lunes, 13 de febrero de 2023

Terremotos. Movimiento y conmoción.

 

Imagen tomada de "La Voz de Galicia"


    Las placas tectónicas van a su ritmo, los constructores de casas al suyo.


    Se anuncia desde hace años el nuevo terremoto que sufrirá la ciudad de San Francisco. Probablemente, en caso de ocurrir, no sea tan destructivo como lo que aconteció hace pocos días en Turquía y en Siria.


    Lo que vemos en los telediarios es impresionante. Edificios que se derrumban como si su demolición hubiera sido pautada, como castillos de naipes, con gente dentro, llevando vida normal, como la nuestra. Miles de muertos. Horrible. Y lejano. Parece que lo terrible se neutraliza con la lejanía, por ridícula que ésta sea en ese punto azul en el cielo que llamamos, con Carl Sagan, Tierra.


    Y, a la vez, una gran luz nos alumbra. Es la de gestos humanos, sencillos, simples, incluso podríamos decir que “naturales”. Enfermeras que abandonan su puesto de control, pero que no lo hacen para escapar de la debacle que supondría su posible muerte inminente, sino para salvar la vida de quienes aún son tan inconscientes como inmaduros biológicamente hablando, niños en incubadoras. ¿Cuánto “vale” un bebé?


    La zona sísmica se ve ahora, en la televisión, como algo de un país ajeno, extraño (qué horrible es la palabra “extranjero”). Pero no lo es tanto. Tenemos compatriotas allí, a donde han acudido para jugarse el tipo por salvar la vida de desconocidos. No buscan grandes ni pequeñas glorias, no tienen seguramente más de una decena de “likes” en redes sociales (quienes las usen), “instagrames” y demás historias de seguidores. Podríamos decir que es normal, que eso va incluido en su sueldo, y seríamos solemnemente estúpidos si nos atreviéramos a semejante despropósito, porque su heroicidad no es, no puede ser, mercantil, sino, quién lo diría, natural, vocacional, inscrita en su propia madera de buena gente.


    Yo no sé qué sentirían quienes han rescatado personas, algunos a niños muy pequeños, de esa masacre. Pero están justificados. Hagan lo que hagan o lleven la vida más normal del mundo a partir de ahora, salvando a indefensos se han salvado a sí mismos, parece que se han justificado sobradamente. No sé el nombre de ninguna de esas personas, hombres y mujeres que me han servido de espejo tan crudamente humano. Y tú… ¿Qué has hecho que valga realmente la pena? ¿Hay otra cosa, que no sean los otros, que te haya desviado la atención egocéntrica? Es eso lo que, sin querer, sin necesitar ellos saberlo, preguntan sin preguntar. La respuesta siempre parece pobre, burda.


    Vida y muerte van unidas, íntimamente. Y no hay mejor vida que la que se da por otros, ya nos lo dijo Jesús, ni mejor muerte que la tragedia de compartirla con y por los indefensos. 


    Un terremoto mueve de la peor de las maneras, a la vez que conmueve del mejor modo. Habrá la tentación de la arcaica teodicea de que no nos puede regir un Dios bondadoso, visto lo visto, pero es una idea paupérrima de Dios. Somos libres ante el Gran Misterio. Podemos hacerlo mejor, con las casas, con las personas, con nosotros mismos. Muchos científicos (hay más vivos que muertos, se dice) han dejado de perseguir el saber fundamental y también su aplicación en aras del afán narcisista. Muchos políticos han dejado hacer. No es que Dios se calle ante los despropósitos humanos; simplemente estos ocurren porque Dios no es escuchado. No hay silencio para oírlo. También es cierto que Dios tiene sus modos de hablar. Lo ha hecho en las miradas de esos bebés rescatados tras días de entierro en vida.


    La tierra se ha movido ... y ese movimiento, con sus efectos, ha conmovido el alma.

 

 

lunes, 30 de enero de 2023

Morir es sólo morir...


Imagen tomada de Pixabay

 “Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
(J.L Martín Descalzo)”

 

“No soy joven, y amo la vida. Pero me despreciaría si temblase de terror ante un pensamiento de aniquilación” (Bertrand Russell)


"Esta inminencia de una revelación que no se produce es, quizá, el hecho estético" (Borges)

 

       Estas entradas al blog se producen, o no, como algo un tanto autónomo; siempre son rápidas, no las corrijo en general. Fluyen o no.


Sin saber por qué, hoy tuve una intuición, creo que moriré, que no es lo mismo que saberlo de siempre, de verlo como natural en otros, en sus esquelas, obituarios, tanatorios, noticias... También creo en lo que me más me acongoja, en que morirán los demás a quienes quiero. 


Es decir, creo lo que parece asumible en otros, desconocidos, pero no en los más cercanos y en uno mismo, creo que esto, la vida, la familia, los amigos, el trabajo, el mundo… se acabará para uno, para todos quienes lo rodean, en un día vulgar para la inmensa mayoría, en un día vulgar incluso para quien muere.


Podría decirse que eso es una "boutade", que sabemos de sobra que moriremos, pero la ignorancia sobre el cuándo y el cómo facilita que ese saber desaparezca de la vida cotidiana o que, por el contrario, se haga creencia, en el sentido en que me parece que lo expresó Lacan ("La mort est du domaine de la foi. Vous avez bien raison de croire que vous allez mourir bien sûre; ça vous soutient.").


No me haré predicciones probabilísticas al estilo del principio de mediocridad de Gott. ¿Serviría de algo? Además, nadie es mediocre, aunque haya empeños abundantes en conseguirlo.


¿Sirve para algo “mirarse”, “controlar” los factores de riesgo, llevar una vida “sana”? Estimamos que sí, pero desde una mirada probabilística frecuentista, no bayesiana. Uno se vigila, atiende a todo tipo de alarmas de sus órganos y, al final, el signo menos inquietante resulta fatal o ni se muestra siquiera, apareciendo una repentina catástrofe. No es extraño siquiera que un médico especialista en algo muera precisamente de ese algo en vez de sucumbir a otra cosa, como si su atención específica apuntara a algo determinista. Lo inconsciente acierta en general y la prudencia elemental puede ser descartada.


