sábado, 26 de octubre de 2019

La culpa.





“Y le dijo a ella: tus pecados quedan perdonados” Lc. 7, 48.

Fue en casa de alguien sensato, noble, justo. Jesús había sido invitado a comer allí. Y, cuando nadie lo esperaba, surgió una mujer que contrastaba con una cierta descortesía del anfitrión. Se deshizo en las lágrimas que le suscitaba saberse culpable. 

En los bellos textos evangélicos, aflora con frecuencia una pregunta de gente sorprendida, “¿Quién es éste, que hasta perdona los pecados?” Lc.7,49.

"Pecado" es término en desuso en España, tras los largos y tristes años nacional-católicos (todos éramos pecadores, aunque más especialmente los que habían sido vencidos en una guerra cruel). Pero permanece con otro nombre, ya antiguo, la culpa. Uno puede ser objetiva o subjetivamente culpable. Lo vemos en las películas de juicios: "es culpable". Ya está. Quedará la sentencia que la ley asigne a esa culpa.

Pero la culpa real, la más brutal, es la que uno mismo llega a sentir sin que otros la enuncien, y que puede hacer precisa, como mínimo sosiego, la correspondiente condena jurídica, cuando no medidas extremas como el suicidio. No basta con saberse culpable, se precisa ser juzgado, condenado; por los otros, por la ciudad. El castigo paliará la culpa; será preferible a mantenerla estando libre, ya que ¿qué clase de libertad sería?

Tal vez algún día, algún fármaco que actúe sobre la amígdala cerebral o sobre cualquier región concreta del sistema límbico, o cualquier otra zona, anule esa percepción de culpa y calme. Pero será una calma inhumana, porque humano es reconocerse como ser ético y, por ello, con la posibilidad de elegir mal, de decidir mal, de actuar mal contra los otros y contra el gran reto de ser. Es la posibilidad de hacerse culpable ante sí mismo tras la elección. A la vez, puede ocurrir que la elección ética adecuada haga a uno culpable solo a los ojos de quienes lo son realmente, en cuyo caso, lo inhumano es esa culpabilización presuntamente objetiva. Ha ocurrido muchas veces, demasiadas, en la Historia. 

“Und die fromme Rosablancke
Die mit goldener Flut der Locken
Möchte alle Schuld bezahlen”.

Ellos, los miembros de la Rosa Blanca, fueron declarados culpables en un ignominioso juicio nazi. Lo fueron ante la ley vigente, no ante su conciencia. Y murieron serenos, pagando toda la culpa de tantos, sin tenerla ellos.

A veces, la culpa tiene motivos inconscientes, pero motivos, a fin de cuentas. Percibida como demonio interior, puede solicitarse la ayuda del fármaco, la comprensión clínicamente facilitada de determinismos que hayan anulado la libertad, pero será solo desde la aceptación de la propia libertad, por escasa, limitada que sea, que la culpa podrá ser tratada, enfocada, corregida, superada, por ser propia. Tal vez acompañada, pero propia a fin de cuentas. No se trata de pagar toda la culpa del mundo (“alle Schuld bezahlen”) pero sí de partir de la real de cada uno, de su conocimiento, como punto de inflexión transformador.

La belleza del Evangelio reside en muchos aspectos. Uno de ellos es que no anula la responsabilidad propia, sino al contrario, pero, a la vez, desconoce el tiempo, en la medida en que, en él, por larga que haya sido la biografía errada anterior, siempre es posible el cambio, siempre es facilitado el perdón divino, absoluto, incluso al final. La concepción que se ofrece de Dios es la del Gran Misterio que, contra toda ley, contra toda esperanza, sostiene la gran posibilidad del cambio radical, la que permitirá el largo recorrido (no importa su duración en términos temporales) por el filo de la navaja, que hará a cada cual poder admitirse a sí mismo, ser capaz de cambiar, merecedor de salvarse, se entienda esto como se entienda. De la peor forma de muerte en vida, puede surgir la vida real.

sábado, 19 de octubre de 2019

Medicina. EL PRONÓSTICO.








El pasado día 4 de octubre tuve el honor de ser invitado a participar como ponente en el XIV Congreso Internacional de Bioética. Hablé sobre la problemática que supone la colisión de dos miradas en el ejercicio de la Medicina. Por un lado, la científica, en la que se sostienen las bases de comprensión del organismo humano, con las consiguientes aplicaciones diagnósticas, preventivas y terapéuticas y el uso y abuso de la estadística en la Medicina Basada en la Evidencia. Por otro, la singular, clínica, que supone el caso por caso, iluminada por la ciencia, pero no solo científica.

Incidí en los excesos cientificistas que, con aproximaciones como el Big Data, muestran un afán oracular, predictivo, que ignora la singularidad del sujeto en una visión frecuentista de la probabilidad. Una predicción que abre el retorno inquietante a una gran tentación eugenésica.

Tuve el privilegio de ser matizado en el debate posterior, algo que siempre es de agradecer, por un compañero internista, que me subrayó de un modo exquisito la diferencia entre esa obsesión predictiva en la que me centré y la conveniencia de tener en cuenta siempre el pronóstico, algo que parece lo mismo pero que no lo es en absoluto.

Cuando lo oí, percibí la gran carencia en la que yo había incurrido, y lo asocié al gran García Gual quien, en un prólogo a una selección de textos hipocráticos, afirmaba lo siguiente: “El pronóstico y no el diagnóstico es lo característico de ese saber médico, que ve al enfermo como paciente de un proceso”.

