viernes, 30 de enero de 2015

ELLA. Promesa y olvido.

“…aunque se hundan en el mar saldrán de nuevo, 
aunque los amantes se pierdan quedará el amor; 
y la muerte no tendrá señorío”


(Death shall have no dominion. Dylan Thomas).

“Hoy te prometo amor eterno”… canta Il Divo.
Una promesa así, de lealtad amorosa perenne, sólo surge desde la imposibilidad de prometer nada, desde el enamoramiento. Creo que Lacan decía que amar es dar lo que no se tiene a alguien que no es, o algo parecido. Pero nadie está para reflexiones lacanianas ni de otro tipo cuando se enamora.

Esa promesa puede cumplirse, incluso sin saberse, incluso casi sin querer, como muestra la hermosa “Carta a D.” de André Gorz, un hombre que se lamentaba en ese texto al recordar que para él “un amor naufragado, imposible, concedía nobleza literaria” y que “se sentía cómodo en la estética del fracaso y la aniquilación”. Esa aspiración romántica juvenil que pretende realzar el amor erótico mezclándolo con la fascinación de thanatos que lo haría imposible acabó en su caso cediendo al amor perenne… hasta la muerte de ambos. Fue la enfermedad de ella la que desencadenó un suicidio conjunto porque la vida de él dejaría de ser vida real sin su amor, el único, el suyo, sentido siempre pero tardíamente expresado en palabras, aunque ella no las necesitara… o tal vez sí.

El recuerdo actualizado de la gran pasión amorosa equipara el olvido que supondría el duelo a la muerte misma y, ante eso, la opción del suicidio parece la única posibilidad.
Es habitual que una promesa de amor se quiebre tras la legalización que supone el matrimonio. En la Iglesia católica, la promesa romántica cede ante la promesa sacramental, la que obliga…“hasta que la muerte os separe”. Y cuando la promesa se transforma en compromiso simplemente desaparece. Para dos enamorados, nada más fácil que prometer como puro sentimiento inefable que implica el deseo de envejecer juntos, algo no siempre posible y que ha inspirado un hermoso poema gallego cuya traducción a diecinueve idiomas conforma, con preciosas ilustraciones, un libro único, “Se envellecemos xuntos”. La inspiración del poeta (Xulio López Valcárcel) surgió del lamento de una joven al ver a su novio abatido por las balas (“Adiós amor, ya no envejeceremos juntos”).

El joven judío Jesús respondió a una pregunta farisaica sobre la pareja en el más allá desde la carencia de sentido de la cuestión planteada (Lc. 20; 27-37). Pero la promesa de amor eterno no contempla la muerte ni el olvido. Tampoco ningún cielo. Tal vez por ello, el libro de Haggard, “Ella”, ha sido tan interesante como para ser citado por Freud (“Un libro raro, pero lleno de un sentido oculto; el eterno femenino, lo imperecedero de nuestros afectos”) y por Jung (“El anima es impulso vital, pero además tiene algo extrañamente significativo, algo así como un saber secreto o sabiduría oculta”…“A su Ella, Rider Haggard la llama hija de la sabiduría”). Ayesha, la protagonista, “la que debe ser obedecida”, ha conseguido la inmortalidad tras el paso por el fuego purificador, e instalada en ella espera el regreso de su amor reencarnado. Invitándolo a la inmortalidad, para ella el segundo paso por la llama supone la muerte y eso hace que sea él, desde la invulnerabilidad adquirida, quien tome el testigo de la espera durante eones de la reencarnación de su amor perdido. El amor puramente erótico le había hecho olvidar a ella cualquier restricción ética, mostrando que quien ama no es necesariamente amable y pudiendo la insatisfacción erótica acompañarse tanto del mantenimiento de la esperanza en el único amor como de la tiranía odiosa hacia todos los demás que despliega la protagonista.

El deseo sustenta la necesidad del amor imborrable incluso tras la muerte porque más allá del mito, lejos de la religión, es necesaria la permanencia del amor desde el sentimiento de promesa inicial y, si hacemos caso a Dylan Thomas, ni siquiera la muerte tendrá señorío sobre ese deseo.

viernes, 23 de enero de 2015

Donde habita el olvido

"... donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia
...
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.”

Luis  Cernuda

En una canción de Sabina, antes en un poema de Cernuda y antes aún en un verso de Bécquer, se alude a ese extraño lugar en donde habita el olvido. Un lugar para ser buscado, generalmente desde el fracaso. Un lugar que no existe… o sí, quizá en nuestro hipocampo o en alguna de sus conexiones. Pero el lugar poético no es el anatómico y tampoco el camino a él. Una indagación que parece extraña al ser humano pero no por ello infrecuente. Se busca la calma donde no la habrá. “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido” decía Neruda. El oxímoron del olvido en el recuerdo, la imposibilidad de actuar sobre lo que es más ajeno a la voluntad.