Morirse parece a veces un milagro negativo con tintes de injusticia. ¿Cómo es posible? Con el bien que hizo, con lo buena persona que era, y acabar tan pronto (siempre es pronto) … bajo tierra, en la inhumación clásica, o en un “mix” tierra-aire con la cremación, incluso en forma de cuerpo desaparecido.


Conozco creyentes teístas y deístas, a agnósticos y a ateos. Admiro a dos personas que ya se fueron a la otra orilla, José Luis Martín Descalzo, sacerdote, y Bertrand Russell, más bien ateo. Respeto especialmente, aunque no la comparta, la perspectiva de aniquilación final  (“vuelve el polvo al polvo”). Cada cual ha de buscar su camino hacia el misterio, hacia el posible significado, y no siempre la creencia lo facilita o inmuniza ante lo aparentemente absurdo. Creer en Dios, haberlo percibido, no neutraliza la angustia en absoluto; hasta el propio Jesús vivió la tristeza más brutal y el absurdo del abandono.


Y, sin embargo, el milagro no es ese, no es morir, porque “morir se acaba”. El milagro es haber nacido. No se trata de un milagro como vulneración de la legalidad física, sino de uno de tantos “mirabilia” que nos conforman y que vemos (sólo si prestamos atención), aunque no nos los creamos por su abundancia. Se dice que se cree en lo que no se ve, pero la dificultad reside más bien en creer lo que vemos, porque resulta casi imposible asumir que, en un instante de la historia del mundo, lo hemos percibido, hemos caído en la cuenta de la propia posibilidad ética en el gran contexto armonioso, estético. Hoy mismo Venus lucía al atardecer. Precioso, haciendo tentadora una visita no factible todavía y que revelaría el carácter casi infernal de ese planeta próximo.


Y milagro todavía mayor es volver a nacer, como le sugería Jesús a Nicodemo, aunque uno sea viejo, eso que equivale a una conversión, a una metanoia desde la visión auténtica de las cosas, del mundo y de uno mismo. Un cambio en la propia perspectiva de un tiempo que deja de ser cronológico. Hay muchos tiempos, el filosófico, el psicoanalítico, el estético, el místico... todos ajenos a Kronos, pertenecientes a Aion y, a veces, contadas, a Kayrós, como en la decisión ética.


    Ante lo que importa, la muerte es mera anécdota. Lo mostraron Sócrates y muchos más. La muerte heroica valora, por ejemplar, la vida.


    Si el nacimiento de un niño requiere unos nueve meses, el renacimiento de un viejo puede precisar un simple instante eterno, el que lo enfrenta a la posibilidad de oír el viento, aunque no sepa de dónde viene ni a dónde va. 


    Siempre tenemos tiempo antes de morir. Basta con mirar, con dejarse penetrar por la belleza del cosmos, de la impresionante, indescriptible e irreductible a ecuaciones manifestación del Ser, del Amor, a pesar del absurdo creado por lo que es humanamente demoníaco, diabólicamente humano. 

            

lunes, 9 de enero de 2023

Nostalgia sensorial

 

          Imagen tomada de Pixabay


         Creo que quien leyere lo que sigue en esta entrada tendrá una idea predeterminada de lo que significa el término “nostalgia”. 


         Indagando un poco en el curioso mundo que es internet, encuentro que proviene de νόστος y de ἄλγος. Acuñado, al parecer, por el médico suizo Johannes Hofer, la nostalgia aludiría a ese dolor que se siente cuando uno desea regresar a su tierra, a su casa. Hay algo en el término “nostalgia” que no se ajusta al origen que postuló Hofer, quien aludía al regreso añorado, a eso que constituyó la narración homérica de la Odisea y que hizo surgir la reflexión poética de Kavafis sobre Ítaca, en la que, con brevedad, parecía neutralizar el dolor de la separación de casa, apuntando a la importancia del camino frente a su término.


         Ese algo del “ἄλγος” que supone ser nostálgico no tiene que ver propiamente con un lugar espacial, sino más bien con su cambio por el transcurrir temporal. Podemos sentir nostalgia de la propia casa familiar que quizá ya no exista o permanezca muy cambiada, un lugar que supuso unas condiciones pretéritas… a las que no habrá regreso. La nostalgia es más temporal que espacial, e incurable porque las tres flechas temporales, especialmente la psicológica, la alimentan constantemente. Y por eso, quizá hablar de añoranza sea más adecuado que referirse a nostalgia, pero este término se ha consolidado para referirse a lo bueno del pasado que ha desaparecido potencialmente para siempre. 


         La nostalgia nutre un gran conjunto de canciones y narraciones de amor (Carlos Gardel y Roberto Carlos cantaban sendos temas con ese nombre) o, más bien, de amor frustrado por imposible, pues, según decía Denis de Rougemont, “el amor feliz no tiene historia”, recordándonoslo con el ejemplo de Tristán e Isolda: “Lo que aman es el amor” y “actúan como si hubiesen comprendido que todo lo que se opone al amor lo preserva”.


         No es a esa nostalgia ni a otras, duras de soportar, a las que pretendo referirme aquí, sino a otras más “básicas”, porque casi cabría concebir que también son accesibles de algún modo a especies filogenéticamente próximas. Se trata de lo que podríamos llamar nostalgia sensorial. Trataré de subrayarla con unos cuantos ejemplos, sin mayor pretensión que la meramente descriptiva.


         Aunque no hayamos leído a Proust (yo mismo me incluyo), será raro quien no sepa de la anécdota de la magdalena que tomó un día, cuyo olor y sabor suscitaron en él un recuerdo tan escondido como nítido.


         Olor y sabor van íntimamente ligados. En otra ocasión me referí en este blog al “olor del recuerdo” y al intento, quizá vano, de su registro.  La nostalgia sensorial puede darse cuando un estímulo similar al producido en un pasado lejano hace revivir, en el área reptiliana de nuestro cerebro, en el rinencéfalo, una experiencia antigua y que se hace presente casi por milagro. Proust la encontró en un instante. Eso ocurre también con lo desagradable. No solemos acordarnos de olores y sabores pasados hasta que un estímulo los revive, sea el aroma de una flor, de un perfume (la conocida novela de Süskind es relevante al respecto), del la descomposición orgánica, del sabor de una comida, del olor a muebles quemados, del aroma del tabaco, del alcanfor o del que desprende una infección por Pseudomona. Sé que existe, pero nunca tuve acceso a la orina de bebés que sufren la “enfermedad de la orina con olor a jarabe de arce”. El olor y el sabor han sido datos de reconocimiento (organolépticos, se dice) de enfermedad, como ocurrió con la diabetes mellitus y la insípida. 