Es bien cierto que, sin un diagnóstico adecuado, el pronóstico no puede establecerse con un mínimo de rigor, aun cuando, incluso con diagnósticos plenamente acertados, los pronósticos entendidos como esperanza de vida entren siempre dentro de la incertidumbre que caracteriza la práctica clínica.

Pero hoy, como en tiempos de Hipócrates, lo que cuenta en realidad es eso, el pronóstico. Nadie va al médico (en general) por mera curiosidad diagnóstica, sino por saber qué hacer con su vida en el futuro en función del criterio médico tras un malestar o signo que le haga recurrir a la consulta. A veces, no se pregunta ni se dice la verdad en su crudeza tras un diagnóstico infausto, pero, en cierto modo, da igual; será algo sabido, intuido, aunque sea negado de una u otra manera, consciente o inconscientemente. (“¿Qué es la verdad?” Jn.18,38).

Un pronóstico puede modificarse mediante un tratamiento adecuado. Pero no se trata solo de eso. No se trata de hacer o pensar solo en función de cantidad de tiempo previsto de supervivencia o de riesgos asociados a una elección terapéutica. El excelente matiz de mi compañero apuntaba a otra cosa, a algo que suele olvidarse, a lo cualitativo, al acompañamiento siempre necesario del paciente por su médico, especialmente cuando “no hay nada que hacer”, una compañía que está siendo cada vez más insólita.

Y es que no precisamos solo al médico oracular, sino al médico que puede cambiar, mejorar ese oráculo, o ser, si ello no es factible, compañía paliativa, consoladora, compasiva en el más noble sentido.

Se dice habitualmente que, mientras hay vida, hay esperanza, cuando en realidad es al revés. No se trata de ayudar a sobrevivir malamente, de decir que hay que “luchar” contra ese “emperador de todos los males”, cuya “historia” tan bien supo describir Mukherjee, como si uno no tuviera ya bastante. Mucho menos se trata de decir que la Medicina ya no tiene nada que hacer (como si acompañar fuera poco) ni bastará con hacer derivas protocolarias a especialistas en paliativos, aunque sean necesarias. Se trata de ayudar a vivir, que no es lo mismo, por poco que quede, pues el tiempo de vida no es mero tiempo de duración, por muy importante que ésta sea. Y se tratará también de ayudar a morir, cuestión de resolución tan complicada como urgente en nuestra sociedad.

La vida auténtica no sabe de Krónos sino de Kayrós. Es por ello que la muerte, aunque la concibamos como la gran castración, no clausura propiamente nada para quien termina esta vida. Quizá no sea exagerado decir, con independencia de creencias, que la muerte no es el final. Si así lo sintiéramos, parecería algo incoherente amar a lo que es solo recuerdo y resto inorgánico, no diríamos de alguien querido que se ME ha muerto, sino solo que se murió. Esa afirmación va mucho más allá de la huella mnésica; supone con frecuencia un amor más fuerte que la muerte. 

La muerte puede, a pesar de su absurdo, tantas veces brutal, y no siempre, por supuesto, realzar la vida por el mero hecho de limitarla. Creer en Dios, en un Gran Misterio amoroso, no suprimirá esa limitación ni la angustia derivada de saberse mortales. De hecho, es factible que esa angustia de ser para la muerte se incremente de forma notable, quizá por realzar la maravilla de la vida y la responsabilidad a ella asociada.

Un médico, por bueno que sea desde el punto de vista técnico, científico, no será propiamente médico si no palía; no lo será si no consuela, incluso cuando todo está perdido, algo que además no es cierto. Nunca nada está perdido para el alma humana, polvo estelar animado por el soplo divino, aunque a ese polvo retorne.



jueves, 10 de octubre de 2019

Nobel de Medicina de 2019. La importancia de soñar.


Este año se ha premiado a tres investigadores centrados en desentrañar algo que es de suma importancia, la sensibilidad de las células a concentraciones de oxígeno, desde la que se ponen en marcha mecanismos de adaptación molecular que permitan sobrevivir en condiciones de hipoxia.

Algo sabido a la gran escala del organismo (la importancia de la eritropoyetina o la necesidad de la angiogénesis en supervivencia de tumores sólidos) se elucida ya a escala molecular, de regulación genética..
 
Dos de los premiados, Gregg Semenza y Peter Radcliffe, se han centrado en el gen de la eritropoyetina y en otros relacionados. A su vez, William G. Kaelin ha partido de una rara enfermedad (la de von Hippel Lindau) en la que aumenta claramente el riesgo de cáncer, debido, al parecer, a una proteína alterada, la VHL, que actúa señalando de modo incorrecto una situación de hipoxia. 
 
En síntesis, se ha partido de lo sabido y con dos enfoques que han permitido un gran avance en algo común a ellos y esencial en Biología Molecular. Uno ha sido generalista, basado en partir de la eritropoyetina y estudiar los genes de regulación asociados. Otro se ha centrado en una enfermedad rara pero relacionada con algo tan habitual como el cáncer, la de von Hippel Lindau, que afecta una de cada cincuenta mil personas aproximadamente. Si algo bueno tienen esas patologías raras es que sirven como “experimento de la Naturaleza”, como modelo de algo, en este caso de una sensibilidad celular especial a la concentración de oxígeno. 
 
Un tema común, dos aproximaciones diferentes. 
 
Cualquier persona interesada en esta cuestión dispone de una abundantísima bibliografía fácilmente accesible, pero el objetivo de esta entrada en el blog es ajeno a una divulgación que puede encontrarse de mejor modo en muchos lugares. Mi propósito aquí es hacer una breve reflexión sobre este premio Nobel. 
 
