomístico, de lo individual. Aunque sea discreta, clasificable, modificable, se guarda un misterio, el “qué” es. 

La selección natural, que tantos han identificado con un demiurgo finalista, craso error, simplemente ubica las cosas, facilitando una evolución ciega, de la que resultamos por una serie de contingencias, del mismo modo que podemos extinguirnos también como tantas otras especies lo hicieron antes. 

¿Y ahora qué? Ahora nos vemos inmersos en la efervescencia de una forma de vida que sigue su curso y, lamentablemente para nosotros, ha topado con un medio de cultivo interesante, nuestras células, nuestros cuerpos, en los que se puede dar una reacción inmunológica que, en vez de “defensiva”, puede resultar catastrófica para nuestros pulmones, para nuestra vida. 

No hay sentido. O sí, pero eso ya entraría en el ámbito de la creencia. 

Ese virus ha puesto el mundo patas arriba. El mito cientificista del progreso incesante cesa en su delirio. Retornamos, ya con criterio sensato, a la esperanza en que la ciencia resuelva más pronto que tarde algo para lo que estamos a día de hoy tan preparados como lo estaban en 1918 frente a la gripe española. Esperamos, eso sí y con fundamento, que 2021 sea bien diferente a 1919.

El virus no tiene finalidad; es un ente. Nosotros le conferimos, le facilitamos propiamente el hecho de ser, de ser en nosotros, quién lo iba a decir, incluso de ser nombrado. Nosotros le dotamos de un poder maligno, el que nos dispersa, el que nos retiene confinados, el que hunde nuestra economía, el que nos puede matar, el que ve al otro como potencial portador de muerte, como enemigo. 

No habíamos caído en que la vida es como el viento evangélico, que sopla donde quiere y no sabemos de dónde viene ni a dónde va. 

Anclados en la perspectiva atomística y en el delirio de supremacía biblicista (el Génesis no se ha ido de mentes ateas), un simple virus toma su ser de nuestros propios cuerpos. Y, bien podría decirse, a la luz de la tragedia asociada a esas muertes que no pueden velarse, a esos cadáveres que no se tocarán, que también toma su ser de nuestras almas. 

Acontece, es, por nosotros, que nos creíamos invulnerables a epidemias y, ya no digamos, a pandemias, como algo del pasado.

Y, si no aprendemos la lección, acabaremos “salvando” el planeta… sucumbiendo como especie. Hay muchas más que son salvadoras potenciales de la Tierra, sin saberlo.

sábado, 21 de marzo de 2020

MEDICINA. Coronavirus y viejos.





            Basta un mínimo de sensibilidad para conmoverse ante la muerte de tres personas jóvenes y sanas en cumplimiento de su servicio. Una enfermera y dos guardias civiles murieron por ayudar a otros en medio de esta pandemia. Además de heroicas, esas muertes, y más que habrá habido (no lo sé), y más que tristemente habrá, destrozan el supuesto valor del conjuro que acompañaba cualquier comentario “autorizado” de cifras de fallecidos a causa del coronavirus, tantos muertos, de más de setenta años y con enfermedades previas. Una expresión darwiniana que evoca épocas pasadas de penoso recuerdo.

Es cierto que la vejez propicia la mortalidad “per se”. Y más aún por cualquier infección sobrevenida. Es cierto también que ser un enfermo crónico es peor que ser sano. Pero, ¿Quién está sano de verdad? Según el viejo criterio de la OMS, esa organización tan decidida y sabia, nadie.

El caso de la gran cantidad de muertes en residencias geriátricas en pocos días sugiere que no sólo se deben a la edad, sino que algo se ha hecho mal, en línea con todo lo que se lleva haciendo mal desde que los del “Mobile” (que no deben ser idiotas) se negaron a participar en el evento de ese nombre. Algo en línea con la frivolidad con que se actuó viendo lo que pasaba, no ya en China, sino en Italia. Frívola, fría también, omisión letal.

Llega a viejo (¿lo somos los que ya hemos cumplido 65 años?) para que el descuido sanitario te haga más frágil de lo que eres ante una pandemia, para que no te puedan visitar familiares, para que no tengas los recursos del “mejor sistema sanitario” que algún iluminado dice que tenemos, y para que, en plena soledad ahí, en el geriátrico, veas que te mueres. Qué triste. Ah, pero era mayor, se dirá, diabético, con EPOC encima… 

¿Y ahora qué? Ahora no sabemos, porque resulta que parecen no saber nada los que debieran saber algo más que decir banalidades. Y, por si fuera poco, siendo joven y sano, también se puede morir uno. ¿Hacer pruebas de modo universal a sanitarios que puedan estar en contacto con pacientes infectados o sus muestras? Hasta ahora no. Una médica lo denunciaba recientemente en ABC. Bueno, esto ya pasaba con la gripe de 1918, cuando tampoco se hacían pruebas. No deberíamos quejarnos. Y ya nos lo dicen nuestros líderes políticos; venceremos, como si fuéramos los buenos contra los malos que, esta vez son virus. Una metáfora excelente… para niños. Porque la atribución de bondad o maldad a cualquier ser vivo es la plasmación de la estupidez, cuando no del más rancio planteamiento bíblico, el del Génesis (Gen.1,26).