         Pero otros sentidos sirven de asiento al recuerdo, a veces de modo nostálgico, ese que se da como tal, sin necesidad del estímulo que lo haga presente.


         El tacto parece muy primario, aunque puede educarse hasta para poder leer con él usando caracteres Braille, pero eso es otra cosa.  Podemos reconocer distintos medios y superficies tocando, pero los recuerdos que puede evocar la palpación parecen poco sutiles, a no ser que pase a ser elemento perceptivo muy importante. Se han hecho experiencias de memoria háptica que desvelan el valor potencial del tacto en el reconocimiento, pero parece un sentido olvidado a la hora de hablar precisamente de eso, de olvidos.


         Otra cosa ocurre con el sonido y la vista.


         Esta entrada ha sido suscitada por el comentario de un amigo a una reflexión recogida en su muro de Facebook: Nuestras ciudades no huelen ni se oyen como olían y se oían. Tampoco se ven del mismo modo. 


         Podemos creer que vivimos en una época de hiperexcitación sensitiva cuando, curiosamente, sufrimos de una deprivación sensorial. Eso equivale a decir que hemos pasado del valor de lo particular al de lo general, del disfrute de lo distinto de comunidades de habitantes a la inmersión en lo común de todos y de ninguno.

 

         En la percepción visual esto es especialmente claro. Todas las ciudades de Occidente y muchas más alejadas son esencialmente la misma ciudad, la “urbs” ya constante, porque en todas ellas reina la misma música, la misma asepsia olfativa, los mismos lugares y calles, conformando con leves matices un lugar común tanto para el habitante de ellas como para un turista ocasional que las visite. Lo distinto se hace equivalente a marca de lugar, digna de ser registrada con la fotografía de un smartphone para poder “demostrar” que uno estuvo aguantando la torre de Pisa, viendo la hora en el Big Ben o inmerso en la copia de la cueva de Altamira. No hay recuerdo ahí ni distinción de lo otro. Por una ciudad diferente sólo en apariencia a la nuestra, ya no se pasea, sino que sólo se dan, en la práctica, desplazamientos rápidos para absorber todo lo absorbible, desde museos hasta habitantes vestidos de modo diferente al nuestro. Ni siquiera hay tiempo para usar máquinas de video, instrumentos tan efímeros en su modernidad como los “CD”. El tiempo es, “sirve”, para registrar, con cierto matiz curricular, los innumerables lugares en los que hemos estado aunque no los volvamos a visitar ni a rememorar en esas “instantáneas” que antes no lo eran tanto y precisaban de tiempos de espera asociados al revelado de imágenes fotográficas. 


         Mi propia ciudad me es irreconocible y no precisamente para bien. Una multitud, de la que formo parte, invade sus calles o las deja vacías, casi al unísono, aunque nadie oiga ya campanas horarias. Impera la rapidez hasta para comer, con motoristas y ciclistas a todo trapo llevando una comida esencialmente uniforme, aunque se llame asiática o africana, a cualquier casa. Han desaparecido las tertulias calmadas, los juegos de mesa, el dominó, el ajedrez, el parchís o las cartas, eso que se asocia al triste término de “edadismo”, en esos lugares a los que sólo se va ya a consumir brebajes entre risas tan sonoras por ser más aparentes que reales. No hay tiempo para comprar frente a tenderos; compramos a entes desde el propio ordenador.


         No hay tiempo tampoco para leer; si hace años triunfó el enfoque simplista de “Selecciones del Reader’s Digest”, revista de curiosa permanencia, hoy gana ampliamente Wikipedia. En el cine se ven grandiosos efectos especiales para mostrar historias infantiloides, y propiamente carecemos de películas para mayores, esas en las que se vetaba la entrada de menores de 18 años. En realidad, los cines están en vías de desahucio, pero también la televisión, sustituida por las plataformas ad hoc para cada uno (quedó ya relegado el “home cinema”), que ni siquiera atraen a toda la familia, porque esa expresión es sólo propia de anuncios empalagosos. ¿Qué es ahora “toda la familia”? 


         Hay prisa, de tal modo que no hay lugar para recuerdos. ¿Quién estudia con libros? En mi propio hospital dos bibliotecas, dejando sitio a espacios de innovación (no sé de qué), se han fundido en una, que acoge curiosamente sólo libros de autoayuda, para médicos, esos seres ya escasos. ¿Quién habla hoy? Los medios de transporte colectivos, desde los taxis hasta los trenes o aviones, son lugares silenciosos (es tan triste como adecuada la frase “en modo avión”) y cuyos pasajeros miran y teclean compulsivamente sus inmóviles “móviles”.


         Toda la ciudad es un gran anuncio disperso en pantallas. Todo anuncia nada.


         Hay un ejemplo, uno de tantos, que evoco ahora. Hace pocos años había algo que hoy está en desaparición acelerada, los quioscos. En ellos, uno no sólo compraba el periódico, también podía hojear revistas, que las había a cientos (en algún lugar que conocí llegaban a albergar mil títulos de periodicidad diaria, semanal o mensual). Hasta había la posibilidad de coleccionar fascículos. Es llamativo que el periódico se venda en panaderías, hasta que deje existir como tal, como papel. Adiós rotativas, que ya no rotarán.  


         Ahora todo está o estará (pagando) en la red. Y enredados estaremos los viejos cuando nuestros móviles nos engañen cotidianamente con “fakes”, con el “phishing” y demás novedades estupendas que los sabios mercachifles se imaginen por nuestro pretendido bien, que nunca es tal cosa, hasta vaciarnos nuestras cuentas, que no los bolsillos, en los que ya no tendremos eso que hasta ahora se llamaba calderilla. ¿Para qué, si hay tarjetas para los anticuados que no tengan "smartwatches" para pagar?