Los hay que optan por atajos. Jorge Negrete, más sensible de lo que su machismo aparentaba, le cantaba a “Ella”
“Quise hallar el olvido 
al estilo Jalisco,
 

pero aquellos mariachis y aquel tequila;
 

me hicieron llorar.”
Y lo hacía mintiendo ya que no tomaba alcohol según dicen a pesar de lo cual murió joven por insuficiencia hepática. Así son las cosas; el alcohólico Leigh Fermor moría tras más de noventa años de vida lúcida y activa. Lo estadístico no tiene valor individual.

Quizá en el fondo estemos ante la pulsión de muerte liberada al fracasar el amor y que puede pasar al acto como suicidio o como lenta intoxicación. Porque querer olvidar no parece muy distinto a querer morir.

Pero tal vez tengan razón esos pocos que hablaron de “donde habita el olvido”. ¿Dónde puede habitar mejor que en casa? No en la casa actual, sino en la más propia, casi placentaria, en la de la niñez. Es curioso que quieran ir allí, a “su” casa quienes ya están propiamente instalados en un mal olvido (no el peor quizá), el que supone la enfermedad de Alzheimer. Es allí, en ese lugar del recuerdo primigenio, que en muchos casos no existe ya en el mundo físico (como tampoco los padres), donde habita ese olvido de terrible apariencia y que sólo la muerte dulcificará a los ojos de quienes contemplan el drama. “Quiero ir con mis padres”, “quiero ir a mi casa”… y de nada valen argumentos ante eso que se muestra como más real, ante esa atracción de la casa iluminada en la que habita el olvido.
De forma más rápida, esa vuelta a casa, tras la que seremos olvidados, es descrita por quienes han tenido experiencias próximas a la muerte, en forma de encuentros con familiares fallecidos, como luz que sosiega… 

El tiempo existencial no es el tiempo de reloj sino el de vida vivida, y, sea en años de demencia o en segundos de tránsito, nos espera al final la vuelta a casa, como tierra que acoge un cadáver o como misterio que trasciende al tiempo, según creencias. Pero se cierra así el ciclo. 

Y será en ese atardecer cuando quizá seamos juzgados en el amor, como decía San Juan de la Cruz, tal vez por nosotros mismos… ya no lejos, ya donde sí habita el olvido.

jueves, 15 de enero de 2015

¿Dónde está la sabiduría?

" Where is the wisdom we have lost in knowledge?
Where is the knowledge we have lost in information?"

T. S. Eliot

Es fácil hoy en día saber mucho más de lo que sabía Aristóteles, pero eso no supone ser más sabios de lo que él era.
Incluso en este tiempo de saberes especializados en que es habitual que investigadores científicos de renombre sepan mucho de un ámbito reducido de lo real y muy poco o nada de fuera de él, hay personas que pueden tener un afán enciclopedista y pretender saber de muchas cosas. La imagen del ideal renacentista permanece.
Hay incluso quien imagina una simbiosis con la máquina, cuando no una captación real de su pretendido saber, en forma de datos y más datos, una Wikipedia bionizada.
Pero tener mucha información sobre algo no equivale a conocerlo. Uno puede saber mucho de un país pero desconocerlo. Los datos, la información, esa triste palabra que alimenta el sueño cuantitativo, no suponen conocimiento. Es posible, desde luego, lograrlo, saber desde la experiencia real; no es lo mismo leer sobre la India que vivir una temporada en ella. No es igual leer sobre una religión que haber sido educado en una familia religiosa. 
¿Quién no aspira al conocimiento? Se habla de las supuestas (y falsas) virtudes del “aprender jugando”, sea ese aprendizaje de inglés o de matemáticas. Estamos en un tiempo en que el conocimiento se considera algo que se tiene, como una cosa, algo a lo que se le suele llamar curriculum vitae, como si la vida profesional fuera una acumulación de certificados y reconocimientos. Conocer como tener (antes se usaba la expresión “tengo estudios”), en forma de diploma o licenciatura o cualquier otro modo enmarcable. Hoy en día retornamos a esa triste concepción del saber bajo el modo industrial, el de la normativización ISO y tonterías similares.
Hay personas que conocen mundo, que saben mucho de muchas cosas. Pero ese saber sigue siendo algo ajeno a la sabiduría.

¿Dónde está? ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? 