¿Y ahora qué? Hay algún renombrado médico de familia, ya jubilado, que sostiene que el Covid-19 mata menos que otras enfermedades, desde infartos o ictus hasta el tabaquismo o accidentes de tráfico y que lo malo es el pánico. Y es cierto, pero ese "plus" viral, de vírico, no de pánico viralizado en redes, no nos lo quita nadie. Porque la gente también se seguirá muriendo de lo de siempre, solo que ahora con más facilidad, dado el colapso previsible en el que nos meterá… ¿sólo el virus?

Las consultas disminuyen o cierran, los quirófanos y UCIs son y serán golpeados por la influencia del coronavirus. Por otra parte, si en mi primera entrada sobre esta cuestión, el 3 de marzo, ya alertaba de la riesgo inherente al contagio del personal sanitario, esto es ya una triste realidad. Es evidente que la morbi-mortalidad por causas distintas al virus aumentará en línea con retrasos diagnósticos y terapéuticos y falta de personal sanitario.

Qué curioso. Pasaron aquellos tiempos felices en los que el sistema público jubiló de golpe y porrazo, a veces con una simple carta o llamada telefónica, a todos los que cumplieran 65 años o los sobrepasaran. De hoy para mañana; en algún caso, de hoy para hoy, como bien me consta. Y ahora solicitan jubilados, MIR que no acabaron su especialidad, incluso estudiantes. ¿Seguirá habiendo esa patética “nota de corte” para empezar a estudiar Medicina? Seguro que sí, porque esto se olvidará y reinarán los "técnicos ingenieriles" sobre los médicos vocacionales.

Si algo caracteriza lo que está ocurriendo en España con esta pandemia es la improvisación. No hay mascarillas, recurramos al altruismo. No hay EPIs, hagámoslos con papel de basura y esparadrapos. Tenemos viejos sin suficiente asistencia sanitaria. Ah, quién lo iba a decir; algo habrá que hacer. Pero bueno, ya vivieron (ya se plantea en algunos medios que se avecina una medicina de catástrofe priorizando el "valor social"). Tuvimos focos, alguno tan pequeño como Madrid. Bien, dispersémoslos, excelente medida, de libro. Es indudable que Hipócrates, Galeno o Paracelso lo hubieran hecho mucho mejor.

Sobra buena gente dispuesta al servicio a los demás. Médicos y personal sanitario en general que están en los sitios peliagudos (Urgencias, UCIs, Plantas…), militares (que bien que saben de orden y disciplina y han de estar sujetos los pobres a mandos políticos ineptos), policías, conductores, personal de farmacia, de alimentación, taxistas… Seguro que me quedan muchos más. A todos ellos dedico esta modesta entrada. Pero parecen faltar cabezas que sepan liderar a tanta buena gente. Ese es nuestro dramático problema. 

Venceremos, dicen. Pues no. Es mentira porque no habrá derrota de ningún enemigo. ¿O es alguien un virus? ¿Es un enemigo un fragmento de RNA revestido de proteínas, que ni está vivo ni deja de estarlo? Seremos, ya lo estamos siendo, derrotados en mayor o menor grado, con muertes, sufrimiento, ansiedad, angustia, miedo, y el empobrecimiento que se avecina que dejará en la más absoluta miseria a muchos. Seremos derrotados por la ineptitud de preventivistas y politiquillos.

Después vendrán los rifirrafes políticos, ya más centrados en la cuestión económica brutal que se avecina. Y más tarde, el coronavirus será tan olvidado como cualquier otra epidemia. Y volveremos a presenciar brillos cientificistas, y las promesas fantásticas de vivir jóvenes hasta los 140 años, jugando con telómeros, o las transhumanistas, que son más simpáticas. 

La Historia, incluso la que hoy mismo se construye desde una actualidad dramática, se olvidará mañana, porque eso, la Historia, nunca se aprende, solo se repite.

           





lunes, 16 de marzo de 2020

MEDICINA. Cuarentena




Las soberbias cientificistas de asesores técnicos y la acedía política han ignorado una vez más la limitación esencial de la Medicina y la fragilidad de un sistema sanitario (público y privado) que, si bien es excelente ante enfermedades agudas, lo es menos en las crónicas, ignora prácticamente a los viejos y, exceptuando su interés por las bacterias multi-resistentes, parece despreciar a las enfermedades infecciosas víricas como cosa del tercer mundo.