Por un lado, como en otras ocasiones, el Instituto Karolinska ha preferido lo importante a lo sensacional (aunque sea también importante). Era previsible el premio a investigadores relacionados con los linfocitos T-CAR o con los métodos de edición genética. Probablemente se otorguen en el futuro, pero ahora, que no se pensaba mucho en el oxígeno, se nos recuerda la importancia de la adaptación celular a cambios en la disponibilidad de algo tan elemental para vivir y, a la vez, aumentar la entropía del mundo, algo tan maravilloso que hace años se había llegado a suponer increíble, acuñándose el término “neguentropía”. Y no, la entropía ha de aumentar a la vez que la vida prosigue. Desde la emisión de fotones solares hasta el crecimiento de un niño y el mantenimiento del organismo hasta la muerte, y más allá de ella, la entropía universal va aumentando. Los alimentos se degradan y sus productos finales son literalmente quemados, oxidados por oxígeno en esas maravillas conocidas como mitocondrias, aumentando la entropía pero, a la vez, proporcionando energía libre (no energía “a secas”) para construir moléculas mediante reacciones encadenadas. No parece mala cosa premiar la profundización en lo más básico, en lo más fundamental. 
 
Por otra parte, en Biología y Medicina resulta imprescindible el uso de modelos experimentales u observacionales. Uno de los mayores científicos, Sydney Brenner, fallecido hace poco, no solo realizó investigaciones esenciales, sino que mostró la importancia de modelos experimentales como el C. elegans o el pez globo. Ahora, una enfermedad rara es usada como modelo natural para avanzar en la investigación básica. No es la primera vez que algo así ocurre, de modo que lo extraño, lo menos “normal”, los “outliers”, sirven precisamente para poder ver lo general, lo normal.

Y, finalmente, algo que parece olvidado en la investigación actual con su excesiva obsesión bibliométrica, que llega a equiparar investigar con publicar. Se trata de la pasión por el conocimiento, por buscarlo aunque no se logre. Eso no se da sin más ni más, se ancla en el niño que cada cual lleva dentro, en el deseo básico al que se puede responder o no.

Reside en el sueño que pasará a ser libre destino, expresión clara, por paradójica que parezca. Pues bien, a eso se han referido dos de los galardonados. Semenza lo expresó así Somos afortunados de tener esta carrera donde podemos seguir nuestros intereses y sueños donde sea que conduzcan”. Por su parte, Kaelin decía que “Me permití soñar que tal vez algún día esto sucedería”. A la vez, se refirió a que "la enfermedad de von Hippel-Lindau era el lugar correcto para ir de pesca", rememorando curiosamente la actividad favorita de su padre, cuyo secreto era saber dónde pescar, un recuerdo infantil.

Quizá un mensaje de este premio, más allá del reconocimiento de tres grandes investigadores, resida en mostrar que la ciencia no resulta tanto de una carrera curricular, por más que lo parezca a muchos, como de la actualización de un sueño, de la realización de un deseo propio, noble y fundamental, tanto si es reconocido por otros como si es ignorado por el mundo.

lunes, 30 de septiembre de 2019

Solo gratitud





“And nothing else matters”. Metallica.


El sentimiento de gratitud va íntimamente ligado al amor. Solo desde la capacidad de amar es factible agradecer porque solo desde ella se es a la vez receptivo a la donación desde el amor, por amor. Porque lo que más merece ser agradecido es precisamente lo gratuito, lo mejor. 

Es desde un mínimo de amor que podemos realmente crecer, ser. Y eso siempre lo deberemos. A ese deseo que un día nos convocó a la vida. A nuestros padres, a pocos o muchos familiares, a ascendientes y descendientes, a amigos, a conocidos. También a desconocidos, muertos la mayoría, que, con su trabajo, nos han facilitado la vida, ese instante singular en la Historia. Abba cantaba la creencia en ángeles (“I believe in angels”); claro que los hay, tienen forma humana, en realidad son humanos, desconocidos vivos, con los que quizá nos topamos solo una vez y eso lo cambia todo.

La gratitud se siente y se manifiesta o no. Las expresiones de gratitud pueden limitarse a la cortesía mínima inherente a la relación social. El hecho de decir “gracias” abarca desde el automatismo expresivo cotidiano hasta la manifestación sencilla de un sentimiento profundo. Se produce así entre seres hablantes. Y, aunque no se exprese, aunque no se diga nada, uno puede agradecer algo o mucho a otro, a otros. Como en el amor, no hay una métrica de la gratitud.

No siempre hay correspondencia entre el motivo de agradecimiento y el agradecimiento mismo. Quien lo espere, siempre será frustrado. Indefectiblemente. Nueve de los diez leprosos curados obviaron el detalle mínimo de agradecérselo a Jesús, según nos cuenta el evangelio de Lucas (Lc.17, 17). Una gran verdad, ocurriera o no históricamente. 

El agradecimiento no es común; no suele darse a otros, a la vez que es paradójicamente esperado de ellos. En realidad, poco se agradece más en el fondo del alma que la gratitud misma, tal vez por su rareza.

Además de ese agradecimiento entre humanos, existe una gratitud que puede surgir como sentimiento esencial, profundo, aunque no haya forma de expresar su dirección o se indique malamente. ¿Quizá porque no la haya? 