El infatigable lector Harold Bloom se hizo esa pregunta al borde de la muerte y de ella surgió un precioso ensayo… sin respuesta. Porque no la hay propiamente. Él, un judío gnóstico, picó aquí y allá, en la fuente J, en la fuente Q, en Proust, en Freud, en Shakespeare, en Montaigne. Un gnóstico un tanto decepcionado incluso por lo que paradójicamente le ayudaría, por Nag Hammadi, donde el sueño se confrontó al hallazgo.
Si Harold Bloom no la da encontrado, ¿A quién recurrimos? ¿A maestros religiosos? ¿A filósofos? ¿A poetas? ¿Buscamos desde la ciencia? ¿Indagamos en la Historia?

Tal vez la clave resida en la imposibilidad. En que, si el conocimiento es alcanzable, la sabiduría no; en que si el conocimiento da respuestas, la sabiduría sólo puede ofrecer preguntas. Y tal vez por ello no fuera propiamente humilde Sócrates si dijo que sólo sabía que no sabía nada. Quizá así reveló en realidad un gran orgullo.
Tal vez también por ello, Kant fuera más sabio que otros que le precedieron, porque formuló preguntas… que respondió como respondió. Pero las hizo.
Y la gran pregunta es tan importante que surge como mandato, como norma de vida
buscadora. Se plasmó en Delfos y sigue vigente. Una cuestión que enlaza con otra formulada por un gran psicoanalista contemporáneo: ¿Qué quieres? Y que va más allá, por ir más al centro existencial, que las cuestiones kantianas.

No es descartable que la sabiduría se dé como la felicidad, sólo ocasionalmente. Un célebre y hermoso cuento proclamaba que el hombre feliz no tenía camisa. Diógenes, de quien dicen que era sabio, tampoco se vestía muy bien. El mal no reside en la imposibilidad de ser sabios sino en el olvido de que la sabiduría existe aunque no la alcancemos. Es probable que muchos nos muramos sin tocarla, pero valdrá la pena buscarla. 

jueves, 8 de enero de 2015

Damnatio Memoriae

Uno puede olvidar y también ser olvidado. En el libro del Éxodo se nos habla, ya en su comienzo, de un faraón que no conocía a José (Ex. 1:8). Sabemos qué consecuencias tuvo para los israelitas esa ignorancia. La impronta egipcia de José, poco importa que fuera él real o mítico, se evaporó con su muerte, como ocurre con la memoria que se ha tenido de casi todos; como ocurrirá con la que se tenga de nosotros.
Ahora bien, aunque el olvido acontezca de modo natural, no es posible obligar a olvidar. Sólo son factibles olvidos parciales, como hemos visto con ocasión de juicios contra Google relativos a un llamado “derecho al olvido”. Parece ya que sólo desde la acción es posible la omisión, que sólo un acto jurídico puede borrar los actos realizados en ese mundo nuevo en la Historia humana en el que somos, además de cuerpos y almas, un conjunto de datos que fluyen por cables (en la “nube” se suele decir).
Ni siquiera cuando parecía más fácil fue posible olvidar. En Roma la divinidad se asoció al poder del principado, ya desde el propio Octavio, y su muerte era identificada con la apoteosis. “Sis felicior Augusto, melior Traiano”, se les deseaba a quienes eran designados para la dignidad que implicaba en vida ese futuro eterno, pero pocos o, más bien, ninguno, de los que accedieron al principado tras los tiempos de Trajano fueron tan capaces, siendo algunos auténticamente nefastos, como Cómodo o Heliogábalo. La liberación que suponía su muerte no era suficiente para los liberados; se precisaba hacer desaparecer al déspota (o al competidor) también del recuerdo, de cualquier recuerdo. Dictar la damnatio memoriae suponía un considerable esfuerzo de borrado de estelas, de monedas, de estatuas, de todo lo que recordara al maldito… para nada, porque siempre quedaba algo y tan es así que aún sabemos de los condenados al olvido.

Mucho después de que la misma Roma fuera olvidada en la práctica, la damnatio memoriae se mantuvo, aunque no fuera de un modo oficial contra el poder pasado, sino oficioso desde un poder presente. Las fotografías manipuladas en la época de Stalin son equivalentes a la alteración de la Historia pintada por Orwell.

En  nuestra Historia reciente no sólo se ha matado; también muchos muertos han sido condenados al olvido, tirados en fosas comunes. El daño se extiende así a todos los que no pueden asumir ese olvido, a sus familiares y amigos, no sólo de una generación, y es que, siendo seres corpóreos, los restos de un cadáver se convierten en reliquia imprescindible para los vivos, que precisan atávicamente disponer de ellos para inhumarlos o incinerarlos, pero siempre en algún lugar. Se muere en un sitio y es preciso saber de él, aunque sea fosa común, para recuperar en el muerto la individualidad de que gozó en vida, para poder construir un duelo, recuperar la calma y quizá incluso olvidar que es la mejor forma de perdón y de facilitar que la Historia avance.