Hemos tenido una lección de China. Al igual que en tiempos pretéritos, allí fueron atacados, rechazaron con grandes pérdidas al pretendido invasor y éste miró a Europa. Como hicieron los hunos.

En la mismísima cuna de un imperio de mil años, ocurrió lo imprevisto, una nueva invasión de los bárbaros. No cabalgaron, sino que vinieron en aviones, en los cuerpos de gente normal y corriente, nada agresiva. 

Aquí, en España, parece que los preventivistas no contemplaron siquiera lo que ocurría "ad portas". Al contrario, facilitaron que esas puertas, tan modernas que se llaman aeropuertos, se mantuvieran permeables a quienes trajeron el virus y a quienes lo iban a buscar. Lo demás es conocido. Manifestaciones gozosas y algarabía que precedieron el pánico.

A través de sucesivas negaciones de lo evidente, de aparente epidemiología de salón con pérdida de un tiempo precioso, hemos llegado a una situación que evoca lo acontecido con la peste en el siglo XIV o con las oleadas de la mal llamada gripe española en 1918.

No ocurrirá lo mismo, pero un simple virus nos lo recuerda, porque, contrariamente a lo que tanto se divulgó en un principio (cuántos sabios divulgadores tenemos en los campos de la Microbiología, la Infectología y la Medicina Preventiva), no era el de la gripe convencional, ni parecido en efectos, sino que, en un abrir y cerrar de ojos, se llevó ya y sigue llevándose a mucha gente de este primer mundo, en el que, al menos, podemos utilizar uno de los medios poderosos de contención que nos aconsejan los sabios. Podemos lavarnos en nuestras propias casas, que no es poco. ¿Qué ocurrirá en países con carencias de agua y comida?

Y ante eso, ante un virus, ante un fragmento de RNA revestido de una coraza proteica, del que sabemos prácticamente todo lo que puede saberse, quedamos inermes. No se besan reliquias (en general), pero se espera, todos esperamos, que el cambio estacional atempere a esas nuevas miasmas. Poca diferencia hay con la época de Paracelso y de poco sirve saber que esto pasará, pues es un hecho que todas las epidemias y pandemias acaban pasando o haciéndose algo llevadero. Bueno, casi todas; el VIH vino y se quedó. 

Mientras tanto, seguimos contando muertos y también contagios, al principio confirmados con la PCR, ahora ya no tanto. Ah, la clínica, tan despreciada ante las pruebas complementarias de confirmación y tan útil ahora ante avalanchas que las encarecen. 

Pero, aunque en pleno contagio desmadrado no se confirme el número de infectados y solo se estime, a saber cómo, es evidente que estamos ante un crecimiento exponencial, sea como sea. Si confirmáramos todas las sospechas, la curva de contagios asustaría más (y quizá menos la de muertos), pero a la vez sería más adecuada para intuir cuándo el paso del tiempo la aplana de verdad hasta hacer que decaiga. Como en China, de la que no aprendimos. 

Nosotros lo único que podemos hacer es lo que haríamos si viviéramos en la época de Marco Aurelio, quedarnos en casa. Incluso aprovechar para leer sus estoicas Meditaciones. 

Y a esperar … en la luz primaveral, en que el próximo año haya una buena vacuna o en que San Roque nos ayude como dicen que hizo cuando la peste bubónica. 

Al menos, contamos con algo novedoso en la Historia, el auxilio que la modernidad proporciona a la tarea de magníficos médicos que, en Urgencias, en Atención Primaria, en UCIs, en Plantas de Hospital, en tantos sitios, serán fieles a su vieja vocación histórica y harán lo indecible para que el poder letal del coronavirus disminuya. No es poco. 

Es de esos compañeros, que saben de las limitaciones de la Medicina, tanto como de su necesidad, de quienes me enorgullezco y es a ellos, a esos que están, con sus fragilidades, con sus miedos pero en coherencia ética con su vocación frente a pacientes infecciosos, a quienes dedico humildemente esta entrada, dedicatora que hago extensiva a todo el personal sanitario (enfermería, auxiliar, limpieza, hostelería, administrativos...)

jueves, 12 de marzo de 2020

MEDICINA. Un experimento de la naturaleza.




"Die Rose ist ohne Warum.
Sie blühet, weil sie blühet." 
Angelus Silesius

Et voilà. Un paréntesis en el relato mítico cientificista del progreso incesante. Ya no hablan en los telediarios del gen recién descubierto o del artificio que usan las células para esconderse o de cómo podríamos inducirlas a suicidarse, con publicaciones en Nature y demás que augurarían la curación del cáncer o, como dijo algún clarividente, “la muerte de la muerte”.