Es en momentos que abarcan de la serenidad al éxtasis, en circunstancias que no son impermeables al sufrimiento, al dolor y al absurdo, pero en las que algo amoroso y cierto nos es mostrado como relámpago divino, como “schöner Götterfunken”, que podemos sentir gratitud por este ahora y, por ello, también por todos los ahoras pasados y por venir, por toda una vida. Quienes creeemos, quienes esperamos confiados en el sentido amoroso del Misterio que sostiene el mundo, nos vemos impelidos a dirigir ese agradecimiento a Dios. Pero no es preciso creer en Dios (¿Qué será Eso a lo que así llamamos?) para sentir y, a veces, expresar maravillosamente ese sentimiento. 

Gracias a…  ¿A qué? A la vida misma, como en la bella canción de Violeta Parra. O al azar, como parecía sugerir la viuda de Carl Sagan, al decir que “No creo que vuelva a ver a Carl nunca más. Pero lo vi. Nos vimos el uno al otro. Nos encontramos el uno al otro en el cosmos, y eso fue maravilloso”. Parece absurdo, lo es, agradecer al azar, pero no sabemos agradecer sin dirección.

El ateísmo no impide un sentimiento agradecido, amoroso. Tal vez pueda en algunas personas reafirmarlo más propiamente, al situar la vida en su gloriosa, gozosa, finitud. Al acabar su “Ceremonia del Adiós”, Simone de Beauvoir concluía que “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá. Así es: ya fue hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo”. Fue hermoso, y con eso basta, nada más parecería necesario. O sí.

El máximo agradecimiento surge de sentirse vivo, como los gorriones, los árboles, los líquenes, el mar (¿quién podría decir que no está vivo algo que pasa de la calma a la tempestad?), como nuestro hermano sol, que, aunque tengamos la evidencia que nos transmitieron Copérnico y Einstein, vemos salir y ponerse ante nuestros ojos, como nuestra hermana luna. Surge también de saberse huésped en esta tierra que ha acogido el polvo estelar del que emergimos y al que volveremos en ese magnífico ciclo de vida y muerte en el que ambas se precisan mutuamente.

Y tal vez al morir podamos tener la fortuna de llegar a decir, aunque sea en silencio, ¡¡ gracias !! Solo eso y será suficiente.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

ATEÍSMO




“De verdad desearías decirle a un hombre así: “Conócete a ti mismo”. Comprender que tú no eres nada, menos que una sombra, más insignificante que una gota de agua en el océano, más efímero que la ilusión de un sueño. ¿Tal cosa desearías?”.

(Citado en “Siete formas de ateísmo” de John Gray).



“Galileos, ¿qué hacéis mirando el cielo?” 
(Hechos de los Apóstoles.1,11)




Es muy difícil ser ateo. También lo es creer en Dios.

Ambas posiciones solo pueden darse propiamente si ha habido un suficiente despojo de influencias biográficas que elimine hojarascas religiosas y reacciones frente a ellas, porque una cosa es la creencia y otra la religión. Con carácter general, podemos asumir que somos religiosos por ser míticos, simbólicos. Es una herencia que se ancla en las raíces de la hominización. Pero ser religioso no significa creer ni dejar de creer en una trascendencia. No es lo mismo el “religare” que el “relegere”.

En Europa hemos recorrido un largo tiempo histórico tras el que los animismos y politeísmos parecen residuales. Creer se asocia en general a creer en Dios, según alguna de las religiones del libro y así la creencia, si se da, es monoteísta. Ser ateo sería exactamente lo contrario, es decir, no creer en Dios. Siempre habrá quien crea que “hay algo”, “en las energías”, o cosas así, y quien se sitúe en la onda mágico-ritual,  pero tampoco eso es fe ni ateísmo.

Solo desde un cierto grado de libertad puede asumirse lo que uno ve. La fe en Dios o su carencia no dejan de ser un modo de percibir el mundo. La fe o su carencia se dan desde una mirada singular. Ser creyente o ateo implica, en esencia, aceptar en la vida, con la vida, hacia la muerte, lo que uno ve en el fondo de su alma.

Entiendo personalmente que el ateísmo supone aceptar lo que a uno le parece más obvio. Solo tenemos esta vida, no hay intervenciones divinas en ella ni una vida eterna después. En esta vida tenemos la posibilidad de hacer algo con nuestra libertad y seremos responsables de lo que realicemos, aceptando que somos seres con posibilidad ética, aunque no haya perspectiva de sentido, hasta la gran castración que supone morir. La ciencia sostiene esa postura desde el avance epistémico, un avance que nos interroga filosóficamente.

Y entiendo personalmente que creer en Dios supone aceptar lo que a uno le parece más obvio. Solo tenemos esta vida, pero, como todo el universo, remite a Dios. En ella tenemos la posibilidad de hacer algo con nuestra libertad y seremos responsables de lo que realicemos, aceptando que somos seres con posibilidad ética, aunque no percibamos sentido, hasta la gran castración que supone morir. La ciencia sostiene esa postura desde la asombrosa belleza que desvela el avance epistémico, un avance que nos interroga filosóficamente. Lo que después ocurra está en manos de Dios y, como dice un escrito anónimo (“que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera”), no es relevante para el aquí y ahora. ¿Para qué mirar al cielo?

En realidad, lo que importa es, se sea ateo o creyente, tratar de ser buena persona. Pero considero que, a diferencia de ser ateo, ser creyente supone una confianza en que, a pesar de lo aparente, del horror, de la muerte, del mal natural y humano, un sentido amoroso impregna el mundo y que solo una cosa es necesaria (Lc.10,42), abandonarse en el Gran Misterio, en Dios, incluso ante el abandono de Dios mismo.