         Lo que un día fue signo de progreso y libertad, el coche, es hoy un objeto demoníaco, condenable por lo que contamina y por ocupar un necesario espacio para “runners”, “riders” “skaters” y lo que venga, no para tranquilos paseantes. Se trata, a fin de cuentas, de correr, de mantenerse sanos según dicen los “expertos” preventivistas (la bondad de la prevención ya la vimos con el Covid, pero el incremento de la cibercondría no conoce límite). El coche es ya un artefacto justificable sólo para acudir a las grandes áreas comerciales, una vez extinguido el comercio de barrio, de calle.


         Es curioso, pero coherente, que, en este estado de cosas, quienes saben de negocios no ignoren el valor de la filosofía y de la religión. Y así, más allá de la importancia de ser asertivos, proactivos, sosegados y reunir demás aspectos virtuosos, como el junco que se dobla sin romperse, hay libros que nos difunden el estoicismo, confundiendo los avatares de la naturaleza con los que son más bien demasiado humanos, en forma de despidos masivos y demás atrocidades a soportar así, estoicamente. A la vez, la bondad de la meditación oriental (la occidental se ignora), traducida por algún autor estadounidense al término “mindfulness”, realza, en medio de sus incuestionables virtudes, el valor de lo egocéntrico. Ande yo presente y desquíciese la gente. Haciendo “meditación” y aceptando la “naturaleza” llevaremos una vida que quizá sea estúpida por acomodaticia, pero que no incordiará a nadie en un sistema capitalista deshumanizador que persigue fácticamente el oxímoron de la homogeneidad de lo distinto. Los “influencers” nos mostrarán, a su vez, que basta con lo sencillo para influir, pues de eso se trata, de influir vendiendo. Incluso, de influir fluyendo, según esa autoayuda tan estupenda.


         No es malo estar conectados, al menos electrónicamente. Pero nos estamos olvidando de conversar, de hablar, de “perder” el tiempo. Una hiperconectividad que aún no ha alcanzado su máxima cota de eficiencia, algo tristemente relevante, está haciendo de jóvenes y menos jóvenes seres aislados. Esa misma bondad del acceso online está condenando a los viejos a una soledad insoportable.

         La oleada de suicidios en el contexto Covid parece un anuncio, de bajo nivel, de lo que se avecina para una sociedad en la que una cuarta parte de su población vive en perenne e irreversible soledad.

         

         

         

sábado, 31 de diciembre de 2022

De películas, sueños, deseos y psicoanálisis.



“Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo”
(Eclesiastés / Qohélet, 3,1)

 

Las viejas palabras bíblicas resuenan en una obra del escritor Erich Maria Remarque, llevada al cine con el título en castellano de “Tiempo para amar, tiempo para morir”. 


Antes, Remarque había publicado un libro que le dio mayor celebridad, “Sin novedad en el frente”. La cruz de hierro, ganada en el gran conflicto que supuso la primera guerra mundial, no le evitó que tuviera que emigrar de Alemania tras el ascenso del nazismo, como tantos otros.


En la película a la que me refiero aquí se muestra ese contraste entre los tiempos a los que se refiere el libro sapiencial. El protagonista alemán en la segunda gran guerra vive, en unos pocos días de permiso en un Berlín ya bombardeado, la pasión del enamoramiento, que ha de cortarse bruscamente con su regreso al frente ruso; allí la muerte le sorprenderá leyendo la última carta de su mujer (creo que este resumen no evita que se vea la película, sino que puede incitar a hacerlo).


Sobra abundar en el horror que implica una guerra, porque no se puede hablar nunca de ella en pasado. Hoy mismo, ese jinete apocalíptico es algo tan cotidiano que casi ya no es noticia, como no lo son los otros jinetes, peste (llamada ahora Covid), hambre y muerte.


La película mencionada la asocio a otra que ya he visto repetidas veces (también en estas navidades), “Qué bello es vivir”. En ambas se apunta al tiempo propicio, al tiempo de Aión, ese en el que podemos sumergirnos y sentir la eternidad ya antes de morir. La obra de Remarque nos hace sentir el valor del presente. Hay tiempo para amar… aprovechémoslo. Ya moriremos y siempre será absurdo, pero el absurdo de la muerte no implica que la vida sea también absurda; al contrario. En la otra película, James Stewart interpreta a un hombre que, abocado al suicidio, es salvado por un ángel mediocre con forma humana (hay tantos…) que se limita a mostrarle el complemento de lo que los fantasmas navideños le revelaban a un viejo avaro en un cuento de Dickens. Se trata aquí de recordar el pasado para cambiar ya, en el instante presente, el futuro. 


El fracasado que interpreta J. Stewart acaba descartando la opción suicida porque se le evidencia que su vida hasta entonces tuvo el gran sentido de haber ayudado a otros en mayor o menor grado, a tal punto que, de no haber vivido, una parte del mundo sería peor. El cascarrabias Scrooge comprende que no lo ha hecho bien precisamente y da un vuelco bondadoso a su vida. En ambos casos, no importa el cuánto se ha vivido ni cuánto queda por vivir, sino el cómo y en los dos se da un tiempo nuevo, el de Kayrós, el de la oportunidad ética. Kayrós fue también el tiempo en que el soldado alemán optó por amar, aunque le quedara poco tiempo cronológico, el de su permiso, que intenta infructuosamente prolongar unas horas.


Siempre tenemos tiempo de mejorar nuestra vida hacia el amor. Siempre podemos cambiar de la simple existencia en el mundo a habitarlo, según sugería Hölderlin. 


Remarque mejoró el mundo con sus obras y nos da igual su vida privada, pues a cada uno nos basta con la propia.  Del mismo modo, los personajes de ficción citados se hicieron conscientes de la oportunidad ofrecida por la vida y la usaron para cambiarla, para cambiar el mundo. 


Ocurre que el mundo no es, podríamos decir, algo estructural, sino que cambia por la acción de personas concretas, y cada uno de nosotros tiene la maravillosa posibilidad de hacerlo, mediante un cambio a mejor, eso que podría decirse con el término de “conversión”, de “despertar” o, quizá, como “metanoia”.


No cabe considerar la posibilidad ética desde un enfoque “top-down”, como si fuera responsabilidad única de quienes tienen el poder económico, político, social, del tipo que sea y a cualquier escala. Sólo es concebible de modo universal un enfoque “bottom–up”.


Hay dos aspectos comunes a las tres historias aludidas (realidad o fantasía es lo de menos) que me parecen relevantes. 