La negación del necesario recuerdo que se sigue dando en España, con una Ley de Memoria Histórica obviada de facto, no es aceptable en un país civilizado que debe estudiar su historia reciente, plasmándola en documentos, en libros. Decía Stefan Zweig que “…los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”. Quizá por ello el libro más necesario, más que el narrativo, el filosófico o el científico, sea el texto histórico cuyos actores ya no están entre nosotros. A todos ellos les debemos el recuerdo.

viernes, 26 de diciembre de 2014

No es demasiado tarde

La atracción que ejerce Ulises no reside en que alcance el fin deseado, en que llegue a Ítaca, sino en todo el viaje heroico que la tiene como meta. Eso fue realmente lo importante, lo que mereció la pena, como resaltó Kavafis refiriéndose a la Ítaca a la que cada cual puede aspirar (http://www.mgar.net/var/ulises2.htm)
“Cuando emprendas tu viaje a Itaca 
pide que el camino sea largo
Y es que parece que, finalmente, Ítaca en sí no era para tanto, no es para tanto, más allá de ser una referencia, algo que una vez alcanzado pierde rápidamente interés. Así, casi al final del poema, Kavafis dice:
“Itaca te brindó tan hermoso viaje. 
Sin ella no habrías emprendido el camino. 
Pero no tiene ya nada que darte.”
La vida casa mal con el reposo, con la rutina que no aporta nada. Las jubilaciones no suelen ser jubilosas. Se dice que mientras hay vida hay esperanza, refiriéndose en general a la esperanza de prolongación, de alargar esa vida, pero lo cierto es que mientras hay vida hay propiamente esperanza de ella como presente y como sueño.
Tennyson reflexiona sobre esa fase final, de metas cumplidas, en la que uno debiera considerar su tarea culminada y ser serenamente feliz el tiempo que quede hasta que la muerte venga a nosotros, en vez de ir nosotros a la vida, a pesar de la muerte. Y esa reflexión no concluye sólo en nostalgia del pasado sino más bien en impulso hacia el futuro, porque, aunque parezca insensato…
“No es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo”.
El poema de Tennyson (http://www.mgar.net/var/ulises5.htm) es un soplo de viento fresco, que estimula a atravesar la angustia ligada a la existencia, porque nos recuerda que:
"A pesar de que mucho se ha perdido, queda mucho; y, a pesar 
de que no tenemos ahora el vigor que antaño 
movía la tierra y los cielos, lo que somos, somos: 
un espíritu ecuánime de corazones heroicos, 
debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad decidida 
a combatir, buscar, encontrar y no ceder." 
Es llamativo que alguien que encarnó a Ulises en el cine, Kirk Douglas, haya mostrado también en una simpática película, junto a Burt Lancaster, la eterna jovialidad posible, y que, poco antes de cumplir 98 años, haya escrito un libro sobre otra figura heroica y, a la vez, histórica: Espartaco.
Nunca es tarde para olvidar lo que se nos impone y recordar que somos libres. Siempre es posible iniciar o retomar el camino hacia lo desconocido. Y nada más desconocido para cada uno que él mismo.