Ahora no somos nosotros quienes jugamos con células o con adenovirus vectores de terapias génicas. Ahora resulta que un virus diferente, tipo ARN, que siempre pinta mal, puede aguarnos la fiesta. Ese virus es peor que los ladrones que pedían “la bolsa o la vida”. Este virus nos pide las dos cosas, la Bolsa, que cae en picado, y la Vida de muchos.
Es geométricamente hermoso, tanto como dañino, aunque menos malo que algún primo suyo responsable de la mal llamada “gripe española” que hace poco más de un siglo se llevó por delante a mucha más gente que la guerra mundial de esa época.

Luce bien al microscopio electrónico, con su corona espiculada, preparada para introducirlo en nuestras células y reproducirse en ellas.

Es seguro que, como especie, sobreviviremos a ese ataque que, en nuestro país, está ahora mismo en plena fase exponencial, a pesar de contenciones, reforzadas en “focos” y de situaciones “controladas”. Pero habrá gente que llore (o lloremos) por culpa de algo que incluso se discute si es vivo o no ya que propiamente solo se reproduce gracias a células, a las nuestras en este caso. Eso, un virus, sí que es la plasmación real de la metáfora informativa. Desde la visión antropocéntrica, hasta Dawkins tiene razón, estamos ante un gen egoísta (un genoma más bien, un tanto reducido), muy, muy egoísta, y que entra en pleno narcisismo procreador atacándonos porque "ve" en nuestros cuerpos un excelente caldo de cultivo y en el genoma de nuestras células un ordenador a su servicio. 

Las consecuencias van siendo sabidas. La mayoría de los infectados sobreviven prácticamente sin darse cuenta de la enfermedad; otros la sufren y tienen que ser hospitalizados. Algunos incluso se mueren. Como antes de la época científica. ¿Cómo es posible?

Y no hay nada que hacer más allá de medidas de prevención, siendo muy discutibles las tomadas, por ausentes o insuficientes, y confiar en que el cambio estacional atempere ese peligro vital. ¿Quién lo iba a decir? Casi como en el siglo XIV, aunque entonces, en vez de un virus, fuera la Yersinia, un personaje que requería la complicación de vectores intermedios como las pulgas de ratas, cosa que el virus, mucho más elegante, no precisa.

Y resulta que algo así nos sitúa en nuestra fragilidad, en nuestra miseria. Nos iguala a todos por una vez, como la hermana muerte. Cosa de chinos, pensábamos muchos a principios de enero; cosas de autoritarios que cierran una ciudad superpoblada. Quién iba a decir que en la hermosa Italia se instalara eso, algo que recuerda lejanamente a la película “La cosa”. ¿Qué hace en Italia, fuera de donde debe estar? ¿Y qué hace Italia, país culto, europeo, avanzado, rico en memoria histórica? Cerrarse al mundo, pasar a la cuarentena total. Y no solo eso, nos señala a la vez que otro país, el nuestro, la seguirá en unos cuantos días en su evolución si Dios no lo remedia, porque la ciencia, que tanto sabe ya del virus, justo es reconocerlo, es impotente aquí y ahora para luchar contra él de forma claramente superior a cómo se hacía en la Edad Media, salvando, eso sí, los avances higiénicos de limpieza.

¿Por qué?  Es una pregunta tan natural como inútil. Así es la vida. Como decía Angelus Silesius, “la rosa es sin porqué, florece porque florece”. Así ha sido y así será. Cae un meteorito, se produce un brusco cambio climático y los grandes dinosaurios desaparecen, a la vez que pequeños mamíferos siguen su rumbo. Acabamos apareciendo. Somos fruto del azar. O no solo eso, pero ahí ya entra la creencia de cada cual. 

Desde la fe, un Deus absconditus, un Deus ludens, juega a los dados con el Universo a todas las escalas, desde el ámbito de las partículas hasta el caos clásico. Somos resultado de ese juego divino, que algunos vemos como amoroso, lo que no excluye la perspectiva trágica, al contrario; más bien sostiene la posición de la rebeldía, de la desmesura.

Y un simple virus nos muestra como seres frágiles, trágicos, que pueden rebelarse contra la adversidad y, a la vez, ayudar a otros en medio de ella. De ahí, de esa rebeldía y fraternidad procede a la vez, en medio de la ignorancia y fragilidad que nos es constitutiva, también nuestra grandeza, pues podemos, a pesar de todo, disfrutar de la música, de las flores y las estrellas. Podemos, a pesar de todo, amar y quizá hasta llegar a saber morir cuando eso ocurra (que no hay prisa), sabiendo que hemos sido habitantes de un mundo maravilloso, y responsables, para bien y para mal, de su cuidado.