A uno de ellos le podríamos llamar “síntoma”. Es sintomático que un soldado alemán en el frente ruso ignore un peligro obvio para un espectador “objetivo”. Es sintomático que un hombre descarte su suicidio para rescatar a un extraño que se ahoga en las aguas a las que aquél iba a arrojarse para morir. Y lo es también que un viejo gruñón se deje llevar por aparentes sueños. Es decir, el síntoma, en su contingencia, impredecible en su aparición y desarrollo, nos interroga más que cualquier interés epistémico, sea científico o filosófico. Y es que el síntoma es incómodo, a veces insoportable.

 

El otro aspecto, no menor, es la necesidad de un “otro” con el que confrontarnos, no intelectualmente, sino radicalmente, hasta la médula ósea, porque sólo así nos confrontaremos con nosotros mismos, nos descubriremos, aunque seamos viejos. Estamos ante una necesidad que puede verse satisfecha por dos tipos de contingencia, el síntoma que se desencadena y el encuentro con alguien que nos puede ayudar. Un soldado alemán encuentra esa alteridad en una chica de la que se enamora, un ángel con forma de viejo o los fantasmas navideños encarnan ese otro en los demás cuentos aludidos. Se da un elemento de sorpresa. 


Un síntoma muy distinto, cualquier síntoma y el de cada cual, de hecho, puede inducirnos al encuentro con otro a quien le suponemos un saber. Eso ocurre en el Psicoanálisis. Ese ha sido el gran hallazgo de Freud. Psicoanálisis, algo que va más allá de lo que el propio término expresa, algo que precisa la alteridad como elemento esencial.


Sólo habría un modo de satisfacción espiritual que no pase por esa criba de un incómodo análisis; sería el encuentro directo, místico, con la Gran Alteridad, con lo Inefable. No son excluyentes. Al contrario, uno puede acercarse a Dios mismo (o salir ateo) desde un análisis… porque el psicoanálisis no persigue la curación del síntoma; simplemente facilita que nos hagamos un poco mejores y ese cambio favorable puede enmarcarse en cosmovisiones muy distintas, a veces sólo aparentemente antagónicas. 


Se inaugura un nuevo año, pero esencialmente lo que nos indica es que se inaugura un nuevo día, sólo eso, nada más, nada menos, y con él se nos ofrece la oportunidad de ser radicalmente humanos.

 

sábado, 17 de diciembre de 2022

De “biblicismos” y ortodoxias.

 



   Eros, thanatos… pulsiones tan aparentemente antagónicas y, sin embargo, tan confundidas en el máximo ideal, en el afán de pureza.

    Nosotros no somos ellos. Nosotros, los puros, nos reconocemos en eso que nos une, en la ortodoxia y la ortopraxis de la que carecen ellos, los otros, diferentes por ser negros, inmigrantes, incultos, enemigos, impíos, pervertidos, ateos, chamanes, errados en su creencia… 


    Ah, la religión. En nombre de Dios, lo más horrible se hizo, lo más ruin se sigue imponiendo, pero no en una religión cualquiera, sino en la que haya cristalizado en un libro sagrado. Borges lo describió de un modo hermoso en su narración sobre “los teólogos”. Teólogo, un término que alude a la palabra, al logos, y que encierra en sí misma el oxímoron mas radical, pues sólo un término se precisa, ni siquiera dos, para referirse a quien estudia lo imposible, a quien aspira a conocer a Dios, al Innombrable, como si no bastara con amarlo.


    Cualquier incauto pensará que la religión sólo tiene que ver con una creencia en un dios inmanente o, de modo más habitual, trascendente. Pero no es así. Hace pocos años, John Gray ya nos previno al modo especular, al percibir la religión en lo que menos religioso parece, algunas formas de ateísmo, analizando siete modos en los que éste se expresa. La dificultad de ser ateo coherente es grande, tanto o más que la de creer sin delirios asociados.


    Dios, sea lo que sea lo que entendamos por ese nombre tan degenerado o lo que descreamos al referirnos a Él, a Ella, pues primero fue la Diosa, o a Ello, eso que subyace en algo colectivo, como Jung imaginó en su particular y discutible modo de entender el fondo anímico general, es inaccesible. A cambio de esa imposibilidad epistémica, será, a veces sólo en instantes, en el no saber de la gran ignorancia, que alcanza su modo más precioso e inefable en la perspectiva apofática y mística, cuando podremos intuir un poquito del Misterio Amoroso (“Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”, decía San Juan de la Cruz). Podrá haber, desde esa intuición, un desprendimiento poético, en pobreza, pero no base alguna de pretensión ortodoxa.


    El libro sagrado atrae poderosamente la mirada que interroga, la que requiere, en su perspectiva del mundo, el dogma. Es tal la atracción dogmática, que lo que parece más racional, la ciencia, puede ser asfixiada por la narrativa cientificista, exageración inaudita del poder epistémico y pragmático del método científico olvidado y traducido en narración de resultados que sustentan las promesas soteriológicas más delirantes. La mayor traición que se le puede hacer a la ciencia es precisamente esa, olvidar su método y hacer de ella pura narración de finales felices, pero será entonces, cuando, convertida en narración, la ciencia pase a ser creencia y, por ello, sustituible por cualquier otra fe, incluso mágica.


    Lo religioso, en el sentido del religare, de la ligazón o seguimiento a algo o alguien tiene un inmenso poder. Abundan los ejemplos de la obsesión por la ortodoxia definida por un líder político (recordemos el nazismo) o por un maestro espiritual o filosófico reconocido como tal en el ámbito que sea, por muy liberadores que se perciban sus escritos, sus enseñanzas. También ocurre con quienes criticaron y, a la vez, propugnaron el rebaño, aunque fuera a su pesar. Sí. También sucede con el atractivo que generaron los maestros de la sospecha.


    La simplificación religiosa supone el reduccionismo. Y todas las simplificaciones son tan atractivas como potentes a la hora de acoger fieles seguidores. Por ejemplo, el cientificismo relacionado con lo humano puede ser sustituido con gran facilidad, como creencia, por otra que todavía es peor en sus efectos, el psicologismo. La medicina, a su vez, puede ser alejada de su mirada humana y encorsetada, en su práctica, en el sagrado protocolo que decidan las tan mal llamadas sociedades científicas y que promoverá la medicina defensiva.