viernes, 19 de diciembre de 2014

El peligroso recuerdo del cuerpo

En su Carta a los Corintios (1 Cor. 6, 19), San Pablo decía que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, subrayando así la maldad de la fornicación. El cuerpo como templo, sea de Dios o sea del alma, refleja el dualismo con que el contexto helenístico impregnó la inicial secta cristiana haciendo de ella una religión poderosa y del cuerpo un instrumento de purificación anímica con vistas a lo eterno, algo muy distinto a lo que mostró Jesús, que comía y bebía con pecadores (Mt 11, 19), que confiaba en Dios mirando a los lirios del campo (Mt 6, 25-31) y que descartó la prudencia elemental que podría evitar su muerte siendo joven. Quizá San Pablo no fuera tan cristiano como suele parecer. O tal vez sí y no Jesús.
En un mundo que se ha ido haciendo desalmado, y ya con años transcurridos desde el anuncio de Nietzsche, surge vigorosa la perspectiva del cuerpo como algo sagrado; más incluso, aunque parezca paradójico, que su propia vida.
Vivir, estar sano, supone gozar del cuerpo, con el cuerpo, pero sin pensar en el cuerpo. Se suele decir que la salud es el silencio de los órganos. No hay que pensar en el cuerpo porque él mismo “se piensa”  y nos dice si ese “pensamiento” merece nuestra atención; lo hace por medio de síntomas y signos. Un cólico, una hematuria, una cefalea, una hemiparesia, un lunar que sangra… Es entonces cuando el cuerpo indica que algo hay que hacer para restablecer la salud, para curarse. Durante una larga historia, la Medicina ha ido tratando con toda la semiología corporal, construyendo una nosología y tratando de explicarla desde los conocimientos proporcionados por las ciencias de la naturaleza.  Podría decirse que un médico es un intérprete de esa semiología que el cuerpo muestra y que puede resaltar además con todos sus sentidos (a la diabetes mellitus se le llama así por algo).
Ahora bien, esa semiología se ha enriquecido desde la mirada instrumental. Los rayos X marcaron un hito al hacer el cuerpo transparente. La mejora en la radiología (TAC) y la aplicación de otros fundamentos físicos como el eco de ultrasonidos, la resonancia magnética nuclear, o los registros eléctricos y magnéticos, se unió al análisis químico de líquidos corporales y al morfológico de células y tejidos con la microscopía en todas sus variantes.
El gran avance médico se dio en tres órdenes: la higiene elemental (recomendable la lectura de la curiosa tesis doctoral de Céline sobre Semmelweis), más y mejores medicamentos y, sobre todo, un extraordinario avance diagnóstico basado en mostrar una semiología oculta.
Pero en Medicina casi todo es un arma de doble filo. No hay medicamento inocuo (a no ser que consideremos medicamentos los homeopáticos) y la obsesión por la higiene puede segregar a personas potencialmente contagiosas. Parecería que, por el contrario, un uso mayor de herramientas diagnósticas sólo puede traer beneficios por diagnosticar más exactamente una enfermedad o por “coger a tiempo” algo potencialmente letal. Pero no es así. Y no lo es por dos motivos bien distintos. Por un lado, no todos los diagnósticos son inocuos; algunos suponen un daño intrínseco asociado que habrá que tener en cuenta: cualquier exploración con radiaciones ionizantes (radiografías, TACs, gammagrafías) aumenta el riesgo de inducción de carcinogénesis. Pero, por otra parte, el peor efecto de esa gran capacidad diagnóstica reside en que también produce ruido. Cuanto más completo es un perfil analítico, más fácil será ver al menos una alteración en un sujeto sano (probabilidad cuantificable como 1 – 0.95n, siendo n el número de análisis solicitados y considerando anormal el que afecta a menos del 5% de la población sana), una alteración que puede inducir a cascadas de inútiles procesos diagnósticos. También se expresa el ruido en forma de  falsos positivos resultantes de técnicas de imagen. 
La intervención diagnóstica instrumental, aun con sus límites, riesgos y posibles falsos positivos, es bondadosa porque afina, amplifica, revela datos mal definidos desde la primera impresión. Por ello, es muy habitual que en cualquier consulta médica se solicite ese auxilio instrumental, concebido como “pruebas complementarias”.
El problema real se da cuando lo complementario pasa a priorizar en la clínica y cuando un cuerpo sano es sometido a una atención instrumental para desvelar la posible semiología oculta, la que el propio cuerpo no revela ni siquiera mínimamente. El cuerpo pasa a ser concebido como máquina que precisa revisiones periódicas aunque funcione bien, prestando atención a los dos grandes peligros que muchos quieren neutralizar: los factores de riesgo vascular y un cáncer incipiente. El número de cribados preventivos aumenta cada año, haciéndolo también su sensibilidad, mostrando visible lo invisible y, al hacerlo, olvida lo viejo. Sucede que la historia natural del cáncer es vieja e incompleta, viniendo de la mano de la anatomía patológica clásica y de la casuística. Sin una historia natural moderna (hablar de “medicina personalizada” con criterios genéticos es un tanto pueril), se trata de conjurar la vieja mediante el cribado de alta sensibilidad. Pero ocurre precisamente que el mayor poder de resolución factible con los actuales sistemas de imagen puede crear una historia falsa: la del cáncer curado que nunca habría que curar porque no se manifestaría como tal cáncer. Cabe también la falacia de creer que gracias a un diagnóstico temprano se ha obtenido un mayor tiempo de supervivencia cuando lo que se consigue muchas veces es simplemente aumentar el tiempo de conocimiento (no de supervivencia) de la enfermedad por haberla “cogido antes”. Por supuesto, hay efectos beneficiosos, vidas salvadas gracias a esas intervenciones, pero ellos no debieran hacer olvidar que el “más vale prevenir” puede ser la peor prevención en muchos casos.
Y es que cuando la mirada al cuerpo precisa de un instrumento de visión (imagen médica, análisis, registros eléctricos…) puede ocurrir que el mero miedo, cuando no el interés comercial del que mira (médicos y, más generalmente, industria diagnóstica) induzca a que nos obsesionemos por recordar que tenemos cuerpo, aunque éste esté callado y nos empeñemos en pensar por él. Por eso parece una buena noticia la iniciativa de prudencia tomada al inicio de esta década, conocida como “Choosing wisely” (http://www.nejm.org/doi/full/10.1056/NEJMp1314965),  y que viene a ser una forma moderna de contemplar el “primum non nocere”, optando por actuar en consonancia con la evidencia existente, evitar réplicas de pruebas minimizando su riesgo y hacer sólo lo que realmente sea necesario. Dicho así, parece fácil, pero no lo es en absoluto: supone un saber clínico sostenido por el estudio constante. Implica también evitar incurrir en la protocolización excesiva, algo que ya ocurrió con la corriente de la “Evidence Based Medicine”. Teniendo en cuenta el papel que las sociedades científicas están tomando en esa “elección prudente” y sus potenciales conflictos de interés, es muy pronto para saber hasta qué punto logrará los objetivos propuestos. No es malo recordar que la relación clínica, aunque implique a muchos, acaba siendo siempre de dos y que la vida se vive… viviéndola, algo difícil, casi imposible, a veces. https://www.youtube.com/watch?v=dvgZkm1xWPE