En la creencia no es relevante la explicación, sino la significación, la admisión de una extraña mezcla de sentido y absurdo, no el credo sino el modo de vida. A veces, creer es claramente ver y eso es íntimo y, con frecuencia, inefable.“Nada te turbe, nada te espante… Solo Dios basta”, decía Santa Teresa. Y, sin embargo, la angustia no es sofocada por la fe más que raramente. Tal vez porque, siendo creyentes o ateos, asumir lo humano supone que la duda existencial siempre nos acompañará, la angustia básica será componente vital de lucidez ante la última frontera… o la otra orilla. Saber de la finitud puede realzar la vida mucho más que esperar lo eterno. He visto mayor serenidad en ateos que en creyentes. La fe no suele calmar, más bien desasosiega.

En realidad, quizá no haya una gran antinomia entre el ateísmo y la creencia en Dios, como sugiere John Gray en su libro “Siete formas de ateísmo”. Siete formas, nada menos, pero en las que no se ve ateísmo más que en apariencia, pues incluyen modos de sustitución de un monoteísmo por otro y de un milenarismo por otro. Se ha sustituido a la religión por la ciencia, a Dios por la humanidad, por el hombre nuevo político o por el soñado desde la purificación racial o eugenésica. El cientificista Harari habla últimamente del “Homo Deus”, posibilidad negada claramente por Gray. A la vez, el milenarismo medieval se contempla ahora bajo el modo del progreso transhumanista.

Tal parece que John Gray, a quien debemos obras magníficas como “Misa negra” o “La comisión para la inmortalización”, hace un esfuerzo por revelarnos o revelarse a sí mismo, sin conseguirlo plenamente, lo que es el ateísmo, algo que no existe en realidad en ninguna de las siete formas que presenta.

Gray parece desconocer que sí hay, incluso abundan, ateos auténticos, que mantienen coherentemente esa posición toda su vida y en el lecho de muerte. Quizá solo sea admisible como tal en su texto el caso de los epicúreos, que considera aparentemente obsoleto.

En cierto modo, si cabe hablar de una teología negativa, también parece que procedería hablar de un ateísmo negativo; podemos decir lo que no es ser ateo porque, como sugiere Gray, hay y hubo ateos que son, en realidad, fanáticos creyentes aunque no sea en Dios. Quizá la forma más absurda de ateísmo es la que él llama “los odiadores de Dios”, ya que solo quien crea que existe podría odiarlo.

Y, si tal dificultad se muestra con lo que es el ateísmo, parece mucho mayor si se intenta definir y clasificar de modo universal las formas de creencia, tantas veces confundidas entre sí con variantes y herejías.

Se dice que Laplace le indicó a Napoleón que no precisaba la hipótesis de Dios para su “Mecánica celeste”. Lo mismo, pero de forma más refinada, sostenía Hawking. Por su parte, Dawkins, con su curioso ateísmo proselitista, ataca cualquier idea de “relojero ciego”. Pero, al margen de creacionistas, aunque sea en la versión moderna del “diseño inteligente”, ¿quién precisa una cosmogonía teológica o ya no digamos una teogonía? A la vez, la apuesta pascaliana se revela fútil.

Reducir el Misterio a ecuaciones y cálculos de probabilidades es sencillamente absurdo. Y el Misterio, ese en el que somos y nos movemos, lo seguirá siendo para creyentes y ateos, le pongamos nombre o no. En el fondo, la línea de separación, si existe, es muy sutil siempre y cuando no incurramos en dogmatismos y a pesar de que la distinción tenga consecuencias vitales para cada cual.

martes, 27 de agosto de 2019

CENSURAS. La aspiración mayoritaria a la minoría.


En general, uno puede describirse como un “quién” en función de una intersección de conjuntos (pertenencia a un país, a una familia, a una profesión, a una situación laboral, a una religión, a un club, a un partido político…).

En realidad, la cuestión difícil no reside en definir un “quién” sino llegar a saber "qué" se es y qué quiere realmente uno mismo, eso que apunta a su singularidad y que, en general, resulta que es inconsciente. Pero quedémonos en esta entrada en los “quién”.

Parece darse una tendencia generalizada a que el conjunto intersección al que pertenece cada "quien" (de todos los conjuntos de propiedades o incluso de fenotipos contemplables) sea minoritario en número de elementos. Sobran los ejemplos. Los partidos políticos se multiplican; el número de licenciaturas y diplomaturas crece de tal modo que, en algunas, el número de profesores supera al de alumnos. Los grandes imperios comerciales pueden pronosticar lo que marcará a pequeños subconjuntos de consumidores entre los que establecer la diferencia, subconjuntos que se identificarán como tales, al tradicional modo religioso, se declaren o no ateos. 

Lo que suponía a muchos opinando, estudiando o vistiendo lo mismo y diferenciándose de otros muchos, desaparece para sostener una apariencia de singularidades que no existen como tales, sino como conjuntos minoritarios. Muchos, pero minoritario cada uno de ellos.

Hasta la Medicina busca el mínimo conjunto intersección como diana terapéutica. Y se dice de ella lo que no es, se le llama “personalizada”, para significar un supuesto (sólo supuesto) gran avance, sólo perceptible en el futuro como posibilidad, y siendo así que la relación médico-enfermo es como es, poco empática algunas veces, y que la personalización lo es de grupos fenotípicos o genéticos en el mejor de los casos, no de singularidades. 