    Desde esa ortodoxia tantas veces lograda, el heterodoxo podrá ser perseguido o simplemente aislado, ignorado. Parece que precisamos luminarias y figuras carismáticas que induzcan seguimientos, influencias u orientaciones para mejorar el mundo. Pero sólo serán buenos humanamente si no sucumben al atractivo del rebañismo eclesial, eso que hace del otro, en el mejor de los casos, un cismático o simplemente un extraño, incluso cuando la diferencia singular parece mínima. 

sábado, 26 de noviembre de 2022

Ocho mil millones

        


        En estos días, el número de personas vivas poblando el planeta ha alcanzado, según dicen, la cifra de ocho mil millones. 


        Son, somos, muchos. Pero una cifra nos dice muy poco. Ha ocurrido y ocurre con grandes catástrofes naturales y bélicas, cuando lo que se cuenta son muertos. 


 Podemos hacer un ejercicio de imaginación, como es dedicar sólo un segundo a contar cada uno de esos ocho mil millones, algo imposible de acometer por alguien, por longevo que sea. Uno, dos, tres… a razón de un segundo por número adicional le llevaría a una máquina ideal, exenta de error y de reparaciones de mantenimiento, algo más de dos siglos y medio. Y en todo ese tiempo, el recuento ya se habría quedado claramente muy corto, de seguir la tendencia en la que estamos embarcados ahora.


 Las grandes cifras (ocho mil millones lo es) difuminan lo discreto, lo individual, haciendo de la humanidad viviente un continuum temporal ante una visión simplista. En ese conjunto, puede asumirse con bajo error, aunque no muy fácil de calcular, que lo altamente improbable, pero posible porque haya ocurrido alguna vez en la Historia, se repite ya o sucederá pronto en algún lugar del planeta. No tenemos la seguridad absoluta, pero sí una probabilidad de ello que, a efectos prácticos, se aproxima a uno. Y por eso, la cifra difundida por los medios de comunicación evoca el eterno retorno de lo mismo en el ámbito de lo humano. No porque la vida de uno se repita indefinidamente, sino porque habrá biografías muy similares, que tienden a la identidad bajo diversas perspectivas de terceros. ¿A qué le llamaríamos “lo mismo”? La mirada simplista acoge con facilidad la etiqueta de subconjunto racial, geográfico, religioso, fisicalista, etc., de lo humano. 


        Es muy probable que descubrimientos claves en el avance tecno-científico sean producidos en un intervalo de tiempo corto en comparación con el tiempo del mundo, sólo porque hay más mentes que nunca. Así, es imaginable que se logre pronto una teoría de gran unificación, que haya viajes no necesariamente tripulados a planetas más allá del sistema solar o que las grandes enfermedades, como eso casi innombrable a lo que Mukherjee llamó “el emperador de todos los males”, se puedan curar. Pero no todo será bueno, con un riesgo de hecatombe bélica nuclear, de catástrofes naturales masivas o de emergencia de enfermedades novedosas o asociadas a gérmenes que “despierten” tras el deshielo inducido por el cambio climático.

 

        Habrá la tentación de una perspectiva atomística más reductiva que en la que ya estamos inmersos, y en la que la noción de átomo-individuo cobre más fuerza que la que ya tiene en la bio-estadística actual. Muchos estudios podrán acometerse así, considerando a cada uno un “voxel” en una gran matriz hiperespacial de variables definidas, o una “dx” en una aproximación por ecuaciones diferenciales. Estaríamos acercándonos a una identidad relacionada con el subconjunto en que los grandes análisis de datos nos ubiquen.


        Tal estado de cosas induce a la reflexión. Por un lado, se impone una gran humildad porque es más fácil que uno se reconozca como más sustituible que antaño en el gran teatro planetario. Uno podría decirse a sí mismo: “no te obsesiones con tu mortalidad; no te des tanta importancia, que eres sustituible”.


         Por otro lado, vivir en un planeta común no equivale a vivir en nuestro propio mundo, el de cada uno, el que podemos construirnos desde el acontecer biográfico a pesar de las restricciones de contorno que puedan darse. Habría, pues, la posibilidad de un “Umwelt” particular, asociado a la libertad, donde seguiríamos con la capacidad de ser en él, como Dasein, con un “ahí” concreto, habitando propiamente, y no sólo viviendo, sin que el exceso poblacional pudiera anular nunca el comportamiento ético existencial al que estamos llamados desde nuestro fondo humano.  


        Se perfila un horizonte de posibilidades, como siempre ocurrió en nuestro trayecto evolutivo y después histórico. Por fantástica que parezca la realidad posible, seguirá siendo una realidad en la que vivir, movernos y ser, actuando en mayor o menor grado con capacidad transformadora, ética, incluso para regular la propia cifra de seres humanos que, por ser la que es, puede acabar haciendo de nuestra especie y de su producto, la cultura, una anécdota en el devenir del Universo.

domingo, 6 de noviembre de 2022

El obsesivo balance biográfico.


Imagen tomada de Wikimedia commons

 

"No haya ningún cobarde,

aventuremos la vida,

pues no hay quien mejor la guarde

que el que la da por perdida."

(Sta. Teresa)

 

 

"¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida?" 

(Mc.8,36)

 

 

            Moriremos. Esa es la única certeza objetiva que tenemos sobre nuestras vidas, aunque descreamos de ella porque no podemos imaginarnos muertos y sólo sabemos de esa verdad de modo inductivo.


            La medicina y el propio cuidado pueden retrasar el final sabido, pero no eliminarlo. El sueño trans-humanista es eso, un sueño, cuando no puro delirio.


            Buscar un sentido a una vida mortal, la nuestra, parece curiosamente un sinsentido. Y, sin embargo, difícilmente podemos prescindir de ese intento. Viktor Frankl hizo de la búsqueda de sentido un fundamento de vida y una terapia.


            El sentido puede alcanzarse asumiendo el límite de la muerte o, por el contrario, aceptando que la muerte no tendrá la última palabra. Se sea ateo o creyente, una fe, más propiamente una “fides” en su sentido primigenio, es requerida para poder vivir día a día de modo humano, incluso en las condiciones más crueles.