miércoles, 10 de diciembre de 2014

AGUA DESMEMORIADA

El agua sigue siendo considerada un elemento fundamental. Poco importa, ante ese significado intuido, saber que su naturaleza no es elemental, que resulta de la combinación de hidrógeno y oxígeno; que es, como ya saben los niños, H2O. Precisamente su estructura molecular da cuenta de tantas extrañezas del agua, empezando por su carácter líquido a temperatura ambiente, su bondad como disolvente, su menor densidad como sólido que como líquido, la tensión de su superficie sobre la que patinan algunos insectos, etc.
El fuego es importante y no viviríamos sin el aire ni podríamos imaginarnos sin tierra. Pero es en el agua donde reconocemos mejor lo elemental, como vida. Y, en realidad, lo es cuantitativa y cualitativamente. Somos en gran proporción agua, la bebemos, la excretamos, y nos lavamos con ella. Nuestras células son complejísimas disoluciones acuosas separadas de su entorno también acuoso por membranas lipídicas fluidas.
Asistimos a una lucha contra el envejecimiento que equivale, en muchos casos, a un fútil intento de mantener el agua aparente, de evitar la deshidratación visible de la piel. Porque el agua no sólo es disolvente; también estructura y, por ello, un anciano puede estar bien hidratado y a la vez tener una piel arrugada por haber perdido la tersura que el agua confería. Cremas hidratantes, enriquecidas en colágeno, en vitaminas, en antioxidantes, o incluso en ADN (a saber por qué) son ampliamente demandadas.
En cierto modo, seguimos buscando la fuente de la eterna juventud y, mientras no la encontremos, la hidroterapia usa los sucedáneos de esa fuente inexistente, y lo hace recurriendo a aguas que, sin alcanzar tan gran objetivo, poseen, por sus trazas minerales o el lugar en el que manan, un valor medicinal real o imaginado, por ingestión o inmersión.
Lo elemental es también símbolo de lo sagrado. Si el dios bíblico se mostró mediante una zarza ardiendo, el fuego es necesario también para el sacrificio ritual. Tan divino es que sabemos del castigo sufrido por Prometeo por robarlo a sus dueños, los dioses. El agua ha ido reemplazando el simbolismo del fuego, ya residual en cirios, en nuestra relación con lo sagrado. Conocemos los poderes del agua bendita para exorcizar al maligno y sin el agua tampoco pueden los cristianos serlo propiamente a través del bautismo. Incluso aunque no se use, el símbolo permanece y así se habla de lavar los pecados, porque el agua es la gran purificadora. El oráculo divino en Delfos sólo era accesible tras purificarse con el agua de la fuente Castalia.
Una moderna  purificación mediante el agua es la diálisis. Nuestros riñones son, cuando están sanos, magníficos dializadores pero, en un afán de pureza, hay quien cree necesario facilitarles el trabajo bebiendo diariamente dos o tres litros de agua, como si los riñones precisaran de tales excesos.
El agua purifica si es ella misma pura. La de nuestras casas ha sufrido un proceso de purificación, un proceso que alcanza su máximo nivel en el caso del agua que se usa en laboratorios. Pero también la obsesión por la pureza hace que mucha gente pase el agua de grifo por múltiples filtros adicionales o que incluso quiera mejorarla mediante una transformación imposible, magnetizándola.
Teniendo el agua tanto valor simbólico, no sorprende que se le atribuyan propiedades terapéuticas tan pintorescas como las homeopáticas. Si las vacunas eficaces se basan en inducir una inmunidad frente a lo idéntico o similar a ellas, la generalización de ese hallazgo en forma de postulado es irracional. Sin embargo, tal postulado, establecido por Hahnemann (“similia similibus curantur”), refuerza su irracionalidad mediante la “potenciación” homeopática basada en diluciones del producto activo que llegan a superar la recíproca del número de Avogadro o, dicho de otro modo, que conducen a un preparado en el que es probable que no haya ni una sola molécula de dicho principio activo. Aunque asumen eso, los homeópatas suelen aducir una hipotética memoria del agua. Pareció hallarse en un experimento de Benveniste pero que no pudo reproducirse (https://www.youtube.com/watch?v=k-rT1evItHA) y ocurre que, sin reproducibilidad, no hay ciencia que valga. Más recientemente, otro francés, Luc Montagnier, parece empeñado en la investigación de extraños efectos físicos que demostrarían la memoria del agua. Pero lo que parece probarse con eso es que ni siquiera la posesión de un premio Nobel inmuniza contra la tentación de la pseudociencia. Y es que sólo la pseudociencia puede aceptar que el agua recuerde algo. El agua, siendo esencial, es una desmemoriada.