Ese conjunto intersección en el que un quién puede sentirse a gusto está constituido por elementos con propiedades comunes. Y nada más común que señalar la diferencia con otros conjuntos intersección. Los tatuajes, los piercings, cualquier modo de “body art” supone una pretendida diferenciación y a la vez la igualdad con quienes hacen lo mismo con sus cuerpos. Y últimamente esto es especialmente claro en lo concerniente a la opción sexual, cambiante para muchos a lo largo de su vida. Cuando Freud habló de una sexualidad perversa y polimorfa se refería a niños. Es obvio que vivió otra época, por adelantado que en ella fuera. Es plausible que fuera censurado hoy mucho más que entonces por quienes, siendo adultos, entendieran que Freud se refería a ellos.
 
La orientación sexual, pero también la forma de vestir o desvestir y las marcas en la piel hacen más férrea la pertenencia a ese conjunto intersección mostrado a los otros. No es lo mismo ponerse la camiseta del club de fútbol admirado cuando juega y quitársela después, que llevar algo de forma permanente, como un tatuaje. 

Entre los distintos conjuntos intersección que marcan supuestas identidades suele darse indiferencia o puede haber fricciones. Los grandes conflictos pueden producirse en cualquier momento (los botones nucleares pueden oprimirse con cierta facilidad), pero no levantarán antes pasiones como las desatadas en los albores de la primera guerra mundial, en la que, en ambos bandos, los buenos eran “nosotros” y los malos eran “los otros”. Y tanto unos como otros eran muchísimos. Las multitudes sólo se concentran ya cuando son convocadas por gente banal y de éxito fugaz.

Ahora no hay esas pasiones nacionales. Curiosamente, tampoco abundan a escala local. Se dan más bien entre distintos grupos identitarios, entre diferentes conjuntos intersección que no precisan que sus elementos integrantes estén en proximidad geográfica; sobra con las redes sociales. Y esas pasiones surgen cuando se percibe el ataque crítico de otros grupos o desde la autoridad que confiere la pretensión de pureza del propio. Son pasiones censoras. 

Es una falacia creer que la libertad crece en nuestro primer mundo del mismo modo que lo hacen los medios de transmisión de datos (llamarle comunicación a eso es casi utópico). 

Hace años, en la España de la dictadura, había la censura política y la religiosa, generalmente simbióticas. Y eso llegó a cansar a bastante gente. Se aspiraba a la libertad. Y vino, pero es difícil saber qué es la libertad. De ella, alguien dijo que se sabía definir si faltaba, como había ocurrido en su país con la invasión nazi y la siguiente soviética, pero que era difícil de explicar a un jubilado. Difícil y, a veces, temible, como expresó Erich Fromm en su libro “El miedo a la libertad”. Quizá por eso, por no saber bien qué hacer con ella ni cuáles son los límites de las libertades de cada cual, el nivel de censuras de todo lo censurable para cada conjunto intersección crece tanto como lo hace el número de estos con su pretendida singularidad humana, que no es tal. 

El crecimiento de la censura va en aumento, como lo muestra el número de palabras que terminan con el sufijo “fobo”, y llega a internalizarse como autocensura.  En esta moda contagiosa, por mi parte me veré tentado a llamar gerontófobo a cualquier joven que me contradiga.

Más allá de los legítimos derechos de cada cual, se reclama paradójicamente la igualdad que uniformice diferencias insalvables, algo que ocurre cuando muchos quieren ser reconocidos como si fueran muy pocos.

No es extraño que en un momento así de la civilización (término curioso) alguien como Trump haya alcanzado la presidencia de los EEUU, arda la selva amazónica y cualquier majadero se convierta en “influencer”.

lunes, 12 de agosto de 2019

Un hermoso libro. Á SOMBRA DA CINZA, de Fidel Vidal.







“Nada máis puro, e sen opor ningún pero, o aire que respira o universo en cada ser, a vibración e o ritmo en cada único verso”.

Fidel Vidal.

El alma resuena, como decía F. Cheng, y parece hacerlo con el universo, en el verso.

En el nuevo libro de Fidel Vidal estamos ante una “forma de gozo”, como él mismo señala. 

La poesía de Xulio L. Valcárcel es tomada por Fidel como hilo conductor de su reflexión, como una senda desde la que dirigir su mirada, en libertad, que, por serlo, ha de ser amplia, haciéndose incluso libertinaje cuando de reflexión se trata, como él mismo dice al principio. 

Y ocurre que esa mirada a lo cotidiano y a lo universal nos va llevando por los entresijos del alma humana, que implican el cuerpo, el nombre, el cariño, la casa, esa casa que, si es auténtica, “debe comezarse polo tellado, coma os castelos deberían construirse no ar. Así son as casas últimas, as casa íntimas”. Nos enfrentamos a lo familiar en general, que abarca el amor y la muerte, lo que nos nombra y nos permite vivir.

En el texto, todo eso lo mueve y nos conmueve si somos receptivos, si nos dejamos llevar en la calma precisa y preciosa, asumiendo que un libro así no se puede resumir sin matarlo; no es comunicable de otro modo que leyéndolo o escuchándolo y aun así es difícil (“Ler non nos obriga a comprender”). Requiere esa “lectura despaciosa” a la que se refería García Gual en alguna entrevista.

Este nuevo libro de Fidel, basado en la lectura poética, sostenido por ella, es también poético en su construcción, y en él la palabra se completa con la pintura, en la que Fidel ha mostrado ser un adelantado.  Se intercalan con el texto ilustraciones que se muestran sencillas, pero esa sencillez es sólo aparente pues las distintas imágenes que se aportan en el libro, no sólo no son fáciles de obtener, requiriendo una técnica muy depurada, sino que enriquecen lo que dice y se complementan de un modo peculiar entre sí. Hablar del alma, tratar de contemplar su misterio supone saber del límite (“Son os versos que navegan nos límites… os que nos convidan á reflexión”). Una bicicleta parte y retorna dos veces a lo largo del texto. Otras imágenes lo completan.
 