            En la práctica, siempre importa lo que tenemos a mano, también en el orden temporal. Y así, sólo vale el ahora, el hoy. Muchos libros de autoayuda se centran en eso, en la percepción del momento presente. Las tradiciones espirituales cristianas hacen uso de la consideración del elemental tiempo propio, el presente, pero asumen la alteridad, desplazándose de un cierto egocentrismo que parece inherente a las prácticas de meditación centradas en el yo, aunque sea para disolverlo en un todo. La reflexión de Juan XXIII, “Sólo por hoy”, esa llamada “plegaria de la serenidad”, es una perla al respecto.

 

            El hoy por sí solo es importante, pero su consideración resulta insuficiente, porque somos proyecto, o proyectados si se prefiere. Y así, aspirando al no tiempo, siempre podemos vivir en dos tiempos distintos, el de Kronos, que nos insta al cuidado extremo para neutralizar sus efectos, y el de Aión, en el que percibimos la eternidad  ya aquí y ahora, como donación aceptable, en la que no sólo podemos estar y mantenernos, sino que somos. 


            Kayrós nos rozará alguna vez instándonos a hacer algo con la oportunidad que se nos muestra ocasionalmente. Basta uno de esos instantes para la decisión adecuada, instantes que se pueden obviar fatalmente.


            Podremos sucumbir al final de la vida prácticamente sin enterarnos, algo que no parece tan habitual como se cree, o dándonos cuenta. En cualquier caso, asistimos a una tendencia creciente a considerar la vida como la confección de algo presentable cuando se acabe (aunque no creamos que algo o alguien nos lo pueda pedir), un cierto modo de balance biográfico


            El gran psiquiatra existencialista Irvin Yalom recogió en uno de sus libros (“Mirar al sol”) una expresión de Milan Kundera: “Lo que más nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”. Eso parece una gran verdad, pero no lo es del todo. Es cierto que muchos tenemos nostalgia de lo no hecho, de lo no vivido, pero la afirmación que recoge Yalom no agota la gran y posible perspectiva de cambio personal incluso al final de la vida. Su último libro (“Inseparables”), relacionado con su propia perspectiva de muerte, tras la de su esposa, coautora del texto antes de  su eutanasia, parece desmentir, con su solitario dolor final y cierta amnesia, aquel postulado. 


            El caso es que se asume esa verdad. Hay que vivir la vida, se dice. Y eso, en la actualidad, significa, para muchas personas, una existencia de coleccionista, de ir confeccionando una colección de experiencias de todo tipo, sean riquezas, honores, también actividades de ocio, viajes o museos visitados, libros leídos o escritos… Incluso el número de amigos y de “likes” serán importantes para esa contabilidad de “eficiencia vital”. La acumulación de todo lo acumulable (que llega a un extremo crudamente patológico en el llamado síndrome de Diógenes) sería una protección ante la angustia de ver que ya no queda mucho tiempo para seguir coleccionando experiencias.


            Hasta el científico puede transformarse, desde esa perspectiva, en productor de artículos con los que construir un baremo bibliométrico, con su índice "h" u otro parecido, que darán lugar a una colección llamada curriculum.


            Muchos obituarios se centran precisamente en ese pasado registrado, no como existencia de alguien sino como “existencias” de ese alguien, las que nutren el almacén de su colección cuantificable. Alguien ha publicado tantos libros, ha hecho tantas películas, ha creado tantos puestos de trabajo, ha acumulado tal fortuna, ha influido en tantos autores de su campo, ha criado a tantos hijos, etc., etc. 


            Nos hemos olvidado de las viejas fuentes de la sabiduría, de eso que Aldous Huxley llamó “Filosofía perenne”. 


    En un papiro egipcio, el difunto Hunefer es acompañado por Anubis a la ceremonia de la psicostasis, en la que su corazón será pesado. Sólo si es más ligero que una pluma, su dueño podrá pasar a la otra vida. No se mide el peso de las acciones realizadas desde él, no importa cuántas hayan sido, sino la ligereza que confiere su bondad.


            El Bhagavad Gita ya nos instaba a no apetecer los frutos de la acción. Aunque suscite la acción misma, el resultado de ella será siempre algo secundario para el propio actor. Nuestra vida no es un curriculum. Basta con actuar de modo amoroso, espontáneo, libre. Basta, pues, con lo más difícil.


    El Jesús que nos describen los evangelios no sabe de curricula ni los valora. Vivió poco tiempo cronológico, pero estuvo inmerso en la eternidad. Desde esa óptica, quienes trabajan la última hora del día perciben lo mismo que quienes han trabajado toda la jornada y los últimos serán los primeros (Mt.20,1-16). También habrá quien pecó mucho, pero cuya vida será valiosa porque lo compensó amando con creces (Lc.7,47). En esa lógica que desconoce la métrica, en esa “no lógica”, que puede sonar escandalosa por aparentemente irracional, especialmente en nuestro tiempo, sólo importa crecer en el amor, aceptándolo y realizándolo. Nada más es necesario. No producimos méritos, sino que simplemente podemos abrir el corazón para que el Ser actúe en nosotros. Y por eso, al final, al atardecer de nuestras vidas, se nos juzgará sólo en eso, en el amor. 


    San Pablo se refería en negativo al carácter curricular, de carrera en sentido originario, productivo, de la propia biografía. La vida es curricular por su relación con el mundo en el que se desarrolla y agota, pero lo importante no es lo que eso brinda como mérito, sino como contexto en el que se mantiene y crece lo esencial, contagiándolo a otros. Ese hombre, a quien se debe en gran medida que el cristianismo se transformara en religión católica desde una heterodoxia judaica, escribió que sí, que había corrido esa buena carrera y que había conservado la fe (2 Tim. 4-6). 


    Una inquieta esperanza sostendrá que aventuremos la vida, dándola ya por perdida, pues sea corta o larga en años, la aventura de búsqueda es lo que realmente vale la pena. Admiramos a aventureros como Humboldt o Shackleton y justo es que sea así. También es admirable la aventura posible de la búsqueda esencial a la que estamos convocados desde que nacemos. Freud nos ofreció una especie de catalizador, aunque no lo parezca por su duración, con el psicoanálisis, esa tarea de humildad que nos permite penetrar, con la ayuda transferencial de otro, en las propias tinieblas del alma para poder percibir la cálida y fría luz del conocimiento valioso.