martes, 2 de diciembre de 2014

BUSCANDO LA MEMORIA

Hay cosas que no se olvidan. Veríamos no sólo injusto sino absurdo ser desprovistos de derechos por pertenecer a una determinada familia que piensa o siente de modo distinto a otras en el plano religioso o sólo en el de la tradición. Y más chocante sería si eso ocurriera en un país culto en una época en la que brillaba el genio de muchas personas en la pintura, en la ciencia, en la literatura; en una época en la que en ese país nacía el psicoanálisis. Sin embargo, sabemos que eso ocurrió. Muchos, por el mero hecho de ser judíos, incluso aunque no supieran muy bien qué era eso (caso de los niños) fueron blanco del paso al acto del odio reprimido hasta que Hitler anexionó Austria. Austríacos que un día saludaban cortésmente a sus vecinos, también austríacos pero judíos, les obligaban al día siguiente a limpiar pintadas contra el Anschluss, fregando las calles de Viena.

Eric Kandel fue uno de esos niños, que pudo sobrevivir y describir lo que supuso para él ser echado de su casa por ser judío. Más tarde escribió lúcidamente que “el nivel cultural de una sociedad no es un indicador fiable de su respeto por la vida humana”. Algo que, desde su memoria debe pasar a la nuestra. La amnesia histórica tiene consecuencias terribles (aun lo vemos en España a día de hoy).

No sorprende que Kandel tratase de comprender qué había ocurrido y por qué. A la vez, fue afortunado. Pudo escapar y desarrollar su genio en un país que permite tales desarrollos, EEUU. Tentado por la psiquiatría y especialmente por el psicoanálisis, él mismo analizado, fue, sin embargo, llevado por su inconsciente, como él mismo indica, a buscar por qué recordaba con tal viveza esa etapa en la que se estaba acercando a la adolescencia. Y en ese intento se  hizo reduccionista metodológico sin perder por ello, sin embargo, la perspectiva humanística. Fue, es, un científico auténtico, no un cientificista.

Con Freud como referente, supo deshacerse de él en el buen sentido, es decir, tomando lo mejor de Freud y no la parodia con que a veces se le presenta. Como Freud, Kandel inició sus investigaciones buscando la simplicidad en el ámbito biológico. Las múltiples posibilidades que EEUU ofrecían entonces (y siguen ofreciendo según parece) a jóvenes investigadores, “presentaron” a Kandel a un ser muy simple, repulsivo para algunos, llamado Aplysia. Fue con este modelo experimental con el que investigó lo más básico, lo más elemental, del mecanismo de la memoria, algo que le permitió seguir luego en un enfoque bottom – up. Después vendría el hipocampo, las experiencias con ratones, muchas cosas que describe de maravilla en su precioso libro “En busca de la memoria”, modelo de buena divulgación donde los haya, no sólo de su actividad sino de la neurobiología del siglo XX en general. 

En 2000 fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina. Se le premió por investigar la memoria y tras ese premio intentó recuperar la suya al máximo yendo a Austria en donde sintió emocionado hasta las lágrimas la acogida que le ofrecieron en una sinagoga.
Los trabajos de Kandel han sido esenciales para elucidar aspectos básicos del recuerdo a escala celular e incluso molecular. Recuerdo a corto plazo, a largo plazo y memoria de trabajo. Sin Kandel, no sabríamos lo que sabemos.