Y reflexionar supone echar mano de lo que se tiene. Por parte del autor, se perciben apoyos en la experiencia clínica y en el saber de otros.

Fidel ha tenido una larga trayectoria como psiquiatra, en la que ha tenido ocasión de enfrentarse al enigma, de ayudar en las peores circunstancias, de proceder con la compasión necesaria, esa que se refiere a compartir el pathos de ser humano. Y la literatura le ha ayudado, sin duda. Hace veinte años publicó una joya, “Anatomía da emoción poética”; entre ella y ésta, otras obras de narrativa y ensayo jalonan su incursión feliz en las letras. Y en ellas ha encontrado sus guías. Muchos autores referentes son nombrados aquí, además de quien le sirve de sendero, Xulio L. Valcárcel. Se trata de Pessoa, Zambrano, Todorov, Handke, Borges, Nietzsche, Lacan, Basho… 

Es así que puede hablarse de lo que es indecible, acercarse a lo que resulta más lejano precisamente por ser lo más propio, lo más íntimo al ser humano, mirando el "Da" del "Dasein".

La ceniza nos recuerda que somos polvo estelar y esa ceniza, que reveló a Cenicienta (los cuentos infantiles siempre encierran grandes verdades), mantiene el poder luminoso de lo que la hizo posible. Por eso puede alumbrar e incluso hacer sombras. El título es así plenamente acertado. En el fondo, no necesitamos un sol entero para tener luz; basta con un leve rescoldo de fuego amable, de lo que de él deriva, hogar.

Cada libro parece requerir una lengua propia. Éste está escrito en gallego, lengua acogedora que remite a lo materno, lengua que muchos entendemos, pero muy pocos dominan; cosas de la monolítica represión de tiempos pasados y de la pereza propia. Pero vale la pena, incluso si nunca se ha tenido el contacto con el gallego, tratar de hacer el esfuerzo por leer este libro tal y como está escrito. Se dice habitualmente que traducir es traicionar; el gallego no es una excepción a esa ley general de lo que supone leer.  

miércoles, 31 de julio de 2019

MEDICINA. Series de médicos.





Este año puede verse una serie de médicos en “Amazon Prime”. Su título es “New Amsterdam” y se basa en la obra “Twelve Patients: Life and Death at Bellevue Hospital” de Eric Manheimer. Estando de vacaciones, acabé viendo los 22 capítulos de la primera temporada, que no es poco. Muy interesante en su inicio y su final. Lo que venga después será probablemente prescindible.

Abundan las series televisivas sobre profesiones que tienen que vérselas con situaciones de riesgo, de incertidumbre y vocación. Suponen la toma de decisiones por parte de quienes se dedican a ellas, decisiones que suelen generar conflictos entre compañeros. Policías y médicos son, sin duda, profesiones que dan mucho juego para entretener al televidente con multitud de aventuras presuntamente cotidianas, entremezcladas con líos amorosos. En ellas, los héroes destacan por su saber, su valor o, generalmente, una mezcla armoniosa de ambas características.

Ya antes de que se popularizara la televisión, había obras literarias que pudieron influir en que alguien percibiera en él una vocación por hacerse médico. Con la televisión, los ideales parecen más realistas, pero sólo lo parecen. 

Son muchas las series emitidas sobre médicos, pero ésta, la del “New Amsterdam”, centrada en un hospital público estadounidense (lo que parece ya un gran contraste) muestra algo que llama la atención desde el primer capítulo. El “héroe” clave resulta ser el nuevo director del hospital (el equivalente a un gerente de los nuestros). Hay también otras figuras no menos heroicas y, de ser reales, la serie sería un canto hagiográfico cercano a lo empalagoso.

Pero hay algo que resulta especialmente llamativo. Se trata del director del hospital, Max Goodwin (interpretado por Ryan Eggold). Resulta casi increíble que un hombre solo sepa tanto, sea tan eficiente, y que, con la misma facilidad que despide a gente, resuelva rápidamente los problemas de gestión más duros, dando la mejor respuesta a todos los “buenos”, sanitarios y pacientes, y que, a la vez, diagnostique las cosas más raras e intervenga en el ámbito de cualquier especialidad, incluso quirúrgica. Y, por si fuera poco, asume toda esa responsabilidad a pesar de estar afectado por un cáncer que pinta muy mal. Bueno, ya que es ficción, podemos creer en tal posibilidad. De hecho, siempre hay realidades personales, aunque sean escasas, que superan lo ficcional. 

De toda esa fantasía, resulta que la más creíble, que un médico no deje propiamente de serlo cuando ejerce de gerente, es absolutamente increíble en nuestro medio, aunque no sepamos bien por qué. 

Que un gerente saliese de su despacho (o del de otros) y anduviera como un médico más por el hospital que dirige (como hace el Dr. Goodwin en la serie) interesándose por realidades cotidianas y no sólo por las estadísticas Excel, parece absolutamente insólito en nuestro sistema público.

Que algo así ocurriese, que un gerente médico se interesara de verdad y no sólo sobre el papel (literalmente y de modo electrónico) por los problemas médicos parece una fantasía que excede a las protagonizadas como reales por Bruce Willis en las sucesivas “Junglas de Cristal”. Y, sin embargo, sería muy bondadoso para todos quienes trabajan en un hospital y, sobre todo, para quienes en él son atendidos como pacientes.