    En esa perspectiva, si tenemos en cuenta que sólo por nuestro amor el Amor nos juzgará, no caben nostalgias de lo no vivido, porque basta un instante eterno, aunque sea al final, al atardecer de la vida, para que ésta haya valido la pena, para que nuestro corazón pese menos que la pluma en la balanza del juicio de Osiris. 

viernes, 7 de octubre de 2022

Escribir por escribir.


     

        Todos escribimos algo, desde el que toma esporádicas notas hasta el escritor profesional, el que se gana la vida escribiendo. No es algo de siempre. Hasta hace muy pocos años, el analfabetismo campaba a sus anchas en nuestro país. 


Escribir se ha hecho demasiado importante no sólo para bien. A día de hoy, un científico no se prestigia tanto por su trabajo de búsqueda como por lo que publica en revistas de su campo. La “productividad” científica, para bien y, sobre todo, para mal, se mide de modo bibliométrico.

 

En el campo humanístico, me consta por amigos que también se está introduciendo esa maligna concepción que confunde lo que uno hace, hablar, enseñar, escribir a veces, con rígidos criterios bibliométricos, eso que entra en el lamentable campo de la “calidad” tipo ISO, como si las publicaciones en filosofía fueran equiparables a cualquier artículo vendible. La existencia de un profesor puede ser enmascarada por las “existencias”, por las cosas, llamadas artículos, que produce.

 

Sirva este contexto general para ir enmarcando por qué escribo algo como este blog, alejado de artículos científicos o médicos, que serían más propios de mi terreno.

 

Creo que sencillamente escribo por escribir, algo así como que hablo por hablar. La escritura me sirve, más que para expresarme, para entender la expresión de otros, es decir, para leer. Esto es algo muy común. Somos muchos los que leemos escribiendo, sea tomando notas o, de modo más simple, “estropeando” libros y artículos subrayando o resaltando con rotuladores (esos “fosforitos” me son muy útiles) lo que nos importa, lo que más merece ser tenido en cuenta. 

 

Se escribe por escribir y también cuando es más “serio” que hablar. En el hospital, en el que llevo ya 46 años, sucesivas direcciones y jefaturas me facilitaron que depurase aspectos formales de mi escritura al inducirme a producir correos internos un tanto críticos. Me hicieron, sin duda y sin pretenderlo ellos, mejor escritor de lo que fui.

 

Y debo mucho de esa escritura a mis empeños juveniles por recopilar información de una vieja enciclopedia de mi padre para confeccionar artículos que sólo yo leería. Desearía conservarlos, pero los destruí hace muchos años. Esa enciclopedia era el internet de la época, algo más lento, eso sí. 

 

Nunca escribí un diario, quizá porque siempre intuí que algo tan íntimo, se hace, consciente o más bien inconscientemente, para ser leído… por otros.


La escritura como algo precioso la descubrí fundamentalmente al hacer la tesis. Tener que escribir una introducción general y una discusión de resultados fue una experiencia absolutamente satisfactoria (mi gratitud con mi amigo José Cabezas, mi director de tesis, es perenne). Esa experiencia me enseñó una de las dos cosas que más valoro del hecho de escribir: ayuda a leer, porque escribir significa buscar e imaginar. En ese trabajo de búsqueda, la mirada que selecciona libros y páginas de ellos es dirigida y, a la vez, se abre a lo contingente que ese material ofrece. En gran medida, escribo para aprender a leer.

 

Hay otro aspecto motivador que descubrí cuando se me ofreció, en el contexto psicoanalítico, la oportunidad de participar, junto a mi amigo psicoanalista Manuel F. Blanco, en una compilación, dirigida por Gustavo Dessal, de la que surgió un libro, “Las ciencias inhumanas”.  Esa experiencia facilitó otras colaboraciones y la producción de mi primer libro, “El Autoritarismo Científico”.

 

Previamente a eso, siguiendo la estela de mi adolescencia y juventud, de cuando descubrí la belleza de lo que nos rodea y constituye organísmicamente, había construido un libro más propio de aquellos tiempos, pero que “necesitaba” publicar como gratitud a la vida, aunque entonces no lo sintiera así. Era “Estética de la Ciencia”, que acabé auto-editando.

 

Y después, descubrí el mundo de los blogs, primero por los de amigos, en los que entraba a comentar sus entradas. Finalmente, surgió éste. Su nombre, “Cerca del Leteo”, no recuerdo cómo brotó, pero supongo que de un cierto sentimiento de que ese río se va aproximando por culpa de Krónos, aunque haya siempre tiempo, el de Aión, antes de la depresión, la demencia o la muerte. Fue una perspectiva de escribir “por entregas”, pero sin guión, sin resultado final; a pinceladas de mayor o menor grosor y color sobre lo que la vida me mostraba, partiendo de una conclusión analítica sentida profundamente, la de ceder a una creatividad amorosa. 

 

Hice la experiencia de cerrar el blog unos meses, pero la necesidad de escribir fue superior, y la de escribir así, sin finalidad, sin pretensión alguna más allá de tratar de contagiar lo bueno que veo en lo que me rodea. Y lo reactivé. Sigue induciéndome a leer, en un tiempo en que mi pereza y desilusión son mayores de lo que eran (no descarto efectos de la pandemia en esa acedía que a veces predomina). Sigue induciéndome a expresarme.

 

Debo a mi admirado amigo Gustavo Dessal su sugerencia de construir un libro a partir de este blog que ya tenía siete años de existencia. Y así vio la luz esta última obra que aquí presento, “Una mirada a la Ciencia, la Medicina y la Espiritualidad”. El prólogo que realizó para él Dessal es uno de esos grandes regalos de la vida que me inducen a seguir escribiendo.

 

Uno siempre escribe para ser leído, pero el hecho mismo de escribir tiene otra fuerza distinta, la de un goce placentero (a diferencia de goces neuróticos), la de sentirse unido al mundo, la de centrar la mirada en lo que importa, haciendo desde ella esa diferencia crucial entre lo óntico y lo ontológico, eso que nos hace valorar sólo lo que realmente importa. Y es que se trata sólo de amar, de ser. 


Disponible en https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/