Kornberg decía que el mejor proyecto era no tener ninguno. Gracias a esa idea bastante generalizada en EEUU fueron posibles personajes de la talla de Crick, Brenner, Benzer o el propio Kandel. Y es que no es realmente cierto que no haya tal proyecto. Existe pero es inconsciente hasta que aflora lúdicamente, como curiosidad que implicará trabajo, como comunicación que buscará interrogantes, como búsqueda intelectual y vital. Y es que, si el inconsciente nunca descansa, no sólo lo hace para fastidiarnos la vida. También facilita lo mejor de nosotros. Que trabaje de vez en cuando, como sugería Bertrand Russell, viene muy bien para resolver problemas.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Te recuerdo Amanda

Lo poético resuelve la contradicción.
”La vida es eterna en cinco minutos” cantaba Joan Baez. Cantaba algo que escribió un hombre a quien cortaron dedos y lengua… porque escribir y cantar es terrible y temible para los bárbaros servidores de un tirano. Da igual que ese amo sea alguien concreto, un ente incorpóreo o un ideal religioso.
La vida es eterna en cinco minutos, pero también puede serlo en diez o en uno, o en un segundo. En mil años o en un nanosegundo. Porque lo eterno supone estar fuera del tiempo. En la canción se muestra la clave de esa eternidad: no es la duración de un estar sino la inefabilidad de un ser en el amor. Cuando dos miradas se cruzan en un instante amoroso todo se funde y Dios existe. Y la eternidad. Y el cielo… And nothing else matters, como canta Metallica. Basta con un beso, aunque sea el último, como indica esa preciosa canción de Rammstein  (Nebel) “…Der letzte Kuss. Er erinnert sich nicht mehr”.
Sólo una cosa es necesaria, decía Jesús, ese judío apocalíptico y peculiar. Y también que la verdad nos haría libres. Pero nunca se le ocurrió indicar qué cosa era necesaria ni qué era la verdad. Y es que sólo si uno olvida su vida y renace en su recuerdo puede saberlo y, en ese caso, ¿para qué decirlo? Ya se encargará el viento de hacerlo, que para eso sopla donde quiere, sin que nadie sepa de donde viene.
Ser seres hablantes significa mucho más que hablar. Supone algo que suele ignorarse, la posibilidad del silencio, del vacío que deja penetrar el susurro amoroso, eterno… cuando nada hay y esa nada todo lo llena.

En la palabra está la salvación cuando, curiosamente, la palabra misma
no se expresa y la vida retorna a su origen. En la palabra callada podemos ser dichos.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Un suave susurro

Tanto si somos ateos como creyentes podemos asumir que Dios es una construcción semántica que dice todo y, a la vez, no dice nada. Tal vez la mejor o quizá la única aproximación a lo que se expresa con ese término sea la mística. Fuera de ella, desde la que todo es inefable, no habría nada que decir. Es decir, el que cree creer ha de callar. Y el que no cree no precisa hablar para rebatir silencios.
Cuando Nietzsche se refirió a la muerte de Dios, hizo un favor tanto a ateos como a creyentes porque ese Dios está bien estando muerto o, lo que es lo mismo, olvidado. Porque ese Dios no es Dios. Porque Dios no es concebible y cada vez que usamos ese término a lo mejor que podemos referirnos es al gran vacío oscuro o de luz cegadora, esencial, inconsciente, inaccesible, que nos funda. En cierto modo, al misterio impenetrable que nos constituye y del que no hay modo de hablar. Cualquier otra cosa es reduccionismo teológico antropomórfico, el refugio de religiosos ortodoxos o de religiosos ateos como Dawkins.
Pero hay posibilidad de creencia que es esperanza desesperada en que esto, esta realidad extraña en la que vivimos y que nos constituye, tenga sentido. No como algo racional, sino perceptible desde la belleza, poéticamente. No es necesario invocar la eternidad siendo temporales y habiendo instantes eternos. Einstein cifraba su creencia en el Dios de Spinoza. ¿Por qué no? ¿Por qué sí? No hay razones, sólo sentimientos.
Esa esperanza supone asumir el valor de la vida, a pesar de los pesares. La insondable belleza del mundo nos soporta. El Gran Espíritu nos sostiene aunque, polvo de estrellas, retornemos al polvo. El Deus ludens es próximo a los niños, que saben del goce de jugar. Si no renacemos no llegaremos nunca a nada. El Deus absconditus ya bastante ha hecho determinando con la ley física lo que no puede ocurrir, legislando en negativo. El Dios judaico abandonó a Jesús al final. ¿Cómo esperar que nos arregle la vida? Sin embargo, a veces, sólo a veces, es posible percibir a lo Innombrable como sentido amoroso de la naturaleza, de todo cuanto existe, desde un gatito que nos mira hasta una galaxia lejana cuya antigua luz observamos.

Y es que a veces, sólo a veces, lo Innombrable, el misterio más radical, se manifiesta, como dice el Libro de los Reyes,… en un suave susurro.