Y es que los índices, sean de estancia post-quirúrgica, de tasas de infección o incluso de “satisfacción del cliente” no dicen propiamente nada de nada. Sólo son datos estadísticos donde la estadística sirve de poco más que alimentar reuniones de despacho y emisión de informes de propaganda política, porque, en general (quizá haya excepciones), quien realmente podría hablar no es nunca preguntado, ni siquiera cuando se está muriendo ahí, en el propio hospital, a veces en uno de sus pasillos, en esos momentos de colapso asistencial que son tan “puntuales” como periódicos por acaecer principalmente con la visita del virus gripal o por razón de vacaciones.

Tenemos un magnífico sistema sanitario y, sin embargo, podría ser mucho mejor. Bastaría con hablar y, sobre todo, escuchar.









lunes, 15 de julio de 2019

La sonrisa de la vida



"Después del temblor, fuego, pero no estaba Yhvh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave"
(1 Ry 19,12).


El viejo problema de la teodicea (si existe el mal en el mundo, una de dos, o Dios no es bueno o no es omnipotente) es una estupidez sólo compatible con la limitada imagen antropomórfica de lo divino.Y afirmo esto a pesar de Auschwitz, que ya puede parecer osado.

Y es que cargamos aun con la imagen que, con razón en caso de asumirla, atacan Dawkins y demás, la de un dios con barba, túnica o bata de casa y zapatillas, que diseña personas, animales y cosas (haciéndolo tan mal muchas veces). Y es que un dios así no existe más que en imaginaciones infantiles y abundantes pastorales infantiloides que, tantas veces, se hacen inmunes al propio desarrollo intelectual, como parece suceder con una versión del cientificismo (hay la opuesta, no menos insensata).

Lo terrible ocurre. En todas sus formas. Y sólo contradice una imagen del dios adánico y edénico. Pero ocurre que no estamos en ningún Edén. El Gran Espíritu que todo lo abarca, que sostiene amorosamente el Universo (en eso creo), es tan próximo a la mística como aparentemente lejano, oculto, a la tragedia. Y, si podemos alcanzar alguna vez, algún segundo eterno, la perspectiva mística, lo propiamente nuestro es, más bien, la tragedia que ve la propia vida en su fragilidad y en su dignidad, que percibe la acción ética, noble, como la gran posibilidad de pérdida de la propia vida si el amor mismo lo requiere (Jn.15,13).

A veces, lo trágico sólo puede ser simplemente aceptado como pasividad coherente más que como donación activa. No queda otra opción humanamente digna. 

Es en la pérdida brutal que el sentimiento místico, si se dio, troca en sentimiento de absurdo, de un absurdo brutal que pone a prueba, a veces de modo insoportable e insuperable, la fe como confianza radical en el Misterio, en lo que, de existir, se contempla ya como un Deus absconditus. Es en esa pérdida que el sentimiento de abandono radical, de soledad inaudita, puede ser la única, terrible y paradójica compañía. Es ahí que el océano de la perspectiva mística pasa a ser el mar tenebroso para quien ha pasado a la condición de trágico náufrago.

Un buen amigo me habló serenamente de que en su familia habían perdido la “sonrisa de la vida”. Serenamente. No es poco. Así de simple. La contingencia en forma de insensatez humana causa un accidente letal y una sonrisa esencial desaparece para siempre.

La sonrisa es término femenino, y femenino suele ser quien o que la proporciona, la madre de uno, una mujer, una hija, la madre Tierra, la Vida. Hasta los que se ganan la vida en el mar hablan frecuentemente de "la mar"…  No extraña que la creencia cristiana se hunda lejanamente en la raíz mítica, anterior a Cristo, de la maternidad virginal y divina, en esa aporía anticientífica, ilógica, tan absurda como verdadera por íntimamente humana, porque la propia sonrisa de Dios parece inconcebible sin la aceptación, sin la sonrisa de una mujer. “Angelus Domini nuntiavit Mariae”. Fra Angelico imaginó ese momento en el que el ángel esboza una respetuosa sonrisa para recibir la esencial. “Gratia plena, Dominus tecum”

Una sonrisa que también un hombre puede proporcionar, pero desde su manifestación espontánea de lo que es femenino por antonomasia, la Vida, esa vida que florece en los sueños de adolescentes, de jóvenes, en la creatividad posible. 

Aunque también la muerte se escriba en femenino y hagamos bien en llamarla hermana, como hacía San Francisco, hay otro término femenino que facilita un duro consuelo, pero consuelo y sosiego a fin de cuentas. Se trata de la esperanza. No todo puede estar perdido para siempre. No pueden haber sido inútiles los millones de jóvenes que sembraron de sangre los campos y las playas de Europa en el pasado siglo, las penurias de tantos que murieron como cosas numeradas en los ignominiosos campos concentracionarios, el terror del hongo atómico en Hiroshima, los vietnamitas arrasados con napalm, tantos y tantos en todo el mundo que han sido sacrificados en el altar de la barbarie. Cada uno de esos cadáveres ha dejado de sonreír, pero es contemplable que sea sonreído, acogido por la singularidad materna, eterna, divina. 

Creer es esperar, es aceptar lo inaceptable; es asumir que, si maravilloso es que vivamos, cabe concebir una maravilla que lo es más aún, la de ser aceptado en nuestro desvalimiento, la de que nuestra tragedia personal sea aceptada al final por lo que no tiene nombre, por quien Es el que Es, por quien Será el que Será, por el Absoluto amoroso, cuyo Nombre es indecible y sólo audible en el suave susurro que acaece tras la tormenta, el huracán y el fuego.

A un buen amigo.